Omar Jesús Vaca fue suboficial de inteligencia en Rosario durante la última dictadura. Murió en 2005, antes del inicio de los juicios de la causa Guerrieri. Su hijo Javier y su nieta Juliana integran el colectivo Historias Desobedientes, un espacio conformado por familiares de represores que decidieron romper el mandato de lealtad familiar y denunciar la actuación de sus parientes genocidas.
Fotos: Fer Der Meguerditchian / Gentileza Javier Vaca
Cuando era chica para Juliana Vaca Ruiz era normal jugar con los sombreros y uniformes militares de sus abuelos. Tanto por parte de madre como de padre tenía antepasados que habían sido parte de la fuerza. Los años pasaron y esa historia, la de sus abuelos, quedó en silencio. No la cuestionaba, pero tampoco sentía que debía hacerlo. Hasta que un día en terapia su psicóloga le preguntó por su familia. Entonces ella le habló de Omar Jesús Vaca, ese abuelo paterno que antes y durante la última dictadura prestó servicio en el Ejército como suboficial del Destacamento de Inteligencia 121 de Rosario.
Ella ya estaba en la facultad, participaba en la política universitaria y en las marchas por los derechos humanos, pero hasta entonces esos senderos ―el de su vida militante y el de la historia castrense de su abuelo― no se habían cruzado. Cuando salió de esa charla con la psicóloga ella era otra. Una mezcla de miedo, vergüenza y dudas sobre cómo compartir ese tema. Lo habló con su papá Javier Vaca, que también por esos años estaba transitando un camino similar de reconocimiento de su historia. Un velo se había corrido y los interrogantes empezaron a caer como gotas pesadas. Había tantas preguntas sin respuesta.
“Antes de eso no había indagado mucho en la historia familiar, porque cerraba todo perfecto y esos datos me habían pasado casi desapercibidos”, dice Juliana. Ella nació en Puerto San Julián, una pequeña localidad de la costa de Santa Cruz a donde su papá Javier Vaca había ido a trabajar, así que conoció poco a su abuelo. Cuando murió, ella apenas tenía 8 años. “Crecí con una idea de él como alguien querible, y aparte todos mis primos más grandes, que tuvieron una relación más estrecha con él, cuentan que los invitaba a su casa a pasar el día. Y si bien era bastante rígido, junto con mi abuela Mamina los apañaba”.
Juliana Vaca Ruiz tiene 28 años, cursa el tramo final de abogacía en la Universidad Nacional de Rosario e integra Historias Desobedientes, la agrupación conformada en 2017 inicialmente por hijas e hijas de genocidas, que decidieron no guardar silencio ni ser cómplices del horror cometido por sus familiares en dictadura. Romper el mandato de lealtad parental. Hacer público que si bien comparten apellido, no son igual que los represores.
Es lunes y Juliana está sentada en un banco de la Plaza 25 de Mayo de Rosario. Acaba de caminar cerca de los pañuelos dibujados en la ronda de las Madres y de una pintada sobre las baldosas que grita 30.000 y no al negacionismo. El último 24 de marzo participó de la marcha en Rosario llevando un cartel en alto que decía: “Abuelo, ¿dónde están lxs 30.000 desaparecidxs”.
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Siempre hay un día. Un instante donde todas las piezas del rompecabezas que estaban sueltas de a poco comienzan a tener sentido y a encajar. La escena Javier Vaca la recuerda nítida. Sería año 86 u 87 y está junto a su papá Omar Jesús Vaca sentado en la mesa rectangular del comedor mirando el noticiero. Él ya cursa ciencia política en la UNR. En la pantalla, un periodista hablaba de la Quinta de Funes, el centro clandestino de detención en el que integrantes del Destacamento de Inteligencia 121 mantuvieron cautivos a mujeres y hombres entre septiembre de 1977 y enero de 1978. Su papá mira desde la punta de la mesa el televisor y dice: “No van a encontrar nada porque quemamos todo”. Lo dice en primera persona del plural.
