Por Lucas Paulinovich
Foto: Tapa del libro de Osvaldo Soriano «Arqueros, ilusionistas y goleadores». Editorial Seix Barral. Ilustración: Rep
[dropcap]E[/dropcap]n algún lugar de Historia Argentina Rodrigo Fresán se pregunta por la rareza de que en un país futbolero como la Argentina no se haya escrito nunca la novela del fútbol. Quizás podría ser –dice- El área 18 de Roberto Fontanarrosa, aunque la novela del Negro no trata específicamente de fútbol. Podríamos arriesgar que no está ahí –en el fútbol- el centro de su conflicto: Congodia es un país dividido por cientos de lenguas y tribus, pero unificado en torno a un único equipo nacional que dirime mediante un partido de fútbol los conflictos internacionales. Ganando un partido obtuvieron su independencia, y a través del fútbol definen límites geográficos o la llegada de empresas internacionales. Para evitar la disgregación de sus habitantes, se suspendieron los torneos internos. Se trata de una parodia formidable del futbolismo, pero el juego en sí mismo no es lo esencial, aunque sea uno de los jugadores quien lleva la voz y algunas de las escenas fundamentales se desarrollen dentro de la cancha. Entonces, digamos que es cierto, y que el fútbol, para las y los futboleros, es mejor jugarlo y verlo, que narrarlo.
Y si aparece Fontanarrosa rápidamente hay que remitirse a la cuentística que mejor elabora el universo del hincha, donde el sentimiento se entrampa con la razón. Pero no tanto el juego. Lo mismo para los relatos de Eduardo Sacheri, hincha de Independiente, y tampoco en su novela Papeles en el viento. Los cuentos de Osvaldo Soriano, de San Lorenzo, centrodelantero, también avanzan por un sendero semejante, con personajes estrafalarios y situaciones tan inverosímiles al punto de quebrar cualquier indicio de veracidad: todo es posible y razonable. Pero uniformemente lo que se distingue es la vivencia del hincha, como el más lejano Fiebre en las gradas, del inglés Nick Hornby, del Arsenal. Ya es conocida la frase de Albert Camús, argelino, premio Nobel de Literatura y arquero, sobre su deuda con el fútbol respecto a sus aprendizajes sobre la moral. Aunque el fútbol no haya ocupado si quiera un rincón de su obra. “En el fútbol todo se complica por la presencia del equipo adversario”, podría responder el otro existencialista, Jean Paul Sartre, francés del París Saint Germain.
Entre los locales, Javier Núñez, leproso, en Un bien para la humanidad también elabora las fantasías –el registro de la invención deseante- en torno a los que no ingresan a la cancha pero tienen –o pretenden- su rol en el juego, cuando un grupo de amigos inventa una máquina que permite editar el tiempo y retocar las jugadas fallidas. Nicolás Manzi, canalla, en Centrojás, engendra un coro de voces donde el relator del partido se mezcla con las circunstancias del juego y el relato es un emergente coral que ronda las mínimas epopeyas del crack Milonguita. Pero siempre hay una suerte de transferencia en las experiencias, un desacople entre lo escrito y lo que vive el cuerpo jugando. Cuerpo y pelota es un vínculo difícil para capturarlo con significados previos. Kurt Lutman, ex jugador de Newell’s, es uno de los que recrea ese “estar adentro” en sus crónicas y relatos breves, como una apuesta a la humanización del fútbol profesional y con paisajes del fútbol regional y barrial, donde también se desempeñó al principio y al final de su carrera.
De todas formas, en la literatura local, el fútbol no ganó relevancia entre las preocupaciones de los escritores y escritoras. A pesar de que se trate de una historia repleta de personajes y episodios con sustancia literaria: el origen ferroviario de los clubes, la primera transferencia de Harry Hayes, el romanticismo amateur de Gabino Sosa desconcertado ante su primer contrato, las cigüeñas y caranchos que revolotean sobre los campitos y potreros, el itinerario delictivo del Gato Andadra, los pases de juveniles enredados entre narcos y policías, el amor y la violencia, el Mundial y los desaparecidos, la “prolífica cantera”, la vuelta de Maradona al fútbol argentino, la leyenda del Trinche Carlovich, por nombrar algunas. Tal vez la palomita de Aldo Pedro Poy es uno de los hechos que ingresó a la narrativa, pero desde el viejo Casares, un hincha.
