Hace poco más de tres años que trabajo en un hospital. Desde que la cuarentena fue preventiva y luego obligatoria, soy parte de lxs trabajadorxs que realizan tareas “esenciales” y estoy exceptuada de “quedarme en casa” e impedida de tomar cualquier tipo de licencia. Después de muchos días anulada por esta dinámica de trabajo bajo “excepción”, escribo desde el único lugar posible, el del deseo de reflexionar desde la experiencia de trabajar en el área administrativa de un hospital, que es de por sí un territorio fronterizo para quienes somos consideradxs “personal de salud”.
Ilustración: Sofía Valdez
[dropcap]C[/dropcap]omienzo con una disgresión para aclarar que lo que intento desarrollar va de la mano de las lecturas que he realizado en este tiempo y desde siempre. La lectura es no sólo una compañía, sino también una forma de permitirnos pensar las circunstancias que en la cotidianeidad se presentan como ficcionales.
Hace un par de semanas escuché un podcast con una entrevista al escritor argentino Andrés Neuman en el que desarrolla la idea de que leer fabrica tiempo (recomiendo ampliamente por todo su contenido más allá de lo que traigo aquí, el podast “Aprender de grandes”, episodio nº 50 -y los demás también-). Es sorprendente cómo adquieren nuevas connotaciones los contenidos de una conversación sucedida con anterioridad a lo que hoy pareciera ser el único problema con el que lidiamos como humanidad. Con esto de “fabricar tiempo”, Andrés Neuman quería decir que no sólo la sensación del tiempo es subjetiva cuando leemos, como cuando vivimos en general; sino que en esa pausa al tiempo productivo, en ese tiempo detenido para seguir un relato que nos lleva por otros senderos, nuestro tiempo vivido se multiplica de algún modo.
Traigo esta idea del tiempo, desde la escucha y la lectura porque en el tiempo “a favor” en que se organiza cómo se va a “combatir” la pandemia (con la ventaja que nos han dado las medidas de aislamiento obligatorio de la población), ha proliferado el uso de algunas metáforas en relación al virus y al modo de enfrentarlo, que actualizan y repiten efectos que datan de siglos. Esta idea proviene de la lectura de “La enfermedad y sus metáforas” y “El sida y sus metáforas”, de Susan Sontag, que hicieron resonar la convicción de que “las metáforas y los mitos matan al operar como inhibiciones”. Si la metáfora se utiliza para decir una cosa en lugar de otra, ¿qué es lo que invisibiliza la metáfora del hospital como espacio acético y de salud? ¿Qué evita nombrar la metáfora que evoca las distintas líneas de batalla donde se espera que nos alistemos frente a la pandemia?
Si la metáfora es ineludible, como señala la escritora y ensayista Siri Husvedt, es porque “está incrustada en la naturaleza misma de la comprensión humana encarnada”. Son las lógicas verticales y burocráticas en que se encarna la implementación de protocolos y la utilización de recursos al interior de la institución, las que dan sentido a los testimonios cotidianos que no logran trascender el aislamiento hospitalario. Muchos de lxs trabajadorxs que han prestado testimonio para este texto, de hecho, prefieren mantenerse anónimos porque han recibido amenazas incluso con denuncias penales en caso de difundir cualquier información de los manejos internos del hospital.
En este tiempo, mientras se posterga efectivamente el pico de la curva de contagios, pareciera que el desborde del sistema de salud podría sortearse si nos enfocamos en la posibilidad de dar respuesta y asistencia a los casos de mayor gravedad que requieran recursos que son más escasos y de mayor complejidad. Sin embargo pensar el desborde como sólo un aspecto de la emergencia, obtura e inhibe el desborde concreto de circunstancias naturalizadas en el modo de trabajar “para la salud”.
