En poco más de tres meses se registraron 60 homicidios en el departamento Rosario. El Ministerio Público de la Acusación relaciona la mayoría al comercio de drogas. Niños asesinados y casas baleadas casi a diario complejizan la discusión. Investigaciones al lavado de dinero dejan ver un sombrío trasfondo de tanta sangre derramada.
[dropcap]F[/dropcap]altaban un par de minutos para las cinco de la tarde del 4 de enero. Santa Fe al 7700, una zona de casas de material modestas y cubierta de árboles tupidos, parecía deshabitada. Tal vez por el calor atroz, o quizás porque la noche anterior en algún lugar de esa cuadra habían matado a balazos a un tipo. A la vista solo había un hombre que trabajaba con su taller de carpintería instalado en la vereda. Comentó que no conocía al muerto, que creía que no era del barrio, que cuando se escucharon los balazos él estaba adentro y al asomarse apenas alcanzó a ver enfrente a un hombre moribundo vestido con la camiseta de Newell´s, tirado a los pies del mural rojinegro con la leyenda “Te sigo de pendejo”.
Rodrigo Gerardo Villanueva, 40 años, baleado desde un auto por personas no identificadas que al parecer lo estaban esperando y que lógicamente se escaparon. El Ministerio Público de la Acusación (MPA) se limitó a ofrecer las cinco w. Sugirió una mecánica habitual, un clásico en la ciudad, y dejó la puerta abierta a la conclusión típica: ataque sicario, contexto narco, venganza, ajuste de cuentas.
Fue muy poca la precisión con la que se pudo contar el último día de Villanueva. Fue nula la información con la que se pudo contar su vida. En su casa, a unas cuatro cuadras del lugar del crimen, su madre dijo que prefería no hablar y que no sabía por qué habían matado a su hijo. “Era una persona muy reservada, hacía la suya”, aportó ahí mismo un amigo del hombre. La sensación fue que este caso no iba a poder contarse como una historia, sino como un número: el cuarto homicidio en los primeros cuatro días del 2021. Una sensación amargada por otra peor: después de un número siempre, pero siempre, viene el siguiente.
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Andrés abrió la puerta de su casa de Fraga al 2100, barrio Belgrano, lunes por la tarde y un par de horas después de que unos tipos en moto le balearan el frente de su vivienda. Lo primero que dijo se acercó a un denominador común ante este tipo de situaciones: no sabía por qué pasó, no tenía problemas con nadie.
Enseguida dijo mirá, esta es mi casa. Una habitación donde se comparte todo: la cama matrimonial en el centro, una tele adelante, a un costado la mesa del comedor y del otro lado una cucheta. Ahí es donde duermen los nenes, dijo Andrés, que por suerte no estaban. Esa bala que había perforado la madera de la cucheta podría haber impactado en alguno de los chiquitos.
La suerte fue para toda la familia. A las 21.30 del domingo 17 de enero no había nadie en la casa. “Andresito, Andresito”, gritaron los vecinos cuando escucharon los tiros y al asomarse vieron que la puerta de su vivienda estaba hecha un colador.
Fueron nueve balazos. Las personas que dispararon se tomaron el tiempo de bajar de la moto y dejar una nota en el suelo. Para que algún vientito no la volara le pusieron un pisapapel particular: una bala. “Agradezcan a Brian, váyanse de zona oeste no los quiero más por esta zona porque la próxima no serán tiros en la casa. Los voy a empezar a matar uno por uno”, decía el mensaje.
Entre el homicidio en Santa Fe al 7700 y la balacera contra la vivienda de Fraga al 2100 hubo otros cinco asesinatos y varios ataques a balazos que terminaron con heridos o casas agujereadas. Enero concluyó con 13 homicidios en el departamento Rosario, según el registro del MPA y el Observatorio de Seguridad Pública del Ministerio de Seguridad de la provincia. El enero, junto al de 2019, que menos asesinatos hubo desde 2013.
A Leonel Zapata, 27 años, la muerte lo encontró en Garibaldi al 200, en el cruce con Patricias Argentinas, barrio Tablada. La madrugada del domingo 24 de enero caminaba por la vereda cuando otro hombre que iba a pie se le acercó y le gatilló unas once veces. El muchacho murió en el lugar, con balazos en la cabeza, el pecho, la espalda, los brazos y pies.
