Cinco policías que trabajaban en la Comisaría 20 de Empalme Graneros fueron condenados por pactar con vendedores de drogas, a quienes les cobraban una cuota mensual para garantizarles protección. Un caso que acerca a la realidad del narcomenudeo y su contexto de violencia y corrupción institucional.
– Hay que levantarle la sábana a la gorda.
– ¿Qué pasó?
– Hay que ir a levantarle la sábana a la gorda, ahí mi jefe me autorizó.
– Por lo que interpreto es en calle Liniers.
– No, la de Ingenieros y Olavarría. En mi jurisdicción.
Cristian Gelabert, un policía grandulón de 32 años que trabajaba en la Comisaría 20 del barrio Empalme Graneros de Rosario, tenía un deber. Su jefe, el comisario Roberto Quiroga, le había dado el visto bueno para reventar el negocio de la gorda Bote. Entonces necesitaba con quien hacerlo. Llamó a un hombre y después a otro para que lo secundaran. El negocio de la gorda Bote, una señora de 62 años con varios problemas de salud, era un kiosco de drogas en un rincón humilde del barrio. La dinámica estaba clara: la mujer tenía que pagar a los policías para poder vender. Pero no lo había hecho. Una semana después el subcomisario Jorge Ocampo llamó a Gelabert y le avisó que ya podía dejar a la mujer tranquila. Todo había vuelto a la normalidad. Corrían los últimos días de enero de 2015, y en ese primer mes del año ya habían ocurrido unos veinte crímenes, todos en barrios periféricos. La mayoría de víctimas eran menores de treinta años, asesinadas a balazos. Y bajo el mote de “ajuste de cuentas” se intentaba explicar la espiral de violencia que profundizaba el estigma de la Rosario narco que la había vuelto una especie de sala de ensayo de políticas de seguridad.
Los pormenores del llamado del policía Gelabert para organizar la levantada de sábana a la deudora se ventilaron, junto a muchas otras escuchas, durante el juicio que lo sentó en el banquillo con otros cuatro policías y dos civiles: la apodada gorda Bote y otro hombre vinculado al narcomenudeo en Empalme Graneros. El juicio se desarrolló entre mayo y junio pasado, y el Tribunal Oral Federal Nº 3 de Rosario terminó por condenar a los siete por “confabulación”, un delito previsto en la ley de estupefacientes 23.737, con penas que variaron de tres a cinco años de prisión. Cuatro de los policías y los dos civiles habían llegado a juicio acusados de comerciar con estupefacientes, es decir por tráfico, pero al inicio del juicio el fiscal Federico Reynares Solari decidió cambiar la calificación. Es que se había llegado sin drogas secuestradas a un juicio por tráfico -solo tres gramos de cocaína en el allanamiento al domicilio de uno de los policías- pero con las evidencias suficientes para demostrar la protección que desde la Comisaría 20 le brindaban a los transeros a cambio de una paga. En ese sentido, al inicio del juicio el fiscal criticó los resultados conseguidos por los encargados de la recolección de pruebas: la Policía Federal.
“Por el tipo de hecho en el que estaba involucrada la posible participación de personal policial, nos parecía muy importante llevar este hecho a juicio. Que independientemente de la consecuencia punitiva que les tocaron a estas personas, pensamos que la sociedad tenía que conocer las circunstancias que rodearon a este hecho porque se trata, en definitiva, de la confianza o no que ella misma tiene que tener en las instituciones”, analizó el fiscal Reynares Solari en diálogo con enREDando. Además, en relación a la participación policial en el entramado del narcomenudeo, sostuvo: “En casos en los que se vende de una manera demasiado pública, con un punto de venta fijo, con distintas disposiciones de seguridad como lo que era el búnker en su momento, lógicamente el personal de seguridad territorial no puede no conocerlo. En este caso nosotros no solamente probamos que no podía no conocerlo, probamos una conexión y un ánimo asociativo con estas personas. Para vender en el territorio hay que tener un dominio de ese territorio, en el cual las fuerzas policiales tienen una capacidad de disciplinar cómo se tienen que dar las cosas”.