El territorio y los cuerpos dentro de la institución se preparan levantando muros (literalmente se han montado paredes bloqueando pasillos o cerrado algunos ingresos) y enmarcando la circulación en zonas llamadas “limpias” o “sucias”. La literalidad de estos términos en su sentido higiénico, implica que cada sector del área “sucia”, donde circulan, se reciben y atienden a pacientes con sintomatologías respiratorias o sospechosas de ser coronavirus, supone que el personal de salud adopte una higiene y medidas de bioseguridad más estrictas. Como a su vez, para quienes nos desplazamos por las áreas “limpias”, las recomendaciones se reducen a respetar la distancia física y el lavado de manos.
Pero los modos en que circulamos y estamos en los espacios no se adaptan simplemente a lo que se supone detrás del uso de una metáfora, sino que están marcados previamente por el tipo de formación que reciben medicxs y enfermerxs y por la estructura jerárquica de las tareas que se espera que cumpla cada quien. Con casi un mes de cuarentena cumplido, la etapa de contagio en conglomerados, donde los hospitales son un foco “inevitable”, muestra que casi el 15% de lxs contagiadxs en Argentina son trabajadorxs de la salud. Lo que inhibe la representación de lo “esperable”, si lo vemos como metáfora, es lo que dicen lxs trabajadorxs: “hay personal mayor de 65 años que sigue trabajando”, “trabajamos en condiciones muy precarias”, “estamos acostumbrados a ir a trabajar de cualquier manera, con fiebre, enfermos”. Y a su vez, la estructura organizativa del hospital, invisibiliza los trabajos de empleadxs de limpieza, cocina, camillerxs, administrativxs, etc que sin estar comprometidxs en la atención de pacientes, sostienen el funcionamiento “doméstico” de la institución: “para las áreas patológicas mandaron a dos compañeros varones a hacer la limpieza, no les dieron mucha opción”, “para ir a las salas, pasamos por áreas “sucias” y usamos el tapabocas que le compramos a una compañera porque sino tenemos que pedir barbijos por nota por semana y nunca llegan a tiempo”, “ya no compartimos el mate pero estamos muy acostumbradxs a estar amontonadxs, a juntarnos a comer en la guardia”.
El tiempo que, pareciera ser, nos da el achatamiento de la curva, no es el mismo que el tiempo con el que se siente que contamos para cuando llegue el pico de casos. El agotamiento expresado por todxs lxs trabajadorxs hospitalarixs hace sombra a lo que pareciera volverse una metáfora: el protocolo de atención en tiempos de pandemia. La metáfora de la organización de un combate robusto invisibiliza lo que ya constituye una cultura propia de las instituciones en un sistema que pasa por encima de los cuerpos y las vidas de las personas, es decir, los engranajes de tareas de cuidado que resuelven de modo colectivo (cuando es posible) y precario, cómo sostener el funcionamiento cotidiano del sistema de salud.
¿Qué lectura o qué escucha le hace falta al sistema de salud, para fabricar el tiempo en el que la experiencia de sus trabajadorxs no se ahogue en la supervivencia cotidiana? “La urgencia estaba allí mucho antes del coronavirus”, dice Siri Husvedt en la misma entrevista cuando señala que Estados Unidos ha sorteado otras crisis sanitarias con una especie de estado de amnesia, sin cambiar significativamente “costumbres” que atravesaron y profundizaron dichas crisis, como “la desigualdad radical, el racismo, la xenofobia y la misoginia”.
La salud entendida como sistema se convierte en otra metáfora. Para desarmar el banco de niebla de la representación podríamos preguntarnos ¿qué ideas tenemos y compartimos de lo que es la salud? Si, como plantea Sontag “La imaginería patológica sirve para expresar una preocupación por el orden social, dando por sentado que todos sabemos en qué consiste el estado de salud”, ¿hacia dónde podemos dirigir los modos de organizar y poner el cuerpo en los cuidados? Tomo aquí la pregunta de Saulo, enfermero que compartió su reflexión en redes sociales: “con este ya agotamiento, con este plástico mediando la mirada, con esta tela en la boca filtrando el sonido de las palabras, con los guantes de látex, la cofia, el camisolin, las botas y el delantal que me dan este aspecto despersonalizado ¿cómo hacer para sostener en la interacción del cuidado algo del orden de la ternura?”.