Tomando el pulso de Empalme a corazón abierto las historias se abren como las capas de una cebolla, desojándose como los pétalos de una flor. Segunda ola, organización popular, estrategias como redes y lo que falta. Los focos comunitarios que se encienden como fueguitos. ¿Cómo impacta la pandemia en un territorio con enfermedades pre-existentes? ¿Qué se teje desde las entrañas de una barriada que sabe mucho de resistencia? Salud, trabajo, autogestión, feminismos y vacunas.
Texto: Tomás Viu / Fotos: Juliana Faggi
En la entrada del Centro de Salud Juana Azurduy, el personal de seguridad tiene un rociador de alcohol en la mano. A su lado, un estudiante de medicina que está haciendo la Práctica Final Obligatoria (PFO) va llevando el registro de los ingresos en una planilla. “Dame un segundo que me saco esto porque no se escucha nada”. Esto es la máscara que hace de doble protección. Debajo de la máscara, el barbijo. Debajo del barbijo, la explicación de Juan Sebastián. “Lo que hacemos acá es un triaje: recibimos a los pacientes y les preguntamos cuál es el motivo de la consulta. Si refieren que vienen con cualquier sintomatología compatible con coronavirus, los hacemos dar la vuelta por atrás donde atienden exclusivamente febriles”.
La segunda ola crece en los números totales de nuevos casos que informan la ciudad, Provincia y Nación todos los días. Esa famosa curva de contagios se palpa en el llano. “Se nota el aumento”, dice Juan Sebastián comparando el movimiento actual con el de fines de febrero. “Al médico que le tocaba febriles en febrero por suerte se aburría un poco”; hoy no hay tiempo para el aburrimiento. Los números que aporta Paula Etchart, trabajadora social y coordinadora del Juana (como conocen al centro de salud en el barrio), son contundentes: veinte consultas diarias con síntomas compatibles con Covid; de ese número, ocho se mandan a hisopar y de esos ocho seis son casos positivos. “Aumenta muy rápido la consulta y la positividad”, dice Paula.
Empalme Graneros tiene una superficie de 400 hectáreas. En este gigante del noroeste rosarino viven 45 mil personas: una cancha de fútbol llena.
– Empalme es una ciudad dentro de Rosario- dice Paula Etchart, y se podría jugar con la literalidad de la metáfora si se pensara en el criterio que establece que todas las aglomeraciones se consideran ciudades a partir de los 10 mil habitantes. Si fuera el caso, también podría considerarse como una ciudad la población que se atiende en el Juana Azurduy, el centro de salud con mayor cantidad de historias clínicas de Rosario: 10.002 historias clínicas, cada una de las cuales contienen una unidad familiar. “Todo el tiempo llegan familias que antes accedían a una obra social y se quedaron sin trabajo o que tenían una prepaga que no pueden seguir costeando”, cuenta Etchart, quien todos los días recibe los hisopados y los casos positivos del Juana. “Los comparto en el grupo de trabajo y me sigue asombrando y me emociona cómo conocemos a la población”. Cuando ven acercarse a las personas al centro de salud ya saben quién tuvo Covid y cuándo se contagió. “Si yo digo fulano de tal dio positivo los médicos empiezan: vive con la madre, la madre es hipertensa, el hijito tiene HIV”.
El vínculo o lazo dentro de una comunidad se fortalece a partir del músculo del encuentro. La fuerza de la repetición hace a la costumbre y genera en los territorios espacios de referencia; el conocimiento de esa otra persona viene de la mano de esta práctica social. Cuando el año pasado la cuarentena era todavía una novedad, desde el Juana Azurduy hicieron una campaña de vacunación contra la gripe yendo casa por casa para evitar que la gente saliera. Las enfermeras se repartían en dos turnos las visitas domiciliarias en las que llevaban vacunas y medicación a la población de riesgo. “Teníamos una lista de los adultos mayores que viven en Empalme y sabíamos su grupo familiar. Conocemos a la gente y la gente nos conoce. Con ver el nombre ya sabíamos, por ejemplo, si había que reforzar con la caja de alimentos. Son años estando ahí y es un vínculo de cercanía”, dice Paula, mientras barre el abanico de las demandas que exceden en mucho al Covid-19: desde el pozo que se tapó hasta situaciones de conflictos que se resuelven a las balas.
