Los números pueden subir o bajar, pero hace años que la mayoría de homicidios en Rosario atraviesa a los jóvenes de los barrios. El discurso oficial relaciona esta violencia al narcotráfico y a partir de ahí organiza su agenda en materia de Seguridad. Eugenia Cozzi, docente e investigadora de la UNR, invita a romper con “las explicaciones hegemónicas”.
Rosario -sus ciudadanos, sus gobernantes- quiere tomar distancia de su peor versión. La Rosario de los tiros por las noches y los amaneceres con peritos que rodean algún cadáver en el lugar del crimen. O la misma escena a cualquier hora, en cualquier barrio. Y los vecinos que miran y reprochan: que siempre lo mismo, los tiros, los muertos, la banda de tal y la paz que se acabó. Cada vez que una serie de homicidios se acumula en pocos días, dispara las estadísticas y vuelve a abrir -en el plano político nacional, provincial y local- el juego que nunca acaba. Oficialistas y opositores cruzan explicaciones, críticas, soluciones y promesas que giran en torno al fantasma del narcotráfico, que como un estigma mantiene una marca indeleble en la ciudad a fuerza de plomo y sangre.
El total de homicidios dolosos registrados más alto en el Departamento Rosario fue en el año 2013, con 271 hechos. Los números bajaron durante cuatro años hasta que el 2018 marcó un aumento al cerrar con 198 homicidios. El 2019 empezó con la muerte al día cuando Juan Pablo Ramos, de 19 años, cayó de su bicicleta por los tiros que le dio alguien que pasó en moto por 27 de Febrero y Servando Bayo, Villa Banana, oeste rosarino. Pero en los días siguientes cierta calma, siempre tensa, logró que enero finalizara con al menos 12 homicidios, un número bajo en comparación a otros años. Febrero continuó la caída y terminó con 5 asesinatos, según el registro de Enredando.
Pero fue marzo el mes en que tembló la tranquilidad relativa que supone el visible descenso en las consecuencias fatales de la violencia urbana. Fueron nueve crímenes en los primeros ocho días. En total, en lo que va del año hubo al menos 32 homicidios. Cuatro fueron en supuestos robos. El resto –con excepción del caso de una nena de 10 años que murió calcinada en su rancho de barrio Las Flores en un hecho que tiene imputados a su madre y su padre- son homicidios que responden a esas lógicas que durante los últimos años supieron resumirse en el mote amplio de “ajuste de cuentas”. Las consecuencias: al menos 25 de 32 homicidios con armas de fuego, 13 de ellos con víctimas menores de treinta años de edad. Solo uno en el centro de la ciudad, el resto en los barrios periféricos: Villa Banana, Tango, Ludueña, Tablada, Las Flores, Tío Rolo, Santa Lucía, Vía Honda, Industrial.
Los números, es evidente, han descendido en relación a otros años. Pero, cada tanto, sacuden las estadísticas oficiales. Por eso distintos funcionarios provinciales -también candidatos de la oposición en intervenciones oportunas de campañas electorales- se hacen eco de la situación. Y siempre se vuelve al mismo lugar: los narcos. Los opositores dicen tantas cosas sobre la ciudad narco y prometen tantas otras. Los oficialistas, sobre todo el gobernador Miguel Lifschitz, recuerdan que bajo la gestión del socialismo se encarceló a Los Monos, pero que su jefe continúa operando desde la prisión, una Federal, y hacia allá va la pelota.
