Las recuperaciones de obras tienen un sentido encubierto y se inscriben en una zona del quehacer literario que es difícil de especificar, al menos en sus efectos próximos. Como una resistencia frente al olvido, Lucas Paulinovich nos sumerge en la foto manchada por los años, en el libro amarillento y lleno de polvo: El duelo, de Roger Pla.
Por Lucas Paulinovich / Foto: Editorial Municipal
[dropcap]U[/dropcap]na foto que se había perdido y surge imprevistamente, manchada por los años: la de un hombre medio calvo con una larga boquilla en los labios, quizás. O la aparición sorpresiva de un libro amarillento y lleno de polvo en un cajón, repleto de premoniciones. O una alusión solapada que, inesperadamente, abre un nuevo campo de montaje, otros recuerdos, desencadena horizontes que se asumían bloqueados.
Es probable que algo de eso haya sido meditado por ese escritor nacido en Rosario, que viajó a Buenos Aires, y volvió a Rosario para recalar, años más tarde, definitivamente en Ramos Mejía, donde murió a principios de los ochenta. Que escribirá guiones, artículos periodísticos, críticas de arte, ensayos sobre literatura, guiones de historietas, poemas, relatos bajo pseudónimo, libros de autoayuda, y novelas descomunales que se ponen a funcionar como una indescriptible máquina de experimentación narrativa. Parte de esa obra comenzó a ser reeditada en los últimos años. El duelo, recuperada por la editorial Serapis en 2017, es una de ellas. Y si con la reedición de Intemperie en 2009, a cargo de la Editorial Municipal, se reponía un autor crucial en los catálogos rosarinos, con este nuevo lanzamiento, la caudalosa obra de Pla amplía su actualidad y se reinserta, para removerlas, en las posibilidades del presente: son libros como un arsenal de literatura puesto a disposición del lector.
Publicada en 1951, pero ambientada en la Buenos Aires de 1941, El duelo es una novela negra que, como todo en Pla, escapa a las formas convencionales de los géneros. Variando entre pasajes descriptivos y monólogos interiores, desmenuzamientos cronológicos y bruscos saltos temporales, vaivenes climáticos que oscilan entre la densidad asfixiante y la acción vertiginosa, la historia remeda una y otra vez su propia trama, encastra las partes de una realidad que se ve imposibilitada de representarse, bajo amenaza: un país que se desinfla ante la inminencia de un fenómeno innombrable.
El mundo complejo y sórdido de El duelo transcurre entre el circuito de música nocturna y la industria del entretenimiento, en el que el pianista Marcos Ramos, un recienvenido desde Rosario, no termina de encajar; la discordia entre el librepensador Julio Mendoza, con sus citas empachadas y sus delicadezas, y el ideólogo nazi Fonseca, amparado en sus patotas y sus brutales trabajos; las tareas religiosas de asistencia que hacen Groz y Alicia Mendoza, y el papel pontificador del Ejército de Salvación; y las vertientes que se proyectan y vuelven circular y corrosiva la realidad urbana. Son duelos múltiples y entrelazados, guiados por la experiencia de Ramos, que derivan en un solo duelo vertical: el desafío a batirse entre los representantes de dos países en pugna. El arma que se dispara viene a acortar una distancia insuperable. Violencia. Despojos.
Conocidos desde la juventud, el periodista Fonseca y Julio Mendoza, un escritor de culto y musicólogo, mantienen un duelo a media voz que ejerce presión a lo largo de toda la novela. Ese duelo pendiente, los supera. Hay otro duelo, más extenso e inabarcable, que es su prolongación y cruza a lo largo de la historia, vinculándola con el resto de la producción del autor: una preocupación por la relación entre imaginario artístico y realidad social, consciencia y vida práctica, creación y acción. Es la imposibilidad del decir enfrentado a la paradoja irresoluble de personajes incrustados en la realidad concreta en la que viven.
