La organización villera La Poderosa abrió un espacio en el barrio Chalet de la capital provincial para brindar contención y acompañamiento a sobrevivientes de violencia de género. En la Casa de las Mujeres y Disidencias que lleva el nombre de Natalia Acosta también ofrecen talleres gratuitos y un espacio de cuidado para las infancias. Las redes solidarias que emergieron del barro que dejó el Salado.
Fotos: La Poderosa
Dos ríos dan forma a la geografía de la ciudad de Santa Fe. Hace más de 400 años, los fundadores realistas de los centros urbanos coloniales eligieron este enclave entre el Salado -al oeste- y el Paraná -al este- para trazar un damero perfectamente ordenado de casas bajas. Con el correr del tiempo, esa urbe húmeda e inundable se pobló cada vez más, creció hacia el oeste y hacia el norte. Históricamente, la mayoría de las crecientes provinieron del Paraná pero durante el crimen hídrico de abril de 2003 la correntada imparable vino del Salado. En Santa Fe, quienes sostienen la memoria hace 19 años escriben crimen hídrico para denunciar que no se trató de un fenómeno climático sino de la desidia estatal convertida en muerte, con el gobierno de Carlos Reutemann a la cabeza.
En las orillas donde el sol duerme cada tarde, el barrio Chalet -en el extremo sudoeste- vivió aquella inundación: perdió vecinas y vecinos que vieron el monstruo húmedo, marrón y podrido subir a sus camas mientras dormían. Y dormían porque esa misma mañana el intendente de la ciudad, Marcelo Álvarez, había anunciado por la radio LT10 que en Chalet no iba a haber ningún problema con el agua. Cuando el río bajó, semanas después, el barrio tejió redes solidarias para intentar reconstruir vidas y casas mientras el Estado provincial era un fantasma que no atendía teléfonos.
María Claudia Albornoz -vecina de Chalet- instaló una carpa en la Plaza 25 de Mayo, frente a la Casa de Gobierno y a los Tribunales para reclamar dignidad y justicia por el pueblo inundado. La Carpa Negra se sostuvo varios meses como la muestra palpable de que en Santa Fe el oeste también existe: el cordón de barrancas con calles de tierra, con sauces, con olor a basura quemada al atardecer. El oeste, refugio de los sentimientos que despierta la cumbia cuando suena a todo volumen después de un día duro de trabajo o de rebusque en un país donde el trabajo formal escasea.
A Chalet, que pertenece a ese cordón oeste empobrecido, algunas generaciones lo conocieron como el Bajo Varese, por una tienda que existió durante muchos años en la zona. La barriada tiene 70 años. No solo sufrieron la inundación de 2003, sino también la de 2007. “Nos levantamos con mucha lucha”, dice Albornoz. Allí hizo base La Poderosa de la ciudad de Santa Fe, con comedores y diferentes cooperativas para dar comida y trabajo a quienes viven en la zona.
Al barrio se accede desde la rotonda que se emplaza frente a la cancha del Club Colón por la calle J. J. Paso, ubicada al lado de un hipermercado mayorista, en dirección exacta al borde del Salado. Un par de cuadras después del súper, al rojo vivo se levanta el Centro Cultural Marielle Franco que La Poderosa inauguró en 2019 como un espacio político y cultural cimentado en la memoria. Marielle Franco fue una militante marrón y lesbiana, concejala de Río de Janeiro y asesinada en 2018. Marielle luchaba por los derechos humanos, como lo hacen las mujeres de La Poderosa que -entre ollas y ferias populares- se organizan para hacerle frente a la violencia machista.
Las poderosas de Santa Fe
La Poderosa era el nombre de la moto que el Che Guevara usó en uno de sus viajes por América Latina: ese periplo por lagos, montañas y leprosarios que lo encontraron de frente con Fidel Castro y con el anhelo de la Revolución Cubana. Algo de esta conocida historia resuena como un motorcito persistente en la organización nacional La Poderosa. Las motos que circulan en las villas argentinas también buscan revoluciones.
En el barrio Chalet, las redes solidarias que emergieron del barro que dejó el Salado atravesaron la historia y es la cicatriz sobre la cual el movimiento villero emerge para convertir un insulto, en una marca de orgullo y de militancia. Cuando se le pregunta, María Claudia Albornoz -hoy referente de La Poderosa en Santa Fe- afirma que el feminismo villero es el feminismo de los barrios populares. “Es el feminismo que no entendía cuando le hablaban de forma difícil. Tuvimos que aprender a decirnos feministas reivindicando nuestros derechos como empobrecidas”, explica. Para ella, ese feminismo hace cosas todo el tiempo aún sin saberse feminista, pero de un tiempo a esta parte empezó a recuperar “voz y derechos”. Agrega que “es el feminismo de las ollas populares, de los merenderos”. Mientras se para el hambre del barrio comienzan las charlas, las confidencias, las rondas cada vez más grandes de mujeres, travas y tortas: “Nos juntamos y empezamos a pensar que ni la violencia machista ni la violencia institucional son naturales, sino que podemos pelear por estar mejor y por tener mejores condiciones de vida para nosotras y nuestras familias”, dice.