Entre el 1º y el 5 de marzo hubo siete asesinatos y esta vez sí, todos con claros indicios de estar relacionados a disputas por la comercialización de drogas. Todos en el sur o sudoeste rosarino -zonas automáticamente vinculadas a la banda Los Monos- y con características similares: tiros a mansalva desde una moto o un auto. Emilse Sosa, de 16 años de edad, según trascendió era una vendedora al menudeo y hacía unos meses había estado demorada por tenencia de droga fragmentada para la venta. El 1º de marzo la mataron a balazos, junto a un hombre de cincuenta años que, según los vecinos, había llegado al lugar en bicicleta para comprar droga. Después del crimen en el lugar del hecho quedó un cartel que avisaba: “No se vende más droga”. Horas después mataron a un hombre de 57 años, con pedido de captura en Corrientes, por una causa de drogas, a quien los investigadores vincularon como cercano a Ariel “El Viejo” Cantero, uno de los líderes de Los Monos. Al día siguiente, un hecho con características similares en el Fonavi Parque del Mercado terminó con la vida de una mujer de 56 años y un hombre de 70, el suegro del Pollo Bassi, un eterno rival de Los Monos señalado por la banda como autor intelectual del asesinato de Claudio “El Pájaro” Cantero, aunque la justicia lo absolvió en 2017. Para cerrar, el secuestro y posterior asesinato de Fabián Chamorro, 53 años, dejó entrever la relación: según publicó el diario El Ciudadano, el hijo de Chamorro está detenido en la cárcel de Coronda y la muerte de su padre fue una represalia por negarse a liquidar a Bassi, con quien comparte pabellón.
Cuando ocurren seguidillas de homicidios de este tipo, se habla de rebrote de la violencia y en seguida las explicaciones oficiales. Ademar Bianchini, fiscal de Homicidios de turno en el fin de semana sangriento, no se animó a anticipar una relación entre los hechos aunque tampoco descartó una conexión. El gobernador Lifschitz, en cambio, arriesgó: “Tenemos casi la certeza que todas ellas están vinculadas siempre al mismo grupo, que sigue operando lamentablemente desde la cárcel. El líder de este grupo que todos conocemos, Los Monos, está detenido en Ezeiza, en una cárcel federal (por Guille Cantero)”.
Lo cierto es que, si bien no son alarmantes como en otros años, las muertes están. Y cuando ocurren acumulaciones de homicidios como la de aquel fin de semana de marzo, la preocupación derrumba entonces aquella tranquilidad relativa. Pero vale preguntarse: ¿todos los crímenes están ligados al entramado del narcotráfico? O antes: ¿qué es el narcotráfico y quiénes son los actores que lo sostienen? ¿O la estrecha relación entre violencia y narcotráfico que suponen desde los gobiernos es una vía para desplegar políticas represivas como estrategias que responden a la demanda social potenciada en el contexto preelectoral?
La ley de narcomenudeo como horizonte
Es necesario problematizar algunas explicaciones hegemónicas sobre lo que comúnmente se señala como violencia relacionada al narcotráfico. Así invita a repensar la situación Eugenia Cozzi, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario con un extenso estudio sobre los actores y escenarios de la Rosario de los últimos veinte años. “Cuando la tasa de homicidios registrados empieza a subir de manera significativa en la ciudad, rápidamente muchos actores sociales lo vinculan de manera más o menos lineal con el avance de lo que denominan narcotráfico”, explica. Es entonces cuando invita a cuestionar esas explicaciones hegemónicas: de qué se habla cuando se habla de narcotráfico. “Es una categoría que involucra una variedad de actividades, intercambios, acciones, con diferentes actores, diferentes niveles de poder y de ganancias”, aclara y pregunta: “¿Vamos a llamar del mismo modo a la venta al por menor en la esquina de un barrio, que a las transacciones internacionales?”.
Cuando se habla de la venta de drogas ilegales en la provincia resulta imposible evadir la participación de las fuerzas de seguridad. Porque, a fuerza de policías investigados, procesados y condenados, la santafesina se hizo la fama. Entonces resulta imposible pretender resumir esta problemática a la banda Los Monos, al clan tal o a sus contras. Eugenia Cozzi apunta en la misma dirección al momento de hablar de la participación de la institución policial en este fenómeno: “No debe verse a la policía como un actor monolítico. Es un actor que forma parte de la trama de relaciones. En Rosario hay una imagen de que los territorios están gobernados por los narcos. Pero en realidad está la policía, un actor que tiene mayor poder que el resto al estar revestido de estatalidad, que puede negociar, proteger, tolerar el desarrollo de determinada actividad. Pero ese pacto se puede romper, la policía puede decidir aplicar la ley y que tal grupo termine preso”. En esa línea concluye: “Construir esa trama de relaciones preguntándose cómo funcionan esos circuitos de recaudación ilegales, más allá de los nombres particulares, es clave para pensar políticas públicas eficaces”.
