Huerteras agroecológicas y pescadoras, mujeres rurales y campesinas de nuestra tierra. Historias campo adentro: el rol de las mujeres productoras de alimentos en nuestro país. La lucha por la soberanía sobre los territorios y sobre los cuerpos. La disputa del modelo y lo que crece desde la raíz.
Foto principal: Reveladas
El día de Carla Sossa arranca apenas asoma el sol. A la hora del alba comienza a trabajar en sus dos hectáreas de tierra que habita en una zona rural de Monte Vera, 15 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe. Carla tiene 25 años y toda una infancia vinculada al campo. Sabe de memoria cómo sembrar zapallo, rúcula, achicoria o rabanitos. Sabe también cómo elaborar sus propios biopreparados porque en esa porción de tierra, que trabaja desde que el día es día, toda su producción es agroecológica.
Pero hay momentos en que las horas para Carla transcurren demasiado lentas: es que además de madrugar para arrancar con la jornada laboral también se ocupa de llevar a sus hijos a la escuela y organizar las tareas de la casa. De la producción de verduras todavía no logran subsistir a pesar de comercializar en ferias o a través de la confección de bolsones. Pero Carla ama la tierra. Nunca se adaptó a la vida que le tocó transitar en su pueblo y por eso, ni bien pudo, regresó a la ruralidad junto a su pareja que es albañil y sus hijos.
Desde hace siete años Carla integra la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) y es la que se encarga de toda la comunicación de la regional en Santa Fe. Ser parte de la organización significó un antes y un después en su vida y también, asegura, en la de muchos otros productores campesinos que empezaron a reconocer sus derechos y a levantar el tono de voz frente a los funcionarios del Estado. En la UTT dice que encontró contención, trabajo, capacitación. “Yo acá conozco todo, es como una familia”.
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Al caer la noche la columna de Delicia Zenteno quedaba endurecida después de las largas horas de trabajo en la quinta. “No podía ni caminar” recuerda esta mujer de 40 años que hoy es la referente de la UTT a nivel provincial. Su historia puede dividirse en dos tiempos: el primero, como productora de alimentos y el segundo, como delegada de una de las organizaciones campesinas más importantes del país: en la UTT hay más de 22 mil familias rurales nucleadas en 18 provincias.
-Me tuve que alejar del campo por un problema de salud en la columna. Yo viví toda la vida en Monte Vera, mi mamá y mi papá eran medieros, pero siempre ellos se quedaban con las deudas entonces un día dejaron el campo y mi papá se puso a trabajar de albañil.
Casi sin opción la familia de Delicia tuvo que abandonar el trabajo en la ruralidad. Sin la propiedad de la tierra las deudas se acumulan y la única salida para muchas familias campesinas es emigrar del campo para buscar algún trabajo -casi siempre precario- en las grandes ciudades. La expulsión es directamente proporcional al crecimiento desmedido de la concentración de tierra en pocas manos. Según datos del último Censo Agropecuario (2018), el 60% de la tierra en la provincia de Santa Fe es propiedad de solo el 0,06% de la población, analiza el periodista ambiental Alejandro Maidana. A nivel nacional, la brecha se mantiene. El 1 por ciento de las explotaciones controla el 36 por ciento de la tierra, mientras que el 55 por ciento de las chacras – que son las más pequeñas- tiene solo el 2 por ciento. El Partido del Trabajo y el Pueblo de la provincia realizó en abril de 2021 un mapa que muestra con cifras, y nombres, un modelo productivo que concentra y extranjeriza la tierra: allí puede verse como en los últimos 15 años en Argentina desaparecieron 80 mil pequeños productores.
Delicia de una u otra manera siempre se las ingenió para seguir vinculada al trabajo en la tierra y aunque hoy ya no se dedique directamente a la producción de alimentos o pase horas sacando verduras bajo el rayo del sol, su tarea es la de organizar y acompañar a las familias rurales y campesinas de Santa Fe nucleadas en la UTT. Dice que ya son alrededor de 250 las que están asociadas aunque solo tres sean dueñas de la tierra que trabajan.
