¿Cómo es la vida de los niños que están presos con sus madres? Desde la cárcel las detenidas hablan de su vida cotidiana. Las reflexiones forman parte del taller de radio que comparten junto a la ONG Mujeres tras las Rejas.
Por Vanina Cánepa
Foto principal: Mariana Terrile (Alcaidía de Mujeres)
[dropcap]U[/dropcap]n niño en pañales corretea por el patio. Juega solo. No lo sabemos, pero quizás juegue a pisar las sombras de las rejas que se proyectan con el sol de la tarde. De una soga cuelgan como guirnaldas ropas de distintos colores y tamaños. Al costado, un grupo de mujeres sentadas en sillas de plástico contemplan la escena sin intercambiar palabras. En la cárcel hace más calor que en la calle. En la cárcel en general, casi todas la cosas se potencian.
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Para ingresar al Instituto de Recuperación de Mujeres de Rosario (Unidad N° 5) en barrio Refinería hay que subir unas escaleras antiguas y después esperar en la guardia. ¿Cuánto tiempo? dependerá de la buena voluntad del personal policial a cargo. Carteras, mochilas, celulares, casi todo lo que uno lleva tiene que dejarlo antes de entrar a los pabellones. Sólo permiten entrar cigarrillos, algún anotador, lapicera. Como si fueran postas, una vez sorteado ese espacio, vuelve la espera. Las integrantes de la ONG Mujeres Tras las Rejas saben cómo cultivar la paciencia mientras aguardan el ingreso. Desde hace diez años, cada jueves, se acercan hasta el edificio de Ingeniero Thedi al 300 para compartir un taller de radio con las mujeres que están privadas de su libertad. El programa, que lleva el mismo nombre que la ONG, se emite desde el penal y puede escucharse desde las 17 por la Radio Comunitaria Aire Libre (91.3 del dial). La propuesta hoy es ver si tienen ganas de hablar sobre la vida cotidiana de los niños que están presos junto a sus madres. Además de las internas participarán de esta jornada los integrantes de la ONG Sofía Caldo, Sofía Miedema, Lucas Paulinovich, Rodrigo Vallejos, que es el operador, y esta cronista que va como invitada.
Durante la espera en el pasillo, vemos subir por las escaleras a un grupo de mujeres. Caminan en hilera y custodiadas por la policía. Están esposadas y algunas cargan niños en brazos. Son las presas que regresan al penal después de la comisión, que es el momento que ellas tienen cada quince días para encontrarse con sus parejas. Como la cárcel de mujeres es reducida en tamaño, las trasladan a la Unidad N° 3 que tiene un lugar específico para posibilitar el momento de intimidad y de esa forma, garantizan el derecho. Ahora, el sonido metálico de las rejas anuncia el fin de esa salida y el regreso al espacio cerrado.
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Las mujeres que están detenidas en el penal son muy jóvenes. Hay mujeres adultas, pero lo que llama la atención es la juventud. A simple vista una podría decir que la gran mayoría no supera los 25 años. Además de estar privadas de su libertad, tienen otras cosas en común: casi ninguna terminó la escuela primaria y todas provienen de barrios postergados. Muchas son madres y viven en la cárcel con sus hijos. Aunque algunas tienen más chicos, sólo pueden quedarse allí con uno y mantenerlos hasta que cumplan los cuatro años de edad, según la ley 24.660 de Ejecución de la Pena.
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Finalmente después de la espera, logramos ingresar. Atravesamos un pasillo angosto que tiene varias puertas del lado derecho, cocinas, oficinas y hay también una cantina. Al final del pasillo aparece el primer pabellón, ese donde el niño en pañales corretea por el patio. Los integrantes de la ONG hacen una primera parada en ese espacio para anotar a las presas en un nuevo programa social. Pero el taller de radio no lo darán ahí, hoy le toca a las internas del pabellón que está en la planta baja.
Una guardiacárcel nos abre la reja, ingresamos y la cierra. Ahora quedamos del lado de adentro. En el patio las chicas de la ONG saludan a las presas de manera amistosa. Mientras, una joven descuelga la ropa y otra entrena los músculos de sus brazos usando como pesa una botella cargada con agua. Cuando ingresamos al comedor vemos que hay más criaturas. En total son once los niños que viven en la cárcel con sus madres. Ese número varía constantemente, pero el día que fuimos era esa la cantidad. El comedor del pabellón es amplio y en el fondo están las habitaciones, pero ahí nosotros no podemos ingresar. Nos dicen que está prohibido pero no nos explican por qué.
Las chicas de la ONG retoman con las reclusas conversaciones de la semana anterior. Hablan del amor y el desamor, de los novios que no llaman, del entusiasmo que les da participar de los talleres. Sofía Miedema les explica que hoy el taller lo dan en la celda de abajo, “es un jueves en cada lugar”, les recuerda. Las presas se disgustan, tienen ganas de hacer algo. El tiempo en la prisión puede ser estático y pasivo.
