En el cruce de calles y conversaciones, donde la ciudad se descubre más allá de las rutinas, la vida puede verse de otra manera. En esa instancia azarosa te topas con personajes como Caramelito. Un vagabundo de sí mismo. Un tipo perdido que andaba por ahí. Ser el loco de la calle no es un buen negocio, pero uno siempre es lo que es. Un retrato al borde del espejo en el que nos miramos.
Fotos: Mariana Terrile
Mayo de 2013
El Morocho del Abasto, ese bar histórico de Rondeau y Ricardo Núñez, todavía no había sido remodelado; era la fonda que había sido siempre y, al volver del trabajó, aburrido de mi rutina de oficinista, decidí parar ahí y mandarme un copetín.
—¿Qué estás tomando? —me dijo al rato un tipo bajito, afeitado y de pelo corto. Los gruesos vidrios de sus lentes no lograban ocultar el relámpago permanente que había en sus ojos, una luz triste y eléctrica.
—Un Cinzano con soda —respondí y lo miré de reojo; sus labios se abrían y al toque se cerraban, una y otra vez, como si le costara esperar mi respuesta y no le quedara otra que aguantar la voz en la punta de la lengua.
—Yo si tuviera plata me tomaría un fernet. Pero no tengo plata. ¿No me invitás un fernet? —pidió. Llevaba un jean gastado y una vieja camisa blanca con rayas azules; usaba mocasines. No pude precisar su edad pero le calculé sesenta.
—Bueno, dale, ahí le digo al mozo —acepté y lo vi volver a su mesa. Caminaba despacio, apenas avanzaba. Más que pisar parecía dar saltitos con los pies.
El día estaba fresco, pero en la fina vereda de Ricardo Núñez daba el sol de las tres de la tarde y en su luz nos habíamos instalado los pocos clientes.
—Flaco, mirá que ya le dimos un fernet y un sándwich de miga —me aclaró el mozo cuando lo llamé. Era un tipo de treinta, amable y entusiasta, pero ya no quería tratar con personajes.
—No importa, servile —pedí y le pagué todo lo que estaba a mi nombre.
Hojeé el diario. Los policiales y la sección “Ciudad”. El fernet llegó a los pocos minutos y el hombre de los pasos pequeños se mandó el primer trago con los ojos cerrados. Al terminarlo, suspiró de felicidad.
—¿No me dan un cigarrillo? —le dijo entonces a los tipos que estaban en la mesa de al lado.
—No, flaco, ya te dimos.
Bebió un segundo trago y, dirigiéndose nuevamente a sus vecinos de mesa, preguntó:
—¿No me dan un cigarrillo?
Esta vez no le contestaron. Hablaban de repuestos de autos. De qué cosa sirve para tal o cual modelo. De cuanto salen hoy cuatro cubiertas nuevas o en donde conseguir segundas marcas de calidad.
—¿No me dan un cigarrillo? —repitió Pasos Pequeños. Tampoco hubo respuesta y volvió a preguntar—. ¿No me dan un cigarrillo?
Los tipos siguieron hablando y, cuando el asunto del mangueo parecía zanjado, tras vaciar de un par de tragos su fernet, Pasos Pequeños volvió a la carga:
—¿No me dan un …
—Paráaaaaaa —dijo con la cara roja de bronca uno de los amantes de los repuestos —. Déjate de romper las pelotas, hace media horas que nos estás preguntando. Andate, no rompas más las bolas. Chau.
—Un cigarrillo… —siguió Pasos Pequeños, pero el mozo y el tipo de la barra ya estaban sobre él, invitándolo a que se retire.
Y se fue, se fue pidiendo que le conviden un cigarrillo pero se fue. Y El Morocho del Abasto volvió a la normalidad al igual que yo. Mi normalidad era triste y me pregunté porque, si amaba a mi novia y ella me amaba, si vivía solo en una casa hermosa y tenía las tardes para hacer lo que quería, sentía que la vida me había encerrado en una trampa.
***
Media horas después me fui del bar y encaré hacia Rondeau, con la idea de comprar cigarrillos en un kiosco que había en la mano de enfrente. Pero los gritos de una señora me detuvieron.
—¡Ayuda, por favor, llamen a una ambulancia! ¡A este hombre casi lo atropella un auto y quedó desmayado, llamen a una ambulancia, por favor!