Entre sus funciones también está la de transmitir la importancia de la agroecología a los campesinos -en su mayoría varones- que todavía no han iniciado la transición y el recupero del suelo. “Nuestros antepasados no usaban sustancias tóxicas para producir. Entonces se trata de eso, en la UTT tenemos técnicas que preparan los bioinsumos. Nos toca concientizar día a día”. Delicia asegura que las mujeres son las primeras en convencer a sus compañeros sobre la necesidad de producir de manera agroecológica. “Es la principal impulsora en la familia”, agrega y menciona un caso testigo: el de Doña Daría Romero quien asistía a los talleres del Consultorio Técnico Popular de la UTT hasta que un día se animó y comenzó a producir, en el campo que trabajaba su marido, de una manera muy distinta a la que pregona el modelo extractivista. Hoy, las dos hectáreas y media de tierra de Daría y su familia provee de verduras sanas a la población, además de ser ella una de las técnicas de la organización que produce sus propios bioinsumos para el control de las plagas.
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Acelga, espinaca, verdeo, lechuga, puerro, rúcula, radicheta, remolacha, brócoli, coliflor, habas, rabanitos. Roberta Valencia Muñoz enumera los diferentes tipos de verdura que ofrece en su puesto, uno de los más concurridos de la feria de Oroño y el río. Durante la temporada llega a tener hasta 20 variedades de tomates. Sobre el tablón hay diversidad de hojas y relucientes calabazas y la cosecha se vende en pocas horas. Cada domingo, desde las ocho hasta las dos de la tarde, Roberta y su familia comercializan parte de la producción agroecológica que siembran en el Parque Huerta el Bosque de Rosario, un predio que destina tres de sus hectáreas a la producción de alimentos y que se ubica en el límite del Bosque de los Constituyentes (Av. Sorrento y Av. Pcias. Unidas) y el arroyo Ludueña.
Una mujer aguarda su turno y la saluda. No importa el tiempo que tenga que esperar, para ella lo fundamental es charlar unos minutos con Roberta y recibir sus consejos sobre formas de cocción o tratamiento de la verdura. Son muchas las clientas que concurren a la feria -y al puesto de Roberta- religiosamente los días domingo, aunque la mañana amanezca fría o lluviosa.
Roberta Valencia tiene 41 años y llegó desde Cochabamba a Rosario cuando tenía 26 junto a sus tres hijos. En la ciudad la esperaba su marido que ya había migrado de Bolivia en busca de trabajo como peón de albañil. Roberta nació rodeada de tierra y campo. Su papá, agricultor. Su mamá, artesana. De esa mezcla, paterna y materna, heredó todo: el cuidado por la tierra que tanto ama y el saber ancestral del tejido a mano. En el 2008, un año después de su llegada a la urbe rosarina, ingresó a trabajar a una de las huertas que creó el estado municipal en el marco del Programa de Agricultura Urbana, una iniciativa pionera en Rosario que nació en el 2002, plena crisis económica, con el objetivo de reconvertir basurales en huertas agroecológicas. Según datos oficiales, hay siete parques huertas y 6 huertas grupales que incluyen a más de 250 huerterxs. En total son 25 hectáreas en agricultura urbana y 50 hectáreas en el cinturón verde, que producen agroecológicamente unas 2.500 toneladas al año de hortalizas, comercializando en 7 espacios permanentes.
“Allí empecé a producir para consumo familiar. En ese momento éramos solo 3 personas”, dice Roberta mientras su hija de 12 años atiende con solvencia el puesto en la feria. Su trabajo en el parque huerta fue clave para el sostén económico de toda su familia. Con el tiempo, ella, su marido y otras cinco familias de las 20 que actualmente trabajan en el predio ubicado en el Bosque de los Constituyentes comenzaron a comercializar su cosecha. La producción es completamente agroecológica y el precio, dice, suelen mantenerlo durante casi todo el año, más allá de las temporadas.
