Si el gobierno de Cambiemos es una gestión de la desmemoria, preguntarse qué es y cómo se construye la memoria histórica está en el centro de la política del presente. Los ensayos de Rubén Chababo -ex director del Museo de la Memoria y actual secretario de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Rosario- reunidos en La piedra y el fusil. Apuntes en torno al heroísmo y los lugares de la memoria (publicado por la editorial Casagrande a fines del 2017), asumen la tarea densa y dificultosa de abrir un paréntesis justo dónde calan el dolor, la vergüenza y los imperativos del olvido.
Por Lucas Paulinovich
Chababo palpa y problematiza las dimensiones de la traición, las asechanzas continuadas en el cotidiano democrático, los modos en que se prolongó el terror procesista como un mecanismo de captura de las sensibilidades postdictatoriales, la pujas y los conflictos por los relatos del pasado, los efectos políticos del perdón desde el Estado en 2003 y los juicios a los represores, el modelo argentino de Derechos Humanos: está la mirada de sesgo a los sobrevivientes; la discusión de los relatos aparecidos; el miedo sentimental; la duda y las sospechas. Es decir: el deambular incesante del terror. Es un movimiento –un sacudimiento- de la memoria ante la reactualización de la teoría de los dos demonios, la celebración homicida de las fuerzas de seguridad, los balazos en la nuca, los linchamientos promovidos, el freno de las causas, el 2×1, o el doblez de garantismo penal para genocidas y punitivismo cruento para presos comunes.
Los otros
Sartre observa una fotografía publicada en France Libre en la que un oficial alemán revisa los estantes de una librería en los muelles de la París ocupada. Escribe que, al verla, no puede evitar sonreír. El alemán está de espaldas: es una “nuca brutal y anchas espaldas”. El epígrafe de la imagen dice: “Un soldado alemán profana los muelles del Sena, que antes pertenecían a poetas y soñadores”. Sartre subraya el carácter arbitrario del fotógrafo: alrededor había “centenares de franceses que hojeaban libros en decenas de tiendas” y él observa “a un solo alemán que hojeaba un libro viejo –escribe-, a un soñador, quizás un poeta”. La escena forma parte de París bajo la ocupación. Dice: “solo el 3% de la población militó con alma y vida en la Resistencia. El colaboracionismo del ciudadano común, de industriales y de intelectuales fue francamente vergonzoso”. Chababo rescata esas imágenes y las escaba: pueden ser los recuerdos del único sobreviviente del Comando General Resistente de Varsovia; o los testimonios que aluden al “esfuerzo propio” de los sobrevivientes del Holocausto; o los “reacomodamientos biográficos” de las nuevas generaciones para salvar fragmentos de su historia; las versiones que, producidas desde el saber de lo ocurrido, abrevan en las disciplinas del “no había otra alternativa”, “era lo corriente en aquellos años”, “el debió hacer eso para salvar su vida”.
Es un trabajo que intenta pensar el ayer como un palimpsesto, una “suma sucesiva de capas superpuestas que, una vez llegadas al presente, conforma el espesor no siempre real de aquello que llamamos Historia”, para percibir esa Historia como un “territorio complejo y diverso en el que la santidad y la pureza no son adjetivos que sirvan para entender lo sucedido”. Y para ese estremecimiento reflexivo puede servir el reloj en el brazo de uno de los soldados soviéticos que aparecen en la famosa foto clavando la bandera en el Reichstag; el libro de José Agüero, Los rendidos, sobre el don de perdonar, un hijo de militantes de Sendero Luminoso que se pregunta de quién fue el heroísmo; o el juicio in absentia a Roberto Quieto, condenado a muerte por sus compañeros, mientras era torturado en Campo de Mayo.