Todo fue muy rápido. De golpe estaba sacando mi celular, llamando al 911, viendo como desde el bar llegaba corriendo el mozo junto al ferretero de al lado. Acto seguido hablaba con la telefonista y pedía por un médico; mientras ellos se encargaban de revisar al accidentado y calmar a la señora, que parecía en shock:
—Cruzó la calle sin mirar, venía un auto y casi lo choca, lo esquivó, pero el hombre se mareó y cayó al piso —le escuché decir una vez que corté el teléfono.
Entonces miré. Con la morbosa curiosidad que generan estas situaciones miré al accidentado: ¡Era Pasos Pequeños, quién sino! Duro sobre el pavimento, acostado en medio de la avenida. Respiraba y tenía pulso, pero no abría los ojos, así que solo nos restaba esperar. Le levantamos un poco la cabeza y rogamos que siga bien. Los autos nos esquivaban. De una escapad fui hasta el kiosco y compré mis cigarrillos. Me había puesto nervioso. Al ver llegar la ambulancia, me acerqué al lugar donde yacía nuestro amigo.
El enfermero, un morocho grandote y alto, saltó a la calle y preguntó qué pasaba, bajó la cabeza al suelo con brusquedad y al ver al hombre que estaba tirado nos miró furioso:
—¡Noooo, este se desmaya siempre! —gritó—. No me pueden llamar por este tipo, es una joda esto… —rugió.
Como si nada hubiera pasado, Pasos Pequeños abrió los ojos y, todavía acostado, buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa y lo encendió —es decir que siempre tuvo cigarrillos, o, al menos, los consiguió cuando lo echaron del bar.
—No me pueden llamar por esto, tengo mil accidentados, me voy —gruñó el enfermero y se fue, dejándonos el asunto a nosotros.
Pasos Pequeños no podía levantarse así que lo ayudamos, lo trasladamos al bar y lo sentamos en una silla de la vereda. Se lo veía bien. Al menos, se lo veía igual que en el momento previo al accidente. Me quedé charlando con él:
—Soy Caramelito, de barrio Rucci. Me vas a ver todos los días en el hospital Alberdi, en la puerta, yo soy el que les da caramelos a los enfermos —me dijo, me sonrió y me ofreció dos caramelos masticables que llevaba en el bolsillo izquierdo del jeans.
Entonces, un rafagazo de extrañeza me atravesó, dejándome en cortocircuito.
***
Noviembre de 2011
Bajo uno de los tantos árboles de la plaza Ovidio Lago, un domingo de sol, un rato antes del almuerzo, me había instalado a tomar mate y a mirar la vida. Estaba solo con el cielo y con los árboles y no tenía las preocupaciones que iba a tener meses después, cuando las horas en la oficina me comenzaron a pesar y mi noviazgo se volvía asfixiante. Había encendido el primer cigarrillo del día y un viejo de barba y pelo desprolijo se acercó renqueando hasta donde estaba y me preguntó si podía sentarse. Llevaba ropa raída y sus ojos miraban fijamente el objetivo en el que se posaban. Le dije que se siente sin problema y lo vi caer, con resignación, a mi lado. Su espalda chocó con el respaldo de madera y el viejo gruño:
—Estuve toda la noche en la comisaría. Porque soy artesano y me agarraron con un cuchillo. Arma blanca, dijeron. Pero es porque el comisario me tiene bronca. Soy el Gallego de barrio Rucci. Nacido en 1950, en el centenario del Libertador San Martín. Descendiente de indio ona. Mi abuelo fue el último cacique de la Patagonia.
—Buenas, soy Santiago —le dije, y el olor a meada que mi nuevo amigo llevaba encima de golpe me envolvió.
—¿Me convidás un mate?
—Claro, sírvase —extendí la mano y le pasé un amargo. Cuando tuve de nuevo el mate en mi poder dudé en tomar o no. Pero el viejo, de última, no meaba por la boca. Y sus dientes podridos no me causaron mayor problema.
—Tengo una nietita de cinco años que es el sol de mi vida, pero mi hijo no me deja verla. Dice que soy una mala influencia. Aaaaahhhhhhhhhhhhh —aulló, en lo que fue al mismo tiempo un grito ahogado y un llanto.