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Se levantó con dolor de espalda y de ojos. Lo primero que hizo fue aislarse de su hija y viajar algunos kilómetros hasta el macrocentro rosarino para hacerse el hisopado. No se hisopó en el centro de salud porque necesitaba hacerse el testeo rápido. Había estado en contacto con una persona contagiada y tenía que sacarse la duda. Debía extremar los cuidados porque sabía las complicaciones que puede generar el virus en las personas de riesgo: su hija es asmática, su papá tuvo un ACV, su hermana tiene síndrome de Down y su mamá ya cumplió más de setenta años. María Sol Martínez es empleada doméstica, tiene treinta y nueve y desde los trece vive a tres cuadras del centro de salud. Muestra el resultado que figura en el papel que le dieron: no detectable. Festejó pero siguió dolorida; no tiene covid pero tiene sinusitis. “Le dije a la doctora y miró mi historia clínica. Me conocen, mi hijo tiene veintidós años y hace veintidós años que me atienden en el Juana Azurduy. La atención es muy buena y tienen bastante paciencia con todo lo que está pasando”. Una de las situaciones cotidianas de la vida de María Sol en pandemia era mandarles comida a sus hijos que no tienen trabajo para que no tuvieran que salir en los primeros momentos de la cuarentena estricta. Mientras espera que le den el antibiótico y el calmante, dice que el problema del barbijo no es lo que tapa sino lo que muestra: las arrugas de los ojos.
– Levantás una baldosa y sale una organización. Dijera Mirtha, muy politizado-. Paula Etchart se refiere a la gran cantidad de organizaciones sociales que habitan la cotidianeidad de Empalme. Nombra sólo algunas para dar cuenta de la diversidad: “encontrás a las compañeras de Furia Feminista, compañeros kirchneristas, de Ciudad Futura, representantes del socialismo”. Dice que en el último tiempo, desde el centro de salud pudieron generar instancias de encuentro y aglutinar a todas las organizaciones. Si bien en un principio fue en torno a las cuestiones de género, después el lazo quedó. “En esa mesa redonda estamos todos con todos los colores”.
La multiplicidad de experiencias de organización popular tiene en Empalme una raigambre histórica. Epicentro de las postales diluvianas, durante todo el siglo XX fue un territorio tristemente célebre por las repetidas inundaciones producidas por el desborde del Arroyo Ludueña. De las 17 inundaciones la de abril de 1986 es tal vez la más recordada por su magnitud: afectó a 20 mil viviendas y 80 mil personas. Cuando el agua bajó quedó la organización que se condensó en la asamblea fundante de NuMaIn (Nunca Más Inundaciones). En la misma sintonía de poner sobre la mesa la agenda urgente, un grupo de mujeres empezó a reclamar por las condiciones de vida de las mujeres del barrio. Era 1994 cuando empezó a funcionar el Centro de Mujeres Juana Azurduy.
Mostrar la hilacha y cortarla
Génova es una arteria central de Empalme. Los autos van y vienen en ambas direcciones y en la vereda el triciclo de un churrero compone la postal de las cinco de la tarde. El movimiento es tranquilo, las cosas ocurren de manera silenciosa bajo un cielo completamente despejado después de varios días de tormenta. A una cuadra del centro de salud hay un nombre que se repite. La figura de Juana Azurduy está enmarcada en un cuadrito clavado en una de las paredes del local de Furia Feminista.
– Trabajamos con moldes no estereotipados. Por eso nos medimos nosotras. Nos probamos a ver cómo nos queda y si nos gusta. Tratamos de derribar ciertos mitos respecto de nuestros cuerpos y ver nuestras formas de belleza-. Ani Abreu, militante de Furia Feminista, despliega las telas que hay en una bolsa. Aquello que había empezado en 2018 y 2019 como un taller textil en el marco del Nueva Oportunidad, emergió en la pandemia con una fuerza inusitada: el deseo de producir algo colectivamente. “En plena pandemia pensamos con un grupo por qué no empezar a vivir de esto, tratar de producir más y hacer una propuesta laboral colectiva que transforme”. Ani recupera la historia del comienzo de Corta Hilacha, uno de los proyectos productivos que impulsa la organización en el corazón de Empalme Graneros. En septiembre del 2020 arrancaron con la idea de constituirse como cooperativa.