Esa zona de Tablada, conocida como la U o el Cordón Ayacucho, en los últimos quince años no dejó de ser escenario de muertes violentas. Desde las disputas de mediados de la década del 2000, motivadas por la competencia de un incipiente negocio de manejo de drogas y por el prestigio de un par de nombres, detrás de muchísimos ataques aparecieron bandas referenciadas con algunos apellidos. Torombolo Pérez y Domingo Selerpe primero, los clanes Funes-Ungaro contra los Caminos después. Y luego, con el paso de los años, las banditas identificadas con los nombres de las calles: los de Centeno o los de Ameghino, por ejemplo. Muchos asesinatos, no solo en la U sino en barrios cercanos como Municipal y Parque del Mercado, tuvieron un trasfondo vinculado a estas broncas.
“Podemos hacer una picada con la cantidad de fiambres que tenemos acá”, dijo un vecino de Garibaldi al 200. Era la tarde siguiente al asesinato de Zapata y el tipo tomaba vino con sus amigos en la sombra de un garaje enrejado, a metros de donde había ocurrido el crimen. La sorna en su respuesta pudo ser una manera altanera de evadirse del peligro de hablar o bien el desinterés sincero en decir lo que tal vez sabía. En una vivienda de enfrente un matrimonio de ancianos tomaba mates con su nieta de unos 20 años. Estaban sentados en sus reposeras, sobre la vereda. “No queda otra que acostumbrarse”, dijo la chica. Acostumbrarse: adaptar los hábitos al contexto. “El barrio está jodido, acá a las ocho o nueve de la noche nos metemos adentro. Cerramos las puertas, nos ponemos a ver televisión y no sale nadie más. Cuando salís al otro día te enterás de lo que pasó”, agregó el abuelo.
El murmullo de un vecino suele indicar la desconfianza con los de al lado, o incluso el temor. Fue muy gráfico en esta ocasión: los tres se esmeraron mediante señas para dar a entender que en la vivienda lindera venden droga. “Hay un búnker”, dijo la chica sin hacer ruido pero con la delicadeza suficiente como para que sus labios pudieran ser leídos. La puerta de esa casa estaba abierta, una sábana como cortina tapaba su interior pero dejaba ver la silueta de una persona sentada a menos de un metro. Los hábitos adaptados al contexto.
Durante enero se registraron varias balaceras en esa zona. En una de ellas hirieron a una nena de 12 años, en otra a una señora de 83 y en otra casi matan a César Aaron Treves, el Ojudo. Se trata de un hombre de 38 años que estuvo ligado a Los Monos y luego declaró como testigo en contra de la banda aunque durante el juicio por asociación ilícita de hace unos años se desdijo. Ahora los investigadores lo vinculaban a la banda de René Ungaro, que ejerce sus influencias desde la cárcel de Piñero.
El ataque a Ojudo fue el sábado 30 de enero, en la puerta de su casa en Colón al 3800. Al día siguiente el silencio de los vecinos fue irrompible. “Yo no me puedo meter en estas cosas”, dijo un hombre que estaba con una pareja empecinada en destacar que ellos estaban de visita. Una comerciante de por ahí también evadió. Otro hombre, que estaba con la puerta de su casa abierta dijo varias veces seguidas no sé ni idea. El silencio pareció una elección individual hasta que se plantó como obligación: los pibes que estaban en la puerta del kiosco de la esquina encararon para el punto en cuestión. “Bueno bueno va va”, gritaron e hicieron gestos con las manos. Los vecinos se metieron a sus casas, el curioso se fue en remís y la cuadra quedó desolada.
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La tarde del domingo 8 de febrero el acceso de calle Crespo al Hospital de Emergencia Clemente Álvarez estuvo repleto de pibes y pibas sentados sobre la vereda. Una chica presentó a Sandra, la madre de Gonzalo Molina, un chico de 20 años al que habían baleado la madrugada del sábado y solo había resistido algunas horas. Familiares y amigos esperaron ahí hasta que les entregaron el cadáver para ir rumbo al Instituto Médico Legal donde le hicieron la autopsia.
