Recuerdos y postales de Ludueña
Un recorrido por las calles de uno de los barrios más olvidados por la agenda política y de los más citados por la agenda mediática policial. La seguridad disfrazada y los recuerdos a seis meses del asesinato de Gabriel Aguirrez, uno de los tantos pibes que cayeron antes de los megaoperativos.
“…Los mediodías en el barrio tienen ese qué sé yo viste, caminás por los pasillitos, ves a los pibes jugando, a las doñas andando. Lo de siempre, en la calle y en mí. Cuando de repente, desde la otra cuadra, se aparecen ellos.
Mezcla rara de pelotón represivo y manada de robocops. Gorra marrón en la cabeza, chalecos antibalas en la piel, dos botas negras clavadas en los pies y una itaca enorme en sus dos manos.
¡Te reís! Pero sólo nosotros lo vemos. Porque los maniquíes no ven, que en las esquinas no hay ni semáforos con luces, ni naranjas de sobra para andar tirando azahares. Y así, medio marchando y medio manchando, no se sacan la gorra para saludarnos, ni siquiera nos miran, y se quedan con las ganas de decirnos que sí, que estamos piantaos…”
Andar por barrio Ludueña un sábado al mediodía no es una excursión, no es una aventura. Es caminar por la realidad, con los mismos alivios y peligros que implica caminar por las peatonales del centro, o incluso los pasillos de los tribunales o las inmediaciones de alguna seccional. Eso sí, hay más chicos corriendo por ahí, que miran, saludan y entrados en confianza hasta se acercan a darte la mano o a pedirte una chirola.
También hay cosas fuera de lo que se acostumbra ver en las zonas céntricas, a la sombra de las grandes torres. Pasillitos de tierra seca de donde salen pedazos de bolsas de nylon que todavía no llegan a degradarse, suelas de zapatillas, o bien bolsas enteras de basuras que quizás reposan en la eterna espera de un camión recolector. A veces también hay sucesos extraordinarios, o ya no tanto, como la corrida desesperada de una nena que no alcanza los doce años y pide a un viejo caminante del barrio, acompañante de este cronista, que le dé una mano por favor. Se incendió la casa de su tía, y ella junto a su hija están descompuestas. No llegan los bomberos y nadie puede ayudar a las personas afectadas.
En otra esquina del barrio, un grupo de pibes que promedian los 17 o 18 años miran desde la puerta de una casa cómo se acerca el pelotón. “Dónde es la fiesta de disfraces”, se llega a escuchar entre algunos murmullos de risas mientras a lo lejos unos treinta oficiales de la Prefectura Naval comienzan a acercarse. Caminan como marchando, sosteniendo en sus manos las Itacas, frente alta y sin hablar entre ellos, y mucho menos mirando o interactuando con los vecinos que observan expectantes, tímidos o quizás aliviados como diría alguno después. Iban camino a unirse con sus pares de la Policía que del otro lado de la calle mantenían un patrullero cruzado en el camino con sus sirenas encendidas. Un operativo más, de los tantos que se vienen realizando en esta mega movida en conjunto de las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales con el fin de ocupar los territorios de los barrios más humildes de la ciudad.
Ludueña es uno de esos barrios, y por eso están ahí. También porque es uno de los lugares más afectados por el narcotráfico. Ahí es donde la policía asesinó a quemarropa a un pibe por robar, o donde se traman y desentraman los tejidos del narco que seduce a los pibes a vender drogas en un búnker a cambio de unos buenos mangos. Ahí es donde hasta hace un tiempo los vecinos denunciaban un búnker a las oficinas del Estado, y nada pasaba en busca de una solución. Ahí es también donde muchas organizaciones sociales denuncian la complicidad policial y repiten una y otra vez que la solución al narcotráfico no está en la militarización de los barrios ni en la persecución de los últimos eslabones de la cadena de este multimillonario negocio clandestino. Piden por la verdadera justicia que caiga sobre los líderes políticos, económicos, judiciales y policiales que permitieron el desarrollo del negocio y además reclaman políticas que garanticen la vida digna, desde viviendas, trabajos, educación, salud y todas las necesidades humanas. Ludueña es el ejemplo claro al cuestionamiento sobre el rol del Estado: ¿ausencia, presencia corrupta o presencia represiva? Ludueña es uno de los tantos barrios de Rosario donde el punto de máxima iluminación es cuando los helicópteros de estos megaoperativos iluminan su recorrido a punta de reflectores.
Ludueña también es un barrio de historias, de pibes y pibas, de adultos, de trabajadores y trabajadoras. Y en búsqueda de esas historias fue enREDando.
