Gabriela Aguila, historiadora y docente de la UNR, escribió el libro Dictadura, represión y sociedad en Rosario, 1976/1983. Leerlo en este contexto supone un sacudimiento de la atmósfera compuesta por un gobierno de herederos y discípulos, como si fuera una serie de notas que ayuda a desarmar el fenomenal saqueo y la reformulación de viejas categorías y métodos del terror.
Por Lucas Paulinovich
“¿Qué latir, amigos, por temor
al silencio, al barrote, no delata?
Deber y crueldad van de las manos”,
Rostros del camino, Hugo Diz.
[dropcap]E[/dropcap]l cartel en la Escuela Técnica Magnasco está todo roto, como si hubieran querido arrancarlo y dejaran unos pedazos tan solo para hacer notar el despedazamiento. Ahí funcionó durante la dictadura militar un centro clandestino de detención. Eso es lo que avisa el cartel, aunque la leyenda apenas se puede leer y hay que adivinar casi todo el texto. Parece una imagen significativa para preguntarse sobre los efectos y filtraciones del Proceso en la democracia hasta un presente por momentos alevoso. Gabriela Aguila, historiadora y docente de la UNR, escribió el libroDictadura, represión y sociedad en Rosario, 1976/1983. Leerlo en este contexto supone un sacudimiento de la atmósfera compuesta por un gobierno de herederos y discípulos, como si fuera una serie de notas que ayuda a desarmar el fenomenal saqueo y la reformulación de viejas categorías y métodos del terror.
Apurándose, podría notarse una línea de investigación periodística y académica, desde Carlos Del Frade o los libros de la cooperativa La Masa, hasta la nutrida bibliografía a la que recurre Aguila en su relevamiento. Pero hay también interrogaciones reconocibles en La ley de la memoria y en los cuentos de Jorge Barquero, o en los relatos de Osvaldo Aguirre, o en el clima siniestro de Las carnes se asan al aire libre, de Oscar Taborda. En Nadadores Muertos, de Patricio Pron, se leyó una alegoría de las desapariciones. Pero tal vez es en la producción poética dónde más se concentró ese intento por decir, describir, aludir y reinventar lo innombrable del terror dictatorial. En el libro de Aguila, los testimonios son capaces de entreverar esas incógnitas estremecedoras y hacerlas retumbar en este presente signado por la ofensiva procesista, los ataques al movimiento de derechos humanos, los nuevos terrores difundidos y ejecutados, o la embestida judicial contra el proceso de Memora, Verdad y Justicia. “Tenemos que entrar a reventar las casas cosa que no le queden ganas de ayudar a ninguno”. Aguila anota las preguntas, las resalta: ¿cuáles habían sido las actitudes y comportamientos exhibidos por la sociedad rosarina durante la dictadura militar?, ¿cómo explicar el visible consenso social o la ausencia de cuestionamientos que acompañó al régimen en sus primeros tramos?, ¿qué modalidades y características habían asumido las expresiones de resistencia a la dictadura?
Hubo los que sufrieron directamente el accionar represivo. Otros cuya vida cotidiana continuó sin grandes alteraciones. Algunos optaron por aceptar pasivamente el orden de cosas. Otros acompañaron, al principio con entusiasmo, después, a medida que golpeaba la crisis económica, disminuyéndolo hasta llegar a volverse en contra. Cómo se configuró la dictadura en los imaginarios de vida en común que organizaron todos estos años. Y al mismo tiempo, cuánto y qué de todo eso hay en los avales a la mano dura o los pedidos de más seguridad y vigilancia. Estamos en la ciudad en la que se apaleó vecinalmente a David Moreyra y la policía arroja pibes al río, como lo hacían en cajones de cemento durante la dictadura. “¿Cuánto sabían los ‘ciudadanos comunes’ sobre lo que estaba aconteciendo?”, se pregunta Aguila sobre esos correlatos sociales de la represión y el disciplinamiento.
Lo que Ricardo Ragendorfer llamó la “mudanza” del 24 de marzo de 1976, cuando la Junta Militar asumió la totalidad del poder estatal llamando a la defensa de la “esencia nacional” y la restauración del orden económico, político y social, fue la oficialización de un plan de exterminio que Aguila describe con “rostro bifronte”: a la vez clandestino y público, ilegal y al mismo tiempo maniobrando en un marco legal. Para eso, la Junta se valió de los decretos de aniquilamiento firmados por Ítalo Lúder durante el gobierno de Isabel Perón en 1975. A su vez, el 28 de octubre de ese año se distribuyó la Directiva del Comandante General del Ejército N° 404/75 (lucha contra la subversión), de carácter secreto, estipulando las tareas que le corresponderían a cada fuerza. Desde fin de ese año, las fuerzas policiales y penitenciarias de Santa Fe fueron puestas bajo el control operacional del Consejo de Defensa y del Comando del II Cuerpo de Ejército. En una circular, el gobernador Carlos Sylvestre Begnis convalidó la entrega de la seguridad provincial. Cerrar filas oficiales y habilitar zonas liberadas para las patotas: una parte significativa de los secuestros y asesinatos fueron perpetrados por organizaciones que combinaban la presencia civil, policial y militar, y manejaban un extenso tejido de informaciones asentado en relaciones familiares, de amistad y vecindad. “El largo brazo de la represión y la estrecha distancia de las miradas”, titula Aguila.