Entonces Sandra se secó las lágrimas, tomó un poco de aire y dijo que el dolor que estaba sintiendo era tremendo. “El otro día lo vi desde afuera y ahora me toca a mí, es muy dramático esto”, dijo en relación a una manifestación que días atrás se había hecho en el centro rosarino en reclamo de seguridad y justicia por las víctimas de la violencia. “Mi hijo era un pibe bueno y sano, no tenía maldad ni problemas con nadie”, agregó Sandra.
Ya transcurridos varios días del hecho la fiscal a cargo de la investigación, Georgina Pairola, de Homicidios Dolosos, tuvo una hipótesis clara sobre el asesinato de Gonzalo. Según pudo reconstruir, por varios testigos y algunas cámaras de vigilancia, la madrugada del sábado 6 de febrero el chico había salido a festejar un cumpleaños con amigos del barrio a una casa de la cortada Santa María, casi en el cruce con Garibaldi al 3700 y a pocos metros de donde él vivía con su madre y su hermano menor. Cerca de las 4 estaba con un grupo en la vereda cuando un auto frenó a unos cincuenta metros. Una persona que bajó del vehículo apuntó y gatilló al bulto. Una sola bala alcanzó un cuerpo, el de Gonzalo. Sus amigos lo llevaron en una moto al HECA, donde los médicos intentaron sin éxito que se recuperara de una herida de gravedad.
Para la fiscal Pairola “el ataque no fue directamente a Gonzalo”. Incluso no tenía dudas de que el asesino había disparado al grupo, “asumiendo la posibilidad de matar, pero sin identificar a un objetivo puntual”. Según su hipótesis el móvil del ataque estuvo relacionado a una represalia por un homicidio ocurrido en febrero de 2020 con el trasfondo de una bronca entre dos grupos. Gonzalo no tenía nada que ver con el conflicto aunque era casi una certeza que parte de la bandita vinculada al homicidio de febrero de 2020 había estado en el mismo cumpleaños.
El asesinato de Gonzalo, que jugaba al fútbol en la liga rosarina y había trabajado hasta el inicio de la pandemia de Covid19 como operario de limpieza en una aerolínea, quedó enmarcado en lo que el Observatorio de Seguridad Pública del Ministerio de Seguridad de la provincia cataloga como víctimas que no fueron los principales destinatarios de los ataques. Según el informe final del Observatorio sobre los homicidios ocurridos en 2020 al menos el 8 % del total pertenecieron a esa categoría y un 7 % aún está en investigación. Es decir que al menos en 16 casos de los 212 que hubo en el departamento Rosario en 2020 fueron víctimas colaterales de la violencia urbana.
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Más allá de la brutalidad de ciertos crímenes el número relativamente bajo de homicidios en enero pudo significar un alivio. Aunque fue por pocos días. En el transcurso del mes siguiente quedó claro que más que una tendencia había sido suerte. La misma suerte de los baleados que la pudieron contar pero que tantos no tuvieron en los 28 días de febrero en los cuales hubo 24 homicidios, 20 de ellos ejecutados con armas de fuego.
Lunes 22 de febrero por la tarde. En la puerta de una casa de Edison al 800, zona de calles de tierra al norte de Villa Gobernador Gálvez y a metros de la Circunvalación que da al sur de Rosario, de un grupo de hombres sentados en la vereda se paró uno que dijo ser hermano de Javier Procopp, un hombre de 36 años al que la noche anterior habían matado a tiros. Fue ahí mismo, unos metros para un costado: Javier estaba parado y desde una moto partieron los balazos. Unos diez agujeros que algún perito ya había señalado sobre columnas y paredes puntualizaron el lugar.
“No tenemos nada que ocultar porque él no estaba metido en nada”, dijo el hombre. Lo mismo dijeron otros familiares que de a poco salieron de la casa. Uno de ellos sugirió que Javier se juntaba con un muchacho que “anda en cosas raras”. “En el tema de las drogas”, tiró sin más detalles que el nombre de un barrio del cual vendría la bronca. Pero Javier, insistieron, nada que ver. Él vivía con sus padres y casi no salía por el tema del Covid. Se la dieron de rebote, juraron, solo por ser amigo del que anda en cosas raras.