En la huerta municipal Roberta encontró un lugar en su mundo. Disfruta hacer lo que hace además de dar clases en la escuela nocturna Alfonsina Storni donde hay una pequeña quinta de plantas aromáticas. Roberta es maestra y al igual que Carla y Delicia, conoce desde siempre cómo trabajar la tierra de forma sana. Transmite ese saber a sus alumnos, a las familias que se acercan a comprar sus verduras y a quienes quieran aprender aunque nunca vivan en el campo. Es que para ella no hay excusas, “cualquiera puede hacer una huerta en su casa, en su patio, en la terraza. Se trata de enseñar a los adultos y hasta los niños para que ellos puedan empezar a tener conciencia del cuidado de la tierra porque sin ella estamos perdidos. La tierra es la que nos dá todo”.
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-¿Cómo es el día para una mujer campesina?
Nada fácil responde Delicia Zenteno de inmediato. Y entonces enumera una larga lista de quehaceres que arrancan entre las 5 y 6 de la mañana y terminan recién a la medianoche. La quinta, la cosecha, el cuidado de los hijos, las tareas del limpieza en la casa, la cocina, volver a la finca, regresar a la casa, preparar la cena, acostar a los hijos. “Para la mujer el trabajo en la quinta es una jornada pesada. El marido llega a las 12 del campo y se desploma, descansa. La mujer sigue, es una doble jornada de trabajo”.
Debemos entender que la violencia que le hacemos a la tierra con el modelo agroindustrial es la misma que vivimos las mujeres en nuestro propio cuerpo
La Secretaría de Género es un espacio creado al interior de la UTT que articula en red a las mujeres campesinas con el objetivo de hacer visible todas las violencias que sufren. “Trabajamos más de doce horas en la quinta chacra y seguimos trabajando en los hogares, pero no formábamos parte de las decisiones de qué y cómo producir, qué semilla usar, qué prácticas de cuidado del suelo aplicar. Sostenemos que la agroecología debe ir unida a una recuperación del rol trascendental de las mujeres como cuidadoras de la tierra, del planeta, de la familia, al tiempo que los varones re-aprenden a compartir las tareas de cuidados. Debemos entender que la violencia que le hacemos a la tierra con el modelo agroindustrial es la misma que vivimos las mujeres en nuestro propio cuerpo”, señalan desde la Secretaría.
Hace tres años atrás, 200 mujeres de todo el país confluyeron en lo que fue el Primer Encuentro Nacional de Mujeres Trabajadoras de la tierra de la UTT. “Con tristeza y rabia pudimos darnos cuenta de cómo en nuestra crianza y en nuestra propia familia nos inculcaron que “la mujer es para la casa”, desatándonos a una vida de doble jornada laboral, en un hogar donde no están claros los límites entre el espacio del personal y del descanso y el espacio laboral y productivo. ¿Cuántas horas de trabajo hay en un cajón de tomate? Seguramente contaremos las horas del trabajo del varón en la chacra pero no contaremos las extenuantes horas de trabajo en la casa ni la larga jornada de trabajo de la mujer en el campo”, decían en aquel encuentro realizado en La Plata. Jornadas que, en muchos casos, superan las diez horas bajo el sol cargando cajones de verduras o frutas, cosechando, cuidando los animales y el tambo.
Carla asegura que el rol de la mujer en la producción es fundamental. “Nosotras trabajamos, nosotras podemos manejar un tractor, nosotras podemos conducir nuestros propios vehículos, nosotras también podemos ser técnicas en agroecología, y lo somos. Ya no queremos más estar despojadas de los bienes y despojadas de los conocimientos”. Por eso, uno de los principales reclamos que le hacen al Estado es que todos los programas y subsidios para compra de maquinaria y asistencia técnica enfocadas en el sector contengan el principio de prioridad hacia las mujeres rurales.
En América Latina y el Caribe solo el 18% de las explotaciones agrícolas son manejadas por mujeres, quienes reciben apenas el 10% de los créditos y el 5% de la asistencia técnica para el sector, aunque sean ellas las responsables de la mitad de la producción de alimentos en todo el mundo, señala la FAO en su informe “Ellas alimentan el mundo”. Si tuviesen el mismo acceso a los recursos productivos que los hombres “podrían producir entre un 20% y un 30% más de alimentos, lo que equivale a 4 veces la población de la Argentina y contribuiría a reducir la cantidad de personas con hambre de un 12 a un 17%”.
