Nayib Bukele, presidente de El Salvador, acumula denuncias internacionales por violaciones a los derechos humanos y acusaciones por prácticas antidemocráticas. Pero fronteras adentro la situación cambia: es el mandatario con mayor imagen positiva en toda América Latina. Su estilo para gobernar trastocaron la forma de hacer política en el país centroamericano. ¿Cómo se explica su fenómeno? Algunas claves para comprender por qué el Presidente más joven de la región suscita loas y temores con la misma intensidad.
Foto: Agencia EFE
Un predio vacío rodeado por un alambrado que remite a Guantánamo. Una luz. Vehículos. Personas encapuchadas y otras casi desnudas. Los encapuchados son policías. Los que están en paños menores son presos, acusados de formar parte de las pandillas que han manejado la territorialidad de El Salvador durante años; las famosas «maras». Los internos, rapados, solo vestidos con una especie de taparrabos blanco y en cueros, son los primeros 2.000 que albergará el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT): una “mega cárcel” que tiene capacidad para 40.000 personas.
Para tener un parámetro cuantificable, en el penal de Ezeiza entran alrededor de 1.700 personas; en Marcos Paz, 1.300; en Piñero, cerquita de aquí, 1.400. Acá entran 40.000, aproximadamente lo mismo que pueden albergar las dos canchas de fútbol más importantes de nuestra ciudad de Rosario.
La imagen de los policías apuntando a los presos que corrían para meterse dentro de semejante monstruo de cemento, fue cuidadosamente filmada; digno de una producción cinematográfica. Podría ser el tráiler de una película de acción. Pero no, era la forma a través de la cual el Presidente salvadoreño Nayib Bukele inauguraba el CECOT, la joya de su corona.
Las producciones audiovisuales se suman a las órdenes por Twitter que les baja a sus funcionarios, o su modo de presentarse ante el mundo por medio de las redes sociales. “El dictador más cool del mundo mundial”, “Dictador de El Salvador”, describía su perfil de Twitter. Fue una respuesta sarcástica a las críticas que llovían desde el extranjero. Bukele se maneja con la ironía, manda a dormir a sus funcionarios a través de tuits, se muestra con gorras con viseras dadas vuelta para atrás y presenta sus medidas con producciones hollywoodenses. ¿Qué es lo que gira alrededor de este personaje caricaturesco, que invita a tomarlo en broma pero demuestra que hay que tomarlo en serio?
Una nueva etapa: la post posguerra.
Si América Latina en su conjunto fue caracterizada por Estados Unidos como su patio trasero, Centroamérica es la puerta de entrada. Subregión manejada durante décadas a “gusto y piacere” por la potencia del norte (a excepción de la Cuba revolucionaria), América Central tuvo una historia más que turbulenta durante el Siglo XX.
El Salvador no fue la excepción. Este país, que compone el denominado Triángulo Norte junto con Honduras y Guatemala, vivió una cruenta guerra civil entre 1980 y 1992. Luego de las conversaciones de paz, los bandos de la guerra formaron sus sendos partidos políticos: la derecha militarista formó la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA, por sus siglas) y la ex guerrilla revolucionaria se reagrupó en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Lo cierto es que estos dos partidos políticos manejaron los destinos de un país caracterizado por una economía primarizada y una pobreza estructural generalizada, con dificultades para que un gran porcentaje de la población pueda acceder a alimentos a precios accesibles, agua potable, además del acceso a la salud y a la educación, reservado solo para los estratos medios y altos de El Salvador.
En la década de los 90’, Estados Unidos comenzó a deportar a las organizaciones criminales de migrantes latinoamericanos que se habían trasladado al Norte, en parte gracias a las crisis políticas y económicas y a las desestabilizaciones digitadas desde el Departamento de Estado y su Oficina para el Hemisferio Occidental. Los salvadoreños son la 3° comunidad latina de los Estados Unidos. Algunos pudieron abrir su comercio y enviaron remesas a sus familiares; otros consiguieron trabajo y pudieron desarrollarse, en la medida de lo posible. Pero muchos otros formaron organizaciones criminales. En esta década de poderío global estadounidense, Bush primero y Clinton después, comenzaron a extraditar hacia sus países de origen a las personas que cometieran delitos o formaran parte de estas organizaciones. Poco a poco, El Salvador fue acogiendo a los pandilleros, que llegaban a un entorno más favorable para operar, una mejor territorialidad para ejercer sus prácticas criminales, y un Estado infinitamente más débil al cual eludir, coimear o cooptar, depende el caso.
