En Rosario, las estadísticas hoy registran más asesinatos de mujeres en contexto de criminalidad que femicidios íntimos. Los feminismos interpelan al Estado mientras buscan desarmar la temible etiqueta del “ajuste de cuentas”. Organizaciones que construyen comunidad en los barrios y exigen acceso a la justicia y políticas integrales. Feminización de la muerte, la pobreza y el cuidado.
“Nos están matando”. La frase pintada sobre las escaleras acompaña la instalación de cuarenta papeles que llevan impreso un nombre. La asociación es directa: son las mujeres asesinadas en Santa Fe hasta ese día viernes 29 de julio, según el Observatorio que gestiona la agrupación Mumalá.
Junto a los nombres, una vela encendida. Así luce el frente de la sede de Gobernación, en pleno centro de Rosario. Unos metros más allá, sobre el asfalto de la calle Santa Fe, se ven las siluetas dibujadas por las mujeres de Pariendo Justicia que remiten, desde hace tiempo, a los cuerpos de las víctimas de la violencia urbana.
En Rosario, la tasa de homicidios cuadriplica la media nacional según datos del Observatorio de Política Criminal de la ciudad de Buenos Aires. Ya son al menos veinte los niños y niñas menores de 18 años asesinados en lo que va del año, el penúltimo fue el de Zoe Romero de solo 15 años, y los homicidios dolosos -cuyas víctimas siguen siendo mayormente jóvenes varones de sectores populares- superan los 170. Durante los primeros seis meses del año, además, hubo 392 personas heridas con armas de fuego. El diputado provincial Carlos Del Frade hace la cuenta: “Más de sesenta personas heridas por mes. Dos por día, una cada doce horas”.
Diez días después de esta intervención, un graffiti estampado en el icónico Barquito de Papel de Puerto Norte -la zona donde más se concentra el flujo del lavado del dinero narco- logrará sintetizar lo que ocurre hoy en el principal conglomerado urbano de la provincia de Santa Fe. “Plomo y humo. El negocio de matar” decía la pintada. No se tratará del título de ninguna serie policial: es la frase que expresa el hartazgo de una ciudad asfixiada por las muertes en los barrios y el fuego que arrasa con toda la vida en los humedales del Delta.
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El observatorio de femicidios que coordina Mumalá registraba, hasta el penúltimo día del mes de julio, 27 muertes violentas de mujeres -de un total de 40- en un contexto de criminalidad casi siempre vinculado al narcomenudeo, casi todos concentrados en el departamento Rosario. Pero ese mismo dato quedaría desactualizado en solo 24 horas cuando los medios masivos de la ciudad dieran cuenta de un nuevo crimen en el barrio Los Pumitas, zona de Empalme Graneros, a pocos metros donde días antes asesinaban, en un precario pasillo sin salida, a Brisa Brest de tan solo 22 años.
El nombre que ahora mencionan las crónicas policiales es el de Cristina, apodada “La Gringa”, una mujer de 40 años acribillada con varios impactos de bala en la tarde del sábado 31 de julio. La hipótesis del homicidio que maneja el Ministerio Público de la Acusación refiere a un posible contexto por venta de drogas en ambos asesinatos. La mecánica se repite: ejecuciones con armas de fuego que apuntan directo al cuerpo de la víctima. A veces ni siquiera hay testigos y a veces sí: son los y las vecinas que, bajo reserva, se animan a esbozar realidades tan crudas, tan vulneradas.
A veces, también, las víctimas solo están “en el lugar o en el momento equivocado” dicen sus familiares intentando buscar respuestas o argumentos a la violencia urbana. Son las llamadas indirectas de ataques planificados o balaceras demenciales. Eso ocurrió con Rocío en septiembre del año pasado cuando al salir de un cumpleaños quedó atrapada bajo el fuego de una lluvia de balas en un pasillo de barrio Tablada. “Rocío solo fue a divertirse a una fiesta” me decía una militante feminista de la organización a la que ella pertenecía, meses después de su asesinato. Y no habrá forma de olvidar el lamento impotente en las palabras de Miriam, amiga de su mamá. Lo mismo sucedió con Brenda, asesinada en una fiesta callejera en marzo de este año.