“Soñaba con algo y a eso iba, no se quedaba”
El domingo 20 de octubre de 2013, se jugaba el primer clásico rosarino luego de que Rosario Central volviera a la Primera División. El partido fue para el equipo de Arroyito, que le ganó 2 a 1 al Newell´s que venía de campeonar. La ciudad agitaba las banderas de ambos clubes, mientras algunos festejaban y otros, orgullosos, lucían los colores pese a la derrota. En la esquina de Camilo Aldao y Junín, pleno Ludueña, un grupo de pibes hinchas de Newell`s permanecía con sus remeras, cantando quizás en apoyo a su equipo. Las cosas del destino, o bien el inexplicable exceso de sentimientos y el desborde influenciado por la violencia acostumbrada, desataron un cruce de provocaciones que terminaría en tragedia. Gabriel Aguirrez, tenía 13 años y era bostero, hincha de Boca. Había acompañado a sus amigos ñubelistas a pasar un rato juntos, más allá de los colores. El cruce de palabras terminó en disparos y tres de las aproximadamente ocho balas calibre nueve milímetros disparadas, dieron en el cuerpo de Gaby. El pibe corrió unos metros por Camilo Aldado hasta que se desmoronó.
Lo velaron en una de las aulas de la escuela primaria 1027 del barrio. Todos sus familiares, amigos, compañeros y docentes lo recuerdan como “un soñador, un artista”. Así también lo recordó en los medios el padre Edgardo Montaldo, y así también lo siguen recordando todas las personas que lo conocieron. Era un niño de 13 años, soñaba con ser futbolista, músico o camionero, como su padre. Pero terminó muerto antes de partir de viaje a Catamarca, la última provincia del país que le faltaba conocer junto a su papá como acompañante de trabajo. Ya había armado el bolso, para salir el día en que terminó siendo velado en la humilde escuela del barrio.
A seis meses de su muerte decidieron homenajearlo sus familiares y sus compañeros y amigos del Club Deportivo y Social Lux, el equipo de fútbol donde Gabriel jugaba de defensor central. Fue en la casa de uno de sus profesores, una amena reunión que recibió a este cronista con un arroz con pollo hecho al disco, como para que trabajar se convirtiera en lo más cercano a la panza llena y al corazón contento. Un grupo de pibes en la punta, los más grandes en otra, algunos diálogos y varias sonrisas decoraban el almuerzo a la luz de la media sombra del patio de la casa.
“Yo agradezco a los profes y a los chicos por el aprecio a mi hijo. Siempre lo recuerdan, y es una demostración de afecto hacia él porque así se lo ganó”, comentaba Ada, su madre, entre algunas lágrimas que comenzaban a brotar con el recuerdo en carne viva. “Me cuesta, es difícil esto porque era mi bebé más chico, pero no quiero llorar porque él nunca me quería ver triste, pero la realidad es la realidad que vivimos nosotros”, pronunciaba la señora. Así lo explica ella, la realidad es la que se vive en los barrios como Ludueña, no la que vociferan los mandatarios de turno. Aquel 20 de octubre en que mataron a Gaby, un operativo de seguridad de más de dos mil oficiales se desplegó en las inmediaciones del Gigante de Arroyito, pero su muerte fue varias cuadras para el lado del aislamiento. Quizás de ahí vienen las desafortunadas declaraciones que hablaban del caso como un hecho aislado, celebrando el éxito de la seguridad en el clásico de fútbol. Un hecho aislado, de un barrio aislado. Como estos hay montones.
Ahora vale la pena destacar el recuerdo y el afecto de los allegados a Gaby. “Trato de recordarlo y guardarme todos los momentos que él me dejó. Con trece años hizo muchísimo y dejó muchos ejemplos”, se enorgullece su madre aclarando que no es simplemente por tratarse de su hijo. Desprende amor de esos ojos húmedos que se esconden de a segundos bajo sus largas pestañas, mientras deja caer alguna lágrima que no puede escapar al intento de ser retenida. Suena amable y muy paciente, pero a la vez se pone firme: “Tengo mucha bronca e impotencia, porque Gaby no merecía esto, tenía sueños y proyectos. Lo peor de todo es que hay muchos chicos como él”.
Ella repite lo que él contaba como sus sueños. “Quería ser futbolista, músico o camionero. Soñaba con algo y a eso iba, no se quedaba”, recuerda la mujer. Soñaba como cualquier pibe, deseaba, imaginaba construir su vida cuando empezaba a caer en la cuenta de dónde y cómo le había tocado vivir. “Con Gaby siempre decíamos que esta situación tiene que cambiar, que se puede hacer algo para lograrlo”, dice hoy Ada mientras admite que se siente un poco más tranquila con la presencia de las fuerzas de seguridad en el barrio.
El deporte como herramienta
El Club Deportivo y Social Lux se encuentra en el cruce de Pascual Rosas y Urquiza, en Ludueña. Los entrenadores de la divisional de inferiores en la que jugaba Gabriel, hablan del club como su casa. Incluso cuentan que no se pueden ir, aún sin cobrar un solo peso. “Lo hacemos de corazón”, dicen.