Así, El Salvador se convirtió en uno de los países más violentos de América Latina. Las maras se agruparon en dos grandes facciones: la Mara Salvatrucha, del Barrio 13; y las dos facciones del Barrio 18, Sureños y Revolucionarios. De a poco estas bandas se fueron convirtiendo en una suerte de Estado paralelo recaudando tributos, ejerciendo el monopolio de la violencia sobre importantes territorios del país, delimitando fronteras y signando los códigos de convivencia, dictando lo que se puede hacer y lo que no.
La problemática creció al punto que las sucesivas campañas electorales en El Salvador comenzaron a girar en torno a las políticas relativas a las maras. En el año 2004, sobre finales de su mandato, el entonces presidente Francisco Flores presentó su Ley Antimaras y su programa de gobierno en torno al Plan Mano Dura. Su sucesor en el cargo, Antonio Saca, también planteó un Plan Súper Mano Dura, que le daba una vuelta de rosca más al plan represivo existente. Un dato interesante es que Saca fue parte del FMLN. Es decir, no había diferencia entre la izquierda y la derecha a la hora de tratar con las organizaciones criminales: todos apostaban por la misma política represiva; nadie podía encontrarle la mano al asunto.
En 2012, la presidencia de Mauricio Funes quiso pactar con las maras una serie de beneficios carcelarios a cambio de bajar la tasa de homicidios en las calles de El Salvador. Y aquí se generalizó la lógica del “ver, oír y callar” a la cual se sometieron los salvadoreños durante muchos años. Las normas de convivencia fueron dictadas más que nunca por las maras, lo que generaba la ruptura de lazos sociales por territorialidad demarcada por las pandillas: si tu hijo iba a la escuela al otro lado de la cancha de fútbol, en un área manejada por una pandilla rival, adiós a la escuela. El dueño de un comercio gastronómico pagaba 275 dólares a las maras para protegerse de las propias represalias de sus recaudadores. Una peluquería pagaba 20. Tarifas diferenciadas por el tamaño del negocio y la capacidad de pago.
La tregua ideada por Funes fue aprovechada por las maras para aumentar su poder. Por esa razón, cuando Salvador Sánchez Cerén llega a la Presidencia en 2014, terminó con el pacto volviendo a la misma historia de siempre: persecución, represión, y guerra contra las pandillas; un enfrentamiento que lo tenía en una considerable desventaja.
La Alcaldía, el FMLN y Nuevas Ideas.
En el año 2015, un joven Nayib Bukele llegó a la Alcaldía de San Salvador, la capital del país, triunfando desde el Frente Farabundo Martí, por sobre el candidato de ARENA. Bukele comenzó a acumular visibilidad con su estilo particular de gobernar. No le hacía falta interactuar con la gente. Su hiperactividad con su teléfono celular y la hipermediatización de su gestión le dieron réditos rápidamente en su relación con la gente. Hacia el año 2019, Bukele hizo la lectura que explica su devenir posterior: el bipartidismo salvadoreño estaba agotándose. Para ese entonces, cuando aún gobernaba el FMLN, El Salvador tenía la escalofriante tasa de 103 homicidios cada 100.000 habitantes.
Tras tensar la relación con el resto su partido, en 2019 Bukele se inscribió en las primarias de la Gran Alianza para la Unidad Nacional (GANA), un partido sin mucho poder que se había mantenido en un segundo plano detrás de ARENA y el Frente. El entonces alcalde capitalino ganó con el 53% de los votos, convirtiéndose en el Presidente salvadoreño más joven de la historia, ganando la elección de punta a punta y encabezando las encuestas desde hacía un año y medio atrás.
Mientras tanto, medios independientes del país y el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusaban al gobierno de Sánchez Cerén de pactar con las maras para reducir los homicidios. Bukele hizo campaña con estas acusaciones, prometiendo que terminaría con el gobierno de las pandillas en las calles. Al ganar la Presidencia, puso en práctica su estilo de conducción ejecutando órdenes para homogeneizar a las fuerzas de seguridad y dictando una serie de medidas extravagantes, como declarar al bitcoin como moneda de curso legal.
