Las acciones de protesta son criminalizadas, el delito es sobrerrepresentado y la desproporción agrega a la oportunidad para reemplazar la cuestión social por la cuestión policial. Nuevos espantos para asfixiar con terror los desbordes y conseguir la paz mortuoria de la deuda infinita.
El gobierno de Mauricio Macri enfrenta su enésima encrucijada a tan solo cinco meses de las elecciones. El poder, como la energía, no se pierde, sino que se transforma y se desplaza. Por esa razón, el presidente hace un llamado a todo el arco opositor para un consenso de diez puntos, esperando al menos una cesión transitoria de parte de la gobernabilidad exhibida en los primeros dos años de mandato y rápidamente erosionada a lo largo del convulsivo 2018.
El factor geopolítico es una de las pocas cuerdas de sostenimiento que preserva. Con México, que fue promotor continental de la “guerra contra las drogas”, abandonando los preceptos bajados por los organismos norteamericanos, y la necesidad de los Estados Unidos de contar con gobiernos subordinados que hagan punta en su nueva ofensiva contra Venezuela, es únicamente la voluntad de Donald Trump la que hace durables las confianzas del FMI en la sostenibilidad de Macri en el Ejecutivo.
La coordinación de esfuerzos es ostensible: mientras el ministro delegado, Nicolás Dujovne, recibía desde Washington nuevos permisos para contener las corridas cambiarias, los medios corporativos aliados al proyecto “anti-populista” que encarnó Cambiemos, repitieron hasta el hartazgo las imágenes del golpe fallido en Caracas. Sin embargo, las expectativas del Círculo Rojo comienzan a virar en una dirección que provoca un notable vacío de poder. La oposición “aceptable” parece más dispuesta a encaminarse por el derrotero del Consenso 19 promovido por Roberto Lavagna, que interesada en pegarse a una precipitación hasta ahora indetenible.
La crisis financiera que estimuló Cambiemos con su endeudamiento feroz y la liberación del capital, produce efectos políticos indeseados para el establishment que repite la manía de buscar un sucesor que pueda llevar adelante un traspaso no traumático y contener los desbordes populares. Acorralado por las circunstancias, el gobierno recurre a medidas desesperadas para frenar la estampida: lanza controles inspirados en el odiado “populismo” -aunque de efímera efectividad- para aminorar el rechazo social, acuerda concesiones inéditas con el FMI y, ante un Congreso adormecido, envía proyectos de reforma en materia penal que no solo endurecen los términos represivos, sino que constituyen un puntapié para una reformulación doctrinaria de la política de seguridad en la Argentina.
El olor de los tigres
“Dimos la batalla para evitar que se instale la violencia en la Argentina”, fue la respuesta del Ministerio de Seguridad al imponente paro general sin convocatoria de la CGT del 30 de abril. Por las pantallas y portales de noticias circulaban datos sobre los frondosos costos del paro realizado. La cartera conducida por Patricia Bullrich denunció a una parte de los dirigentes que llevaron a cabo la medida de fuerza con horas de diferencia respecto al allanamiento que Gendarmería efectuó en la sede del sindicato de Camioneros dentro de la causa que persigue a Hugo y Pablo Moyano. En paralelo, los medios se atosigaban con imágenes de la violencia inducida por la asonada militar contra el gobierno de Nicolás Maduro, alentada por el autoproclamado presidente Juan Guaidó -a quién el gobierno argentino reconoció presurosamente- y comandada desde los Estados Unidos.
Durante esos días, un jurado popular integrado por 12 personas consideró “no culpable” a Lino Villar Cataldo, el médico cirujano que asesinó a tiros a Ricardo Krabler cuando le intentó robar el Toyota Corolla en la puerta del consultorio, en Loma Hermosa, partido de Tres de Febrero, el 26 de agosto de 2016. Siguiendo con sus rondas certificadoras de la buena conducta civil, la ministra Bullrich festejó el veredicto y recibió al médico para validar el sano juicio de asesinar al agresor. “Proteger a la víctima, no al victimario”, educó la ministra, asentando el ideario de familia, propiedad y Estado, en una nueva síntesis perseguidora de los cuerpos indóciles y garantista del capital. En su cuenta de Twitter, Bullrich especificó: “desde el primer día se sostuvo que el Estado lo iba a cuidar”. En este caso, tuvo la mediación vecinal: los honestos ciudadanos reclutados por la institución judicial que dan su veredicto purificador.