Es impresionante como una lechuga repollada que parece un pelota de pin pon está exhibida para la venta cuando el productor la sacó del tamaño de una pelota de fútbol. La deshojan y encima triplican el precio.
“El modelo hegemónico de producción agroalimentario nos enferma, a nosotras, a nuestras familias, a nuestros hijos e hijas así como también a quienes consumen los alimentos”, sostienen las mujeres de la UTT. Delicia observa la verdura que venden las grandes cadenas de supermercados y a veces, o casi siempre, no puede creer lo que ve: “es impresionante como una lechuga repollada que parece un pelota de pin pon está exhibida para la venta cuando el productor la sacó del tamaño de una pelota de fútbol. La deshojan y encima triplican el precio. Yo lo he visto: a la acelga la cobran 4 veces más de lo que vale. La producción agroecológica se nota en la calidad, en el gusto, en el olor de la verdura. Por eso la mejor forma de comercializar es con ferias propias”.
Además de la organización de las ventas en ferias, reparto de bolsones, almacenes en distintos puntos del país y la reciente nave de productorxs campesinxs inaugurada en el Mercado Central de Buenos Aires, desde la UTT vienen impulsando, por tercera vez, una ley clave para garantizar una justa distribución de la tierra en nuestro país. “Hoy lo fundamental es lograr una Ley de Acceso a la Tierra que es como un procrear rural. Buscamos poder tener facilidad de pago para comprar la tierra y poder vivir dignamente y seguir produciendo”, sueña Carla.
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La lucha por la soberanía de los territorios es también la lucha por la soberanía del propio cuerpo. Hace más de 5 años la UTT creó el Programa Nacional de Promotoras Rurales de Género con una necesidad primordial: pensar estrategias para abordar los emergentes de violencia de género en quintas y chacras. Allí donde tantas veces los caminos se vuelven intransitables, donde la presencia del Estado es casi nula, donde las distancias se profundizan y la conexión a internet es inexistente, las propias mujeres rurales se capacitan para acompañar a otras en situación de violencia.
En diciembre de 2020 pudieron inaugurar el primer refugio transitorio en la zona hortícola de Lisandro Olmos de la ciudad de La Plata que tiene capacidad para alojar a diecinueve compañeras. Fue en plena pandemia y en un contexto donde las violencias machistas se recrudecieron. Carolina Rodriguez es delegada de la zona de la UTT y cuenta: “nosotras acompañamos a la mujer a hacer la denuncia, porque si va sola en la comisaría no se la toman. En cambio si va con una Promotora de Género sí. Para que esa mujer saliera de esa violencia la llevaba a mi casa a dormir, porque no teníamos un lugar donde pudiera quedarse y ahí nos dimos cuenta que hacía falta un refugio”.
Lucía Correa Arena era una mujer campesina que pertenecía a la UTT. Tenía 25 años y un hijo de 10. Fue asesinada en La Plata, de un disparo en el abdomen por parte de quien era su pareja y su femicidio, el 3 de agosto de 2020, integra la lista de los 288 que registró el Observatorio Ahora que sí nos ven al cumplirse un año del comienzo de las medidas de Aislamiento y Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio (20/3/2020 al 19/3/2021). En ese lapso, una mujer fue asesinada cada 30 horas en nuestro país.
Al crimen de Lucía se sumó el abuso sexual y asesinato de Gabriela Nilvia Gimenez de solo 22 años el 16 de junio de 2021, en una localidad rural ubicada a casi 60 kilómetros de la ciudad de Tucumán. Su cuerpo fue encontrado entre pastizales en la finca donde Gabriela trabajaba. “Ella era obrera en la finca, trabajaba con lechuga, pimiento, tomate. Estaban sacando lechugas el día que la mataron” señaló su prima a los medios de prensa tucumanos. Con pocas horas de diferencia, la UTT lamentaba el femicidio de otra trabajadora rural, Luciana Sequeira, esta vez en Atamisqui, Santiago del Estero. Rosalía Pellegrini, Secretaria de género de la UTT en ese entonces, decía: “la respuesta integral debe venir del Estado y todas sus instituciones con políticas públicas concretas y reales para la ruralidad, con recursos económicos, decisión y voluntad política. De lo contrario son cómplices”.