Javier no descarta que el “quemamos” se refiera a un hecho ocurrido pocos años antes: el robo de expedientes en los Tribunales Provinciales de Rosario que sucedió en la madrugada del 8 de octubre 1984, cuando tras maniatar al personal de custodia, entraron por la fuerza al Juzgado de Instrucción de la 10° Nominación y sustrajeron material vinculado a denuncias presentadas por la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep). Carpetas que dieron lugar a la formación de la Causa Feced. Por el hecho en abril de 2023 fue condenado a cuatro años de prisión el exjefe de inteligencia del Comando del II Cuerpo del Ejército, Héctor Fructuoso Funes. También estaban imputados el comandante Víctor Pino Cano y el jefe de inteligencia del Estado Mayor de dicho comando, Luis Américo Muñoz, aunque ambos fallecieron durante el proceso judicial.
“Ese tal Muñoz que nombraban en esa causa era uno de los que iba a mi casa y era jefe de mi viejo en una agencia de seguridad”, recuerda Javier, quien en 2018 se sumó a Historias Desobedientes, el colectivo de hijos e hijas de represores por la memoria, la verdad y la justicia. Familiares de genocidas que decidieron caminar por la vereda de enfrente al que transitaron Cecilia Pando o la propia vicepresidenta Victoria Villarruel, cuyo tío fue detenido en octubre de 2015 por crímenes cometidos en el centro clandestino El Vesubio.
“Ese tal Muñoz que nombraban en esa causa era uno de los que iba a mi casa y era jefe de mi viejo en una agencia de seguridad”
Cuando en 2009 comenzaron los juicios a los represores en Rosario, y los medios mostraron a los acusados de la causa Guerrieri, Javier fue descubriendo rostros conocidos de amigos de su papá. Entre ellos, el agente civil Eduardo “Tucu” Costanzo, condenado a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad. Recordaba la cara del Tucu cuando de chico lo llevaban a jugar a la pelota en el predio de la Fábrica de Armas Domingo Matheu. Su papá solía ufanarse de comer asados con Galtieri.
Pero Javier no es Javier. Su primer nombre es Omar, igual que su papá. “Nunca quise usar su nombre, quería diferenciarme de él en todo, hasta en eso ya era desobediente”, dice. El más chico de la familia (tiene dos hermanas más grandes) nació en diciembre de 1964 en Resistencia (Chaco). Dos años después se mudaron a Buenos Aires, cuando Omar Vaca ingresó a la Escuela de Inteligencia del Ejército y en 1968 fue destinado al destacamento de Rosario. Los dos primeros grados de la primaria Javier los hizo en una escuela ubicada dentro del Batallón de Arsenales 121 de Fray Luis Beltrán y más tarde empezó a cursar en la Escuela John F. Kennedy, ubicada frente a los monoblocks de Grandoli y Gutiérrez, el barrio del sureste rosarino donde la familia se había mudado en 1972. Cinco años más tarde a su papá lo enviaron a la agregaduría militar de la Embajada Argentina en Washington ―»era como un cartero que llevaba documentación al Pentágono”, dice― y cursó los primeros dos años de la secundaria en los Estados Unidos. En 1980 volvieron a la Argentina, cuando a su papá lo trasladaron al Destacamento 101 de Inteligencia de San Nicolás y luego regresaron a Rosario. Él continuó la secundaria en el colegio Sagrado Corazón ―“de ahí me echaron por rebelde”, cuenta― para luego recalar en el Nacional 1. En 1983, el último año de la dictadura, a Javier le tocó hacer el servicio militar.
―Como diría Charly García, al final yo también formé parte de ese ejército loco.
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“En mayo de 2017, después del fallo de la Corte Suprema de Justicia conocido como el 2 X 1, muchos de nosotros empezamos a buscar la manera de alzar la voz, entendiendo el retroceso que el gobierno actual estaba llevando a cabo en materia de derechos humanos. A partir de publicaciones en la prensa, nos dimos cuenta de que no éramos las únicas con estas inquietudes y comenzamos a encontrarnos. Así nace Historias Desobedientes: familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”.
De esta manera se presentaba la agrupación en las primeras páginas de “Escritos Desobedientes” (Editorial Marea), una de las publicaciones de este colectivo que nuclea a más de un centenar de familiares de represores. Allí también hablan del “silencio criminal” de sus padres y de su falta de arrepentimiento. Y de tres compromisos que asumen como hijos e hijas de esa historia: hablar para defender lo justo, repudiar para no ser cómplices y desobedecer para romper mandatos.