Tampoco habrá manera de borrar de la memoria -aún sin haberlo escuchado- el grito de una mujer pidiendo que por favor bajaran la velocidad de las motos porque había niños jugando en la vereda. Pero ese pedido fue repelido a tiros. A Magdalena Acosta de 74 años la asesinaron porque sí, porque ya no alcanza el argumento repetido de “la disputa narco” para explicar, en su totalidad, el crecimiento de una violencia altamente lesiva. Magdalena solo intentaba proteger a su nieta de las balas sin razón: cuidados colectivos y comunitarios de mujeres que asumen en su barrio, un rol tan necesario como naturalizado. Esto ocurrió el 25 de abril de este año en Ludueña aunque parezca una eternidad. Siete días antes y en una escena similar era asesinada Ayelén Gonzalez de barrio Alvear, una joven madre que también integraba un movimiento social. “El homicidio fue resultado de que ella se enfrentó a una persona que estaba disparando tiros al aire cerca de su casa, poniendo en riesgo a su hijo y al conjunto de vecinas y vecinos” explicaba en un comunicado el espacio político al que Ayelén se había sumado para colaborar en los comedores. Tras una discusión en plena calle la joven recibió cuatro tiros ejecutados por un adolescente de tan solo 14 años y con un contexto intrafamiliar atravesado por la pobreza, el delito y la cárcel, lo que expone aún más la trama de desigualdades, vulneraciones de derechos y responsabilidades estatales en vidas que crecen a la intemperie.
El nombre de Milagros tampoco se olvida: quizá porque su historia, y la foto en la que Mili posaba con la camiseta de su club, trascendió a los medios nacionales por ser la joven futbolista asesinada a tiros en algún barrio de Rosario cuando viajaba como acompañante en una moto. O quizá porque otra mujer militante social que la conocía del Saladillo fue la que contó, meses antes de las fiestas de fin de año del 2021, todo lo que extrañaba a la Negrita, todo lo que la Negrita significaba para su organización.
Lo que queda tras el crimen y el impacto de las balas en los barrios es una comunidad, una trama social partida: amigxs, familia, amores, escuela, clubes, compañeros de trabajo, centros comunitarios e innumerables mensajes en redes sociales lamentando la pérdida. Pero a veces no hay testimonio que pueda dar cuenta de esa historia de vida. Prevalece el anonimato, el miedo, la indiferencia o el manto de sospecha sobre una víctima que tal vez fue parte de un entramado delictivo o quizá, pareja o familiar de algún varón en la mira de las organizaciones que hoy se disputan territorio en determinados barrios. Los nombres -y los cuerpos asesinados para disciplinar- se invisibilizan detrás de las cifras y la repetición diaria de la muerte. ¿Quién contará de ellas? ¿Quién reclamará por justicia? Reponer la historia, el rostro o el nombre que la recuerde aunque sea en un cartel junto a una vela, junto a todas las demás.
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Con rabia, Fernanda se acerca a las escalinatas y observa esos cuarenta nombres, entre ellos, el de su vecina. “El sábado mataron a Claudia que vivía tres pisos arriba mío. Desde la pandemia nos tuvimos que reinventar y nos encontramos con un montón de situaciones. Hoy son muchas las chicas que conocí de chiquitas que están presas vinculadas al narcotráfico, hasta incluso tenían algún trabajo pero supongo que pensaron que era lo mejor vincularse a gente que te lleva a un viaje de ida. Supongo. Estamos viendo en estas muertes violentas que no importa dónde estabas, lo que estabas haciendo, no importa. Las mujeres no son las que cargan las armas, son las que terminan siendo las mulas, las víctimas”, dice.