Si bien en los últimos años hubo distintos casos de policías llevados a juicio por vinculación al tráfico de drogas, este caso puntual tiene ciertas particularidades. Sobre todo por la violencia y la desfachatez con las que los policías se movían para garantizar sus negocios. Pero, además, la difusión de las dinámicas establecidas para lograr los cometidos policiales contribuye a graficar los engranajes del narcomenudeo en Rosario. Podría decirse que tanta violencia, tanta sangre derramada y tanta droga al alcance de los pibes y las pibas, encuentra explicación en la complicidad policial. Un secreto a voces, oficializado por fin. Una vez más, porque no es la primera. Aunque, al parecer, todavía no alcanza como argumento válido para que el gobierno provincial decline definitivamente la intención de adherirse a la ley nacional 26.052 de desfederalización parcial de la competencia penal en materia de estupefaciente. Conocida como ley de narcomenudeo, un cambio en la persecución de delitos por drogas que podría darle más herramientas a esta misma policía santafesina que cada tanto desfila por los tribunales federales.
No son rumores
Hace unos años, a finales de 2016, una mujer que vivía en uno de los sectores más desprotegidos de Empalme Graneros contó a enREDando sobre las dificultades del barrio. Habló principalmente del hambre que por entonces comenzaba a crecer y de cómo las copas de leche del barrio hacían malabares para alimentar cada día a más pibes. Contó de la precariedad del tendido eléctrico, de cómo los vecinos se agrupaban para engancharse y de cómo el peligro se había hecho real con la muerte por electrocución de Yanina Acosta, de 23 años. Habló de los pibes y la droga, el consumo problemático desatendido por el Estado. Y de los búnkeres, tan impunes, que seguían ahí a pesar de las denuncias de los vecinos.
“La policía no va al búnker, espera a que los chicos salgan de comprar y ahí le sacan la droga, y no detienen al que está vendiendo”, dijo. Y agregó: que en la Comisaría 20 no hacían nada con las denuncias por violencia o por tráfico de drogas, y que cuando por fin llegaba un allanamiento no se encontraba nada porque seguramente habían sido avisados. En la recorrida por los pasillos y calles, la mujer señalaba con sigilo. Un búnker acá, otro ahí, y otro más allá. “Te digo porque mi hijo consume marihuana y compra ahí”, aseguró. Cuando apareció su hijo, asintió y sumó: “La otra vuelta caímos cinco amigos, nos llevaron a la 20 y el jefe quería 1500 o 2000 pesos por cada uno. Nos pedían droga, nosotros teníamos faso nomás y él nos decía ‘¿quién tiene alita?’”.
En Empalme Graneros muchos conocen la historia de Chucky Ávila, un muchacho de 21 años asesinado en febrero de 2014 en la puerta de su casa en Campbell 1100 bis, a metros de un búnker y a metros de la vivienda de uno de los civiles condenados en el juicio mencionado. Su muerte trascendió, como no ocurre con la mayoría de pibes asesinados en los barrios, porque había escrito un rap en el que hablaba de los transas, de la violencia que imponen en las calles en las que se instalan. Por entonces se dijo que el pibe había anticipado su muerte y tantas otras cosas que perdían sentido dentro del barrio, en donde todos conocían la realidad que Chucky plasmaba en sus letras: el chico no había contado su propio futuro sino el destino de muchos otros que ya habían quedado en el camino.
La naturaleza con la que se hablaba del búnker por entonces es la misma con la cual hoy se mencionan las nuevas dinámicas que se han ido reformulando para sostener el negocio de las drogas en el barrio. Sobre todo el paso del búnker como punto de venta fijo al modo delivery o venta ambulante camuflada por las distintas calles y pasillos. Ante todas esas nuevas formas las voces bajas de hoy señalan a la policía como parte del problema.
El narcomenudeo en territorios hostiles, como ocurre en sectores de Empalme Graneros, no es posible sin la complicidad policial. El transero necesita del visto bueno policial para ostentar su poder, lo que hará a través de la violencia. Así se vuelve muy estrecha la relación de esa complicidad con las consecuencias de las demás prácticas necesarias que se desenvuelven en un territorio para sostener el negocio: aprietes, tráfico de armas, usurpaciones, asesinatos. ¿Hasta qué punto la complicidad policial se reduce a unos pocos nombres propios y a un delito determinado?