Dar la vida
En esa exploración, Chababo analiza la confección de las figuras de inocencia, las narrativas de ángeles y demonios, los discursos perdonadores de la militancia de los ’70. ¿Cuánto del miedo, el recuerdo visceral del tormento, siguió operando en los declives conservacionistas con que cierta militancia recalibró sus existencias frente a la vida en democracia? ¿Qué consecuencias tuvieron esos giros hacia la protección y el cuidado del valor de la vida? En la forma de entender las “decisiones alucinadas” en torno al heroísmo parece haber un desenganche generacional respecto a las prácticas de lxs pibxs que asumen la causa de los derechos humanos. Incluso, uno más profundo que el producido cuando apareció la agrupación HIJOS: las formas imprevistas de recuperar el pasado en común. Lo real y lo imaginario, en todo caso, se ponen en discusión con nuevos términos: los de esa generación que reniega del mote de “hijos del neoliberalismo”, educados en pedagogías del olvido y el desinterés, contra el civismo discreto de la mayoría silenciosa. Como cediendo a otra instancia de la premisa que intuía buscar la vida como precipicio hacia la muerte. No sufrieron las torturas en el cuerpo propio, pero hay una continuidad sensible: es el cuerpo de los propios.
A partir de la discusión sobre la carta abierta de Oscar del Barco, donde se remonta al fusilamiento de dos militantes del Ejército Guerrillero del Pueblo por sus compañeros, Chababo recobra la respuesta de Lila Pastoriza: ella alude a la imposibilidad de equiparar la violencia de los grupos armados con el terrorismo de Estado. Chababo señala un rasgo anacrónico en el argumento: eso ya había sido sentenciado en el Juicio a las Juntas varios años antes. Pero leído ante la avanzada de Cambiemos, lo aparentemente anacrónico del argumento se desdibuja: otra vez se pone énfasis a la duda sobre la legitimidad de la violencia como un recurso de resistencia y rebelión a la opresión. La discusión entre Del Barco y Pastoriza reaparece con una fuerza incómoda ante el intento de reinstalar un relato civil que justifique el terrorismo de Estado, esta vez sin épicas, con el reconocimiento de los errores y los excesos, pero exculpando la atrocidad por la importancia de sus fines de “orden” y “pacificación”. Y entonces, cabe preguntarse: ¿cuáles son los límites de la mirada obcecada en su centramiento moral para pensar, ya no los ’70, sino las continuidades procesistas?, ¿de qué manera reponer el temblor de la carne que contuvo a esos episodios históricos?, ¿cómo hacemos para pensar los alcances de la violencia sin restarle complejidad y dramatismo, opacar el bullicio de esa historia que está debajo de los acontecimientos?
Ausencias
Boris Pahor camina por el campo de Los Vosgos junto a un grupo de turistas. Lo relata en Necrópolis. Las sensaciones y recuerdos. “Es el único que ve allí otra cosa que aquella que ve el resto de los visitantes”, dice Chababo en Caminando alrededor. Los otros imaginan; él, recuerda: es el campo donde estuvo detenido. Y observa a dos jóvenes besándose al lado de las antiguas alambradas que separaban la libertad del confinamiento. Un beso sobre el horror de las ruinas: Pahor lee ahí un ademán de indiferencia, de distancia con la tragedia. Un “hiato insalvable” en el relato. Hay ahí un problema: que las generaciones contemporáneas no sientan algo parecido cuando recorren los antiguos sitios de dolor.
El capítulo del libro es un recorrido por espacios de memoria, monumentos, baldosas y recordatorios: las batallas memoriales. Las tensiones entre lo visible y lo mostrable. El desafío de volver dicentes los territorios del dolor. Narrar los vacíos y traducir lo invisible en visible. Y en el repaso, quedan acentuados los límites del relato-palabra, abstracto, lógico, que oculta el fondo sensible, corpóreo, del sufrimiento. Esa conmoción que se afronta ante los encadenamientos sensibles entre las luchas históricas del pasado y las actuales –esxs pibxs que se movilizan por el gatillo fácil y, especialmente, el feminismo: ¿qué actualizaciones producen en las políticas de la memoria?-. Chababo apela a las “arqueologías de la violencia” y la capacidad sensible del espectador para reescribir el nexo entre la palabra y la imagen: son los cuerpos estrujados en búsqueda de los cuerpos ausentes. “Presenciar” los cuerpos como una acción distinta de exponerse a lo “presentable”. La crítica a las elaboraciones artificiales de la memoria le permite recuperar la “carga aurática” de la ausencia, la espesura de la vivencia frente al embellecimiento que “limpia” las huellas de la tragedia.