– Acá cortamos todas las telas-. Apoyándose en la mesa de trabajo donde empieza la cosa, Ani señala los primeros pasos de un proceso en el que todo se transforma. Durante la pandemia fueron recibiendo donaciones de ropa y con esos materiales hicieron remeras y barbijos. Ahí donde el cuadro sanitario exige extremar medidas de higiene y cuidado, la necesidad se vistió con su ropa creativa para generar cosas nuevas. Uno de las principales barreras para atajar al virus es el barbijo. En Corta Hilacha hicieron barbijos con los sobrantes de las remeras y los donaron a un comedor.
– Las que no tenemos máquinas cortábamos las telas y las chicas que sí tenían máquina seguían las instrucciones con un videíto que mandaba la profe. Así hicimos los barbijos en la pandemia-. Quien habla es Nadia, vecina de Empalme que integra Corta Hilacha junto a otras cinco mujeres. Muestra orgullosa un barbijo con colores y brillos. -Éste lo hice yo-. Ani describe a su compañera: “Nadia es la que le pone la fiesta”. Entre las dos muestran los cuchuflos, los futuros almohadones. Ani completa: “Juntamos las pelusitas que quedan de los bordes para hacer almohadones. Hasta colitas para el pelo hicimos. No se tira nada”.
El protocolo que se debe seguir para ingresar al espacio da cuenta del escenario pandémico: medir la temperatura, poner alcohol en manos y zapatillas, pisar el trapo. “Usábamos las máscaras, el alcohol, la sanitización y veníamos cada una con su distancia”. Nadia reconstruye el momento en que empezaron a producir de manera presencial. La reconstrucción también la hace para contar el proceso textil. Tiene todo en la cabeza y lo cuenta con las manos. -Acá se ponen la tela, los moldes y se va cortando. Ahí van el frente, la espalda y las mangas. Eso va a la máquina remalladora para unir todo. Después pasa a la collareta que hace los ruedos de las remeras. De ahí va a la recta para hacer el pisado y el limpiado de cuello-.
Corta Hilacha es la tijerita, la herramienta de trabajo. Entienden que en distintos momentos es necesario mostrar la hilacha pero en este caso se encargan de cortarla. Hablan de sus producciones con el mayor de los amores. “Cada producción es como una hija. La cuidamos un montón”.
De violencias y cuidados
El cuidado que manejan hacia las producciones textiles se trasluce en el cuidado entre las compañeras. “Tenemos la suerte de que nos cuidamos entre nosotras, si no no nos cuida nadie. Estamos en momentos donde podemos reír y joder pero pasa algo y es: ¿por qué no viniste? ¿Qué te pasó? Estamos pendiente de nosotras”, dice Nadia. Ani deja en claro que las mujeres son las más afectadas y, al mismo tiempo, las que asumen las tareas de cuidado y se preocupan por las compañeras, los hijos, las madres, las parejas. Ejerciendo esos roles muchas veces postergan su propia salud. Por eso no solamente se ven más castigadas por la pobreza sino también por enfermedades como el dengue. Cuenta que hace poco tiempo se habían juntado para trabajar cuando se enteraron que cerca de la casa de Nadia habían violado a una nena de quince años. La jornada de trabajo se transformó automáticamente en un grito de furia. Hicieron unos carteles y se pararon en la puerta del lugar de trabajo para decir que son sus cuerpos, el de sus amigas y hermanas los que sufren y mueren. “Somos conscientes de las injusticias. Si no hacemos algo es como silenciarlo”, advierte Abreu.
