En “Las mil formas de la noche”, novela gráfica, Morena García, Rouse y Malena Guerrero construyen una historia posible sobre la cantante rosarina apodada “la Gilda de las travas” a través de una relato alejado de cualquier pretensión heroica o estrellística.
Fotos: Gentileza de Merlin
Febrero del 2021. El covicho todavía amenaza pero estamos en un club nocturno. Entre el público, las locas con barbijos combinados claman a su reina. Esa noche, ella, que fue apodada “la Gilda de las travas” rompe el letargo pandémico y presenta Furia, su primer ¿CD? Una antigüedad nombrarlo así en épocas de plataformas digitales etéreas, pero así lo informan románticamente las ocho canciones que grabó la Beker con temas propios y covers.
En el escenario, se recorta la figura barroca de Susy Shock: “Ayelén es un mito viviente” dice la poeta y cantora travesti para presentarla. Suenan los primeros acordes y el repique de los tambores marcan el inicio de lo que parece ser un show, pero también una ceremonia tribal. Una suerte de rito que no purifica y que hermana a la transmariconada lesbofloreciente que se congregan en torno a la piba que logró perforar el cis tema. La bailanta empezó y no hay protocolos para eso.
La escena es real, por supuesto. Y al menos así la recuerda esta cronista mientras pasa las páginas de “Las mil formas de la noche”, la novela gráfica ilustrada por Rocío de Zavaleta (Rouse) y Malena Guerrero con guión de la poetrava Morena García. Cada viñeta parece evocar algún episodio posible de esa noche calurosa y tal vez de los días previos en donde la ciudad amaneció empapelada con la mirada penetrante de la Aye.
La historia es biográfica, pero no en el sentido cronológico sino más bien en la esencia; en un encuentro casual, una noche cualquiera, une pibi que ve en la Beker la realización de todas sus aspiraciones deconstruccionistas en un mundo patriarcal y LGTBIQ odiante, comparte con ella una charla y descubre que acaso el mito bailantero disidente es también un piba que quiere copetear un vino en una esquina y ser feliz.
“Yo solo quiero bailar, jugar, divertirme, fumarme un tronco tranquila hasta que todo se caiga” dice la piba Ayelén a través de la cadencia poética de Morena, quien construye un relato auténticamente disidente a toda hagiografía posible, esa forma narrativa que se encargó de contar la vida de los santos y que también tenemos como legado presente en nuestras producciones culturales.
“Lo que hace la More es como darle un giro al modo en el que habíamos pensado la historieta”, cuenta Rocío para explicar el carácter de antiheroína que tiene la protagonista. “Es como un ida y vuelta entre ese personaje que se ve arriba del escenario que es Ayelén, que es esa súper heroína que se crea en el consumo cultural, y como se las ve muchas veces también a las personas travestis, trans, y no binaries debajo de los escenarios”, abunda.
En efecto, la trama no baja ni sube a nadie de pedestales estrellísticos sino que plantea una forma no heteronormal de pensar a nuestras artistas. Y aunque me tienta pensar en La Shiva, esa salvadora travesti que alguna vez soñó la Susy mientras viajaban en el tren de Once a Moreno, también recuerdo aquello que alguna vez escribimos con la Malé Franch sobre la inconveniencia de pensar a las travestis como “mazingers con siliconas” o “invencibles samuráis de taco aguja y truque, con modernos yorois escotados para la lucha”.
Me pregunto entonces ¿cuánta responsabilidad más vamos a seguir cargando sobre la pibada disidente, acto heroico ya de por sí, que además le pone belleza a un mundo literalmente en llamas? Tal vez, como también pregona la Shock y la Wayar, sea momento de hacer carne aquella máxima de “no queremos ser más esta humanidad” y pensar que “Las mil formas…” es una invitación a pensar un mundo con personajes divinos que caminan entre nosotras haciendo fabulosa (y por qué no revolucionaria) una noche de cumbia, copeteo y faso alguna esquina de cualquier ciudad.