En ese trance, Chababo releva los modelos del “turismo del horror” y detalla las formas en que se banalizan los sitios de memoria, la mercantilización del recuerdo, el consumo fast de puestas en escena, la recolección de souvenires de la memoria. Alude al shopping en la excarcel de Punta Carretas, en Montevideo: fue construido mientras se discutía la ley de impunidad. Todo un intento por eliminar la violencia política y sustituirla por la “violencia, ordenada y legitimada, del mercado”. Un proceso de domesticación ideológica que tiende a borrar las marcas conflictivas de la trama social: “mientras más recorrés el Shopping, más descubrís Uruguay”, ironizaba brutalmente un cartel en el centro comercial.
La piedra y el fusil es una suma de voces: el sacrificio por una causa; los niños expuestos a los sueños revolucionarios de sus padres; los huérfanos de la Contraofensiva del ‘79. Pero también, diagonalmente, los otros: los que nacieron bajo el horizonte de la Obediencia Debida y el Punto Final, en los años de impunidad neoliberal, los que observaron el 2001 sin participar y fueron adolescentes en los años del perdón del Estado. Incluso, otros, los nacidos durante la “década de los Derechos Humanos” que ya están en las calles. Entonces, La piedra y el fusil se parece a un precinto que se desata y permite inspeccionar en las escrituras de esa memoria, no para salvar un segmento del pasado, sino para ponerlo en cuestión y transformarlo.
Poner el culo
La propuesta de Chababo es arrancar el pasado de la “fijeza marmórea”. Y el gesto no implica quebrar las figuras del heroísmo para reemplazarlas por las de una culpabilidad humanista. En La piedra y el fusil, Chababo desparrama las piezas del debate por la memoria e incorpora a los traidores, los doblados, los condenados, los arrepentidos, los sacrificados, los sobrevivientes, los descendientes. “El punto es preguntarnos cómo la voz –y la existencia misma- del sobreviviente puede provocar un remesón en esas cristalizaciones”, cita a Ana Longoni en Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes. Y se superponen Pedro Lemebel y su “poner el culo” como gesto de resistencia a la dictadura, y el sacrificio masculino, ascético, vertical, del compacto Hombre Nuevo guevariano, que no admite ambigüedades ni debilidades. ¿Qué tenor cobran esas preguntas en el presente? ¿Qué significación adquieren para lxs hijxs tardíos del siglo XX? Y ese gesto de desparpajo como expresión posible introducido por HIJOS, ¿qué otras valencias supone, ahora, con lxs nietxs y lxs otrxs hijxs, que traen la improvisación y la espontaneidad como rasgo de acción de la memoria? Se murió el abuelo Fidel, y los temblores de la memoria lo confirman. “Se abre paso el siglo XX”, escribió el poeta rosarino Juan Rodríguez. Y es cierto: ahí vienen, se están yendo, con el cuerpo pesado por la constricción de lo increíble hecho posible. ¿Cuáles son los alcances de ese “poner el cuerpo”, entregarlo, en este presente convulso? Si los olvidos terminan siendo el punto de unión social, ese “dejar decir” no es una amenaza a la memoria de los derrotados, pero tampoco una declinación de los sueños revolucionarios, sino un acto que asigna humanidad a los humillados. Y, fundamentalmente, supone nuevas –e inverosímiles- maneras de llevar la lucha por la vida.