Claudia era asistente escolar. Tenía 55 años cuando fue asesinada en Parque del Mercado justo cuando estaba en la parada de colectivo, siendo testigo involuntaria de otro ataque en ese “lugar equivocado” que en realidad no es más que la plaza, la esquina, la garita o la calle de su barrio. Su hija Virginia fue herida en el mismo episodio y hoy se encuentra internada en estado reservado en el Hospital de Emergencia Clemente Alvarez. Fernanda no tardará en marcar las falencias del Estado en todos sus niveles: “o no puede o siempre llega tarde”, dice entre lágrimas mientras pide “que pisen los barrios, que hablen con las organizaciones” que intentan, con las escasas herramientas que tienen, construir vínculos y generar espacios de comunidad en los territorios más vulnerados.
Estamos viendo en estas muertes violentas que no importa dónde estabas, lo que estabas haciendo, no importa. Las mujeres no son las que cargan las armas, son las que terminan siendo las mulas, las víctimas
En esos 40 carteles que organizaciones como Mumalá, Ademur y Pariendo Justicia colocan en el ingreso del edificio de Gobernación, figuran los nombres de aquellas mujeres víctimas colaterales de la violencia urbana y también, de aquellas otras expulsadas de un sistema que solo las mira para penalizarlas moral y jurídicamente o para sumarlas a los registros estadísticos. No hay diferencias: el reclamo es por todas. “Hoy interpelamos al Estado que tiene las herramientas no solo de persecución del delito, sino de la investigación de las dinámicas y del acompañamiento económico para mujeres que están en tal nivel de vulnerabilidad que quizá su estrategia económica esté relacionada con un ambiente delictivo. Nuestras herramientas de búsqueda son precarias y artesanales, algunas quizá no estén en este registro pero quisimos visibilizar sus nombres para decir que no soportamos más estas violencias” dirá Gabriela Sosa, directora ejecutiva de la Mesa Federal de Mumalá.
La indignación social es selectiva. No hay movilizaciones que reparen en la vida de las mujeres cuando están involucradas en el narcomenudeo. Desarmar la etiqueta del “ajuste de cuentas”, el temible sentido común que determina el valor de una vida por sobre otra, es uno de los desafíos que hoy intentan asumir los feminismos en la ciudad. “Parte de la sociedad ha naturalizado que nuestras mujeres y niñas sean asesinadas en contexto de criminalidad con poca interpelación sobre el mensaje de sectores poderosos, patriarcales, violentos y de economías delictivas dando por cierto la consigna “algo habrán hecho”, expresaba el último 3 de junio la concejala del Frente de Todos Norma López, responsable del primer mapa de Femicidios/Feminicidios en incorporar los números de las muertes violentas en contexto criminal.
Su registro es elocuente: desde el 2018 viene visibilizando el número creciente de mujeres asesinadas en un contexto tan atravesado por el negocio de drogas y armas, como por la feminización de la pobreza. “Hoy en Rosario tenemos un grado de violencia que es imposible soslayar. No es nuevo y va creciendo porque estamos en un momento donde hay muchas desigualdades y mucho consumo. Tenemos que tener políticas específicas dirigidas a las mujeres y al colectivo de la diversidad porque el patriarcado nos asigna roles muy desiguales y eso atraviesa a toda la sociedad. Tenemos herramientas legales, hay programas que acompañan pero todavía hay muchas dificultades a la hora de avanzar en autonomía económica, en el acceso a la vivienda y en el acceso igualitario a la justicia”.
Parte de la sociedad ha naturalizado que nuestras mujeres y niñas sean asesinadas en contexto de criminalidad con poca interpelación sobre el mensaje de sectores poderosos, patriarcales, violentos y de economías delictivas dando por cierto la consigna “algo habrán hecho”
Año 2021: 28 femicidios en total. 19 fueron muertes violentas en contexto de criminalidad concentradas en el departamento Rosario. Con respecto al período 2019 y 2020 -41 respectivamente en Santa Fe- el registro marcaba una disminución en la cifra total de femicidios íntimos pero aquellos ocurridos en contextos de balaceras o ataques sicarios, en Rosario, tenían mayor impacto. El dato: solo durante los primeros cinco meses de este 2022, el equipo de Norma López había contabilizado 20 muertes violentas en contexto de criminalidad, uno más que el total registrado durante todo el 2021. Norma insiste en el concepto de “feminicidios” -que recoge de la antropóloga Marcela Lagarde- para identificar las responsabilidades estatales que por acción y omisión subyacen detrás de crímenes que ya no son aislados: configuran el resultado más extremo de un continumm de múltiples violencias previas y en algunos casos, de la falta de protección por parte del Estado.