“Es el feminismo que no entendía cuando le hablaban de forma difícil. Tuvimos que aprender a decirnos feministas reivindicando nuestros derechos como empobrecidas”
Esas mujeres de remeras rojas que tomaron el feminismo villero como bandera inauguraron la Casa de Mujeres y Disidencias Natalia Acosta, en calle Estrada 1121, ahí donde el asfalto se termina y la tierra se hace barro cuando llueve, muy cerca de la orilla fluvial. El espacio abrió sus puertas el 5 de marzo pasado, precisamente bajo la lluvia y a pocas horas del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Sin embargo, en la apertura hubo más agite que paraguas. Hubo risas y esos guiños de complicidad que existen cuando colectivamente decís que la violencia no va más, que va a existir un espacio para que la vecina, la amiga o la compañera puedan zafar cuando lo necesiten. “Acá saben que las vamos a contener. Saben que pueden venir a tomar un mate, a charlar y eso nos llena el corazón”, explica Albornoz.
La Casa se llama Natalia Acosta como un gesto colectivo de memoria. Natalia desapareció la noche del 29 de mayo de 2009 de la esquina de 25 de Mayo y Suipacha, en pleno centro de la capital provincial. “Hablamos entre compañeras y elegimos ese nombre de forma unánime. Nunca vamos a dejar de buscarla, a pesar de que la causa se cerró, la lucha sigue”, explica Cintia Pasculli, integrante de La Poderosa en Chalet. En el patio delantero del edificio dibujaron los rostros de Natalia, de Ana María Acevedo -que en 2007 murió en el hospital Iturraspe de Santa Fe porque le negaron un aborto terapeútico- y de Ramona Medina, la vecina de la Villa 31 que murió de coronavirus reclamando al gobierno porteño agua para poder lavarse las manos y evitar los contagios.
El sitio inaugurado en Chalet fue pensado para brindar acompañamiento a mujeres y disidencias que viven situaciones de violencia de género y que no obtienen respuestas en la ruta de la denuncia. También allí funcionan talleres de enseñanza de manicura y peluquería -desarrollado por las propias vecinas- y un lugar de cuidado para las infancias. Los miércoles se realizan allí las rondas de mujeres donde se comparten alegrías y tristezas.
Fue construido a la orden de capatazas que aprendieron de construcción y pensado para abrigar a otras mujeres con amor y ternura, para remar juntas el río picado del ajuste, para vadear los remolinos de la violencia.
Al ámbito destinado a les niñes se lo reconoce fácilmente: paredes coloridas y muchos juguetes. Albornoz relata que ese lugar fue pensado con “lo que nos parece lo mejor para estas niñas y niños empobrecidos, porque a veces hay una idea de que para la gente que está por debajo de la línea de la pobreza hay que dar ropa rota o cosas que están en desuso”. Después, agrega: “Nosotros creemos que nos merecemos lo mejor y por esos derechos también peleamos”. El edificio tiene dos habitaciones y dos amplios espacios comunes, un patio donde flamean mediasombras y otro con una huerta comunitaria donde crecen zanahorias y perejiles.
El espacio surgió de las entrañas de la comunidad, de las propias mujeres que dieron de comer al barrio en la pandemia. Fue construido a la orden de capatazas que aprendieron de construcción y pensado para abrigar a otras mujeres con amor y ternura, para remar juntas el río picado del ajuste, para vadear los remolinos de la violencia. Pese a su reciente inauguración, la Casa ya es conocida en el barrio, por el boca a boca. Un comentario lleva a otro y de repente puede convertirse en el paso entre la vida y la muerte.
Un refugio de la intemperie
Gisela habla bajo la lluvia, se guarece con un paraguas grande que tiene muchos colores. Bajo el agua fría que chorrea de un sauce, el paraguas es un bello refugio, como lo es la Casa misma.
La mujer llegó al lugar hace seis meses, luego de una situación de violencia que casi le cuesta la vida. “La Negra [Albornoz] me conoce desde que era bebé, sabía lo que había sufrido y me invitó a conocer lo que es La Poderosa”, relata. “Ella me dijo que acá hacían acompañamientos por las violencias, me ofrecieron el acompañamiento y desde ahí me quedé. Me di cuenta de que no estoy sola. Y de que no era la única mujer que sufría violencia o que casi les cuesta la vida”, explica.
Estuvo en pareja cuatro años. Primero empezaron los insultos. Luego vinieron las manos. Ella dice que lo aguantaba por las amenazas: que lastimaría a su madre o a su hermano más chico. Una vez lo quiso dejar, pero él tiroteó la casa de su mamá. Después le pegó en plena calle, a la vista de todos.