Al mismo tiempo, y mientras se exigen políticas públicas que pongan eje en las mujeres en situación de violencia en la ruralidad, en la UTT se construyen las redes feministas tan necesarias para acompañar y fortalecer. O a veces tan solo para generar un espacio de encuentro, salir un rato de la quinta o la casa, escucharse entre ellas y aprender nuevos saberes: talleres de plantas medicinales, taller de elaboración de tintura madre, y en Santa Fe, Delicia Zenteno cuenta sobre los talleres de reciclado, bordado y goma eva. “Es un espacio de encuentro entre ellas, y también la idea es que puedan aprender otros oficios”.
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-A mí me hablas de pesca y canoa y me enloquezco.
Bárbara Valcarcel, 37 años, es pescadora desde que tiene 16. Ama el Paraná tanto como ama subirse al bote y pasar largas horas mirando el río a la espera de un buen pique. Vive a siete minutos de Rosario en lo que se conoce como El Espinillo, un territorio isleño donde habitan cerca de 30 familias que se dedican a la pesca artesanal. La de Bárbara no es la excepción. Ella creció y aprendió viendo a su abuelo y a su papá tirando redes río arriba, desenmallando pescados, diferenciando tipos de peces y subsistiendo con la venta al palanquero que siempre suele pagar muy por debajo del precio justo. Bárbara lo sabe y por eso, desde hace unos años, decidió organizarse y ser parte de la rama rural del Movimiento de Trabajadores Excluídos (MTE), la organización que nuclea a más de 30 mil familias campesinas de todo el país.
“Nos encargamos de la producción de pescado. Estamos vendiendo sábalo y haciendo empanadas. Somos 6 compañeros, 3 son mujeres”, cuenta.
De chica aprendió, alentada por su abuelo y a pesar de la fuerte resistencia de su padre, lo que ella llama “las mañas del río”. Conocerlo, respetarlo, entenderlo, Hoy dice que “la mujer pescadora es una valiente” y al rato explica: “Cuando salís al río no sabes si vas a volver”. Desde que tuvo a sus 3 hijos, Bárbara dejó la canoa para dedicarse al tejido de redes, otro de los saberes que comparte con la gran mayoría de las mujeres en el Espinillo. Pero ahora que ya es dueña de su propio motor -además del bote- se ilusiona con volver, de nuevo, a remar el Paraná. “Hoy ya tengo mis herramientas, y creo que voy a volver. Es lo mejor que hay, tener tus cosas y subirte a tirarte un lance”.
Dice que aprender a manejar el motor es fundamental para tener independencia, aunque no todas las mujeres en la isla sepan hacerlo. “Ya no es como antes”, piensa Bárbara mientras describe algunos roles que asumen las mujeres en su comunidad: ocuparse de las tareas del hogar, trabajar la tierra para consumo familiar en sus casas o en la huerta que hay en la escuela Marcos Sastre -la única institución estatal- y tejer las mallas para los pescadores de la familia.
Bárbara es de las pocas que aún disfruta la vida arriba del bote sacando peces, pero no duda cuando describe todo lo que eso significa: “es muy sacrificada. El pescador no tiene horario. Hay quienes tiran de día y se levantan a las cinco de la mañana y otros que tiran hasta la noche. Para el pescador no hay frío, no hay calor, no hay mosquitos, no hay viento, no hay nada. Hay que levantarse y cumplir. Solo se queda el que es patrón. El que es peón no tiene otra que salir sí o sí”. A esa rutina hay que sumarle el impacto de la bajante extraordinaria del río Paraná. Y aunque solo por el momento las aguas marrones parezcan crecer recuperando un nivel que sigue siendo inferior al esperado, lo cierto es que hace por lo menos 3 años que el río viene bajando a límites extremos, siendo la del 2021 la peor medición en 70 años.