Una semana antes, durante la peregrinación del Vía Crucis, un hombre fue asesinado por un grupo de peregrinos en Ciudad Evita. La víctima había intentado robar una casa. En la huida, los fieles católicos lo atraparon, le ataron las manos con los cordones de las zapatillas y lo mataron a golpes. Con pocas horas de diferencia, un decreto del Poder Ejecutivo habilitó el uso de las pistolas-picanas Taser. El argumento fue el de dar un uso racional y gradual de la fuerza, de manera que ahora además de las balas de goma, las fuerzas de seguridad también podrán hacer sus descargas eléctricas desde varios metros de distancia.
Las técnicas represivas van pateando cada vez más el límite de letalidad del uso de las armas no letales y estableciendo un clima de enfrentamiento en el cual la arbitrariedad de las fuerzas de seguridad reclama sus prerrogativas ante una generalización de las broncas. Desde el enfrentamiento entre policías de la Bonaerense y la Federal en Avellaneda, hasta la sospechosa fuga en la autopista Santa Fe – Rosario, pasando por la detención de la plana mayor de la Federal en la provincia, el control de las fuerzas de seguridad se ve erizado por la redistribución del pánico. Los desbordes se enredan entre la falta de autoridad y los incentivos oficiales a las prácticas de la violencia. En cuestión de horas, el diputado nacional de Cambiemos Héctor Olivares y un asesor, Miguel Yadón, fueron baleados a unos metros del Congreso Nacional. Ambos murieron. En Rosario, un pibe resolvió una discusión a los tiros tras salir del boliche Moore, en La Fluvial, y en Capitán Bermúdez un policía asesinó a un conductor tras esquivar un control vehicular. La violencia letal se instala por debajo en lo cotidiano siguiendo las necropolíticas que el gobierno despliega por arriba.
El Gran Acuerdo Nacional de la II Alianza
La reedición del malnacido Gran Acuerdo Nacional, que deja afuera a Cristina Fernández y a un sector sustancial de la fuerza más significativa de la oposición, con el motivo ulterior de preparar las condiciones para las reformas laboral y previsional, tiene su complemento en la sigilosa modificación de normativas que profundizan un marco legal para la represión de la protesta social y la impugnación política. Como si Mauricio Macri quisiera vestirse de Lanusse, pero sin Ejército.
“El instrumento jurídico de la guerra limpia fue la Cámara Federal (…) Teníamos que contar con los resortes legales adecuados, porque la represión de la actividad subversiva tampoco era posible de concretar a través de los lentos mecanismos que se aplican -y que, aun para esas circunstancias, son muy perezosos- en el caso de los detenidos por causas comunes”, escribe Alejandro Agustín Lanusse en su libro Confesiones de un general, publicado a principios de los años ’90, ya firmados los indultos y con los aires reconciliadores en pleno fervor.
Explica en esas páginas su interpretación de la estremecida Argentina de fines de los ’60 y la determinación de combatir a la subversión por vías legales -su modesto orgullo, visto en perspectiva, ante la masacre asesina de sus continuadores del ‘76-. Con la ley 19.053 del 28 de mayo de 1971, el terrorismo pasó a ser un delito federal de tramitación expeditiva. Para esos fines se creó la Cámara Federal en lo Penal, conocida como Camarón, de luctuosa trayectoria en la resolución exprés de las causas que llevó al encierro y la tortura a la mayoría de los principales dirigentes de las organizaciones más combativas. Para la coordinación política de ese incipiente aparato estatal de represión sistematizada, Lanusse designó al ministro del Interior, el radical Arturo Mor Roig, posteriormente asesinado el 15 de julio de 1974. El objetivo del régimen militar era definido por Lanusse a partir de una técnica que permita “evitar que la asimilación por la metodología diluyera la distinción por la ideología” y siguiendo una concepción de la democracia sin la calle: “en las democracias, el verdadero medio de participación es el voto popular, no la movilización de los ciudadanos ni la reunión de las asambleas”.