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Después de hacer los trámites, vamos al pabellón en donde va a desarrollarse el taller. El lugar está en la planta baja pero la sensación es que está en un subsuelo. Antes de ingresar atravesamos una oficina policial con techos sucios y descascarados. Nos dan el ok y avanzamos. El pabellón de abajo es mucho más pequeño que el de arriba. El patio es angosto y largo y se cuelan por ahí unos pocos rayos de sol. En el comedor el cielorraso también está descascarado.
Al entrar nos recibe María Eugenia, una de las presas más grandes que tiene el penal y a la que cariñosamente apodan La abuela. El operador de la radio va instalando los equipos y de a poco las mujeres privadas de su libertad se acercan a saludar. También aparecen las criaturas, hay bebés y otros un poco más grandes que ya caminan. La propuesta del taller para la jornada es hablar de cómo es la vida de los niños en la cárcel. Las mujeres se miran entre sí, algunas aceptan rápidamente, otras se muestran tímidas pero más tarde deciden participar.
Etelvina se anima y habla de su hija. Recuerda que su parto en el hospital Provincial fue horrible. “No dejaron participar a mis familiares, ni a mi mamá. Dijeron que no se podía. Me prohibieron ese derecho. Después de tenerla a la nena tuve una hemorragia grande y me querían engrillar a la cama pero como no pudieron trajeron como una linga y con un candado me encadenaron. Fue horrible. Tuve sólo cinco minutos de visitas”. La violencia obstétrica que describe Etelvina sucedió en Rosario, en la misma ciudad en la que el gobierno municipal promueve prácticas de parto respetado y de maternidades seguras y centradas en la familia.
Etelvina pasó tres días internada y después regresó al penal con su beba. Cuenta que sus compañeras de pabellón la estaban esperando, que la recibieron en la puerta y la felicitaron por la nena. Dice que de las rejas para adentro todo fue cariño y amor, como cada vez que llega un bebé nuevo al penal. Sin embargo el recuerdo se empaña. “Volví con mi hija en brazos y se me caían las lágrimas por el sentimiento de dolor, de tener que tenerla acá, de que ella crezca en este lugar. La cárcel no es un buen lugar para una criatura. Yo como madre creo que le estoy haciendo un daño psicológico a mi hija porque nació y está viviendo en un lugar en el que no tendría que haber nacido”, dice.
Mientras Etelvina cuenta, tomamos mates y tererés. Los niños juegan en el piso y algunas mujeres circulan entre el patio y las habitaciones. Más atrás, otras conversan por fuera del espacio de la radio. La atención nunca será permanente durante el tiempo que dure el programa. Es que mientras ocurre la actividad también transcurre ahí la cotidianeidad de sus vidas. En una entrevista posterior, Sofía Caldo dice que el espacio físico en donde se desarrolla el taller es clave para entender cómo funciona su dinámica y para explicarlo, pone el ejemplo de cómo sucede en la Unidad N°3. En ese penal de Zeballos al 2900 hay un galpón específico y distinto al lugar en el que los internos están a diario, con lo cual los presos que asisten se preparan especialmente para ir al taller. “Ellos te esperan, se producen, se ponen camisa, se perfuman, se emperifollan todos para salir al taller. Saben que por dos horas van a estar ahí con nosotros.”
En la cárcel de mujeres la situación es distinta. “Nosotros entramos ahí y estás en su comedor. Es como que alguien entre a la cocina de tu casa y te diga ‘hola, qué tal, ¿vamos a hacer radio?’, porque es el lugar habitual donde ellas están todos los días del año, todo el día. Ellas vienen, se sientan, te cuentan algo, se levantan porque le llora el pibe o porque se olvidó de tender la ropa, se van, vuelven. Entonces vos empezás el programa con unas personas y terminás con otras, en un momento no hay ninguna sentada, se fueron todas y entonces tenes que ir a una pausa. Esa dinámica, que es propia de la cárcel, que es propia de las chicas, también hace que la programación del taller sea distinta.”
En la cárcel de mujeres no hay lugar para que las detenidas intimen con sus parejas. Tampoco hay espacios especiales para desarrollar los talleres. Es curioso, en la cárcel donde se alojan los hombres todo eso está garantizado.
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A pesar de que hay once chicos detenidos con sus madres en el penal hay muy pocos juguetes. Un andador destartalado, algún autito, no mucho más. Los niños juegan con lo que encuentran pero lo que encuentran rara vez son juguetes. Las mujeres presas recuerdan que, para el último día del niño, todas colaboraron con 100 pesos para poder comprar pelotas y festejar con los más chiquitos. Hicieron pastafrolas, pizzas y adornaron el pabellón con globos de colores y guirnaldas. Las detenidas dicen que en la cárcel es muy difícil acceder a algo tan básico como un juguete, incluso para las mamás que tienen algún mínimo de dinero. Cuentan que la cantina, una suerte de kiosko que hay en el penal, es el único lugar en el que ellas pueden comprar, pero explican que ahí sólo hay sonajeros o hebillitas. “De juguetes, absolutamente nada”, dicen.