Hay quienes tiran de día y se levantan a las cinco de la mañana y otros que tiran hasta la noche. Para el pescador no hay frío, no hay calor, no hay mosquitos, no hay viento, no hay nada. Hay que levantarse y cumplir. Solo se queda el que es patrón. El que es peón no tiene otra que salir sí o sí
-Fue un desastre. Con el río bajo es probable que el pescado no salga y además tenés que tirar todas las canoas a tierra antes de las 8 o 9 de la noche. Si querés salir a las 3 de la mañana tenés que buscar a alguien que te ayude a sacarla. Es muy agotador, llegás al río muy cansado.
Bárbara Valcarcel dice que en el MTE encontró la posibilidad de autogestionar su propio trabajo y fijar un precio sin intermediarios. La venta de pescado la realiza en Rosario a través de los bolsones Pueblo a Pueblo que distribuye la organización y en el Mercado Popular de La Toma. Bárbara se ocupa de la elaboración de empanadas y sus compañerxs, de la comercialización del sábalo. “El precio lo ponemos nosotros. Hace una semana atrás el palanquero pagaba el kilo de sábalo a 30 pesos, pero después lo venden al precio que quieren, que es precio de pescadería”.
“Una salida laboral sin palanquero”. Así define la posibilidad de vender la producción a través de una organización como el MTE. También sueña con adquirir herramientas de trabajo -como un frezeer a gas- que le permita elaborar y congelar las empanadas directamente en la isla. Es que Bárbara proyecta todo el tiempo. Imagina cómo crecer, expandirse y agregarle valor a su trabajo. “Se pueden hacer muchas cosas: medallones, filet, empanadas, canelones” enumera. “Producir y crecer” vuelve a insistir con entusiasmo. “Yo trato de hacerle entender a los compañeros más jóvenes que podemos trabajar sin patrón, porque el palanquero es como trabajar bajo patrón. Mi sueño es poder vender en la carnicería de la Toma, en Rosario y tener la posibilidad de venderle directamente a las pescadería”.
Cuando habla del Paraná, de lo que significa el segundo río más grande de Sudamérica en su vida, sonríe.
-El río es todo, nosotros vivimos del río, cuando estoy medio loca o tengo un problema, voy y me siento a la orilla a mirarlo…que querés que te diga…el río es el río.
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Lo primero fue poner el cuerpo para parar los mosquitos y las fumigaciones. “Pero siempre terminábamos perdiendo y demoradxs en la comisaría. Entonces ahí entendimos que teníamos que pensar otra estrategia. Fue retroceder y recuperar la memoria de nuestro pueblo que es la producción de verdura y frutas, el trabajo en la tierra. Así comenzamos”.
La que habla es Amanda, 39 años, vecina histórica de Desvío Arijón, un pequeño pueblo pesquero y frutillero ubicado a 40 kilómetros de Santa Fe capital. Con el avance sin fronteras del modelo de los agronegocios, la fisonomía del pueblo en el que Amanda vive desde los dos años, comenzó a mutar: a la falta de mariposas y biodiversidad se sumó el impacto económico y social que trajo el extractivismo: familias golondrinas desmembradas por la falta de trabajo y tierra cada vez más intoxicada con agroquímicos. “La realidad es que nos tiraban venenos con avionetas”.
La estrategia fue organizarse entre vecinxs que empezaron a entender que una cosecha fumigada no era apta ni para el consumo personal ni para la venta. Así, hace quince años atrás, nacía en Desvío Arijón la organización de familias campesinas “Desvío a la Raíz” con una fuerte presencia femenina. Mujer Raíz es su espacio de género que hoy integran alrededor de 12 adultas y varias niñas. Amanda es parte de ese colectivo de mujeres agricultoras y campesinas que construyen red entre ellas, acompañando procesos que no solo tienen que ver con la defensa y el trabajo de la tierra. “Estamos construyendo soberanía también sobre nuestros cuerpos”, dice.