Pensando desde la noción de salud integral, hace tres años en el centro de salud empezaron organizando charlas sobre ESI y violencia de género. Ese fue el puntapié de lo que terminaría siendo el Corredor Empalme Violeta, una red de mujeres de diversas organizaciones. “Si se pierde una compañera salimos a buscarla. Si sabemos de una situación de género ver de qué manera la podemos acompañar”, cuenta Ani Abreu. En tiempos de coronavirus el barbijo también aparece como bandera, como estampa, en este caso de los feminismos. El 25 de noviembre hicieron una jornada de barbijos violetas saliendo desde el centro de salud con el cartel de ´Ni una menos´ que iba pasando como una posta por el local de Furia Feminista, La Poderosa, el Club Reflejos. “Es súper valorable que estemos comunicadas y pensemos cómo trabajar juntas desde nuestros lugares”, sintetiza Ani, mientras aclara que si bien la violencia de género existe siempre y es una realidad con la que habitan, el hecho de la pandemia y la cuarentena hizo que pasaran a vivir las veinticuatro horas con el agresor adentro de la casa. “Las denuncias de violencia de género aumentaron drásticamente. Es lo que nos lleva a querer comunicarnos un poco más. Reforzamos la idea de que las de afuera no somos de palo”.
Ani es abogada y su trabajo es el último: empieza cuando ya fracasó todo. “Trabajo con el daño, con la piba golpeada, con la familia que llora, con las ausencias. Si no generamos otro tipo de lazo de comunicación el Derecho es una herramienta que llega tarde”. Le gustaría que su rol ya no sea necesario. “No quiero buscar más justicia; quiero que nos juntemos a cortar telas, que nos disfracemos, que juguemos”. Propone poner el foco no en la reparación del daño consumado sino en la prevención de las situaciones violentas. Dice que una forma de prevenirlas es hablando entre compañeras. “Es lo que entendemos por feminismo: feminismo es cuidarnos, hablar de cómo nos sentimos, festejar un cumpleaños, decirle a la compañera no estás sola”. Nadia tiene veintiocho años y se crió en el barrio. “Es terrible la violencia que hay. Hablar entre nosotras nos ayuda a elegir lo que queremos. Elegir no estar más en violencia. Es querer cambiar nosotras”.
Sobre el territorio impactan violencias múltiples: desde el género hasta el hábitat, la falta de trabajo, las situaciones inestables y el no acceso a necesidades básicas. En ese contexto la respuesta y el resorte nuevamente son las organizaciones. La pandemia cambió varios planes: estaban enfocadas en capacitarse para construir una herramienta de trabajo y tuvieron que salir a ver qué pasaba en los comedores y a intentar conseguir comida.
Además de Corta Hilacha, desde Furia Feminista sostienen la cooperativa Palante: siete mujeres que hacen albañilería, carpintería y herrería. El primer antecedente de ese grupo de trabajo fue la construcción de las lomas de burro que hicieron desde que asfaltaron las calles Cullen, Campbell y Sorrento. La consigna era ´ningún pibe sobra´. Como en ese momento la organización todavía no tenía espacio físico, se juntaban en cada loma de burro donde hacían asambleas itinerantes con los vecinos linderos intentando impulsar una mesa barrial con representantes del Plan Abre. Lo que estaban discutiendo era el proceso de desalojo de 300 familias de la zona de Cullen, Sorrento, Campbel y Schweitzer. La empresa Tierras Santafesinas S.A. había comprado el terreno con la gente habitando. Esa fue la vía de entrada de Ani Abreu al barrio participando como abogada en la causa del desalojo. La gente se organizó, se impidió el desalojo y se cerró la causa. La militancia territorial continuó y se multiplicaron las experiencias. El grupo de albañilería también continuó trabajando. Hicieron las mesas donde ahora están las máquinas de coser de Corta Hilacha y están haciendo la construcción de un espacio físico en el comedor de una compañera. “Rompe con el estereotipo de que sólo el hombre puede hacer estas cosas; las mujeres también podemos hacerlo”, dice Nadia.
El gustito de cocinar juntas
Mientras la salsa se cocina a fuego lento en dos grandes ollas conectadas a garrafas, las ocho mujeres salen a la vereda para la foto grupal. Adentro un huevo de pascua con el nombre de la organización escrito en chocolate da la pauta de que semana santa no pasó hace tanto. Hay un botiquín de primeros auxilios y la bandera violeta que llevaron a la marcha cuelga entre dos paredes vistiendo el espacio. Afuera un roperito armado debajo de un gacebo del que cuelga una bandera que las identifica: Merenderos Unidos.
– Llegás justo a la hora del desayuno.
– Estamos merendando. Pasa que ella recién se levanta.
El chiste contagia las risas de las mujeres sentadas en ronda. Gente que trabaja junta, que se junta para cocinar.