Tomá nota Netflix
En diciembre de 2014 el juez de instrucción que encabezaba la investigación por tráfico de drogas contra Rosa Caminos, hermana del ex barra brava de Newell’s asesinado en 2010, dispuso que se abrieran actuaciones independientes para seguir a un policía de la provincia. Se trataba de Cristian Gelabert, a quien agentes federales habían visto en barrio Tablada bajar de su auto particular y entrar en un lugar sospechado de ser un punto de venta de drogas. A partir de las intercepciones a las líneas telefónicas de Gelabert se pudo dar con una serie de apodos y palabras en forma de códigos que llamaron aún más la atención. Unos meses después, ya iniciado el 2015 y en el marco de una serie de operativos mediatizados por el entonces secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni, se allanó la Comisaría 20 de Empalme Graneros en el marco de una investigación sobre los vínculos policiales con los transeros de la zona.
Una vez libradas otras medidas se comenzó a dar con material que hicieron crecer las sospechas concretas contra los policías de la 20. Como ocurrió en el allanamiento a la casa del subcomisario Jorge Ocampo. Fue allí que se secuestró un tubo con una cantidad ínfima de cocaína, cuestión que años más tarde influiría en el cambio de calificación en el juicio en cuestión. Y en el mismo lugar se halló una hoja con números y nombres anotados a mano. Entre ellos estaban los contactos de la gorda Bote, Silvia D., y el Chaqueño, Sixto P., los dos civiles que terminarían siendo condenados. También entre esos contactos estaba el de un hombre condenado junto a otro por una causa de drogas en la misma zona de la ciudad. A Gelabert, por su parte, ya lo venían investigando por sus vínculos en Tablada. Cuando comenzaron a ahondar en las escuchas telefónicas los investigadores dieron con una de las estrategias usadas por los policías: nombrarse de acuerdo al alfabeto fonético naval. Entonces, el policía Gelabert era Gavia, el subcomisario Ocampo era Obra y el comisario Quiroga era Queja. Lo mismo ocurría para mencionar los tipos de drogas o a otras personas involucradas.
A partir de esos códigos se comunicaban para organizar los cobros a los transeros y los aprietes a quienes no lo hacían. “El cobro de los pagos era una práctica usual llevada a cabo por Gelabert y la plácida anuencia de sus superiores -quienes no sólo tenían conocimiento de las prácticas que Gelabert ejecutaba, sino también que las autorizaban- demuestran fehacientemente que nos encontramos frente a un acuerdo o concordato de voluntades entre ellos, donde esto es lo que debía suceder a cambio de brindar protección a los otros pactantes que realizaban actividades de tráfico de drogas”, explicaron los jueces del Tribunal Oral Federal Nº 3 Eugenio Martínez Ferrero y Osvaldo Facciano en los fundamentos del fallo que tuvo al otro juez, Otmar Paulucci, como el único que votó a favor de la absolución por el beneficio de la duda.
– Mostro, llamalo y decile al pija del chaqueño, decile que me la va a pagar. Me cagó a tiros.
El 11 de abril de 2015 el policía Gelabert llamó al subcomisario Ocampo y lo nombró con su apodo. Debió haber sido tanta la adrenalina que no reparó en mencionarlo con su código. Es que hacía unos minutos acababa de huir de la zona dominada por el Chaqueño. Le habían agujereado su auto con siete balazos. Y, aunque Gelabert acusó que la agresión había sido sin motivos, Ocampo supo luego que el policía había llegado a lo del Chaqueño para mejicanearlo, para robarle algo de droga o dinero recaudado. De esta forma las escuchas no solo ofrecieron un panorama de la relación no siempre aceitada y pacífica entre policías y transeros, sino que además dejaron ver que los cargos más altos de la Comisaría 20 sabían que Gelabert era problemático.
