Cinco personas, entre ellas cuatro niños, murieron en término de quince días como consecuencia de dos incendios en viviendas de barrios periféricos. Denominadores comunes en la geografía de la desigualdad.
Por Martín Stoianovich
La noticia este último 1º de junio fue el frío. Y los comentarios: qué ganas de quedarse durmiendo, qué abrigo se pone uno para no tener frío y a la vez poder moverse, o las manos sin guantes independizándose del cuerpo -heladas- en el manubrio de la bicicleta, o ese señor quietito en el banco de la plaza que durmió ahí y dios santo. Y entonces la pregunta.
¿Cómo pasa esta gente estos fríos?
Esta gente. Las familias de bajos recursos, solitarios en situación de calle. La benevolencia del vocabulario formal -oficial acaso- no es tan benévola: más allá del término siguen siendo pobres.
Este primero de junio la desgracia se apresuró en responder la pregunta. Madrugó, la desgracia, y a las cinco de la mañana se llevó la vida de cuatro personas. Rosa Ríos, 42 años, embarazo urgente. Elías, dieciséis. Xiomara, nueve. Lilian, ocho. El fuego devoró la planta alta de la vivienda de calle 1804 y Espinosa, zona sudoeste, donde se hace difuso el límite entre los barrios Triángulo, Toba y 23 de Febrero.
Dicen desde la Fiscalía que el informe preliminar de Bomberos Zapadores indica que el inicio del fuego se dio por unas velas que cayeron sobre ropa. Y entonces se desató y no frenó más. Elías, que dormía en la planta baja, subió para intentar salvar a su mamá y sus hermanas. Pero nada, el fuego también lo atrapó. Los vecinos intentaron romper las paredes, entrar por atrás, por adelante, por arriba, por la puerta, por todos lados. Y mientras tanto los bomberos no llegaban. Para cuando sí, en la planta alta estaban todos muertos. Solo sobrevivió Amira, de veinte, la hermana más grande de la familia, junto a su pequeño de tres, porque dormían en la planta baja.
Técnicamente, entonces, no fue el frío el motivo por el cual en esa casa había un fuego encendido que luego se descontroló hasta la desgracia. Sí suele ocurrir eso de que se encienda un tacho con algo inflamable, un poco de combustible, así la estufa improvisada, y cada tanto la desgracias. Pero esta vez fue una vela. Aparentemente -según dicen vecinos y la única sobreviviente adulta- la prendieron por un corte de luz en la zona.
Cuenta Liliana, vecina del barrio Toba del sudoeste, que hay zonas con conexiones precarias de electricidad que suelen ser causantes de incendios. A veces se pueden controlar y otras no, eso pasa. Y cuando no, trasciende. Pero los incendios por este motivo, dice Liliana, son frecuentes en la zona. Sin ir más lejos, a ella se le quemó la balanza de la forrajería que montó en la entrada de su casa y algunos otros electrodomésticos. Un día la EPE sacó los medidores, cortó el servicio y entonces todos los vecinos se engancharon.
Un transformador que se prendió en la calle y desprendió fuego y piezas fundidas sobre las viviendas. Un corte por la tormenta. Una estufa eléctrica que a veces no prende porque no alcanza la energía. Las anécdotas son recientes y giran en torno a las falencias de un servicio público negado que, por indispensable y ante la improvisación, se volvió precario, peligroso y sin control.
El fuego por fallas en zonas de tendidos eléctricos irregulares. El fuego en calefacciones caseras que se desborda y destruye. La desgracia tiene un denominador común que aterra: suele decir presente en las periferias, los barrios más pobres. Por los tendidos irregulares, por la calefacciones caseras. Pero también por los materiales con los que se construyen las viviendas. La principal hipótesis sobre la causa del incendio del 1º de junio dice que el fuego creció irremediablemente cuando hizo contacto con los bloques de poliestireno expandido que cubrían el techo de la casa. Se trata de un material que si se lo utiliza de forma segura no implica riesgos, pero que si está expuesto y sin aislantes se convierte en un combustible latente.
La desgracia, protagonista en estas historias, se tomó catorce días para volver. Como si se la estuviera esperando, hizo uso de su peor capacidad: la de repetirse.
