Marcelo Britos y Pablo Bilsky, dos escritores rosarinos, actuales, que comparten un bloque generacional –uno nacido en el ’70, el otro en el ’63-, que viven y trabajan en la ciudad, “salieron al mundo” y volvieron con anotaciones que dan forma a dos libros recientemente publicados: Mickey en Brandenburgo (Aurelia Rivera) y China (Baltasara).
Por Lucas Paulinovich
[dropcap]D[/dropcap]avid Viñas señaló los diferentes tipos de viajes que están en el origen de la literatura argentina. Modalidades heterogéneas de visitar, en ese caso, preferencialmente, Europa, como etapas en la formación de los escritores y, a un tiempo, de los textos fundamentales. El viaje como una instancia básica, vívida, de interacciones y reciprocidades, no meramente contingentes, sino constitutivas del fenómeno escriturario. Casi un estado por el que se atraviesa para conformar una especie de sentido universal con que se intenta, a veces escapar, otras sedimentar, otras cuestionar, llegado el caso, revertir, cierta noción de territorialidad en las letras nacionales que permitió u obstaculizó, alternativamente, el funcionamiento de la literatura argentina más allá de las delimitaciones geográficas y culturales. Marcelo Britos y Pablo Bilsky, dos escritores rosarinos, actuales, que comparten un bloque generacional –uno nacido en el ’70, el otro en el ’63-, que viven y trabajan en la ciudad, “salieron al mundo” y volvieron con anotaciones que dan forma a dos libros recientemente publicados: Mickey en Brandenburgo (Aurelia Rivera) y China (Baltasara).En el libro Mickey en Brandenburgo, la mano del narrador produce un aparato que combina los registros del diario de viaje, el ensayo y la crónica. En sus páginas se encuentra la entonación de un viaje pictórico: “Monet es una excusa maravillosa para recorrer el mundo”. Es un paseo por las evocaciones del autor en torno a los cuadros y los artistas que abonaron la mirada con que observa. Si, como cita a John Berger, “la mirada precede a la palabra”, la de Britos es una búsqueda de aquellos sentidos posibles que faciliten la recuperación, en el texto, de esas claves sensibles que organizan el espacio íntimo desde el que se abre, posteriormente, la narración. Un traslado entre la pintura, la imagen contemplada, y el escenario que la circunda: la materia en la que se-está al contar. El vínculo fundamental entre relato y lugar queda, así, recalcado: “estar” en los sitios referidos en los libros y películas. Como si el viaje, a la vez que una apertura hacia el afuera del mundo, ofreciera también una llave hacia el interior oculto de los recuerdos de la infancia, un salirse para reingresar en lo hondo de la experiencia más cercana.
La escritura en viaje está marcada por las inquietudes y, por eso, no permite la fácil absorción por las “quietudes” de los géneros. En China, el intento ensayístico es reemplazado –por así decirlo- con la pulsión poética, la agilización del nervio óptico y la creación de imágenes a partir de los elementos, los objetos, las personas y situaciones. “La mirada tiene que posarse sobre otras cosas, muchas veces lejanas, para contarse a sí misma”, escribe Bilsky. En China, el cronista cuenta y construye, interviene, apuesta, hace su juego en relación a lo indecible: los otros. Recuerda a Kafka en Praga; guetos y muros en Jerusalén; un “bailongo de pringue, de peste, de tongo, trasto y peste” en Varsovia; refugiados; una docente paraguaya habla de la literatura argentina, la memoria y la verdad en la Universidad de Chicago; los policías de Los Ángeles combaten contra hologramas, se detienen a sí mismos, Freddy Krueger se enoja por la escasa propina, ficción-realidad, los dioses de Hollywood, celebridades de cera, Paseo de la Fama, el mondadientes de Brad Pitt, la alfombra roja, los devotos “como cristianos sobre la piedras eternas de la Vía Dolorosa de Jerusalén”, y zombis, homeless, muertos vivos tras bambalinas, “las bambalinas de las bambalinas” en el bosque de los acebos. El énfasis descriptivo de Britos, en Bilsky se vuelve una tensión sobre el dato crudo.
En ambos textos, se transparentan los procedimientos particulares, las dimensiones interiores del estilo. Y por eso, son producciones que dejan acariciar lo que ordena la “masa sensible” de las máquinas escriturales: los modos de pararse y transitar, de ver y de obviar, las peculiaridades que están en la etapa previa del trazo ficcional o poético, según el caso. De algún modo, es como si el registro viajero fuera, aún involuntariamente, una forma de confesión, una plataforma de experimentaciones; o, al menos, que adquiere ese tono por su carácter pasajero, y se establece como un complemento sustancial para comprender -¿asimilar? ¿aproximarse?- al momento, o los momentos –precisamente: la sucesión-, en que toma espesura una mirada, una voz, una singularidad literaria. Un índice de lectura para los otros libros de Britos y Bilsky.