A media mañana del día siguiente trascendió que acababan de matar al hermano de Javier cuando esperaba el cortejo fúnebre en los alrededores del cementerio. Dos tipos que daban vueltas en moto se acercaron, lo encerraron y le pegaron doce balazos. Hubo poca claridad en esos primeros minutos: podía ser cualquiera de los tres hermanos varones de Javier. Pero en cuestión de minutos se difundió la cara de esta nueva víctima en los noticieros de la TV, un archivo de una entrevista que le habían hecho un día antes por el crimen de su hermano. Era él, Marcelo Procopp, el tipo que unas horas antes se había ofrecido a hablar porque no tenían nada que ocultar. Ahora estaba tirado en una plazoleta, lleno de tiros.
Un par de horas después el archivo periodístico y la insinuación de los investigadores acercaron a los hermanos Procopp a la familia Bassi, señalados como rivales de Los Monos sobre todo con referencia en Luis Bassi, el Pollo, acusado y luego absuelto como instigador del asesinato del Pájaro Cantero, aunque hoy preso por otro homicidio. Desde el crimen del Pájaro, ocurrido en 2013, la familia Bassi fue despedazada en hechos similares a los asesinatos de los Procopp, por lo cual fue inmediata la relación de estas emboscadas edición 2021 con aquella antigua contienda. Pocos días después la Agencia de Investigación Criminal estuvo al frente de 12 allanamientos que pidió el fiscal del caso y aunque no encontraron a las personas buscadas sí detuvieron a otros tres por tenencia de drogas y armas.
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Corría marzo de 2021 con más de 40 asesinatos en el departamento Rosario y desde el MPA arriesgaron a decir que el 75 % de los casos tenían vinculación al comercio de drogas. Así lo sostuvo la fiscal Marisol Fabbro en una conferencia de prensa después de que en su turno se registraran cinco asesinatos en un fin de semana.
Para el criminólogo Enrique Font, consultado por Enredando, la problematización de la violencia urbana debe ir más allá de explicar los posibles móviles de los crímenes que sacuden a la ciudad. Hoy, con mucha agua corrida bajo el puente y más de 2000 víctimas letales en la última década, quedó claro que a este fenómeno lo atraviesa un dinamismo que lo hace mutar constantemente. Hay crímenes, como los de los hermanos Procopp tal vez, que por la estrecha relación con personajes prominentes de la historia narcocriminal se explican en esa trama. Pero muchos otros no. “Que un homicidio lo lleve adelante una persona que integra una organización ligada al narcotráfico no implica necesariamente que el delito esté vinculado a la narcocriminalidad. Lo pondría en el grupo de los identitarios, resolución de broncas barriales. Que uno labure en una organización y tenga acceso a armas y pueda salir a tirar no explica el fenómeno en clave de disputa narcocriminal”, explicó Font.
“Para los que trabajamos estos temas, sin tener la bola de cristal, era previsible que iba a haber aumentos en las tasas de homicidios”, agregó. Al hablar del aumento en las tasas de homicidios se refirió al salto que comenzó a darse en 2011, cuando en el departamento Rosario los 13,6 homicidios cada 100 mil habitantes se despegaron de los 9,8 que se habían registrado en 2010. Desde entonces comenzó el ascenso que llegó al pico de 21,9 en 2013.
En 2009 Font había asumido la conducción de la Secretaría de Seguridad Comunitaria de la provincia y en ese marco formó parte del proyecto “Intervención Multiagencial para el Abordaje del Delito en el Ámbito Local” del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. El foco del proyecto, que duró hasta 2010, estuvo puesto en los que en ese momento se denominaban “homicidios laterales” como referencia a los que tenían como víctimas y victimarios a pibes de barrios periféricos. “En 2009 esto ya era un problema visualizado, que era obvio que había que atender. Nosotros pensábamos cómo abordar los homicidios de pibes que construían identidad armando las llamadas juntas, que entraban y salían del delito”, explicó Font.