Jesi es la fundadora del espacio Merenderos Unidos que surgió hace cuatro años cuando un conjunto de comedores de la zona se juntaron para hacer un gran comedor. “Después algunos merenderos se fueron abriendo y yo fui convocando a las chicas que se acercaban con ganas de comprometerse con esto”, dice Jesi. En la organización son diez mujeres de distintas partes de Empalme: Cullen al fondo, Garzón al fondo, Barra, José Ingenieros.
Todos los lunes y viernes cocinan para cincuenta familias. Hacen alrededor de doscientas porciones. A las cuatro de la tarde arrancan con las distintas tareas y a las siete y media empiezan a servir. Dan el alimento cocinado porque saben que la mayoría no tiene cocina ni garrafa.
Norma- Me gusta que estemos en grupo trabajando todas juntas.
Susana – A las cuatro nos ponemos a pelar las cebollas, otra corta el pollo, otra pone el agua para hervir los fideos. En conjunto nos vamos ayudando para llegar a las siete y media. Viene mucha gente que realmente necesita.
Gisela- Somos muy unidas y nos apoyamos todo el tiempo. Tratamos de cuidarnos para que si se enferma una el resto pueda seguir.
Cuentan que en un momento pensaron en dejar de cocinar por la pandemia. Pero fue justamente el coletazo de la pandemia con la demanda creciente lo que no les permitió parar. “Acá siempre con alcohol, barbijo y cuidándonos. Y cuidando a la gente. Pero fue muy feo”. “En nuestras familias morían. Estábamos acá, dábamos la comida y nos íbamos. Llorábamos, nos abrazábamos entre todas. Estábamos en el hospital y esperábamos lo malo”. Algunas de las frases que rebotan entre las ollas que invaden el ambiente con el aroma de la salsa.
En el centro de salud, salvo el médico practicante y el guardia, hoy son todas mujeres. No sólo quienes están trabajando sino también las que esperan ser atendidas y quienes llevan a sus hijxs. En los proyectos Palante y Corta Hilacha también son todas mujeres. Lo mismo en Merenderos Unidos. El protagonismo de la mujer en los barrios es una constante: parando la olla, cocinando para la comunidad, organizando y garantizando la salud, la educación, el trabajo, la autogestión y las tareas de cuidado.
– Somos parte del Corredor Violeta de Empalme. Fuimos a la marcha y estuvimos con nuestra bandera violeta-, cuenta Jesi, y agrega. – Para nosotras fue como el inicio de algo. Estamos pensando en hacer un taller de género para las mujeres que vienen a buscar la comida y hacen preguntas. Estamos en contacto con el centro de salud y por ahí las mandamos allá, pero a veces están colapsados. Entonces quizás tener los recursos desde nuestro espacio.
Con la cofia, el barbijo y el delantal con la identificación de Merenderos Unidos, Norma cuenta su experiencia. “Fue el primer comienzo que tuvimos, que salimos de dónde estábamos. Fue lo mejor porque nunca pudimos andar así. No nos dejaban. A mí me encantó. Nos sentimos más libres”. Otras frases que quedan flotando en el aire: “Está bueno porque nos sentimos nosotras, con nuestras cosas, como somos”. “Decidimos nosotras todo. Es feo cuando no podés decidir”.
Vacunas: esperanza en forma de inyectable
Paula Etchart habla del agotamiento que vivieron al interior del equipo del centro de salud el año pasado. Al estrés generado por la emergencia sanitaria se le sumaba la gran cantidad de compañeros y compañeras contagiadas. La posibilidad latente del contagio, que es un arma psicológica para la población en general, se multiplica en los lugares que trabajan en la primera línea de la salud. Las ausencias de profesionales por contagios y aislamientos resintieron a los equipos que trabajan en los distintos niveles de la atención. En el Juana Azurduy son treinta trabajadorxs en total que se dividen en dos turnos de doce horas. La angustia llegaba al límite con las personas fallecidas al interior del centro de salud. Como atenuante, Paula aclara que nunca les faltaron los elementos de bio seguridad y que la vacunación para el plantel llegó rápidamente. Enumera algunos elementos a favor para el 2021: el aprendizaje acumulado en 2020, la capacitación en infectología y la población vacunada.