“No hay buenas ni malas víctimas. Justamente aquellas mujeres que forman parte de un eslabón en el narcomenudeo son igual de víctimas que aquellas que sin estar involucradas sufren las consecuencias de esa economía ilegal. Son las mujeres que están excluidas del sistema y nadie está pensando en ellas. Vemos desde el movimiento transfeminista que no hay una respuesta integral al problema. Esto es parte de un contexto general, económico, y es responsabilidad de los distintos niveles del Estado generar políticas integrales” marca con contundencia la referenta feminista del Movimiento Evita, Majo Poncino.
“Todas somos víctimas, ni buenas que nos merecemos los homenajes o abrazos a las instituciones, ni malas víctimas para que no haya ningún registro de esa muerte y para que se olvide al otro día después de que nuestros cuerpos fueron tirados a un descampado como basura. Los feminismos populares tenemos que alejarnos de miradas estereotipadas y construir un feminismo que acompañe en este lugar de desigualdad que tiene que ver con todo un sistema y donde a veces no somos ni blancas, ni docentes, ni de clase media, sino alguien que quizá tuvo un vínculo con la economía delictiva en un penal. Cada Ministerio debería estar pensando políticas para fortalecer a las mujeres y disidencias. Tener un taller de cultura en un barrio no es una política menor a otra que será un acompañamiento económico o un botón de alarma” apunta Gabriela Sosa de Mumalá, quien también marcará el rol del poder judicial: “no solamente tiene el deber de proveer justicia a las que fueron víctimas. También en analizar por qué están en determinada situación aquellas que estuvieron en un entramado delictivo. Ese análisis desde una perspectiva de género es fundamental. Hoy lo que vemos es cómo la detención de varones vinculados al narcotráfico genera otros roles en las mujeres que empiezan a ocupar esos espacios e involucrarse en distintas situaciones y en otros casos, es claramente una alternativa económica, aún a riesgo de la propia vida”.
No hay buenas ni malas víctimas. Justamente aquellas mujeres que forman parte de un eslabón en el narcomenudeo son igual de víctimas que aquellas que sin estar involucradas sufren las consecuencias de esa economía ilegal.
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Las muertes violentas de mujeres en contexto de criminalidad representan más del 70 por ciento en las estadísticas de femicidios actualmente en Santa Fe. El Observatorio Mujeres, Disidencias, Derechos ya lleva registradas en el año 32 muertes vinculadas a las dinámicas de las economías delictivas y 44 víctimas en total en la provincia. “En ningún otro lugar del país tenemos estos datos, provincia y nación deben coordinar y ofrecer medidas de urgencia”, señalan.
Liliana Leyes, militante barrial, feminista y sindical, analiza el contexto. Su diagnóstico es palpable porque Lili, además de caminar los barrios, acompaña y abraza a madres y familiares de víctimas. “Este contexto nos atraviesa de manera brutal. Desde las madres que tienen que atravesar el consumo problemático de sus hijos hasta las propias situaciones que se viven donde podés quedar en medio de una balacera. Nos atraviesa desde lo económico, porque los hijos de las vecinas terminan siendo cooptados por las asociaciones ilícitas y esto tiene que ver con una situación de extrema pobreza y falta de oportunidades. Muchas chicas están implicadas en situaciones narco criminales y muchas veces por necesidad”.
El cuerpo de Georgina Maricruz Olguin, abandonado en un descampado el 31 de mayo con ocho disparos y nueve meses de embarazo, expuso las responsabilidades del Estado y un historial doloroso que los medios de la ciudad dieron a conocer: cinco años antes, Georgina había estado casi un año presa por la supuesta intoxicación de su beba de 19 meses. Finalmente fue sobreseída gracias a un trabajo interdisciplinario entre distintas áreas estatales y el poder judicial que no alcanzó para evitar un final dramático en la corta vida de esta joven madre inmersa en un contexto -como describe Lili Leyes- de pobreza extrema y vulnerabilidad social.