En Rosario la problemática de la violencia todavía no estaba íntimamente vinculada al comercio de drogas. Eso ocurriría varios años después de que se instalaran las primeras cocinas de cocaína en la ciudad, un punto de inflexión en el esquema del negocio. No solo se amplió la oferta del producto final adecuado a distintos sectores sociales sino que también se abrió el juego a nuevos emprendedores. “Ocurre lo opuesto a la cartelización, que es una fragmentación fenomenal en la economía del negocio. Con el fenómeno de las cocinas eso explota y se hace imposible de controlar”, indicó Font.
“Se llega a un punto en que no sirve pensar cuánto es narco y cuánto no es narco”, cuestionó. En ese sentido agregó: “Hay que reconocer que hay barrios en los que la violencia está muy instalada. Son tres generaciones con una lógica de violencia identitaria muy fuerte, en una situación de exclusión muy grande, en una cultura en la que para ser hay que tener y en la que el mercado de trabajo es horrendo”.
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El 11 de febrero, en la sesión de la Cámara de Senadores de la provincia, el justicialista Armando Traferri pidió la palabra para hacer un balance sobre la situación de la seguridad pública. Criticó al gobierno y apuntó al entonces ministro de Seguridad, Marcelo Sain, por empeñarse en tuitear y desprestigiar a dirigentes en vez de poner en práctica un plan político en materia de Seguridad. Para coronar su exposición propuso un minuto de silencio por las víctimas de los homicidios dolosos registrados durante 2020 y en el transcurso de 2021.
Uno de los crímenes por los que Traferri pidió el minuto de silencio fue el de Enrique Encino, ocurrido en enero de 2020 en el casino City Center cuando el hombre salió a fumar un pucho a un balcón en el instante preciso en el que se ejecutaba el plan de un ataque a balazos contra el complejo. La investigación de ese hecho ventiló una red de juego clandestino y extorsiones que alcanzaba tanto a Los Monos y a un ex comisario como a empresarios del juego y a sus contactos dentro del Centro de Justicia Penal de Rosario. El fiscal Gustavo Ponce Asahad, su empleado Nelson Ugolini y más tarde el fiscal regional Patricio Serjal, fueron destituidos e imputados por distintos roles en la asociación ilícita dedicada a usufructuar el dinero recaudado del juego clandestino.
El impacto a nivel institucional aumentó todavía más cuando Ponce Asahad habló de “la pata política” y tiró un nombre: el senador Armando Traferri. Los fiscales a cargo de la investigación, Luis Schiappa Pietra y Matías Edery, adelantaron que iban a pedir el desafuero del legislador para así avanzar con una posible imputación. Pero Traferri quedó blindado cuando a mediados de diciembre solo 4 de los 19 senadores votaron a favor del desafuero.
“Hablamos del juego clandestino y hasta el día de hoy no conocemos cuál es el proyecto en materia de seguridad de este gobierno justicialista para el cual tanto trabajamos”, dijo Traferri en la sesión antes de pedir el minuto de silencio. Una frase con al menos dos mensajes: el pase de factura por los votantes que él supone que acumuló en San Lorenzo, su departamento, y el análisis en el que pareció intentar despegar al juego clandestino de las cuestiones de seguridad. Como si las redes del juego ilegal no incluyeran a los ejecutores de la violencia necesaria para afirmarlo. Como si lo que repercute en la calle con las balas como mensajes no tuviera su correlato en los despachos del poder. Como si la muerte de Enrique Encino hubiera sido natural.
En febrero de 2020 Sain habló en la Facultad de Derecho, invitado a exponer en el marco de la presentación de una cátedra de la carrera, y dio su punto de vista respecto de las políticas de seguridad de los gobiernos. Entonces diferenció el hecho de “gestionar seguridad pública, que es gestionar los conflictos que atraviesan a la sociedad, problemáticas criminales, violencia” del hecho de “gestionar la opinión pública sobre seguridad, que es gestionar cómo se presentan los problemas en la opinión pública, fundamentalmente determinada por la intervención mediática”. Como ministro, dijo, él había optado por la primera. Algo dentro del gobierno apresuró a que la conducción provincial terminara optando por la segunda, al menor para propiciar la renuncia de Sain del Ministerio. Tal vez fue un conjunto de desaciertos como sus cruces con funcionarios y periodistas, por los cuales quedó en el foco del rechazo público. Y de seguro por los 470 homicidios que hubo durante su gestión, sumado al año electoral que se vino encima. Su reemplazante, Jorge Lagna, prometió en su primera conferencia de prensa que iba a evitar discusiones públicas, pero sobre todo aseguró que mil policías se sumarían a patrullar las calles rosarinas.