Unas doscientas personas fueron la primera mañana que la vecinal empezó a anotar a la gente que quería vacunarse pero no tenía forma de inscribirse. Había una sola persona anotando que no dio abasto. Por eso la segunda vez que lo hicieron en el centro de salud ya fueron cuatro quienes tomaban los datos. El hecho arroja una realidad insoslayable en relación con la llamada brecha digital: toda la gente que en los barrios no conoce el homeoffice, no festeja el cumpleaños por zoom ni tiene cibercitas. “La escuela que está frente al Juana tuvo una jornada reclamando poder dar clases con agua. Se dan por supuesto los derechos pero en los territorios no están. Uno de esos derechos es la conectividad”, dice Etchart.
El director de los Centros de Salud de Rosario, Fernando Vignoni, declaró en una nota del diario La Capital del 6 de abril la necesidad de una mayor descentralización en la campaña de vacunación contra el covid-19. Su pedido es empezar a vacunar a la población de riesgo de los barrios en los centros de salud, utilizando la vacuna china Sinopharm que sólo requiere una temperatura de heladera para su conservación. Según sus declaraciones, son alrededor de 50 mil las dosis que se requieren para cubrir a los adultos mayores y personas con comorbilidades de los barrios.
El Presidente de la Vecinal Empalme Graneros, Osvaldo Ortolani, le contó a Enredando que entre otras acciones que vienen desarrollando en la pandemia –tienen un periódico digital, una radio, entregaron mil libros gratuitos- llevaron a vacunar a 50 personas al distrito, al cine Lumiere y a la ex Rural. No solamente se trataba de ayudarle a la gente a que se inscriba sino también de facilitarle el traslado. Como se corrió la voz, se acercó una empresa de taxis que se ofreció a colaborar con 15 viajes. Por fuera de esa cantidad, desde la Vecinal están en campaña para reclutar más vehículos que permitan llevar a vacunar a los mayores de setenta que aún no se vacunaron.
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Las personas con pecheras de colores van ordenando y haciendo pasar a quienes llegan caminando. Una fila de autos y taxis avanza por el carril exclusivo dispuesto para quienes traen y buscan a las personas que se vienen a vacunar al predio de la ex Sociedad Rural en Oroño y 27 de Febrero.
– ¿Usted también se viene a vacunar? ¿Tiene turno?
Entra caminando despacio, como en cámara lenta. El bastón apoya con fuerza para avanzar. Dobla a la derecha atravesando la entrada hacia el vacunatorio. Más atrás, tres generaciones entran de la mano: abuela, hija y nieta.
– Soy jubilada. Siento un poquito más de tranquilidad. Aunque hay que seguir cuidándose, falta la segunda dosis. Por suerte llegó rápido dentro de todo. Está todo el mundo así (Liliana de barrio 7 de septiembre).
Una señora sentada en una silla de plástico negra está segunda en la fila de uno de los quince puestos que tiene el centro de vacunación. Pantalón animal print, zapatos de charol, una remera manga corta violeta y un barbijo en composé. Se toca el hombro por arriba de la remera en la zona en donde la acaban de vacunar.
– Sentí alegría y susto. Alegría porque es una cosa menos; susto por lo que me podía pasar porque soy alérgica a los medicamentos (Celia de barrio Moderno).
Una señora de entre cuarenta y cincuenta años está filmando con el celular en la mano. La persona retratada puede suponerse es su familiar o amiga. Por las arrugas en los ojos se adivina la sonrisa debajo del barbijo. Está grabando el momento preciso, registrando la acción en tiempo real. Acerca el celular, gira apenas el ángulo, apunta, encuadra e inmortaliza el pinchazo que terminará llevando un poco de tranquilidad a esa familia.
– Me siento mejor. Ya no tengo más esa preocupación de que faltaba la vacuna. Ya hice el primer paso (Hugo de barrio Acindar).