Ellos piensan, desean e imaginan. Efectivamente les suceden cosas. Y dialogan. En El duelo las conversaciones adquieren un volumen que se derrama del instante en el que ocurren, y persisten en la continuidad del relato. La combinación de los tiempos y los espacios, sin embargo, no pierden en ningún momento su efecto de realidad. Más bien: son su condición ineludible. En esa ciudad, en ese año, lo que hay es un revoltijo: un espeluznante reto de voces que aún nadie puede articular. Llegado el caso, el duelo es la manifestación de esos puentes entre los diferentes mundos que habitan la ciudad. Son duelos evidentes, que se propician en el terreno y terminan con la muerte; y otros subyacentes, entrelíneas, que van configurando la presión del ambiente para que los otros puedan emerger. El duelo, así, es una acción épica, un arrojo de heroísmo, una usurpación del destino propio y ajeno, pero también un último intento de salvación, un pedido de clemencia ante la historia que parece acelerarse.
Pla entreteje con meticulosidad esas capas narrativas a través de variaciones en los procedimientos y el empleo de materiales provenientes de los conflictos sociales y políticos expresados en su dimensión singular: la semilla del problema colectivo en los tránsitos individuales de los personajes. Una renovación formal que no se hace en nombre de una pura especulación estética, sino por el imperio de una necesidad expresiva en los contenidos. “Han podado tan cuidadosamente toda resonancia, todo contenido humano”, es la sentencia de Mendoza que Ramos escucha con asombro. Para Ramos, Mendoza es un exquisito: viajó por Italia, conoció a Huxley y a Lawrence. “Han exagerado tanto esa especie de hazaña mental que exige el arte, digo, todo arte, que parece que se ha cortado ahí un cordón umbilical, el que une al hombre con la tierra”, dice más tarde.
Pla parece obrar instalando un motivo para hacerlo estallar: el duelo no deja de ser un momento más de esas experimentaciones, la unión cuidadosa de relatos conformando una escena multiforme, un cuadro de situación plagado de intensidades, personajes y circunstancias, que conspiran para un fin exclusivo: la narración. Más que una condensación de estados de ánimo, o un detalle pormenorizado del tiempo histórico, lo que el texto pronuncia son las alteraciones en las percepciones subjetivas, tantas vidas juntas y una sola historia por hacer. Un encuentro –un choque, una confrontación, finalmente: un duelo- de episodios observados desde la sensibilidad particular de quienes los viven.
Es decir, hay una pregunta desde el interior de la experiencia misma en un momento de transformación. “La incorporación de las novedades artísticas debe darse desde las necesidades y pulsiones de la propia cultura, desde las propias realidades, desde las mutaciones de la vida misma”, explicó Pla. Y en este caso, lo experimental surge de probar nuevos métodos para la expresión artística de la república derrochada: la patria conservadora, sombría, que se convulsiona. El duelo es un texto que no deja de inquietar en su dimensión diacrónica, como si viniera a sumar una nota al remanido asunto de lo contemporáneo.
En el prólogo de la edición, Jorge Bracamonte divide la obra de Pla en tres momentos: Los Robinsones, Las brújulas muertas e Intemperie, como los más netamente experimentales; y Paño verde y Los atributos, como el cultivo de la novela corta, de estructura menos laxa y clásicamente realista. El duelo, en ese orden, jugaría un lugar intermedio, un pasaje que combina la viscosidad de una estructura realista, tensiones dramáticas y detallismo en las situaciones y desarrollo de los personajes, con lapsos de profusión imaginaria y retorcimientos del lenguaje y el tiempo narrativo. Esa instancia donde lo onírico y lo real quedan confundidos, y solo somos capaces de llegar a saber qué sucede a través de la presencia consternada del protagonista.
Con Pla nada es previsible. Aunque tampoco asistemático. El duelo es conocido por todos, aceptado y dilatado, pero inevitable. Porque algo asomó en la Buenos Aires del ’41, y algo se pierde. Esa dicción es un enfrentamiento, un decir de resistencias frente a los olvidos que, en definitiva, forman la sustancia de las historias por contar. Y Pla, un olvidado, ese hombre medio calvo con la boquilla en los labios, se vuelve sobre sí mismo y se coloca, otra vez, entre nosotros.