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El comercio de drogas genera muchísimo dinero y lo pone a circular por millones en lugares que no son ni los barrios donde ocurren estos crímenes, ni las casas donde vivía la inmensa mayoría de los asesinados que según el MPA responderían a ese contexto. El vínculo con el comercio de drogas, por lo que queda a la vista, tal vez solo sea la disputa por un excedente miserable o por meras ilusiones de quienes ni siquiera alcanzan esas migajas. Los que en esta historia nunca dejaron de ser los reemplazables.
De los 60 homicidios registrados hasta el 5 de abril de 2021 todos, incluso los ocurridos en ocasión de robo, tuvieron como escenarios barrios por fuera del microcentro. Los lugares donde ocurren la mayoría de crímenes dejan a la vista que el Estado llega a cuentagotas. La calles de pavimento o mejorado venidos a menos, o de tierra, tan angostas. Barrios con manzanas partidas por pasillos internos que se vuelven pasadizos. Escaso alumbrado público. Muy lenta recolección de residuos. Cuestionado servicio de transporte público. Zonas a las que las ambulancias no entran o demoran tanto que ya se hizo costumbre que los heridos sean llevados en motos o autos por conocidos o gente que se presta. Y lo que se asoma en el diálogo con los vecinos cuando ya se habló del estupor por el muerto: la falta de laburo.
En donde no falta el dinero es en las financieras de la ciudad, que precisamente no están en los barrios. El 30 de marzo pasado fue allanada una de estas llamadas cuevas, ubicada en el quinto piso del edificio Alto Buró, paquetísimo complejo de oficinas de Condominios del Alto, uno de los proyectos de la constructora Fundar y Rosental Inversiones en Puerto Norte. A raíz de ese operativo de la Agencia de Investigación Criminal un chico de 21 años fue imputado por lavado de activos, acusado de venderle dólares a un narco llamado Daniel Godoy.
Al allanamiento en Alto Buró se llegó después de la detención de Godoy, investigado por su actividad vinculada a las drogas y acusado de ser la cabeza del asesinato de otro señalado como narco: el ex barrabrava de Newell´s Marcelo «Coto» Medrano, ultimado a balazos en septiembre de 2020 en Granadero Baigorria. El celular de Godoy condujo a la cueva de Alto Buró, y el celular de Medrano en su momento había llevado al allanamiento de otra financiera cuando los investigadores del crimen supieron que el mismo día de su asesinato había comprado 17 mil dólares. Lo hizo en la financiera Cofycro, en Corrientes al 800, microcentro de Rosario, otro lugar donde no falta el dinero. Sino, todo lo contrario, donde se blanquea, según la imputación del fiscal de Delitos Complejos y Económicos, Sebastián Narvaja, que recayó sobre tres directivos, un asesor comercial y un intermediario de la firma.
A cualquier ciudadano le impacta el conteo de homicidios que, más allá de que las cifras bajen o suban, desde el 2011 inclusive se mantiene por encima de los 150 anuales en el departamento Rosario, con el pico en los 271 registrados en 2013. Pero reparar solo en la cantidad de homicidios al momento de actuar sobre la seguridad pública limita el abordaje político cuando hay otros números, los económicos, que son los que marcan la cancha.
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A Lucas Elías Rolón, de 27 años, lo mataron a balazos la madrugada del 27 de febrero en Presidente Quintana y Dorrego, una zona de la Villa Moreno en la que la cara de los pibes asesinados en el triple crimen del 1° de enero de 2012 se ve por varios murales. Unas horas después, a la tarde de ese sábado caluroso, los familiares del muchacho pasaron el rato -la espera a que le entregaran el cadáver para hacer el velorio- sentados en la puerta de la casa ubicada en un centro de manzana, sobre el lateral de una canchita de fútbol, en la cuadra de Presidente Quintana al 1800. Tan cerca de donde habían matado a Lucas que todos escucharon los tiros.