Casi dos meses después del hallazgo del cuerpo sin vida de Georgina, trascendía la noticia del crimen de dos hermanas que también eran madres y también eran jóvenes: Estefanía y Marianela Gorosito. Dos cuerpos tirados a un basural y con varios disparos cada uno. El final es el mismo pero con una diferencia: esta vez la fiscalía decidió investigar la causa bajo la figura de femicidio en un hecho “inusual” según la mirada de la doctora en Antropología Social de la UNSAM, Florencia Paz Landeira.
Nos atraviesa desde lo económico, porque los hijos de las vecinas terminan siendo cooptados por las asociaciones ilícitas y esto tiene que ver con una situación de extrema pobreza y falta de oportunidades. Muchas chicas están implicadas en situaciones narco criminales y muchas veces por necesidad.
En el último informe de julio del Observatorio Lucía Perez, la investigadora explica: “como es sabido, el asesinato de mujeres de inusual no tiene nada. Pero sí es infrecuente que femicidios sin un componente de violencia sexual explícita, sin móvil claro y sin un vínculo de intimidad entre víctima y victimario sean calificados como tales por la justicia. Desde hace años los movimientos feministas y de mujeres han logrado visibilizar las formas de violencia de género más íntimas y la alta frecuencia en que familiares, parejas y conocidos resultan los victimarios. Sin embargo, esto no debe conducir a lecturas simplificadas de la violencia y, sobre todo, a interpretaciones jurídicas restrictivas de las figuras penales y los protocolos. En relación a las hermanas Gorosito, en la audiencia el fiscal argumentó que el protocolo de femicidio corresponde porque está claro que se trata de: “la muerte violenta de dos mujeres, víctimas vulnerables, madres con hijos menores (uno cada una), en un contexto de violencia de género de relieve, por la violencia y la atrocidad con la que se cometió y por la forma y lugar de descarte de sus cuerpos”.
Lo que se empieza a conocer como narco-femicidios no son (solo) cosas de narcos. La expansión del crimen organizado y de economías ilegales en las sociedades latinoamericanas, en esos territorios de frontera -no en un sentido jurisdiccional, sino simbólico- donde el Estado se retrae y des-protege está profundizando la subordinación y violencia hacia mujeres racializadas y marginalizadas
Landeria Paz sostiene que en Santa Fe se está feminizando la muerte. Desde que empezó el año, hubo 45 femicidios en la provincia, según datos del Observatorio Lucía Perez, concentrados especialmente en Rosario. “En comparación con el período 2015-2021, en 2022 se duplicó la proporción de mujeres asesinadas. Distintas voces asocian esta problemática con el narcotráfico, que configura a su vez escenarios de mayor crueldad y atrocidad en los crímenes. Sin embargo, lo que se empieza a conocer como narco-femicidios no son (solo) cosas de narcos. La expansión del crimen organizado y de economías ilegales en las sociedades latinoamericanas, en esos territorios de frontera -no en un sentido jurisdiccional, sino simbólico- donde el Estado se retrae y des-protege está profundizando la subordinación y violencia hacia mujeres racializadas y marginalizadas”.
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Es lunes 8 de agosto y la tarde cae gris en Rosario. El cielo está cubierto por grandes columnas de humo debido a las repetidas quemas en las islas. En el corazón centro de la ciudad cuesta respirar. Más allá de las principales avenidas lo que se siente es un dolor enorme tras los impactos de una balacera que tuvo lugar hace dos días en Ludueña y en la que fue asesinado Esteban Cuenca, un joven integrante del espacio comunitario “Los Pibes de Ludueña” y jugador del club Defensores Unidos. En el barrio donde históricamente las organizaciones sociales, la militancia heredada del Pocho, los clubes, la escuela, los murales, los comedores y lxs trabajadorxs estatales insisten en la construcción de un pacto para vivir, ya son 23 los homicidios en lo que va del año.