Hubo otros escritores insospechados de futboleros que también incursionaron en el tema, como Jorge Luis Borges y Bioy Casares, por medio de Honorio Bustos Domeq, en Esse est percipi, una fábula sucesoria de La fiesta del monstruo, donde todo su espíritu anti-fútbol y anti-popular adquiere otras texturas gracias al ingenio literario. Y hasta la aparición de Pelota de Papel -un proyecto encabezado por Sebastián Domínguez, zaguero campeón con Newell’s, Vélez y Estudiantes, que convocó a jugadores para que escriban- no irrumpió esa novedad de una voz que no estaba, más que en los avisos descubiertos con los libros de Jorge Valdano, campeón del ’86, como nave insignia. En el fondo, todos –o casi todos- somos –o nos sentimos- futbolistas, y quizás en ese desencaje se hallen algunas de las razones del escaso protagonismo en las letras nacionales. Puede que por ese motivo sean las mujeres, las disidencias sexuales, los y las excluidos del “universo futbolero” quienes más tengan para decir. Es un veremos.
Alguna vez Mario Vargas Llosa dijo estar escribiendo sus memorias de futbolero. Pero quedó en eso. Vinicius de Moraes le escribió un poema a Garrincha y Rafael Alberti a Franz Platko, arquero húngaro. Roberto Bolaño escribe un cuento sobre un chileno que es fichado por el Barcelona. Peter Handke tiene su historia sobre un arquero que deviene asesino. Incluso Shakespeare hace pasar al fútbol entre sus obras. El mexicano Juan Villoro es otro escritor futbolero que ha dedicado tiempo y espacio a escribir sobre su pasión. En una reciente nota en el diario El País de España dice que la forma más fecunda hasta ahora fue la crónica, ya que permite contar a medida que transcurren los acontecimientos, volver a narrar lo sucedido. En esa zona despunta El fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano, quien todos los Mundiales colgaba un cartel en la puerta de su casa que decía: “Cerrado por fútbol”. En lo próximo: el texto recientemente premiado de Juan Mascardi sobre el gol de Guillermo Farré que mandó al descenso a River. Y el fútbol contó un cuento se llamaba el ciclo dónde Alejandro Apo dejó grabados cuentos memorables de escritores argentinos. Bien podría decirse que el fútbol todavía espera que lo cuenten.
En definitiva, parecería haber una tensión que empuja hacia lo que suscita el goce, es decir, el juego, y no lo que después se diga o haga con él, que vendrían a ser excusas que aminoran la ansiedad hasta el nuevo turno. En ese caso, mencionar a Ezequiel Fernández Moores se vuelve indispensable, más aún en plena ostentación carnicera del periodismo deportivo hegemónico ante las complicaciones argentinas para pasar la primera ronda del Mundial de Rusia. Hay algo ahí que continúa operando, como si la ficción no alcanzara para crear la complejidad suficiente del fenómeno. Huecos que se llenan con basura. En relación a eso, Martín Kohan, hincha de Boca, frecuente asistente a las tribunas de Defensores de Belgrano, dice preferir el fútbol antes que leer la literatura de fútbol. “Para qué voy a leer de fútbol, si puedo jugar al fútbol”, me decía un amigo futbolista cuando lo invitaba con algún libro. Irrebatible.
Hay otros –varios- escritores que hablaron o alguna vez redactaron algo sobre fútbol, pero no siempre como parte de su trabajo creativo, casi apostillas, notitas de color sobre sus amores. Sábato y Estudiantes, Fabián Casas y San Lorenzo. Sí, en cambio, Martín Caparrós, que escribió Boquita. Quizás el relato de Víctor Hugo Morales del gol de Diego Maradona a los ingleses en el ’86 ocupe un sitio preferencial entre esos textos compuestos alrededor de la pelota. Una pieza de espontaneidad creativa que se acopló perfectamente al gol más maravilloso de la historia de los Mundiales. Indudablemente, el gol de Maradona seguiría siendo lo extraordinario que fue aunque no hubiera existido el relato, sin embargo, la existencia de ese relato abona al engrandecimiento mitológico. A veces, hacen falta las palabras, aunque no puedan decir lo que se quiere decir. Hoy semejante expresión poética contrasta con los relatos preformateados por la televisación salidos de relatores ávidos por encajar sus muletillas y ganar su pequeña porción de fama. Hay todo un subgénero narrativo del fútbol-espectáculo que ante cada Mundial se activa e inunda las pantallas con el fervor del nacionalismo publicitario, donde cada empresa arenga con los estereotipos más llanos mientras exhiben sus productos y cuentan sobre sus promociones especiales. Mala literatura de la cual el fútbol no es responsable.