Qué pasó después de que la policía aportara un par de datos a la Fiscalía y desde ahí partiera la información que nutrió las primeras versiones del hecho: se dijo que a Lucas lo habían matado en un ataque con sello sicario. Pero la tarde del sábado los familiares del pibe, entre llantos entrecortados y comentarios desganados, contaron algo distinto. Que Lucas se había peleado con Martín, su hermano menor, y que estaban en esa esquina discutiendo cuando apareció otro pibe del barrio. No sabían muy bien por qué, pero sí que el tipo sacó el fierro y arrancó a los tiros contra los dos.
Los dos quedaron heridos en la calle. Lucas más grave, con un disparo en la cabeza y sin reacción. La ambulancia no fue tan rápida como desearía cualquiera en una situación así. A Martín lo llevó un familiar al Hospital Roque Sáenz Peña, a unas treinta cuadras hacia el sur de la ciudad. La ambulancia demoró y demoró. Unos policías llegaron primero y confirmaron que Lucas estaba muerto. Por eso un par de horas después, durante la espera del sábado caluroso, el reproche en común de la familia de los pibes fue a la ausencia de la ambulancia y a la negativa de los policías de llevar a Lucas al hospital. “Nos dijeron que si lo llevaban ellos se iban a tener que hacer cargo», contó la madre de los chicos.
El segundo reproche fue sobre aquello del “sello sicario”. No se trató de algo tan rebuscado esta vez. Un pibe de la familia, metido adentro de la casa y desde atrás de la ventana, lo explicó a su modo: “Matan por diversión”. Nada resulta tan lineal por estos lados en los que es común lo que para otros habitantes de la misma ciudad suena ilógico. El relato del contexto narco acostumbró a suponer a dos malos matándose entre ellos, gajes del oficio. Pero la realidad supera ese guion trillado: tal vez no se necesitan motivos y matan por diversión, o algo parecido, como dijo el pibito.
Del otro lado de la canchita que está pegada a la casa de los Rolón está la sede del Movimiento Territorios Saludables, que en diciembre pasado recibió a Enredando para charlar sobre el proceso que la organización atravesó en ese barrio signado por la violencia, en esas cuadras marcadas desde el 2012 por el triple crimen. Esa tarde las mujeres del Movimiento recordaron cuando los nenes y las nenas se entretenían levantando las vainas servidas que aparecían habitualmente en la calle. Se angustiaron con la memoria de los velorios, de los llantos tan jóvenes por ausencias que empezaron a pintarse en murales. Y volvieron a la actualidad, sin reparos: “No dejamos de estar en riesgo, uno pone todo acá pero quién nos cuida. No es algo abstracto, es literal: los tiros están en la puerta”.
“Es terrible lo cotidiano que resulta una muerte joven fuera del centro, se naturaliza. El dolor se queda en el barrio, donde nos conocemos y siempre intentamos ayudarnos”, dijeron desde Territorios Saludables el día después del asesinato de Lucas, que había integrado el espacio de juventudes del movimiento. En el último tiempo iba y venía, también de eso están hechas las organizaciones sociales que siguen disputándose vida por vida con otros intereses, tantas veces en una desigualdad inmensa. Se acordaron, en ese desahogo que es la nostalgia, de que un par de semanas antes, en el festejo por los diez años de la colonia de verano, Lucas andaba ofreciendo tortas asadas.
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Lunes 5 de abril de 2021. A las seis de la tarde Enzo Oscar Moreno, 16 años, jugaba al fútbol con amigos del barrio en un potrero de Valparaíso al 3200, límite entre Villa Banana y Villa La Boca. Todos los niños vieron cuando de un auto bajó un tipo que encaró a Enzo, le pegó un tiro y cuando lo tuvo en el suelo lo remató. Unas horas antes un trabajador de la zona rural que une Rosario con Pérez había encontrado sobre la calle un cadáver acribillado. Un día después el MPA informó que se trataba de un chico de 19 años con domicilio en Empalme Graneros. Los barrios pusieron, otra vez, los muertos de esta historia que no deja de escribirse.