Susana hace 19 años que vive allí y durante mucho tiempo cocinó junto a Mercedes Delgado -la militante social asesinada en el 2013- en el comedor San Cayetano. “Lo que necesitamos en este momento es empleo para los jóvenes. Creo que la mayoría de las cosas que suceden es porque no se les da la oportunidad de conseguir un laburo, porque te piden antigüedad, experiencia. Tenemos que pensar en generar talleres para juntar a los pibes que no están pudiendo ubicarse en la sociedad” expresa en un diálogo de más de 40 minutos con Radio Universidad. Miedo, impotencia, tristeza, rabia y, a pesar de todo, seguir andando. Lo que se escucha en palabras de Susana es una postal del desamparo. ¿Y la policía? “Tenemos a dos cuadras la Comisaría 12 y no sé para qué está porque en vez de darnos seguridad, nos genera miedo” sentencia la vecina.
En el mapa que elabora mensualmente el Observatorio de Seguridad Pública del Ministerio de Seguridad provincial los puntos rojos de homicidios dolosos se concentran en las zonas donde la desigualdad, en su gran mayoría, es estructural. Las organizaciones sociales que tienen extenso trabajo en territorio coinciden en un reclamo que es tan urgente como importante: articulación entre todos los niveles del Estado y políticas públicas integrales, feministas y sostenidas en el tiempo. En este contexto no sirve saturar las calles con fuerzas de seguridad -con enormes nichos de corrupción y complicidad en la policía provincial- o exigir respuestas punitivas según de quién se trate la víctima. Esa estrategia se repite como fracaso a lo largo de los años. Las mujeres de barrio Moreno donde hace diez años asesinaban a Jere, Mono y Patom cuando celebraban el fin de año en la canchita del barrio, lo saben: “la presencia de las fuerzas federales o la policía no implica un cambio para mejor en la vida cotidiana de las personas en los barrios. Para nosotras, la clave es que el Estado reconozca la importancia que tiene el laburo y el trabajo que se hace en las organizaciones” contaban las integrantes del Movimiento Territorios Saludables cuando enREDando las visitó en varias oportunidades.
Allí, las mujeres del barrio supieron encontrar una llave para construir seguridad comunitaria. Pero no fue de un día para el otro. El largo proceso de trabajo colectivo incluyó, además del dolor ante la muerte de un pibe, una discusión de igual a igual con el Estado para lograr la apertura de calles y pasillos copados por el narcomenudeo. En las mesas de gestión, las vecinas de Moreno hicieron valer su palabra y su experiencia. “Había una esquina donde antes no te podías parar, solo el que vendía. Cuando abren los pasillos, esto fue tremendo. Recuerdo que una vez llegué llorando a mi casa, de un invierno a un verano veía a los pibes y a las pibas y no podía creer en el estado en que estaban, totalmente perdidos. Hoy algunos están acá, otros están bien…y hay algunos que ya no están”.
Analía Abreu, militante de Furia Feminista y la cooperativa Corta Hilacha que tiene sede en Empalme Graneros, suma su mirada: “Para mí la salida es pensar la seguridad en clave de comunidad, de integralidad, en dónde podamos ser parte. Estamos en cifras récord de policías exonerados y sabemos que tenemos una comunidad que ahora está totalmente armada. Incluso hasta te ofrecen adquirir un arma. El día que balearon a nuestra compañera estaba lleno de gendarmes el barrio. Todas las que caminamos el territorio sabemos dónde está la venta. ¿Ellos no lo van a saber? Son decisiones políticas. Si se investiga la droga vas a encontrar pobres, si se investiga el lavado de dinero, ahí vas a encontrar a los verdaderos culpables. Sin urbanización poner más policías no sirve de nada. Discutir seguridad es que una vecina tenga agua, que otra compañera pueda venir a la reunión y no sea baleada. Que tengan luz si son las 6 de la tarde y ya está todo oscuro. Hoy las organizaciones estamos viendo cómo llega la leche a los comedores”.