El discurso del gobierno provincial, en cambio, apunta a otra dirección. Cuando a fines de 2018 el gobernador Miguel Lifschitz hizo un balance del año en materia de seguridad, admitió un aumento de los homicidios dolosos en relación al año 2017 y concluyó: “El 80 por ciento de los homicidios tienen que ver directa o indirectamente con el negocio de las drogas”. En la misma línea, Jorge Baclini, fiscal general de la provincia, dijo que en toda la provincia el 60 por ciento de los homicidios estuvieron vinculados a las drogas. “No todas las investigaciones de los hechos tienen como línea concreta de motivación el narcomenudeo, pero en ese porcentaje de hechos surgen datos que lo relacionan de una u otra manera”, explicaron a Enredando desde el Ministerio Público de la Acusación en relación a esas afirmaciones. Pero no dieron más datos, que se espera puedan conocerse en los próximos meses con el informe anual del MPA.
La intención del gobierno provincial al poner énfasis en la relación de los homicidios con el comercio de drogas, tiene un fin muy claro: lograr la adhesión de la provincia de Santa Fe a la ley 26.052 de desfederalización parcial de la competencia penal en materia de estupefacientes, conocida como ley de narcomenudeo. El gobernador lo viene haciendo desde el 1º de mayo de 2018, cuando en el discurso de apertura del período legislativo dijo: “Lo que ha crecido en los últimos cinco meses son los homicidios y hechos de violencia que están ligados a las economías delictivas, a las organizaciones vinculadas al narcotráfico. Son grupos que se van reacomodando ante el enjuiciamiento, la condena o en algunos casos la muerte de las primeras líneas”. Un día después, Maximiliano Pullaro, ministro de Seguridad, publicó en su Twitter: “Ley de narcomenudeo. Tenemos que actuar, no podemos seguir esperando y ver a los vecinos sufrir la violencia y la impunidad de los que venden droga en su barrio”. El gobierno provincial pretende así que el poder judicial santafesino sea quien persiga al narcomenudeo, es decir la comercialización de estupefacientes fraccionados y destinados al consumidor.
La persecución al narcomenudeo supone resultados inmediatos: la acumulación de estadísticas y la posibilidad de hablar de un golpe al narcotráfico que, al menos en el discurso, contrarreste la otra acumulación de estadísticas, la de los muertos. En una ciudad en la que se consigue droga mandando un mensaje de WhatsApp, o caminando las calles de algunos barrios, no resulta difícil identificar a un vendedor. ¿Pero qué consecuencias reales tiene esta política en el entramado del narcotráfico que no comienza ni termina en el pibe que vende cocaína de a un gramo?
A fines de enero pasado la Gendarmería detuvo en Fisherton a una persona en actitud sospechosa: llevaba 50 dosis de cocaína lista para la venta. A principios de febrero, efectivos del Cuerpo Guardia de Infantería de la provincia detuvo en Alem al 4000, barrio Tablada, a dos chicos que también resultaron sospechosos: tenían 20 tubos Eppendorf con unos pocos gramos de cocaína. En los mismos días, una investigación de tres meses de la Policía Federal concluyó con el allanamiento a dos viviendas de barrio Matheu en las cuales se detuvo a cinco personas y se secuestraron 35 bochitas de cocaína y 145 de marihuana, algunos celulares, balanzas digitales y dinero en efectivo en el que había hasta billetes de cinco pesos. Unos días más tarde, un allanamiento de la Policía Federal en una vivienda de Espinillo al 3700 terminó con el secuestro de unos pocos kilos de cocaína y la detención de tres hombres y dos mujeres. La investigación consistió en la filmación de una transacción callejera.
Y así tantos otros allanamientos y detenciones. La mayoría de estos procedimientos están impulsados por denuncias anónimas de vecinos y por eso no resulta muy complicado dar con los vendedores del narcomenudeo. Pero lo que se comenta en los barrios rosarinos es que así como los vecinos lo saben, también la policía conoce quién y dónde están esos movimientos. Entonces la caída de estos vendedores podría no responder a la astucia de las políticas de seguridad sino más bien a la repentina decisión de cortar con una impunidad camuflada. Y los caídos generalmente son jóvenes, algunos menores de edad, y los adultos a los que conduce esa primera detención, que suelen ocuparse del acopio y fragmentación en alguna parte del barrio. Lugares en los que no hay grandes cantidades de droga, sino lo que se venderá en uno o dos días. Porque algo tan real como la oferta es la demanda.