En 1963, el escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini decía que “el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar la atención inteligente”. Cuatro años más tarde, Dante Panzeri escribe Fútbol, dinámica de lo impensado, un libro pionero que confesaba “no servir para nada”, y abrió un territorio de indagación que se nutrió de ensayos, perfiles y biografías, sobre la pasión más arraigada a nivel global. En la Argentina, esa profusión no es tal, con un ambiente futbolero siempre reacio a las preguntas incómodas y a ese poner el “pensamiento en acto” sobre una actividad que “se vive”. La pirámide invertida. Historia de la táctica en el fútbol, es un trabajo voluminoso escrito por Jonathan Wilson, periodista británico, que acompaña el proceso de gestación de los distintos sistemas tácticos y los contextos históricos en los que tuvieron lugar. En España hay una nutrida bibliografía que toma al fútbol como objeto de estudio, no como una argucia para “hablar de otras cosas”. El modelo de juego del FC Barcelona de Oscar Cano Moreno es uno de esos ejemplos que aborda tal vez la última gran revolución encabezada por Josep Guardiola. En el terreno nacional, por nombrar alguno, surge De pies a cabeza, una colección de ensayos coordinada por Agustín Valle, con capítulos rosarinos.
Pero volviendo a Pasolini. Al italiano le gustaba hablar de fútbol. Y lo jugaba. En marzo del ’75, en Parma, se enfrentaron el equipo de Novecento, de Bernardo Bertolucci, y el de Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini. Era una forma de resolver los conflictos entre los directores, como si estuvieran en Congodia. Pasolini, recostado sobre la banda, tiene la cinta de capitán. La camiseta es azul y roja como la del Bologna, donde jugó en inferiores y del que era hincha. El resultado que apareció en La Gazzetta di Parma decía que Novecento ganó 5 a 2, aunque Bertolucci después afirmó que ganaron 19 a 13 y que Pasolini abandonó el partido enojado porque sus compañeros no se la daban.
De todos modos, aquella sobre la disociación del fútbol y el pensamiento no sería la única de esas pifias a su vez proféticas: unos años después, tras la derrota de Italia frente a Brasil en la final de México ’70, Pasolini escribió un artículo en el que explicaba que la “prosa italiana” había sido aplastada por la “poesía brasilera”. Indicaba que el fútbol era un sistema de signos, y que esos sistemas de signos son muchos y no solo hablados. Y que en el lenguaje del fútbol había “podemas” en lugar de “fonemas”, las unidades mínimas de la lengua. El conjunto de “podemas” hace al conjunto de “palabras futbolísticas” que forman un discurso. La sintaxis se expresa en el “partido”, que es un discurso dramático. “Quien no conoce el código del fútbol no entiende el ‘significado’ de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases)”, apunta. Y entonces dice lo del fútbol de lenguaje prosístico y lo del fútbol de lenguaje poético, el surco irremisible que se exhibió entre italianos y brasileros en la final de México. En el fútbol latinoamericano, básicamente poético, el gol era una conclusión a cargo de un “poeta realista” de una combinación previa necesaria. Y, apurándose en esa nota de 1971, dice: “el sueño de todo jugador (que todo espectador comparte) es arrancar del centro del campo, driblar a todos y marcar. Si, dentro de los límites permitidos, cabe imaginar algo sublime en el fútbol, es precisamente esto”. El 22 de junio de 1986, también en México, en el estadio Azteca, lo sublime acontecía y el fútbol se escribía por sí mismo. “Por eso Maradona, además de un imposible cuento fantástico en diez segundos, con aquel gol zigzagueante acababa de escribir, sin saberlo, el nuevo Martín Fierro”, subrayó Andrés Neuman. Pasolini no llegó a verlo.