La noche anterior me había tomado un éxtasis y tenía una resaca extraña. Nunca tomaba ese tipo de drogas y la irrupción del Gallego me parecía inverosímil.
—¿Me das otro mate?
—Tomá —volví a tenderle un amargo.
—Vivo con dos prostitutas jóvenes que son mis novias. Son unas chicas muy buenas, y son muy hermosas.
Me devolvió el mate y tomé uno yo. Vi que intentaba levantarse y lo ayudé.
—Gracias, me voy, tengo que llegar caminando al Rucci — a unas treinta o cuarenta cuadras de donde estábamos—. Muchos me odian. Vos me ayudaste. Andá al Rucci y preguntá por mí. Que las chicas que tengo te van a atender muy bien.
—¿Quiere un cigarrillo?
—Sí, por favor —se entusiasmó y, ya alejándose, agregó—. Gracias, acordate del Gallego del Rucci.
***
Mayo de 2013
Una vez que volví a mí, tras un flash de desconcierto que me paralizó, miré a Caramelito a los ojos.
—Escuchame una cosa, ¿vos no sos el Gallego de Barrio Rucci?
—También soy ese, sí señor —dijo con la voz firme y enderezando la postura. Sus ojos ya nos chispeaban. Parecía otro tipo —. Soy El Gallego de Rucci, nacido en 1950, año del Libertador San Martín, nieto del último cacique de la Patagonia. Tengo sangre ona y por eso sé llevar cuchillo.
—¿Y también sos Caramelito?
—Sí, soy el que le da los caramelos a los que llegan al hospital Alberdi.
—¿Y seguís viviendo con dos mujeres?
—Ahora solo estoy con una de dieciséis —aclaró y dirigiéndose al mozo, preguntó—. ¿No me das un fernet?
***
Abril de 2014
Por suerte todo cambió. Mi novia me había abandonado destruyéndome el corazón, pero el amor me había vuelto tonto, incapaz para disfrutar de mis cosas y también del amor. En la soledad me había recuperado y otra vez el mundo estaba encendido. Ya no trabajaba en la oficina sino que vendía una revista que dirigía, tenía una vida bohemia y colaboraba en algunos medio gráficos, más bien formales, con crónicas y entrevistas. Andaba de acá para allá. Al pedo. Vivo. Enamorado nuevamente pero avivado de mis idealismos —al menos por un tiempo, pero esa nueva catástrofe ya es otra historia—.
Estaba recorriendo la plaza Alberdi para una revista de tirada mensual que pagaba bien y, como el entrometido que era, le prestaba atención a todo. A las cosas que escondían entre los arbustos los que dormían de noche en la plaza; a lo que se hablaba en el bar donde los taxistas tomaban café; a la estética atemporal de los relojes de cemento que estaban a un lado y otro de Rondeau; al puente blanco y triste que sobrevolaba la avenida.
—Desde acá se ve pasar a mucha gente; los que van a trabajar, los que hacen los mandados, los que llevan a sus hijos a la escuela. Son siempre los mismos y pasan siempre a la misma hora. Vos ya los conocés, sabés qué hacen aunque no sepas su nombre. Y cada tanto alguno desaparece. No pasa más. Y vos te quedás pensando si se habrá mudado, si se murió, qué será de su vida. Una va edificando esa pregunta, quiere saber dónde están.
Cuando le dije que era periodista y que estaba investigando la vida cotidiana de la plaza, Mirtha, la señora del kiosco de diarios, me regaló estas palabras, que atesoré más allá de la poca repercusión que tuvo la nota.
Luego de despedirla, encaré para la guardia del hospital Alberdi, a buscar las historias bravas que hay siempre en las guardias. Y ahí fue que vino a mí un recuerdo difuso que pronto se volvió nítido. Caramelito. El Gallego. ¿Era cierto algo de lo que me dijo?
—Mirta, disculpe —dije volviendo sobre mis pasos—. ¿Usted conoce a un tal Caramelito?
—Ay, sí, era buenísimo. Le daba caramelos a la gente acá en el hospital.
—¿Qué pasó con él?
— Unos dicen que lo mataron a palos. Otro que murió solo en la calle —respondió, y casi cantado, finalizó—. Ay-ay-ay, Caramelito… Ay-ay-ay…