Brian tenía 12 años. De su casa en Arévalo y Cullen, barrio Rucci, no quedó nada después del incendio del viernes 15 de junio. Mientras el fuego crecía y los bomberos llegaban, los vecinos se rompían las manos tirando la pared abajo para intentar lo imposible. Cuando el fuego hizo arder todo, Brian estaba durmiendo. Y así lo encontraron: acurrucado en su cama. El hecho, desde un principio, lo investiga el fiscal Luis Schiappa Pietra, de la Unidad de Homicidios. Es que un testigo dijo haber visto a un grupo de chicos salir corriendo de la zona cuando el fuego creció y eso mantuvo la sospecha de un causante intencional. Pero con el correr de los días la hipótesis fue cambiando y hoy se cree que el fuego se originó por una estufa que fue movida por un perro.
“Una especie de estufa de pantalla con garrafa”, indican los voceros de la Fiscalía. El cuerpo de Brian no tenía signos de violencia y sí indicios de humo en sus vías respiratorias.
Hizo mucho frío esa noche.
Triste historial
La desgracia se empeña en coincidencias nefastas. Invierno de 2016. Barrio Rucci. Madrugada del 25 de julio. Una falla eléctrica enciende el fuego y todo se prende en una vivienda de Blomberg y Palestina. Los vecinos rompen las paredes y sacan a dos nenas con vida. Un niño de 12 años muere por tanto humo.
El 19 de mayo de 2017 un cortocircuito en una vivienda de Larrea al 400 bis, barrio Ludueña, provoca un incendio que se adhiere a otras dos casas. Todas quedan destruidas. Y hay que alegrarse porque no hubo heridos.
Pocos días después, el 2 de junio de ese año, la desgracia no tiene piedad y esta vez se lleva la vida de dos niñas. Barrio República de La Sexta. Madrugada y frío, otra vez. Una vela, otra vez. Maite, ocho años. Geraldine, diez.
Anticipándose a la tragedia del 1º de junio pasado, el 24 de abril un incendió en Avellaneda al 4300 se devoró todo. El fuego comenzó por unos cables en cortocircuito que cayeron sobre una vivienda de chapas y tirantes. No había nadie en la casa y se pudo hablar de suerte entre tanta pérdida.
Un contexto que habla
Liliana, la vecina del barrio Toba a la que un corte de luz le quemó los elementos de su negocio, también atiende el comedor comunitario de la organización social Causa. Cuando habla de este tipo de accidentes que acaba con vidas y viviendas, Liliana deja ver el panorama que rodea a estos sucesos.
Desde octubre de 2017 el comedor abre sus puertas lunes, miércoles y viernes a las 17.30 para darle la merienda a casi cincuenta niños. En estos tiempos el comedor se transformó en un termómetro de la situación social. “Aumentó todo lo malo”, dice Liliana. El desempleo y el hambre están castigando al barrio. Hay familias que ni siquiera pueden afrontar el frío. Los niños van al comedor en sandalias, o descalzos. Se sientan en la mesa y devoran. Cenan la merienda o meriendan como cena. Como sea: tienen hambre.
Del lado del barrio 23 de Febrero, cruzando Rouillón, también. El comedor “La Morenita” sigue en pie como la vez que Rosa, la mujer que lo atiende, habló con enREDando a fines de 2015 anticipando un leve aumento de las familias que se acercaban al comedor. Hoy hay quinientos niñas y niños y doscientos en lista de espera. Sí, lista de espera para comer.
“La pobreza se multiplicó, no hay trabajo. La gente que trabajaba en fábrica o de albañil se ha quedado sin trabajo. Ahora hacen changas, agarran el carrito, se van a juntar cosas”, dice Rosa. Mientras, corta cebollas, morrones, verdeo, ajo, zanahoria y los cimientos de un guiso multitudinario van tomando forma.
El barrio ofrece esa postal de la decaída. Los vendedores ambulantes de siempre ahora son más. El vecino usa la vereda para ofrecer su carpintería. Otro compra pallets. El que no vende se va a cirujear. Y los pibes que tienen a mano el poxi son cada vez más. Caminan con la bolsa en la boca paso lento, mirada en cualquier lado, no diálogo, no sonrisa.
Una panorámica de la desgracia. A veces arde en llamas y todos la ven. Y otras está tan naturalizada.