La producción de frutas y verduras es variada: la realizan en un predio cohabitado por varias familias, al fondo de las casas de mujeres que viven en los márgenes de las vías del ferrocarril o en esos 15 kilómetros de tierra fiscal que ellas mismas se ocupan de trabajar. Lo hacen sin químicos: “no hay chance que no sea de otra manera”, afirma Amanda y explica por qué, en Desvío a la Raíz, no hablan de “agroecología” pero sí de agricultura ancestral. “Hablamos de agricultura porque es un concepto que nos los roban. Hablamos de algo mucho más profundo que producir sin agroquímicos. No se trata solo de un alimento sano, porque van a producir un fertilizante natural, un bioinsumo, pero lo va a producir Bayer y mientras tanto, seguirán tirando los nylon en los canales, o explotando laboralmente a la gente pagando 7 pesos el kilo de frutilla. La nuestra es una perspectiva social, cultural, ancestral. Agricultura también implica conocer los yuyos, las malezas. Hablamos de soberanía laboral en nuestro territorio, por eso la pelea es mucho más amplia que la de no usar veneno”.
“La organización social que ha surgido a propósito en defensa de la vida es de mujeres, no ha habido organización por parte de los varones para pelear por determinadas cuestiones. También hemos sido motorizantes de la mayoría de los proyectos que se han llevado adelante.
Amanda menciona tres palabras claves: soberanía, lucha y memoria ancestral. Hace seis años tuvieron su victoria cuando lograron prohibir en el pueblo la siembra del monocultivo de soja. “La sacamos de Desvío Arijón”, dice orgullosa de aquel logro que consiguieron disputando política pública a la propia comuna. Fueron, en su mayoría, las mujeres organizadas que veían cómo sus hijos enfermaban cada vez con mayor frecuencia. Mujeres que -entiende Amanda- cumplen un rol fundamental en la transmisión de los saberes ancestrales. “La organización social que ha surgido a propósito en defensa de la vida es de mujeres, no ha habido organización por parte de los varones para pelear por determinadas cuestiones. También hemos sido motorizantes de la mayoría de los proyectos que se han llevado adelante. Por supuesto que hay compañeros que están a la par y acompañan”, aclara.
Pero también hay otros que violentan a sus parejas o no entienden los procesos de empoderamiento de sus compañeras. Frente a las violencias machistas, frente a la desigualdad económica y de género, Mujer Raíz también se planta, articulando, acompañando, abrazando. “Muchas han podido mejorar su calidad de vida, no sólo desde lo económico sino también en lo afectivo. Saben que no están solas si atraviesan una situación de violencia y eso ya es un montón”.
La nuestra es una perspectiva social, cultural, ancestral. Agricultura también implica conocer los yuyos, las malezas. Hablamos de soberanía laboral en nuestro territorio, por eso la pelea es mucho más amplia que la de no usar veneno”
La mayor fortaleza de Mujer Raíz es saberse acompañadas. Una red de sostén que está presente, incluso, en la urgencia. El 2 de abril el hijo de una de sus integrantes se desplomó al oler accidentalmente un bidón de químicos. Juan tiene 11 años y vive junto a sus hermanos y hermanas, una de ellas con asma, lo mismo que sus primas y que el compañero de su mamá “que es rehén de los «paf» con algo que le devuelva aunque sea una bocanada de aire”. Esa tarde, Juan se encontró, camino al río, con un tacho de color azul que contenía un cóctel de agroquímicos prohibidos en 15 países pero que en Argentina son parte de la lista de los más de 40 agrotóxicos para producir frutilla. “Juan destapó el tacho pensando que era nafta, olió, comenzó a marearse y a quedarse automáticamente sin aire, la marcha al hospital fue urgente, llegó casi inconsciente”. Juan sobrevivió y la red de Mujer Raíz fue fundamental para acompañar a su familia.
“Son nuestras vecinas, nuestras amigas. Es nuestra tierra, nuestro lugar”. Amanda recupera la importancia y la transmisión de los saberes de las generaciones pasadas. Pero no se remite a tiempos inmemoriales sino que se sitúa veinte años hacia atrás: “en el pueblo había producción de alimentos poco habituales, papa, mandioca, zanahoria, batata. Eso es posible”. Volver a toda esa sabiduría ancestral, propone Amanda. Volver a la tierra, al derecho que tenemos de vivir bien.