El suboficial de inteligencia Omar Vaca falleció en 2005 y nunca fue juzgado por su actuación en el Destacamento de Inteligencia, que funcionó un tiempo en Oroño al 800 y después en una casona de 27 de Febrero y Alvear. En el marco de la causa Guerrieri III, en mayo de 2017 diez integrantes de la patota del destacamento 121 fueron condenados a prisión perpetua por hechos cometidos en la dictadura contra 47 víctimas en los centros clandestinos de detención La Calamita, Escuela Magnasco, La Intermedia y Quinta de Funes.
Lo que sí sabemos es que buscó, hizo inteligencia y señaló a gente que fue detenida, torturada y desaparecida. Para mí es un genocida igual, porque formó parte de todo ese sistema
“A veces hablo con una de mis hermanas y le digo que yo no necesito saber que papá mató o no a alguien. Primero que si lo hizo no lo sabemos, ahora lo que sí sabemos es que buscó, hizo inteligencia y señaló a gente que fue detenida, torturada y desaparecida. Para mí es un genocida igual, porque formó parte de todo ese sistema”, dice.
El nombre de Omar Vaca no figura en las causas por las que fueron juzgados los represores que actuaron en Rosario. Pero en 2008 Javier tuvo acceso al legajo oficial de su padre. En la última foja hay una solicitud de información por el robo de bebés en Paraná. Quizás se fue a la tumba sabiendo qué pasó con el hermano de Sabrina Gullino Valenzuela Negro, la joven que nació en el Hospital Militar de Paraná junto a su mellizo. Ella fue adoptada legalmente y en 2008 se convirtió en la nieta restituida N° 96. El melli aún continúa desaparecido.
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1986. Ya había pasado el juicio a las juntas militares y Javier empezaba a estudiar ciencia política en la Universidad Nacional de Rosario. Una carrera que le gustaba desde que tenía unos 13 años. Tal vez por esa inclinación que tenía de chico a leer las páginas de política internacional de los diarios. “Si querés entrar por la puerta grande a Cancillería estudiá relaciones internacionales o derecho”, le dijo un amigo de su papá cuando vivían en Washington. Así que cuando llegó el momento de decidirse por una carrera, y como sabía que su padre quería que sea médico, abogado o arquitecto, le dijo que iba a estudiar relaciones internacionales para poder ser embajador. Omar aceptó: para él todo lo vinculado a la política era mala palabra. En 1992 Javier se recibió de licenciado en ciencias políticas y se fue a vivir al sur.
“Hasta entonces yo tenía una buena relación con él, porque si bien era distante no era mala. De chico nos decían que no digamos de qué trabajaba papá y él solía andar con una carterita negra bajo el brazo donde llevaba el arma. Pero para nosotros era normal ver armas en casa, había granadas y hasta mi mamá llevaba una 38 en la cartera. Empecé a tener enfrentamientos duros cuando entré a la facultad. Yo empecé a militar en el Partido Socialista Popular (PSP) y le discutía su participación en la dictadura, pero no lo ponía en el lugar de genocida, eso vino mucho después”, recuerda Javier. Dice que ese enfrentamiento era una pelea estéril que generaba fuertes tensiones dentro de la casa. “Tengo 30 años de Doctrina de Seguridad Nacional metida en la cabeza, vos no vas a venir a decirme cómo son las cosas”, le dijo su papá en una ocasión. Y otro día redobló la apuesta y le escupió: “Me pasé toda la vida persiguiendo comunistas y socialistas y ahora tengo un hijo socialista”. Él le contestó que ese era su castigo por lo que había hecho en dictadura. Después de ese intercambio estuvieron seis meses sin hablarse.
Javier cuenta anécdotas que en realidad son huellas. Como ese día de 1987 que su papá le pidió que lo acompañe al destacamento. Lo recibió un amigo de su viejo, un oficial de bajo rango que lo invitó a sentarse y empezó a preguntarle cosas triviales. Una charla amable, cálida, pensaba Javier. Pero a medida que pasaban los minutos, se dio cuenta que mutaba el tono de la conversación y el ambiente se teñía de un aire siniestro. Su papá se había esfumado de la oficina y el oficial empezó a preguntarle por sus estudios en la carrera de ciencia política de la UNR: si conocía a la profesora tal, qué libros les hacía leer, qué contenidos daba en clases… Ese “amigo” de papá lo estaba sometiendo a un interrogatorio. Javier se levantó de la silla y salió a la calle. Allí lo esperaba su papá, adentro del auto.