«Ella me dijo que acá hacían acompañamientos por las violencias, me ofrecieron el acompañamiento y desde ahí me quedé. Me di cuenta de que no estoy sola. Y de que no era la única mujer que sufría violencia o que casi les cuesta la vida»
“Después seguí recibiendo amenazas y por miedo a que lastime a alguien de mi familia volví con él”. cuenta ella. Fue, en sus palabras, la entrada al infierno. Recibió puñaladas, golpes en la cabeza que la dejaron internada en un hospital. “Yo no me quería defender porque tenía miedo de morir. Hasta que un día me cansé, lo eché de mi casa pero a la semana volvió y me agarró en la calle con un arma”, recuerda Gisela.
Los hechos se van desgranando: el forcejeo, el tipo apuntando a la cabeza, las balas que no salieron, otra vez el forcejeo, un disparo que se escapa, el violento que sale herido en una de sus manos. “Si yo no me defendía en ese momento, terminaba muerta adelante de todo un barrio que estaba mirando», asegura ella. Ese día se prometió a sí misma que no iba a morir en las manos de un hombre: “No iba a permitir que me peguen más”.
¿Dónde estaba el Estado mientras un hombre gatillaba sobre la cabeza de una mujer, en plena calle? “Hice las denuncias, pero no me daban pelota”, responde Gisela. Al parecer de la comisaría del FONAVI San Jerónimo -que correspondía por jurisdicción a donde ocurrían los hechos-, la mujer ya había hecho “muchas denuncias”, entonces “estaban cansados» y además “veían que él iba para su casa”. “Pero iba a molestar», replica ella, como si hiciera falta.
Y sí: hizo falta. “Una vez llegó a las dos de la mañana, quiso prenderme fuego por la ventana mientras yo estaba durmiendo con mis hijos. Llamé al patrullero, vino después de dos horas. En la comisaría se me reían”, mastica Gisela.
Llegó a hacer doce denuncias, la última en el Ministerio Público de la Acusación. Recién ahí consiguió el pedido de captura para su agresor. Sin embargo, poco después, el violento fue liberado. “La Justicia es injusta porque no te dan pelota, prácticamente estás sola. En la calle tengo que andar con 20 ojos, porque no sé cómo puedo terminar. Pero no voy a bajar los brazos, no le voy a dar el gusto a un hombre”, dice ella.
La casita de Chalet fue su salvavidas, su paraguas en la intemperie. “A lo mejor antes me veía sin fuerzas y sin ganas pero desde que entré a La Poderosa me sentí más fuerte, con ganas de luchar. Hoy estoy feliz por estar acá porque yo lo pasé y sé lo que es, pero por dentro tengo la tristeza y la angustia porque no vivís tranquila con tu agresor afuera», expresa.
Al filo de su relato, asegura: “Si yo no me hubiese involucrado acá, hoy estaría en un cementerio. Desde que estoy acá me volvieron las ganas de vivir”.
—¿Qué le diría a las mujeres que hoy están en esa situación?
—Que no tengan miedo porque no están ni van a estar solas.
Salvar vidas, darle de comer al barrio
El edificio fue comprado con fondos que se gestionaron ante el Estado, pero las remodelaciones necesarias fueron hechas al comando de las vecinas. “La idea empezó porque veíamos muchas compañeras con violencia de género, se luchó hasta comprar la casita y pudimos hacerlo. Hay algunas de nosotras que también sufrieron violencia de género, así que nos pusimos y la compramos”, cuenta Yanina Ruiz, coordinadora del espacio. La Casa de las Mujeres y Disidencias Natalia Acosta es el octavo espacio de este tipo que La Poderosa inaugura en el país. A la apertura en Santa Fe llegaron compañeras de la organización de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Rosario, Paraná, Tucumán, Chaco y Formosa.
Las poderosas son mujeres que trabajan haciendo las tareas de cuidado de sus propias casas y también las tareas de cuidado del barrio. El pasado 8 de marzo marcharon reclamando un salario por ese trabajo tan invisibilizado como necesario.
Yanina cuenta que vive en el barrio hace un año y medio: se acercó a la organización porque la invitó una compañera. “Me gustó y ya no me fui más. Porque yo no sabía todo lo que nos servía esto a nosotras, aprendí, seguí aprendiendo y lo sigo haciendo. Todavía me falta mucho por aprender, siempre ayudando a la mujer porque acá hay mucha violencia de género, muchísima”, enfatiza. “Las mujeres que se acercan lo hacen porque están cansadas de que su agresor les pegue”, explica la coordinadora.
Las poderosas son mujeres que trabajan haciendo las tareas de cuidado de sus propias casas y también las tareas de cuidado del barrio. El pasado 8 de marzo marcharon reclamando un salario por ese trabajo tan invisibilizado como necesario. “Las trabajadoras comunitarias cocinan, trabajan en las postas de salud, son las que hacen posible que el barrio sea vivible”, dice Albornoz. “Sabemos que si no nos organizábamos, nos hubiésemos muerto de hambre porque siempre somos las últimas, no somos prioridad. Si no existiera el trabajo comunitario, ¿quién cocinaría para los 10 millones de personas que en el país comen en comedores populares?”, se pregunta.