Gelabert tenía experiencia en cobrar por protección a búnkeres de drogas pero eso no implicaba que pudiera pasar desapercibido. Una de las escuchas ventiladas en el juicio reveló cómo fue el procedimiento para pasar a cobrar por un supuesto búnker de los Cantero, a quienes mencionaba como “Coy” de acuerdo al alfabeto fonético naval. “Le fuimos a dar al de Virasoro y Pueyrredón boludo, dos lucas cada uno nos llevamos, bien, de diez gracias a dios”. Después se jactó de sus métodos violentos: “Lo agarramos a él, a uno más y a un taxista que estaba comprando. Todos contra el piso y le rompí la cabeza de un martillazo y le saqué la cuota, quinientos pesos por día y por noche, así que ahora a la noche tengo que ir a buscar los quinientos”. Ya en Empalme Graneros, según los rastros seguidos por los investigadores, Gelabert actuaba de forma similar. Eso generó, en más de una ocasión, molestias en la cúpula de la Comisaría 20, quienes advirtieron que sus actitudes fuera de lo pactado podían poner en riesgo a todos. Por eso a sus espaldas planeaban pedirle un traslado o correrlo del medio de alguna manera. No porque estuviera cometiendo un delito y quisieran corregirlo, claro, sino porque podía levantar la perdiz en una zona en la que se estaba trabajando sin tantos sobresaltos.
Las escuchas brindaron información sobre las distintas formas que los policías habían establecido para relacionarse con los transeros. A la gorda Bote, por ejemplo, le daban hasta el día diez de cada mes para que asegurara su paga. Al Chaqueño, en otro tipo de coordinación, le limpiaban la cancha cuando aparecía alguna competencia o amenaza, como quedó asentado en una charla que él mismo tuvo con Gelabert en 2014, cuando todavía nada se había desmadrado. El tipo le pasaba las características del objetivo, y el lugar y horario en el que podía encontrarlo. Los policías también hablaban entre ellos sobre posibles nuevas cajas de recaudación. “Quieren poner tres tiendas allá”, le dijo Gelabert al subcomisario Ocampo en una ocasión. Asimismo, por la misma vía los altos cargos de la Comisaría 20 eran advertidos sobre posibles allanamientos. “Mantengan limpia la comisaría por las dudas que caiga”, le dijo en febrero de 2015 al comisario Quiroga un hombre que, según la investigación y sin más datos, sería policía de la provincia.
Una de las acciones más llamativas de este entramado policial fue el que los investigadores comprendieron como el intento fallido de vender cuarenta kilos de marihuana. Fallido porque, según las conclusiones del tribunal, “no lograron acordar un precio con el vendedor”. Gelabert fue el encargado junto a otro policía, Gustavo Elizalde, de coordinar con posibles compradores en llamadas en las que quedaron detalladas las cantidades y precios en juego. “Ese intento de comercialización, que en definitiva no pudo acreditarse en orden a establecer una conducta propia del tráfico de sustancias estupefacientes, no impide considerarlo dentro de las prescripciones del artículo 29 de la misma ley, pues se trató de un acuerdo de voluntades por parte del personal policial, inherente a concretar una hecho tipificado dentro del artículo 5 de la ley 23737, tal como exige la calificación que el tribunal tuvo por probada”, dijo el tribunal en relación a la validez que tuvieron esas conversaciones para la causa, a pesar de no haberse dado con esos cuarenta kilos.
La confabulación, entonces, es lo que alcanzaron a demostrar. Por eso condenaron a los policías Cristian Gelabert a cinco años de prisión, a Roberto Quiroga a cuatro años, a Jorge Ocampo a tres años y diez meses, a Víctor Villalva a tres años y seis meses, y a Gustavo Elizalde a tres años de domiciliaria. Para los civiles Sixto P. y Rosa D. fueron cuatro años de prisión y tres años de domiciliaria respectivamente. Qué pasó con esos cuarenta kilos de marihuana que buscaban comprador, quién y con qué herramientas avisaba a la Comisaría 20 sobre posibles allanamientos, o cómo accionaban los policías ante los nuevos puntos de venta, son preguntas que quedaron sin respuestas.