―¿Me trajiste para que pregunten cosas de la facultad? ¿Por qué me hacés esto?
―Bueno che, no es para tanto― le contestó de forma vehemente, casi enojado.
El eco de los latiguillos de su padre reverbera en sus recuerdos. Como cuando hablaba de “las mierdas” para referirse a “los subversivos”. Y entonces sus derivados: “Cagó esa mierda” o “Murió esa mierda” cuando veía la noticia de algún militante asesinado en dictadura.
Al poco tiempo de la muerte de Omar Vaca, la mamá de Javier lo llamó para que lo ayude a desarmar el ropero de su padre. Una rutina muy común dentro de los duelos familiares. Vaciar cajones, doblar la ropa del difunto y revisar fotos. Pero cuando Javier llegó, su madre empezó de a poco a hablar. A vomitar recuerdos. A romper el silencio sobre lo que vio pero también sobre lo que hizo. Nélida Giménez de Vaca, su mamá, también había trabajado un tiempo en la Fábrica Militar de Armas Domingo Matheu, donde hoy funciona la Jefatura de Policía de Rosario. Ella trabajaba en un sector donde se probaban las armas. Le decían La Mata Hari.
“La muerte de mi viejo ―dice― destrabó un montón de tabúes. Ella no podía desconocer lo que hacía él. Y aparte mi viejo a veces llevaba cosas a mi casa que no tenían un origen claro: una máquina de escribir Olivetti, una cama con colchón, ropa, un reloj azul. Botines de guerra que se repartían entre ellos. Por eso además de genocidas eran delincuentes baratos”.
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Cuando se encontraron en ese camino de revisión de la historia familiar, Juliana y su papá Javier volvieron a ver aquellas fotos guardadas por años en una caja de zapatos. Pero esta vez de otra manera, con otros ojos, con otra información. Fotos que incluso les hicieron llegar a referentes de Hijos Rosario. “Mi viejo es este que está acá, pero al lado hay gente que a lo mejor ustedes pueden identificar”, les dijo Javier. En una de las imágenes se lo ve de uniforme en el Destacamento de Inteligencia, en otra aparece fumando en un acto en el Monumento a la Bandera. Pero quizás la más escalofriante es una donde Omar Vaca está parado en el medio de una especie de garaje. Ocupa el centro de la escena con su porte morrudo, como un oso polar, mientras empuña un fusil frente a un grupo de personas vestidas de civil que lo miran atentos. Al fondo de la imagen, seis autos del Batallón de Inteligencia.
“Fue un proceso lento, de casi diez años después de la muerte de él, cuando yo empiezo a acercarme más a mi vieja a hablar sobre su vida y la de su marido. Y en una de esas charlas ―dice Javier― me cuenta sobre el vecino al que mi viejo le hizo el ambiental”.
Todo el monoblock se despertó para ver qué pasaba, para ver por qué lo perseguían. Todos menos el papá y la mamá de Javier que ni se inmutaron y se quedaron quietos en la casa. Su padre fue quien le hizo “el ambiental” al vecino. En la jerga de la dictadura, realizar un ambiental significaba hacer inteligencia sobre alguien, marcar sus movimientos, dónde trabaja, a qué hora sale y a qué hora vuelve a su casa. Vigilar para después castigar.
Febrero de 1976. Son las 3 de la madrugada y en el departamento del Fonavi de Grandoli y Gutiérrez un ventilador de pie apenas sopla un poco de aire hacia las habitaciones donde duerme la familia Vaca: en un cuarto, papá y mamá; en el otro, las dos chicas y el nene, Javier. Hasta que de golpe, un estruendo que viene de afuera, de un departamento lindero. Y como en la canción Rubén Blades, se escuchan tiros, autos acelerados, frenos, gritos… El ruido y la furia venían de la casa del vecino Luis Alaniz. Todo el monoblock se despertó para ver qué pasaba, para ver por qué lo perseguían. Todos menos el papá y la mamá de Javier que ni se inmutaron y se quedaron quietos en la casa. Su padre fue quien le hizo “el ambiental” al vecino. En la jerga de la dictadura, realizar un ambiental significaba hacer inteligencia sobre alguien, marcar sus movimientos, dónde trabaja, a qué hora sale y a qué hora vuelve a su casa. Vigilar para después castigar.