El día que balearon a nuestra compañera estaba lleno de gendarmes el barrio. Todas las que caminamos el territorio sabemos dónde está la venta. ¿Ellos no lo van a saber? Son decisiones políticas. Si se investiga la droga vas a encontrar pobres, si se investiga el lavado de dinero, ahí vas a encontrar a los verdaderos culpables
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El segundo encuentro de la Asamblea Lesbotransfeminista se realiza en el primer piso de la Toma. Son más de veinte mujeres e identidades disidentes de distintas organizaciones que se autoconvocan para pensar acciones y visibilizar la emergencia. Algunas mujeres de los barrios cuentan lo cotidiano que se volvió el dolor en aquellos metros de territorio -en general atravesados por vías del ferrocarril y calles sin urbanizar- donde la droga abunda más que la comida porque, como decían vecinxs de Los Pumitas al diario La Capital, sale más barato comprar una bolsa que llenar una olla.
¿Cómo recuperar el espacio público? se preguntan algunas compañeras en medio de la desazón ante un contexto cada vez más complejo. En lo que va de 2022, tres de cada cuatro homicidios tuvieron lugar en la vía pública, un indicador que va en aumento desde el 2017. Entonces, ¿cómo volver, cómo poder habitar la calle?
Hace menos de una semana, una de las integrantes de la cooperativa de mujeres Corta Hilacha fue herida al salir del espacio y quedar atrapada en un tiroteo. Una de las balas impactó en su pie cuando minutos antes, planificaba proyectos y propuestas para su barrio. Analía, militante del espacio, habla de asfixia. “Imagínate un barrio donde las vecinas no tienen agua, donde no hay alumbrado público, donde no pueden salir a hacer otros trabajos porque su marido casi pierde una pierna haciendo una obra con una máquina y no tienen a quien acudir en esa circunstancia. En ese contexto, nuestra calidad humana se vino a degradar de una manera impresionante. Imaginate estar en ese contexto, sabiendo que el Estado está optando por abandonarnos. Estamos en esta realidad sumergidas, casi asfixiadas”.
Ana Laura Pinto es militante de Causa, la agrupación que con un histórico trabajo territorial en Villa Banana, hoy está finalizando la construcción de una Escuela Popular en un predio recuperado para la comunidad. Al analizar el contexto, Ana Laura propone hacer foco en lo que significa la precariedad de la vida que hoy impacta en los barrios: acceso al trabajo, a los servicios básicos, a una vivienda digna, a la educación con una escuela muchas veces desbordada.
El mandato de masculinidad, esa exigencia, ese patrón violento y patriarcal de comportamiento como forma de ser, de estar en el mundo, tiene su expresión al interior de los hogares y en las calles al momento de construir identidad.
También suma un análisis clave: la necesidad de repensar los mandatos de masculinidad, y la construcción de identidad, en una estructura patriarcal y transversal a todos los sectores. “Es un contexto de alta exigencia de consumo como modo de pertenecer, donde especialmente hacemos hincapié en los mandatos de masculinidad. Vemos a las compañeras que en ellas recae el silencio y tener que aguantar y sostener situaciones de mucho calvario al interior de sus hogares”. Para la militante de Causa, la violencia que llega a los medios con la punta del icerberg que son los homicidios, “tiene toda esta cadena de otras violencias que marcamos. El mandato de masculinidad, esa exigencia, ese patrón violento y patriarcal de comportamiento como forma de ser, de estar en el mundo, tiene su expresión al interior de los hogares y en las calles al momento de construir identidad. Hay que atender las particularidades de los distintos tipos de violencia pero también hacer foco en las continuidades de esas violencias en los distintos ámbitos”.