El señor se baja con la mano el cuello de la chomba para liberar la zona. El algodón húmedo anticipa el pinchazo, sanitización y que pase el que sigue. El ritmo de vacunación es fluido, constante. Durante la mañana aplican 55 vacunas en cada uno de los 15 puestos arrojando un total de 800 personas inoculadas. Los mimos números se repiten a la tarde. Por lo tanto, 1.600 personas son vacunadas diariamente en el predio de la ex Rural. Si bien es el centro de vacunación más grande de la ciudad, también se está vacunando en los centros municipales de distrito Oeste, Noroeste, Sudoeste, Sur, en el Policlínico San Martín y en zona norte en el Cine Lumiére.
El personal de salud de los centros de vacunación festejó con un aplauso al unísono que fue publicado en las redes sociales cuando la Secretaría de Salud de Rosario informó el jueves 29 de abril que se había aplicado la vacuna número 200 mil. Al 30 de abril, en Santa Fe recibieron la primera dosis 561.859 personas, que representa el 15,9% de la población, mientras que 66.474 (equivalente al 1,9%) ya tienen las dos dosis aplicadas.
Argentina cuenta con un total de 7.971.470 dosis administradas, de las cuales 7.002.992 corresponden a la primera aplicación, mientras que 968.478 completaron ambas dosis. Terminando el mes de abril y considerando el total de vacunas aplicadas, nuestro país figura en el puesto 22 del ranking mundial. Tomando la métrica de dosis cada millón de habitantes, Argentina se ubica en el puesto 59. Mientras tanto, la foto de la desigualdad del sistema global actual muestra que decenas de países no recibieron ninguna dosis de ninguna vacuna contra el coronavirus. Según datos de un proyecto de investigación sobre la distribución de vacunas a nivel global del Centro de Innovación en Salud Global de la Universidad Duke -dirigido por Andrea Taylor y denominado ´Launch and Scale Speedometer´- cerca del 90% de los habitantes en casi 70 países de bajos ingresos tendrán pocas posibilidades de vacunarse contra el covid-19 en 2021. Al mismo tiempo, otras naciones como Canadá ya compraron suficientes dosis para vacunar cinco veces a su población.
Con una ocupación de las camas UTI (Unidad de Terapia Intensiva) del orden del 90% en el sector público y del 93% en el privado, el sistema sanitario de la ciudad de Rosario está al límite. Mientras la Nación determinó que los departamentos Rosario y San Lorenzo se encuentran en zona de alarma epidemiológica (la de mayor riesgo sanitario), avanza la campaña de vacunación. Quien también avanza es la enfermera que arrastra el carrito donde viajan las dosis de Sputnik V. Las pulseras de color que tienen quienes esperan en la fila dan cuenta de que hoy les llegó el día.
Antes de responder Diana se toca el pecho y respira profundo buscando las palabras que terminan saliendo con una voz quebrada. “Creo que no puedo hablar pero siento una emoción muy grande. Le doy gracias a todos los científicos. Es una movida muy grande que tuvimos que aprender de golpe”. Diana vive en el barrio Domingo Matheu, tiene setenta años y vino acompañada de su nieta Melina, de veinte. Mientras cuenta que entre el alcohol y el cloro ya estropeó un montón de ropa, se agarra fuerte de la mano de su nieta. Le está por tocar el pinchazo porque ya llegó a su lugar el carrito con las dosis que arrastra Yanina Morel, estudiante de tercer año de Enfermería.
– Llegamos acá a través de un voluntariado de la UNR. Esto es un orgullo, es muy emocionante-. Mientras habla, Yanina vacuna a Diana que interviene en la conversación para confesar que es enfermera jubilada, a lo que Yanina responde sonriendo que eso le genera mucha presión. “No, está perfecto” devuelve la gentileza Diana. Yanina sigue hablando como si las acciones no le requirieran mayor concentración. “Me la paso llorando desde el primer día porque esto es algo histórico. Poder ser parte de esta campaña en lo personal es lo máximo. No recibimos más que palabras de agradecimiento de los abuelitos”. Cuando Yanina llega a la casa le cuenta a su pareja cómo estuvo el día y lloran juntos. Destaca el rol de su marido que se queda cuidando a la hija cuando ella va a trabajar. Yanina guarda los recortes de otras entrevistas que le hicieron para en un futuro mostrarle a la hija que hoy tiene tres años y medio. “Ella llora cuando me vengo y yo le digo que los abuelitos también van a estar tristes si no vengo a vacunarlos. Me responde ´bueno mamá, andá a vacunarlos´. Y los domingos me pregunta ¿hoy no se vacunan los abuelitos?”.