Para centralizar la actividad de inteligencia contra los “enemigos”, se constituyó la Comunidad Informativa, que permitía que cada Estado Mayor recibiera las informaciones de sus correspondientes servicios militares, para luego ser contrastadas y procesadas políticamente en las reuniones del órgano que dirigía Mor Roig. “La conducción de toda la tarea de inteligencia a través del Ministerio del Interior no solamente implicó una centralización de los datos que teníamos sino también una evaluación con criterio político”, explica Lanusse sobre el dispositivo de inteligencia que aparece como referencia histórica del menoscabado aparato intra y paraestatal descubierto con el agente inorgánico de la CIA venido a menos, Marcelo D’Alessio, en coordinación con las buchonerías del periodista de Clarín Daniel Santoro y las extorsiones del fiscal federal Carlos Stornelli. Dispares niveles de conflicto, distintos grados de sofisticación en las maquinarias de espionaje y desiguales magnitudes dirigenciales, pero un idéntico propósito en la conservación de un régimen de sustracción de energías y riquezas populares para la fuga constante hacia el exterior. La extracción financiera y la represión de los cuerpos son pares indisociables que tamizan todo el accionar de la oligarquía a lo largo de su historia y más allá de sus formas “modernizadas” para cada etapa.
En aquel entonces, la tesis del 33% para cada fuerza llevó a que cada una de las Armas hiciera su propia guerra, ejecutando la experiencia de terror de Estado más sangrienta y trágica de la historia argentina implementada para prevenir la corrupción de los valores occidentales y cristianos frente a las ideas foráneas que se querían imponer. La denuncia de Bullrich contra Sergio Palazzo, Omar Plaini, Hugo Yasky, Hugo y Pablo Moyano, los involucra en una asociación ilícita para ser “coercitivos en el pensamiento de la gente”. La diferencia entre los contextos es evidente, aunque no deja de asombrar la similitud en los argumentos y objetivos finales que los gobernantes expresan tanto en sus declaraciones como a través de la contundencia fatídica de sus acciones.
Un Pellegrini para este Juárez Celman
Uno de los fundadores y figuras máximas de la Unión Cívica Radical, Leandro Alem, dejó explicaciones proféticas: “el centralismo absorberá a todos los pueblos y ciudadanos de la República el día en que se entregue la ciudad de Buenos Aires, ese centro poderoso, y la suerte de la República Argentina federal quedará librada a la voluntad y pasiones del jefe de Estado. Cuando venga un presidente porteño un poco voluntarioso, con su círculo respectivo, ya verán las provincias lo que les sucederá”, señaló en tiempos en que se debatía la federalización del Buenos Aires y su aduana.
En ese sentido, podría decirse que desde el acuerdo entre Adolfo Alsina y Bartolomé Mitre, rechazado por las juventudes autonomistas, previo a la emergencia de la UCR y disparador de su antecedente directo, el Partido Republicano encabezado por Alem, las Convenciones Nacionales dejan resultados negativos a las aspiraciones de los que se reconocen en una tradición nacional, popular, federal y democrática dentro del radicalismo. Es lo que sucedió en Gualeguaychú, en 2015, cuando se selló la alianza con Cambiemos, promocionada por un sector alineado con Ernesto Sanz. Y es algo que puede volver a ocurrir de cara a la futura Convención Nacional, sin fecha aún, en la que se definirá si la UCR continúa dentro de Cambiemos o se excluye para abonar una alternativa moderada que la desligue de responsabilidades por la catástrofe en la que hundieron a la Argentina.
En los años fundacionales, el radicalismo nace en directo enfrentamiento del régimen del ’80, agotado en su sueño de progreso indefinido y arrinconado por su rol subordinado a las tribulaciones del capital transnacional. “¿No es mejor que a estas tierras las explote el enérgico anglosajón y no sigan bajo la incuria del tehuelche?”, se preguntaba Juárez Celman, sucesor de Roca y presidente descompuesto ante el empellón de la crisis del ‘90. “La preocupación era mantener la confianza de los inversores y los prestamistas, pero la deuda crecía y el destino de las inversiones era casi siempre especulativo”, detalla Raúl Alfonsín en su libro ¿Qué es el Radicalismo?, publicado en las vísperas de su ascenso al poder en 1983. También escribe el presidente del Retorno: “la idea de que el precio de los productos exportables se incrementaría indefinidamente se estrelló contra la realidad de un mercado internacional que era mucho más complejo de lo imaginado por la oligarquía”.