“El narcotráfico como dispositivo de poder sexo-genérico” es un estudio interesante para profundizar en este aspecto. Fue elaborado por lxs investigadorxs mexicanos Claudia Esthela Espinoza y Guillermo Núñez Noriega, y citado en una anterior nota en enREDando. Allí señalan: “todos los años el narcotráfico cobra las vidas de miles de sus integrantes; también afecta las de otros y otras, que a veces son llamados víctimas colaterales (personas que sin participar de forma directa en el tráfico de drogas resultan dañadas por estas actividades). Si reconocemos al narcotráfico como un espacio que oferta oportunidades de prestigio, de estatus y de construcción de masculinidad a los hombres (jóvenes en su mayoría), es que quizás entendamos las complejas relaciones que se entretejen entre sus participantes (voluntarios o involuntarios, conscientes o inconscientes) en la reproducción de este dispositivo”.
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Frente a una crisis de “seguridad” agudizada, lo que demandan las organizaciones es un Estado presente y con políticas articuladas. Integración social urbana con protagonismo vecinal; condiciones de habitabilidad más dignas y más justas. Existen experiencias concretas y focalizadas en determinados territorios con procesos de largo plazo pero, mientras tanto, la urgencia: “Nosotras disputamos las instituciones, creemos en la posibilidad de transformar desde el Estado. Tratamos de generar políticas integrales donde los vecinxs no sean objeto de abordaje sino que sean ciudadanos donde puedan ser escuchades. Estamos atravesando una etapa difícil pero tenemos las respuestas. Hay que generar espacios donde se pueda construir comunidad. Sentir y tener humanidad es clave. Pero en este contexto extremo, hoy atendemos la urgencia. El reclamo se transformó en tratar de responder a necesidades básicas y no de llegar a ser protagonistas de nuestro propio barrio” dice Analía de Furia Feminista.
En Villa Banana, Ana Laura explica que la presencia del Estado está fragmentada y desarticulada. “El Estado está presente de manera virtuosa pero no lo hace de manera integral. Desde distintas áreas hay intervenciones pero no articuladamente que es lo que siempre demandamos. Y además, fluctúa en el tiempo, no hay continuidad”. También marcará la presencia violenta que muchas veces tiene a través de la fuerza policial y con efectos negativos en el desarrollo de las juventudes.
Hay que generar espacios donde se pueda construir comunidad. Sentir y tener humanidad es clave. Pero en este contexto extremo, hoy atendemos la urgencia. El reclamo se transformó en tratar de responder a necesidades básicas y no de llegar a ser protagonistas de nuestro propio barrio
Las dos militantes barriales y feministas coinciden en que son las mujeres quienes protagonizan en sus barrios los procesos de organización comunitaria. Dice Analía: “Hay cuestiones históricas de las formas en que una procesa los dolores, las faltas. Los grupos se fueron llenando absolutamente de mujeres. Y los pibes con los que trabajamos muchas veces están en una situación muy complicada. En los comedores todas son referentas mujeres, en los talleres también”. Lo mismo ocurre en Villa Banana: “Las mujeres tienen mayormente un menor compromiso con el consumo, en su gran mayoría son las que sostienen los proyectos, los grupos de trabajo están integrados mayormente por mujeres, y también son ellas las que salen a poner el cuerpo a las situaciones, a trabajar, a sostener comedores, a organizar comunitariamente respuestas a estas situaciones críticas”, suma Ana Laura.
El Estado está presente de manera virtuosa pero no lo hace de manera integral. Desde distintas áreas hay intervenciones pero no articuladamente que es lo que siempre demandamos.
Majo Poncino del Evita cuenta que durante la última procesión a San Cayetano, el pedido no solo fue por techo, pan, trabajo, también marcharon por paz. Y con preocupación, asegura que sus compañeras de los comedores son las que más expuestas están al ser el único sostén de las redes de cuidado. “Son las que ante una situación alimentaria están en la primera línea de lucha. Hoy las organizaciones están llegando dónde el Estado no llega de manera integral, o lo hace a veces de manera violenta con la policía. Y tiene que haber un compromiso conjunto para responder a esto, entendiendo que lo fundamental es dialogar con las organizaciones sociales que están en los barrios”.
Al cierre de esta nota, las crónicas policiales de los principales diarios daban a conocer dos nuevos homicidios con armas de fuego en esta ciudad partida. Sus nombres: Adriano, un adolescente de 14 años y Joana, una joven mujer de 31.