Los dos están en Berlín. Bilsky recoge una escena de Nochebuena, la ciudad oscurecida desde temprano en el invierno boreal. La cuadriga de la puerta de Brandenburgo, el carro-crestín robado a Francia, esta vez hurtado por la neblina. Britos observa a Mickey ofreciéndose para las fotos. El occidente de consumo a los pies del monumento a la batalla. Soldados disfrazados y caricaturas. Fotos. Desde ahí se pregunta por la “banalidad del mal” de los argentinos que vieron y que callaron, que supieron y no dijeron, que ocultaron, que denunciaron, que justificaron. Un film, “El huevo de la serpiente”, de Ingmar Bergman, es el disparador del interrogante por los hábitos y sentidos comunes en el trasfondo del horror. Una exploración de imaginarios que emerge como una necesidad apremiante. Las formas de la violencia repetitiva. En Alemania, Berlín. Donde las cicatrices se hacen visibles en las calles. Y el terror nazi es una congoja colectiva que restringe los discursos, modula, aún atemoriza. Britos cuestiona la falta de obras que elaboren el papel de “los comunes” y se lamenta por la abundancia de los que “proyectan en sus trabajos –algunos ya aburridos y trillados- la responsabilidad y las culpas bien lejos. No se aporta nada nuevo”. El desafío es valioso, urge, provoca. Sin embargo, ¿se trata de la proyección de culpas o, más bien, son capas de elaboración del horror? Al decirse, ¿no están, también, denunciándose en tanto portadores de palabra al hablar de los que fueron sangrientamente silenciados? “Demasiado poco para 32 años”, dice Britos, rescatando “Andres no quiere dormir la siesta”, de Daniel Bustamente. “No deberíamos explicar lo obvio”, resuena Brecht. Pero no necesariamente se debe a la “abundancia” de las angustias militantes la aparente afasia sobre los “huevos de la serpiente” diseminados en la superficie social. ¿No suma la singularidad del dolor? ¿Debería sumar como si la memoria fuera un escenario de narrativas cuantitativas? En Espectros, Bilsky está en Londres, es 2005. Londres atentada. La paranoia civil que arrasa con la flema inglesa. Se desata la cacería. Grupos de ultraderecha y hooligans unidos. Islamofobia. “El miedo y la bronca mutando en problema social y político”. Los fantasmas se diversifican, no son ya los que acechaban al rey Ricardo III. “Londres se parece a Israel”, dice un joven inglés. Respuestas monocordes: más control, más represión, más persecución a los musulmanes y a los que se les parecen.
El desenlace de preguntas es lo oportuno de estos dos libros. Es, en definitiva, una “cadena de asombros”: mirar, registrar, traducir. Textos escritos en viaje, “acaso la condición en la que somos más propensos a asombrarnos”, dice Britos. Palabras para mencionar el mundo. Y el mundo que se desborda. Metonimias del siglo XX: París, Stalingrado, Berlín. Zonas y lugares registrados desde lo dual de dos escritores rosarinos y coetáneos. “El viajero se envicia con la sorpresa”, apunta Britos en Cacique Ariacaiquín, donde viajó como cronista y se enfrentó a dos que “viajan por viajar” por esas tierras. Dos miradas. En Santa Fe quieren meter preso a los “errantes” –así les llama- por borrachos. Toda una síntesis: ciudad, ley y vecindad. Por su parte, Bilsky divisa y pone de manifiesto esas várices hinchadas por los viajeros, los lazos profundos que van de la conquista y acumulación a las deslocalizaciones y la libre circulación de capitales –no de cuerpos-.
Se dibujan, entonces, otras traslaciones: la crónica recobra las texturas de los otros, para lo cual “no hay nada exacto ni objetivo que decir”. Es la compulsión de la escritura para entender, escribir porque no se entiende. Y eso puede ser “mover el destino”, dar vuelta la condena que padece el que viaja, el que se mueve, y romper, llegado el caso, el hechizo del sueño ajeno: usar la escritura literalmente como motor, es decir, práctica que saca del reposo, ya no solo al cronista, sino al territorio al que llega. China: la otredad pasteurizada. El exotismo: ante lo incomprensible, la sustitución. Bloquear lo no dicho con ruido: delicatesen intelectual. La China es lo inasible. Solo queda la palabra. Pero, ¿qué palabra? Como si fuera una rueda: al intentar decirla, se escapa. Entonces, se le da voz al sufrimiento, al dolor, la pequeña alegría, los mínimos gestos humanos frente al desastre, la guerra, el exilio y el hambre. Y si en Britos la maravilla del arte se contrasta inmediatamente con la perturbación del exterior -como en la Feria de Guadalajara, “la meca de los libros rodeada y cercada por policías armados con fusiles”- en Bilsky la incisión va a la contra fachada de las postales turísticas y el city tour: las zonas densas de Ámsterdam, a la vista pero no visibles a la mirada impermeabilizada del turista; las dimensiones trágicas del “tesoro turístico” griego en plenas protestas contra la troika –FMI, Comisión Europea y Banco Central Europeo- en 2011: hay banderas argentinas, venezolanas y bolivianas; imágenes del Che. Represión a pocos kilómetros de Delfos, sitio de la primera declaración de los derechos humanos en 579 a.C. La gente se asfixia, “los mercados respiran aliviados”.
Se trata de una mirada suspicaz, que descree de las impresiones, que anota como pulsando esa realidad. De ese modo, en sus viajes, en los textos que producen sus anotaciones, los dos escritores rosarinos dejan trazos de la visión hacia el mundo, invierten el sentido del ojo universal que siempre recae, se derrama, sobreviene. Configura desde un allá. Rosario, Santa Fe, Argentina: se desencastran. Y salen, se proyectan. A la vez, ponen en marcha dos modos de escritura, la formación viva de las voces, sus propios trabajos de contar.