En un escenario de crisis que mandó a la quiebra a un sinfín de empresas y dejó al Estado en bancarrota y con la autoridad de Juárez Celman desmoronada, los intereses del régimen comienzan a percibir la necesidad de confiar en las habilidades consensuales del vicepresidente, Carlos Pellegrini, y preparan una sucesión acelerada. En los primeros días de gobierno, Pellegrini se reúne con los banqueros para acordar un empréstito interno relámpago y designa a Roca como miembro del gabinete. El régimen se basaba en la alianza del Ejército roquista y los bancos, y “la crisis del ’90 ponía al desnudo todas las lacras, todas las imposibilidades, todas las frustraciones, y generaba la lucha entre las mismas fracciones del poder dominante”. Una secuencia tan didáctica como para que no hagan falta las aclaraciones.
En su libro, Alfonsín recupera una escena que resume el periodo de crisis de gobernabilidad y generación de alternancias. Cuenta que el 18 de octubre de 1891, Hipólito Yrigoyen asiste a una reunión en la casa de Carlos Pellegrini, en la que se discute la sucesión presidencial. El régimen promovía un “acuerdo entre caballeros” para habilitar lo que Gabriel Del Mazo llamó “nuevas elecciones sin pueblo”. El general Mitre, en esa ocasión, respaldó incondicionalmente al presidente. Entonces intervino Yrigoyen, quien rechazó el acompañamiento incondicional afirmando que la futura presidencia debía surgir de comicios y no de conciliábulos. Más tarde, con la candidatura de Mitre circulando en la opinión pública, desde su papel de hombre fuerte del Comité de Buenos Aires, Yrigoyen expresó: “pedirme que apoye a Mitre es como pedirme que cambie de nacionalidad”.
Finalmente, Pellegrini consiguió el apoyo de los inversores ingleses al declarar que la Argentina cumpliría sus compromisos. De esa manera, de la revolución del ’90 resulta vencedor el roquismo, que conservará el poder durante veinte años más a fuerza de fraude y la caza de radicales, anarquistas y socialistas, coronada con la ley de Residencia a principios del siglo XX. “Para afirmarse, organizaron un reagrupamiento de la oligarquía incorporando al sector más conciliador de la Unión Cívica: el mitrismo”, agrega Alfonsín. De esa manera, la oligarquía consiguió reunir sus fuerzas, sostener la relación dependiente con el capital internacional y desarmar a la oposición democrática. Un modelo que imitar para las huestes duhaldistas y alfonsinistas del presente que procuran armonizar en la fórmula Lavagna una salida del macrismo sin presencias molestas.
Indicios del presente
Durante las últimas semanas se viene cocinando una opción intermedia entre macrismo y kirchnerismo que -según crezca el ritmo de la desconfianza interna y externa, se aprecie el dólar, se aniquile el poder adquisitivo y vuele por los aires el riesgo país- sea capaz de conjugar los factores para una salida parlamentaria, un golpe institucional de certero cuño sustituyente basado en las conocidas diabluras de la fusión duhaldista-alfonsinista. O ensanchando -para ayudar a llegar a octubre- una vía en la cual tanto macristas irreductibles como kirchneristas emblemáticos quedaran en el llano. ¿Les alcanza con las bancas actualmente existentes y contables?
Con las reformas penales que introducen la figura del terrorismo en el arsenal de instrumentos para perseguir a opositores y manifestantes, a la vez que intensifica la demonización de la pobreza y la juventud para alimentar una sensación de emergencia que consolide el crédito social para la mano dura estatal, el gobierno procura identificar las vías posibles para un mantenimiento del poder. El consenso político para la prolongación de la dependencia con los organismos internacionales y la supeditación de la Argentina a la depredación de los capitales especulativos se extiende en el consenso social amparado en el miedo y la desesperación para la aplicación de un régimen represivo que lime aún más los derechos y elimine a los “ofensores de la moral pública”. Las acciones de protesta son criminalizadas, el delito es sobrerrepresentado y la desproporción agrega a la oportunidad para reemplazar la cuestión social por la cuestión policial. Nuevos espantos para asfixiar con terror los desbordes y conseguir la paz mortuoria de la deuda infinita.
Lo cierto es que sobrevendrá un temporal de crisis agudizada en donde el sufrimiento mayor lo pondrá -como siempre- el pueblo profundo que no se pregunta tanto por el dolo eventual o la culpabilidad de consciencia de un voto provincial. Tras las elecciones de Córdoba, del 16 al 22 de junio hay un sprint definitivo que puede provocar un giro notable en la condición democrática con un presidente en condiciones de ceder sus atributos anticipadamente y un nuevo bloque de poder consensual que pruebe otro experimento fraudulento para dejar afuera a la dirigente más popular de la Argentina y, por su intermedio, al segmento más incómodo del pueblo.