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Después de buscarla e intercambiar mensajes por las redes, en diciembre de 2018 Javier se encontró en un café de aeroparque con Analía Kalinec, otra hija desobediente de un padre genocida. Allí ella le explicó del colectivo y le contó su historia. Javier daba el primer paso para entrar a ese espacio de encuentro por la memoria. Al día siguiente su mamá, que ya estaba muy enferma, falleció.
Hacía relativamente poco que Javier empezaba a sentir la necesidad de verbalizar esa ruptura con la actuación de su padre en dictadura. Ir más allá del enojo y empezar a juntarse con otros que vivieron lo mismo que él. Hacerse preguntas, aunque queden abiertas. Y casi en el mismo momento fue que Juliana, su hija, empezó una búsqueda similar.
“Fue como encontrarnos en el medio de un mismo camino por entender nuestra familia”, dice Juliana, quien junto a otros descendientes de represores, empezaron a darle forma a la organización Nietes, una decena de nietos, nietas, sobrinos y ahijados de genocidas. El microespacio, que funciona dentro de Historias Desobedientes, es embrionario y por ahora es un grupo de WhatsApp llamado Nietes HD, pero la idea es pronto comenzar a articular actividades. Con el colectivo de nietas y nietos de desaparecidos comparten no solo el nombre, también los hermana la lucha. “La idea ―dice Juliana― es también salir a dar esa batalla cultural, para tratar de aportar a ese debate que hoy es muy fuerte en redes contra la desinformación”.
Al igual que su hija Juliana, a Javier le preocupa el auge de ciertas ideas reaccionarias y negacionistas. Como docente de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral sabe que el desafío de educar en la memoria no admite pausas. Por eso ahora se encuentra terminando de escribir un libro para contar su historia. Sobre todo porque, como suele decir, los hijos e hijas de represores tienen una responsabilidad social. Y porque sabe que no es el único en Rosario que puede hablar como hijo de genocida. En la película «Eva y Lola» hay una escena donde el personaje de Celeste Cid le escribe una carta a su padre desaparecido y mirando a cámara dice: «Esta tragedia es la de todo un país, incluyendo a quienes todavía no se dan por aludidos».
En el living de su casa de Río Gallegos Javier revisa fotos viejas. Descubre una de cuando imagen en blanco y negro de cuando era chico, en la vereda del Fonavi, con una pelota entre sus manos. Esa foto se la sacó su papá. Después mira otra de sus 28 o 29 años, de la única vez que Omar Vaca lo visitó en el sur. Están sentados en una mesa, en medio de una charla. “Miro esta foto y repaso en mi cabeza que, si bien no teníamos una mala relación, él se expresaba poco en términos de afecto. Era más distante. Mi vieja era la cariñosa. Pero eso siempre digo que esta foto es un error, porque parece que es una charla cotidiana cuando en realidad eso no era lo habitual, no teníamos conversaciones fluidas”. Ese día hacía mucho frío y antes de irse su papá le dijo: “Yo por acá no vengo nunca más”.
―Si tuvieses la posibilidad de hablar hoy con tu viejo, ¿qué le preguntarías?
Javier escucha la pregunta y antes de contestar se acomoda en la silla. Inclina apenas la cabeza y mira a un punto fijo antes de hablar. Pero contesta rápido:
―Uy sí, me perdí la chance de preguntarle millones de cosas. Hubo tantos asesinatos, tanta sangre en Rosario y alrededores, y él tuvo que ver porque estaba laburando en inteligencia. Entonces son millones de preguntas, desde qué pasó con el Melli, el hermano de Sabrina, hasta qué pasó con los demás bebés que se robaron, cuánta gente hicieron desaparecer, dónde están. Miles de preguntas. Un montón, un montón, un montón. Aunque es seguro que se hubiese enojado conmigo.
1 comentario
Admiracion por estos compañeros de Historias Desobedientes. Ojala aparezcan mas Julianas y Javieres. Mas desobediencia. Los que somos hijos de genocidas sabemos de los procesos duros que vivimos y enfrentamos todos los dias.
Desde este lado de la vida, desde el lugar que nos toco, tambien decimos:
No olvidamos
No perdonamos
No nos reconciliamos
Fueron 30.000
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