“Yo veo al fútbol como la manera de sacar a los chicos de la calle, que es lo principal. Que toquen la guitarra o hagan ballet, pero que salgan de la calle porque siempre fue jodida pero ahora está peor”, le explicaba a enREDando Gustavo Zárate, uno de los directores técnicos del equipo. “El fútbol tiene eso, siempre tuneó gente de distintos lugares”, afirmó haciendo referencia a la capacidad transformadora que en muchos casos suele tener el fútbol como herramienta que enseña a gambetear en la vida y no sólo en la cancha.
“Todos los chicos que vienen al club terminan teniendo un buen corazón, como lo tenía Gaby, son todos los chicos iguales y es un orgullo estar con ellos. Su muerte la enfrentamos recordándolo todos los días, teniéndolo presente con nosotros, pensando en él en los momentos mínimos y máximos”, explica Zárate. El entrenador junto a sus dos compañeros están a cargo de una categoría donde van a entrenar 36 chicos. No todos están fichados, pero cada uno que llega al club tiene el mismo lugar que los que ya están hace tiempo.
Sus compañeros de equipo adhieren a las palabras del profesor. Uno cuenta que Gaby siempre hablaba con él y que conserva un anillo que alguna vez le regaló. Otro, que vive justo frente a su casa también lo recuerda entrañablemente como un gran amigo: “Tocábamos la guitarra hasta la noche, y hablábamos mucho”. El equipo, antes de salir a la cancha realiza la arenga recordándolo. Hoy, el rostro de Gaby se refleja en una enorme bandera a color que también detalla los títulos ganados por el equipo.
Lorenzo Díaz, otro de los entrenadores, admite que le cuesta hablar. No llega a nombrar a Gaby que la emoción le inunda el rostro. Lorenzo vive frente a la casa de Gabriel, es el padre del amigo con quien compartía guitarreadas. “Yo lo conocí desde que nació, era como un hijo y lo llevaba y lo traía cuando íbamos a entrenar”, recuerda. “Gaby, el ángel de Ludueña”, dice la remera que Lorenzo usa en cada partido. Incluso, admite haber depositado en él la esperanza en varios partidos en los que el milagro anduvo dando vueltas para terminar ganando e incluso logrando el campeonato. “Jugábamos la final, íbamos cero a cero y yo le pedí y lo vi a él arriba del arco, en la misma cancha y en el mismo arco donde había jugado su último partido y para colmo había metido un gol en contra. Hicimos el gol del campeonato y yo me quedé tranquilo”, recuerda el profe en una anécdota digna de un cuento de Fontanarrosa.
Así ven estos tipos al fútbol, más allá que un deporte o una competencia. “Nosotros le pedimos la libreta de la escuela, logramos que puedan hablar con nosotros”, dice Gustavo, y agrega: “Tratamos de buscar alguna enseñanza, de dejarle algo bueno a los pibes y no sólo buscamos un título. Hay que estar con el chico, acompañarlo y entenderlos en el lugar que les toque estar”. La reflexión final, deja un poco de esa enseñanza que buscan: “Hay gente que habla de los barrios jodidos, pero la gente no es jodida, muchos tienen sueños y quieren progresar. Nosotros estamos en el lugar indicado porque nos podemos brindar como lo hacemos, a corazón y pulmón. Todo por los chicos”.
3 comentario
muy buena nota !!
Agradezco el envío de esta nota. Aunque la vida de Gabriel no volverá entre nosotros.Quiero que le lleguen mis condolencias a sus familiares.
Pienso que a veces los policías se comportan como perros que fueron atados, privados de una vida normal; y cuando los sueltan cometen asesinatos, porque no aprendieron a hacer nada bueno porque las propias cadenas se lo impidieron.
Horacio Guaraní canta en una de sus canciones haciendo alusión a un preso y a sus celadores: Pucha con la diferencia!!, yo preso y ELLOS SOMETIDOS!!También dice: Qué hermoso va a ser el mundo DEL HIJO DEL CARCELERO!! Laura Giuliani.
Veo que sobre mi comentario escribieron:Sus comentarios requieren moderación.
Entiendo,si ellos pueden causar problemas pueden suprimir lo inadecuado. Fue el primer comentario,creo, al menos después de largo tiempo de recibir vuestras notas no recuerdo haber enviado otro u otros.
Quisáz soy muy fuerte, con mis 57 años recuerdo cuando la Policía de Firmat mató por equivocación a una señora; cuando en la prov. de Córdoba mataron por equivocación a un grupo de cooperativistas rurales; cuando en Firmat alguien mató a ÁNGEL VAZQUEZ, cuando iba de madrugada a trabajar a NESTLÉ, nunca se supo quién fue el asesino; AÑOS DÉCADA `70. Laura Giuliani
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