Que el PRO de la ciudad de Buenos Aires, en alianza con el Grupo Clarín, haya salido a montar una “operación” contra la presencia de la militancia kirchnerista en las escuelas para desviar la atención pública respecto de las dificultades de Macri de resolver, al menos, un problema de su gobierno y buscar estigmatizar por cualquier medio la protesta de los estudiantes secundarios por el deterioro de la educación pública, puede entenderse.
Por Sebastián Artola
A tal punto la brutalidad de la jugada, que el propio ex ministro de Educación porteño, Mariano Narodowski, sostuvo que él también había acompañado el programa nacional que promueve un espacio de debate abierto en torno a la historieta El Eternauta en los colegios secundarios.
Pero que la ministra de educación de la provincia, Letizia Mengarelli, se haga eco de los mismos argumentos, siendo parte de un gobierno que se define a sí mismo “progresista”, ya es más difícil de comprender.
Sus declaraciones llamando a los padres a estar en “alerta”, instruyendo a los directivos de las escuelas para evitar tales actividades, poniendo a la “democracia” en contradicción con los “partidos políticos” y afirmando que si se abren las puertas a la comunidad “tendríamos las escuelas invadidas”, sino supiésemos quién las dijo, podríamos atribuírselas a cualquier gobierno de derecha o autoritario, poco y nada comprometido con la pluralidad, la participación y la libertad de expresión.
Lo cierto es que este tipo de apreciaciones no son nuevas. Basta con recordar los últimos actos por el Día de la Bandera cuando las autoridades locales y de la provincia reniegan de su “politización” y diferencian “ciudadanos” de “militantes”, como si esto último implicara dejar de ser lo primero (¿?), o como si Belgrano, Moreno o San Martín no hubiesen sido militantes y abrazado la política para conquistar la independencia de nuestra patria.
Habría que agregar, también, las últimas reformas que recortan en la educación secundaria la enseñanza de Historia, en consonancia con los diagnósticos neoliberales y el saber tecnocrático que en los años 90 orientaban las modificaciones de los planes de estudio.
Es problemático poner en contradicción “democracia”, “educación”, “política” y “memoria histórica”, al menos para quienes creemos en un horizonte de igualdad de oportunidades.
Más aún, si bajo una aparente idea de “neutralidad”, nada se dice de la presencia en nuestra provincia de la fundación estadounidense Junior Achievement, que hace veinte años dicta cursos en horarios de clase para difundir las “bondades” de la economía de mercado y la gestión empresarial privada.
Por el contrario, se cuestiona el reparto de El Eternauta. La maravillosa historieta de Oesterheld, desaparecido junto a sus cuatro hijas en la última dictadura cívico-militar, pieza relevante de la cultura nacional y un contenido que promueve la figura del “héroe colectivo” y la solidaridad entre pares, frente a los “súperhéroes” individuales a los que nos tiene acostumbrado la cultura hegemónica.
Entonces lo que se presenta como “a-político” no es tal, sino –como diría Jauretche– una determinada política para la educación.
Para quienes aspiramos a vivir en una sociedad cada vez más democrática, la educación ocupa un lugar sustantivo. Pluralidad de voces, participación, derechos humanos, espíritu crítico y compromiso con la comunidad, deben ser los valores que repongan una educación pública, en el significado pleno de la palabra, popular y transformadora.