En 2020, Bukele necesitaba que el Legislativo le apruebe un plan de seguridad que implicaba, entre otras cosas, la toma de un préstamo de más de 100 millones de dólares del Banco Centroamericano de Integración Económica. Ante la negativa del Congreso, el mandatario entró al hemiciclo rodeado de policías y militares, y se sentó en el sillón de la presidencia del cuerpo aduciendo estar amparado por un derecho divino. Rezó una oración e invocó el derecho a la insurrección, bajo una personalísima interpretación de la Constitución. La Organización de Estados Americanos, la oposición y los estadounidenses pusieron el grito en el cielo. Todos comenzaban a ver con cautela la deriva autoritaria de Bukele. Sin embargo, la propia población salvadoreña tenía otra mirada de su gobierno.
Hacia 2021, para las elecciones legislativas de ese año y con la pandemia haciendo estragos sanitarios, pero también en términos políticos para los oficialismos de aquel entonces, Bukele cambió otra vez de partido: se fue de GANA para forma su propio sello, Nuevas Ideas. Ese cambio formó parte de una estrategia para mostrarse como una novedad en el sistema político, con un partido que vendría a ponerlo todo en discusión. En las Legislativas, Bukele consiguió 56 de los 84 escaños que forman la Asamblea Nacional, una mayoría calificada de dos tercios.
El Salvador de la excepción
Tras el tremendo espaldarazo de la sociedad salvadoreña, y manteniéndose inmune frente a la pérdida de popularidad de todos los mandatarios de latinoamerica, Bukele comenzó a gestionar las instituciones del Estado a su gusto. Nombró funcionarios del Poder Judicial a su antojo y comenzó a poner en práctica su política de detenciones masivas. Solo en 2021 fueron detenidas 18.000 personas acusadas de tener vínculos con las pandillas.
No obstante, algunas voces denunciaban que Bukele, al igual que algunos de sus predecesores, también había pactado con las maras algunos beneficios como visitas de familiares a las cárceles, la ayuda a emprendimientos, la generación de algunos puestos de trabajo, y el cese de operativos masivos y de persecución contra ciudadanos solo por llevar tatuajes. Bukele destituyó a Raúl Melara, el Fiscal General que estaba investigando los vínculos de los funcionarios con las pandillas. Medios como El Faro o el País han sostenido que el pacto oscuro entre el gobierno salvadoreño y las pandillas no dista de lo que sucedía anteriormente. La diferencia es que Bukele no era visto así por los ciudadanos y controlaba mediáticamente todo el proceso.
Pero más allá de lo que acontecía en los medios de comunicación, la existencia de algún tipo de acuerdo quedó de manifiesto casi de golpe: luego de una caída sostenida de las tasas de homicidios, El Salvador vivió tres jornadas en las que hubo 87 homicidios, registrándose 60 en un solo día. Nayib Bukele, Twitter mediante, decretó el Estado de excepción, el cual ha sido prorrogado indefinidamente por el Congreso de los dos tercios. Esa medida, que aún rige en El Salvador, suspende de hecho las libertades individuales otorgándole a las Fuerzas de Seguridad la potestad de intervenir comunicaciones, de detener a personas sin orden judicial y sin la necesidad de informar las razones de la detención, con una prisión preventiva que, en lugar de durar 72 horas, pasó a ser de 15 días. Bajo ese marco, se detuvieron a 63.000 personas desde marzo de 2022 a enero de 2023, según lo planteado por el propio Gobierno de Bukele.
Esto inauguró una propia dinámica en la cual Bukele es visto como un mandatario despiadado que gobierna con mano de hierro, deteniendo a personas que lejos están de gozar del debido proceso y la presunción de inocencia, en un país en el cual las maras se constituyeron como un factor de contención social, vincular y económica para miles de jóvenes que no tienen las necesidades básicas satisfechas. La particularidad de El Salvador es que la política represiva, que se ha llevado preso a más de un inocente, es bien vista por la población y otorga resultados, aún a costa de llevarse las garantías constitucionales por delante.
Bukele logró convertir a las pandillas en organizaciones fragmentadas que operan desperdigadas en el territorio, contra un Estado que ha invertido mucho en armas y en la formación de recursos humanos para las fuerzas de seguridad, pero poco para modificar las condiciones socioeconómicas de los salvadoreños.
