Comunidad Rebelde en Villa Banana
Un kiosco de drogas de Villa Banana fue derribado por los vecinos en diciembre del 2012. Allí, hoy se enseña sobre materiales alternativos para la construcción. Compartimos la nota de Martín Stoianovich, publicada en Rosario 12.
Por Martín Stoianovich
Un grupo de jóvenes que rondan los veinte años transportan tierra en una carretilla, recorriendo unos doscientos metros desde donde la recogen hasta donde la depositan. Ahí mismo, con botellas de plástico rellenas de tierra y tarimas de madera apiladas estratégicamente, se alza un nuevo proyecto. Esto acontece casi cotidianamente desde hace meses en el marco de la construcción del centro comunitario Comunidad Rebelde en Villa Banana, zona oeste de la ciudad. En ese lugar a la vera de las vías del tren que cruza la villa, donde ahora los vecinos del barrio, entre mujeres, hombres, jóvenes y niños, junto a organizaciones barriales, estudiantiles y otros colaboradores trabajan casi diariamente, hace poco menos de un año funcionaba uno de los tantos kioscos de drogas de Rosario. Estos lugares, más conocidos como búnkeres, se asientan en las zonas marginales como sucursales del negocio del narcotráfico que en la actualidad constituye una de las problemáticas más urgentes de la agenda política.
La organización barrial CUBa-MTR (Coordinadora para Unidad Barrial María Teresa Rodríguez) trabaja en Villa Banana desde hace más de ocho años, como así también en otros barrios de la ciudad y el país. Hoy, junto a la Juventud Revolucionaria Che, es la principal organización que encabeza con los vecinos el proyecto de Comunidad Rebelde. Nicolás, uno de sus integrantes, contó a Rosario/12 que, ante la falta de respuestas por parte de los Estados, en una asamblea barrial se tomó la decisión de derribar el búnker y comenzar la construcción del centro comunitario.
Fue un día de diciembre del 2012 cuando, luego de observar que el búnker se encontraba vacío, los vecinos ingresaron al lugar y comenzaron a derribarlo. Durante enero y febrero se concluyó la etapa de demolición de las paredes, de uno 60 centímetros de profundidad. «Se tardó porque las paredes eran gigantes y se tuvo de derrumbar a mazazos al no tener la ayuda del gobierno que acercara una máquina para poder tirar todo abajo en media hora», sintetizó Nicolás. A partir de ese momento, si bien anduvieron rondando por el lugar, los narcotraficantes no volvieron a insistir en la ocupación del terreno.
Más allá de que los reclamos a nivel político superan los límites de la ciudad, la decisión del accionar propio fue impulsada por la falta de respuestas ante las denuncias presentadas en Seguridad Comunitaria del municipio. «Nosotros hicimos una movilización al Ministerio de Desarrollo Social y a la Municipalidad, entregamos petitorios y no tuvimos respuesta. Sólo nos dieron 15 tarimas en mal estado», apuntó Nicolás. El resto de las tarimas las consiguen mediante donaciones de una empresa de ventas de electrodomésticos.
Según los vecinos, a partir del momento en que el proyecto se puso en marcha, la situación en esta zona del barrio, que hoy alberga a más de quince mil personas, cambió notablemente. «Gracias a esto cambió mucho la relación entre los vecinos. Todos aportan un grano de arena y así se construyen lazos de amistad, de solidaridad y trabajo en equipo. Antes nadie se saludaba con nadie, ahora mejoró la comunicación entre nosotros», explicó Noelia, una joven que vive en Villa Banana hace seis años.
Nicolás, por su parte, recordó cómo era la zona cuando el búnker estaba asentado: «Había mucho movimiento de policía, de autos, de motos y gente que no tiene nada que ver con el barrio que venía a hacer sus negocios acá. La vida está un poco más tranquila a pesar de las otras condiciones que siempre denunciamos, pero sabemos que probablemente haya otros búnkeres instalados en Villa Banana». El reclamo de los vecinos, más allá del narcotráfico, comprende a las malas condiciones de vida por problemas de cloacas, de alumbrado y del consumo de agua.
Respecto de la construcción del lugar, la idea de llevarla a cabo con materiales alternativos surgió de un dúo de arquitectos que ven en esta iniciativa «una manera de esquivar al sistema». «La construcción se basa en una estructura de paredes de palets y un contrapiso de botellas de plásticos rellenas con tierra apisonada que queda muy resistente y funciona muy bien», detalló Mare, una mujer que anteriormente tuvo experiencias similares en las favelas de Brasil. Las tarimas son impermeabilizadas con aceite de cocina quemada, y sobre esta estructura se aplica adobe, mezcla de barro con paja, para afirmar la construcción. Más allá de las complicaciones de los cambios climáticos y otras dificultades que surgen sobre la marcha, los integrantes de Comunidad Rebelde esperan inaugurar el centro comunitario en octubre. Allí se dictarán talleres de murga, de pintura, cursos de oficios, apoyo escolar y otras actividades que intentarán trabajar sobre las secuelas dejadas por el narcotráfico y aquel búnker que sometía a los vecinos a su negocio.
De todas maneras, desde el barrio entienden que la realidad sigue siendo compleja, aunque no por eso dejarán de contemplar el progreso a partir del trabajo en conjunto. De esta forma lo ve Noelia: «Con un centro comunitario no se va a terminar el narcotráfico, pero estamos más tranquilos. Nos cuidamos más entre los vecinos, tenemos un bien en común y estamos trabajando todos juntos».
Nota publicada en Rosario 12, edición domingo 4 de agosto de 2013