Hay figuras que descuellan por lo macabro: Agustín Feced, el comandante retirado de Gendarmería que estuvo a la cabeza de grupos de tareas, coordinó las cacerías urbanas e instaló un complejo aparato de inteligencia que hundió sus raíces en el corazón de la vida cotidiana de la ciudad y la región. Dos sellos: “bds” y “bdt”. Banda de delincuentes subversivos y banda de delincuentes terroristas: casi no hace falta mencionar los reflejos actuales con la prédica remozada y paranoide sobre células anarquistas, comandos iraníes-venezolanos, hordas feministas, mapuches terroristas o delincuentes multiformes. Es la base sensible que sustenta las reformas en materia penal que Santa Fe capitanea junto al alineamiento de mandos con Nación por la Emergencia en Seguridad. El rastreo de “bds” y “bdt” se inicia previamente al golpe del ’76, y la documentación sobre el derrotero zigzagueante del brazo represor llega a un caso de 1968. ¿Cómo se traducen esas lógicas y operatorias en los modelos actuales de gestión de la seguridad? Estas policías, estos gendarmes, estos barrios, este nuevo conflicto social: de qué modo se lo dice, qué imágenes de lo social se movilizan. Por lo pronto, el Ministro de Seguridad sale a defender a los policías cazadores.
Hacerlos delatar. Extorsionarlos con la vida. Está ahí la lengua criminal del ala civil del Proceso: entregadores, delatores, silenciadores, instigadores, cómplices, justificadores, financistas. Las sospechosas y “fulminantes caídas de sectores enteros de algunas de las organizaciones”. El papel de “los doblados” que relató Ragendorfer. El clima de soledad, destierro, temor. Ese desencaje entre la inocencia y la participación que exhibe Albertina Carri en Los Rubios, los horrorizados que aparecen en La arquitectura del crimen, de Federico Actis, o lo que se condensa entre los Restos de Restos de Nicolás Prividera, o los entrelazamientos de épocas en la poesía de Julián Axat: los trabajos siniestros sobre la subjetividad de los detenidos y sus secuelas expansivas, la sustracción de la identidad y las marcas sobre la piel social. Y en lo próximo: el atroz cinismo para reintroducir el robo de identidad al servicio de la estafa electoral; la crueldad banalizada en el sometimiento financiero, el despojo de las vidas, la precarización alegre y la generalización de la sospecha. José Rubén Lofiego, el temible “Ciego”, que por la época no tenía 30 años, explicó el procedimiento cuando invitaba a “blanquearse, es decir, pagar sus deudas con la sociedad”. Un fatalismo del amo sugestivamente emparejado con los “sinceramientos” contemporáneos.
Y los que estaban en la ciudad. El rol de los testigos, los que se callaron, los que ignoraron, los que tuvieron miedo. “El hecho fue presenciado por el numeroso público que circulaba por la zona y por el vecindario”, decía La Capital en abril de 1976 sobre la captura de un “presunto subversivo”. “Lo primero que vi fue un chico joven arrodillado –describe una testigo- y a un señor rubio, alto y corpulento, con el cabello bien cortito al estilo militar, que muy cortésmente me dijo que me fuera adentro. Luego ésta persona fue introducida al Torino y el auto partió (…) cuando doy la vuelta veo que un grupo de personas iban corriendo y tirando a una chica joven que corría. En un momento dado la chica cayó (…) y le siguieron tirando en el suelo. Los chicos del barrio que pudieron llegar a verla contaron que tenía la cabeza completamente destrozada. En ese momento (…) un joven de cabello largo y ondulado, con lentes ahumados, me insultó, diciéndome que me volviera a mi casa, y desde una distancia aproximada de unos 20 o 30 metros, apuntó su arma hacia abajo y me disparó un tiro cerca de los pies”.
El número de muertos NN aumentó entre 1975 y 1979, con su pico en 1977. El promedio de edad descendió de 50 años en 1975 a 30 años en 1978, con el punto más bajo en 1977, cuando la edad media fue de 25 años. Y es inevitable emparentar los efectos residuales del terror con la persistencia de los muertos en el cementerio La Piedad. Y la faz punitiva del ciudadano obediente: “la retirada obligatoria hacia el espacio doméstico privado en aras de la supervivencia”. “Te vamos a matar y te vamos a tirar al río”. “Mandé a la boleta a 22 tipos”.
Amenazas similares a las dramaturgias violentas que implementa la policía para intimidar a los pibes de los barrios populares con el hambre del Paraná, las prórrogas de aquello de “Rosario: ciudad limpia, ciudad sana, ciudad culta”. “Ahora no podría justificar las atrocidades que hicieron los militares”, dice el testimonio de uno de los que entonces formó parte de aquella -como cita Aguila de Pilar Calveiro- “sociedad que elige no ver”.