La frutilla del postre de esta forma de gobernar bajo el Estado de excepción hecho regla, es la inauguración de la mega cárcel. Esto convirtió a Bukele en la nueva estrella de los conservadores latinoamericanos, dogmáticamente impulsores de la mano dura como si hubiera sido la solución en algún lugar de la región ante la problemática, cada vez más creciente, de la violencia urbana ligada al narcotráfico y al crimen organizado. Bukele hace mucho de forma, pero poco de fondo. Logra el rédito político y es hábil construyendo poder. Sin embargo, ¿quién paga los platos rotos? ¿O las detenciones de inocentes (pobres, desde ya, por en la cárcel nunca hay gente de dinero) es un precio que estamos dispuestos a pagar para desmantelar a las organizaciones criminales? ¿Qué pasa cuando esas personas, que poco se sabe de por qué están ahí, terminan muriendo bajo circunstancias extrañas y con cada vez más denuncias sobre tratos abusivos y torturas dentro de las cárceles?
La construcción mediática y simplificada del sentido común, respecto a la cuestión de seguridad, invita a adoptar la mano dura. Bukele la muestra, la ejerce, y se posiciona como el ejemplo de un gestor exitoso del problema de la seguridad. Rápidamente encuentra admiradores en otros lugares que, dicen, buscarían replicarlo en otros lugares. Habría que ver cuántos de ellos aguantan un Estado de excepción durante más de un año.
El otro debate que se debe la sociedad latinoamericana en su conjunto, con la particularidad de los problemas de desigualdad y crimen organizado que vivimos, es hasta qué punto se deben pensar las instituciones estatales dentro del modelo de la democracia liberal. Hoy, el raro ejemplo salvadoreño muestra que su Presidente camina entre el aplauso nacional y el reproche internacional. Son pocas las voces que critican abiertamente al Presidente. El medio independiente El Faro tuvo que abandonar El Salvador, mudando su redacción a Costa Rica por la falta de condiciones para ejercer el periodismo, luego de que, en abril del año pasado la Asamblea Legislativa aprobara una ley que amenaza con prisión a los medios que publiquen material relacionado con pandillas, en un intento de silenciar las negociaciones que el Gobierno llevaba adelante con las maras. Sin embargo, Bukele se empeña en mostrar prolijamente lo que hace. Y sigue avanzando por más: ya dejó claro que buscará presentarse para la reelección en 2024. Si bien la Constitución no lo permite, fue autorizado por el Tribunal Constitucional puesto a dedo por él.
Un porvenir incierto
La inauguración de la mega cárcel, que de a poco va siendo poblada por los nuevos internos, es parte de una política de seguridad que lejos está de demostrar si sus resultados son sostenibles en el tiempo o no. Las pandillas no habitan las calles de El Salvador como antes, es cierto. Sin embargo, no pasa lo mismo en las zonas rurales, donde las cámaras que filman los videos para Twitter no están. ¿Es sustentable una forma de ejercer el poder bajo la excepción permanente y la supresión del debido proceso? ¿Es posible gobernar un país gastando más en armas que en darle de comer a la gente? ¿Se puede pensar en un futuro viable si el Estado se comporta como una pandilla más? ¿Hasta dónde llega la “espectacularización” de las medidas frente a los límites que impone la realidad?
Son interrogantes que se desprenden a partir de un experimento social muy concreto y extraño, que tiene un porvenir incierto, pero que al menos por ahora, permite a Nayib Bukele mostrarse como un profeta en su propia tierra.
1 comentario
Hola me gustaría saber si investigaron en verdad lo que planifica ese «autoritario» gobierno.
Porque por lo visto no lo hicieron, esta nota es un sin fin de reflexiones con tintes de izquierda, tiene cero investigación.
Por favor, investiguen sobre los sistemas de re inserción qué plantea dicho gobierno, a los mismo mareros qué antes robaban y demuestran cambiar, hoy son los que pintan y arreglan escuelas y hospitales.
Por otro lado, en algo estamos de acuerdo, es el gobierno qué invirtió más en armas qué en comida. Porque la prioridad fue intervenir y desmantelar organizaciones criminales, como deberían suceder en nuestra querida Rosario, y la comida debe ganársela cada ciudadano con un trabajo digno, cosa que ahora (sin las maras cobrándole impuestos) pueden ganarse y lo vienen demostrando en los índices de crecimiento y no es el estado el qué le da de comer en un plan de clientelismo de años.
Por eso les pido que investiguen verdaderamente antes de «llamarse a reflexionar» viendo dos videos de YouTube.
Saludos atte.
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