¿A quién le importa un matable?
Cuando la persecución al narcomenudeo exhibe sus logros, el circuito se reconfigura o al menos se pausa. Los puntos de ventas móviles cambian de lugar, los fijos cierran las persianas, los deliverys no responden. Hay una especulación que pareciera ser parte del ciclo y en ese proceso podría encontrarse una relación con el cese de hechos violentos. Pero al cabo de un tiempo es probable que se reactive. Ese fenómeno no solo se percibe en la calle sino también en la repetición de determinados sucesos que, al menos, pueden funcionar como indicadores. Algunos ejemplos: la violencia corriente en lugares como Alem al 4000, el rumor constante de la relación de determinadas bandas ligadas a las drogas con hechos violentos, como el Diente o el Gordo Brian en barrio Ludueña, o en sectores céntricos la frecuente caída de vendedores de drogas en la plaza San Martín. La repetición de los hechos podría responder a la vigencia de factores indispensables para el desarrollo de las actividades ilegales. Quienes no se repiten, entonces, son los actores del último eslabón. Los vendedores o tiradores que cayeron, los que se guardaron, los que murieron, algunos más dueños de vidas ajenas que de la propia: los reemplazables.
Pero por qué, surge la pregunta, siempre existe ese actor social, esa suerte de mano de obra barata que tienen las economías ilegales en general. Para romper con “las lecturas hegemónicas”, dice Eugenia Cozzi, hay que evitar el discurso dominante que no es el de los pibes sino justamente el que se construye alrededor de ellos. “No todos los pibes quieren ser soldaditos”, dice Cozzi. Sí se ha instalado un estereotipo que seduce, pero no es el único. “Son formas de construir prestigios, un nombre, de ser alguien”, explica. Acaso el “ser alguien” es un horizonte que atraviesa a las individualidades independientemente del sector social. En este caso ese “ser alguien”, explica la docente, también se construye “a partir de los materiales socialmente disponibles”. “El mercado ilegal genera otra opción disponible para los pibes porque vincularse a ese mercado también hace que comience a pasar por determinado circuito que hace que tenga accesibilidad a armas de fuego, a dinero, pero al mismo tiempo genera mucho sufrimiento”. Y el mercado ilegal tiene la cara más visible y violenta en estos territorios.
Para Cozzi, en este escenario intenso los pibes, incluso las nuevas generaciones que integran bandas, ven el “lado productivo de la violencia, en términos de construcción de poder, autoridad, alianzas, vínculos”. “Paradójicamente, porque al mismo tiempo vincularse en esas situaciones puede generar la muerte”. En ese sentido propone: “Hay que desarmar la idea de que el delito de por sí es atractivo. En algunos casos sí, pero no siempre, ni para todos los pibes. También es visto como un circuito donde hay mucho riesgo, mucha explotación, donde hay una experiencia de muerte muy cercana y cotidiana. También las otras formas de ser jóvenes siguen vigentes en estos territorios”. Pero ¿qué otros materiales socialmente disponibles, como refiere la docente, existen?
“Estos pibes tienen la experiencia del sufrimiento, porque la violencia la genera como también genera saturación. Muchos jóvenes cuando empiezan a participar ya tienen la experiencia de haber tenido hermanos, padres, amigos muertos. Tienen una carga de sufrimiento, no es una violencia naturalizada”, dice Cozzi. Y para graficarlo acude a un paisaje cotidiano de las barriadas rosarinas: los murales con las caras de los pibes muertos, sus nombres, sus dedicatorias, para quienes no son reemplazables. Ese paisaje se contrapone con el efecto que esas muertes dejan en el resto de la ciudad. “Son muertes que no son investigadas, que no generan mayores consecuencias, son personas construidas como matables, y muertos socialmente disponibles”.
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