Un músculo gigante
Paula Etchart se refiere al hecho de que entre las distintas organizaciones comparten la población. “La familia que se atiende en el Centro de Salud retira la comida en Merenderos Unidos, si sufren situaciones de violencia van a ir a hablar con las compañeras de Furia Feminista, también van a la escuela”. Otra parada obligada en el barrio es la Biblioteca Popular Empalme Norte. Hay un ambiente rodeado de libros. Al lado está el espacio donde funcionan varios talleres. El profe de boxeo está dando la clase. Una nena le pega a la bolsa golpes cortitos y en velocidad. Tac-taca-tac, tac-taca-tac es el sonido que predomina en el paisaje sonoro del espacio habitado. Tres metros más allá, otras dos nenas hacen abdominales en una colchoneta.
– La Biblioteca es una telaraña, pasás y te atrapa- dice Daniel Macalusi, vicepresidente de la organización y referente del barrio. -Venimos hablando sobre la preocupación de la segunda ola. Charlamos con los vecinos de que esto no es joda, que se cuiden-. Daniel traza una división del barrio dibujando una línea imaginaria con la mano. -Génova es la columna vertebral que divide los dos sectores, el que está postergado y el que medianamente está un poco mejor. Nosotros laburamos con el sector postergado-. Dice que desde la Biblioteca salen a buscar a la gente que vive en Empalme profundo que se queda encerrada en ese rincón del barrio. – Allá tenés fácil quince mil personas que no van a venir hasta acá-. Uno de los objetivos en este contexto es que puedan anotarse para la vacuna. – Hemos planteado que las vacunas lleguen a los centros de salud para que la gente pueda vacunarse. Un vecino me comentó que no tiene plata para ir hasta la Rural-.
Daniel aclara que el hecho de que el Estado logre traer la vacuna “es enorme” pero que después están las demás cuestiones. Cuando habla de las demás cuestiones debe leerse: las zonas que se vuelven intransitables cuando llueve, los lugares donde no tienen agua ni gas, donde la luz se corta. Y los mosquitos, el dengue y la vinchuca. “No se está hablando pero la gente viene con mal de chagas y está ahí. Creo que no hay gatos en Empalme por los ratones que hay, los sacan de vuelo”. Para Daniel, la pandemia vino a desenmascarar lo que estaba oculto. “No solamente por el Covid, tenemos que ir por todo lo que le falta al barrio. Todavía hay gente que vive con piso de tierra. Hay una falencia enorme”.
Paula cuenta que cuando recorrían el territorio en el inicio de la pandemia veían que el ´quedate en casa´ era quedarse en condiciones de hacinamiento. “El IFE fue un parche al principio pero después es insostenible el ´quedate en casa´ en los territorios”. Una de las recomendaciones sanitarias es realizar actividades al aire libre pero Empalme no tiene ninguna plaza. Ani Abreu, al respecto de otro de los consejos para combatir al virus: “Lávate las manos pero no tenemos agua corriente. Y ahora se viene el invierno. ¿Sabés lo que es el invierno en Empalme cuando intentás calefaccionar? Se queman los ranchos”. Nadia habla de la luz precaria y de los cables que tiran para engancharse. “En la zona de Los Pumitas la mayoría son casitas de chapa. Y las chapas son frías en el invierno”.
En la Biblioteca tienen más o menos doscientos socios y son aproximadamente cincuenta personas sosteniendo el espacio. Además de los libros, la biblioteca desborda de talleres: zumba, brasilero, boxeo, kung fu, tela, guitarra, ritmos, apoyo escolar. Además funciona un CAEBA, dan asesoramiento jurídico y hay seis talleres del programa Santa Fe Más (panificación, electricidad, canto, fotografía, compostura de calzado y manicuría). En el contexto de la pandemia dividieron a los talleres de quince alumnos en dos grupos. “Nos estamos reuniendo con los talleristas todos los días y estamos haciendo mucho hincapié en la cuestión del cuidado”.
Empalme tiene muchas capas de historias de resistencia y un gran músculo de organización popular. En el marco de la segunda ola de la pandemia de coronavirus, ese músculo se contrae y el tejido se expande.