“¿Cómo puede ser que los policías que estaban a siete metros de la celda no hayan escuchado nada ni salido a llamar a los bomberos antes? Las dejaron morir. La celda, además de la cerradura, tenía un candado”, denunció a gritos desesperados Virginia Santana, mamá de Micaela. Las llamas las devoraron. Cuatro nombres. Cuatro chicas entre 22 y 25. Cuatro historias abrupta y trágicamente destrozadas por el fuego, muros y rejas adentro de la Brigada Femenina de Concepción, Tucumán.
Por Claudia Rafael en Agencia Pelota de Trapo
[dropcap]L[/dropcap]as llamas las devoraron. Cuatro nombres. Cuatro chicas entre 22 y 25. Cuatro historias abrupta y trágicamente destrozadas por el fuego, muros y rejas adentro de la Brigada Femenina de Concepción, Tucumán. Cuatro vidas que en la tarde del 3 de septiembre fueron mutiladas en el contexto de un contrato social que desprecia la dignidad y oscurece los días vistiéndolos de desamparo.
Dicen que sus respiros se apagaron mientras ellas, temerosas, se abrazaban entre sí, sabiendo que no había más puertas abiertas para las cuatro que las de la misma muerte. Macarena Maylén Salinas y Rocío Micaela Mendoza tenían 22. Yanet Yaqueline Saquilan, 23 y María José Saravia, 25.
El humo que denunciaba el fuego que se consumía y las consumía al interior de la Brigada tucumana advertía lo que estaba ocurriendo a los vecinos y a los bomberos de ese poblado a unos 73 kilómetros al sur de la capital de una provincia que tiene en sus espaldas infinitos dolores. Desde Facundo Ferreira, de apenas 12 años baleado de muerte por un policía en las calles a Luis Espinoza, desaparecido en pandemia y arrojado su cuerpo por uniformados en un acantilado en la frontera con Catamarca. Como en aquella vieja historia de dictadura, cuando un grupo de mendigos fueron cargados en camiones y con el sesgo político de Antonio Bussi descargados en suelo catamarqueño cual bultos molestos.
“¿Cómo puede ser que los policías que estaban a siete metros de la celda no hayan escuchado nada ni salido a llamar a los bomberos antes? Las dejaron morir. La celda, además de la cerradura, tenía un candado”, denunció a gritos desesperados Virginia Santana, mamá de Micaela.
La Brigada Femenina de Concepción no escapó a la realidad de encierros carcelarios y en comisarías que saben largamente de masacres y torturas.
«En 2016 presenté un habeas corpus por las malas condiciones de la Brigada. En ese momento defendía a tres mujeres alojadas en el lugar», advirtió Benito Allende, el abogado que representa a Virginia Santana, en declaraciones al periodista Nahuel Gallota. «Había un inodoro para cerca de treinta presas y vivían sin agua. Además de padecer el hacinamiento, a algunas las enviaban a un tipo de celdas denominadas ‘chanchas'». Como se suele llamar a los buzones, calabozos diminutos para aislamiento.
Hoy se multiplican las versiones sobre las razones para el inicio del incendio. Pero son insoslayables los costados comunes a infinitas masacres que fogonearon las hogueras destinadas a transformar en cenizas a los olvidados de toda suerte.
“El mal absoluto no nace de los fracasos, sino de los logros de un sistema que excluye a la mayorías”, escribía Alberto Morlachetti.
Y las cuatro chicas quedaron hermanadas con los cuatro pibes calcinados en la masacre de Quilmes, allá por octubre de 2004, que se estrenaban en las angustias de la vida a sus 16 y 17 años. Precoces dolientes de crónicas de los arrabales. Como lo eran a la misma edad los dos niños empujados a las hogueras en una celda de la Dirección de Asuntos Juveniles de la policía provincial de Santa Fe. Cuando el mundo estallaba sus copas navideñas en el diciembre de 2004.
Las cuatro jovenes tucumanas, hijas del jardín de una república que no cobija, son hoy dolorosamente compañeras de los pibes salteños de 15 a 17 que murieron calcinados en la comisaría de Orán, un 25 de octubre de 2006. Como también, con idénticos destinos, los portadores estatales de uniformes y armamentos se cargaron a puro fuego las vidas de tres jóvenes de 16, 17 y 22 en la Comisaría Séptima de la ciudad de Corrientes.
No hay límite para la crueldad que desparrama masacres de niños y jóvenes en los inviernos de la humanidad. Como en marzo de hace cuatro años fueron los siete calcinados y asfixiados en la comisaría primera de Pergamino y al año siguiente los seis sofocados por los fuegos del estado en Esteban Echeverría.
Es cada vez más extensa la caravana de sufrientes que llegan desde los márgenes a las rejas del sistema. Que abre sus fauces con una sistematicidad que inocula pavor. Que disemina crueldad. Que machaca su veneno una y otra vez con una pertinacia sin tiempo. Y que provoca fuego y cenizas, que deberán alzarse y ponerse en pie con las alas de las voces nuestras.