En el penal hay una directiva clara: Los juguetes de la calle no ingresan. Los pocos que entran son porque los traen las chicas de la ONG, dicen las detenidas. Así, recuerdan que el año pasado llegó un canasto: “trajeron una motito, un autito, las pizarras, sillita y mesita, pero con el tiempo se rompen. Ahora ya casi nadie tiene juguetes”.
Desde la ONG Mujeres Tras las Rejas, Sofía Miedema detalla los criterios arbitrarios del Servicio Penitenciario para definir qué juguete entra y cuál queda afuera. “Sabemos que los peluches y las muñecas rellenas no ingresan. Después varía mucho el criterio. Te pueden cuestionar si tiene punta, si son de madera. Hay muchos requisitos para poder garantizar a los chicos los juguetes, pero no hay un listado en el que te digan esto sí o esto no. Tenemos que traerlos acá, los pasan por una requisa y recién ahí sabemos si entran o no. Ni siquiera donándolos los podemos ingresar. Ellas no tienen el recurso para comprarlos, pero las que sí lo tienen tampoco lo puedan comprar porque acá no los venden”.
A la conversación también se suma María. Ella piensa que cuando no tienen nada para hacer, los niños en el penal terminan haciendo lo mismo que los adultos. “Cuando escucha que están peleando las chicas con la policía, mi hija hace lo mismo. Corte que hace lo mismo que nosotras”.
Etelvina coincide y detalla cómo pasan los días: “La rutina del día es levantarnos, comer, dormir, volver a levantarnos, limpiar, comer, volver a acostarlos. Y eso es lo que conocen los chicos acá adentro, sobretodo los que no tienen un familiar que los venga a buscar para sacarlos afuera”. La interrupción de la normalidad sólo aparece con situaciones que en la prisión se presentan como extraordinarias. “La única alegría es cuando los nenes ven algo nuevo. No sé, un pajarito ponele, para ellos es algo fascinante, verlo comer, verlo volar, verlo cantar, para ellos eso es algo nuevo y quizás para otros chicos de afuera, es algo normal. Acá valoramos por lo menos eso. Así a nosotras también se nos pasa el tiempo”.
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La rutina de las mujeres que están presas con sus hijos varía cuando los chicos asisten al Centro de Acción Familiar (CAF), un espacio lúdico y educativo del gobierno de Santa Fe que funciona como si fuera un jardín maternal. Elizabeth cuenta que a las siete de la mañana las mamás despiertan a los bebés para ir al CAF, los preparan y los dejan en manos de una trabajadora social que los lleva en remise al lugar. “Los hacen jugar, les dan de comer y después vuelven a dormir la siesta. Es una guardería, la consiguió la Unidad para que los chicos se distraigan un poco, pero no todos van”, advierte.
María cuenta que su hija es una de las que no va. “Van agarrando como cupos y ella está anotada en lo último. Hay un nene de planta alta que está esperando hace un montón. Después de él, recién ahí entra mi nena.”
María dice que como todos van al CAF su nena se queda sola a la mañana y no tiene con quién jugar, “extraña a los otros chicos” y ella extraña a sus otras hijas, tiene gemelas de diez y otra de siete años, pero desde que está en la cárcel, no las ve.
Desde la ONG, Sofía Caldo señala que “lo más fuerte que circula en una cárcel es la familia o porque está o porque no está”. El no poder ver a los hijos, el quedar deprimidas después de una visita o el hecho incluso de no recibir visitas, son conflictos que atraviesan a la mayoría de las internas. El taller de radio, cuenta, tiene un poco esa función “la de habilitar la palabra para expresar lo que les pasa. Decir libremente lo que se piensa sin tener vergüenza de que te esté escuchando otra persona”.
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Casi llegando al final del programa, las mujeres quieren que veamos sus poesías. Son relatos que escribieron en otro de los talleres que da la ONG y que fueron publicados en la edición de los libros “Korazón sin control”, que reflexiona sobre la maternidad en la cárcel y “Muertas vivas”, sobre la relación que las detenidas tienen con el personal del Servicio Penitenciario. Una de las poesías, habla de los tatuajes del encierro, de esas marcas que se llevan como tatuajes pero por dentro, marcas que no son visibles. “Tatuarse la piel no es nada en comparación con las cicatrices y los tatuajes que uno lleva por dentro, por todo lo vivido acá adentro”, dice Ana, la autora del relato. “¿Cómo borrar marcas que desgarran por dentro, que destruyen?”, se pregunta. La respuesta llega de la mano de otra presa: “Hay gente que nos escucha, que nos ayuda, que nos hace llegar mensajes y eso es lindo, porque nos hace sentir vivas y sobretodo, acompañadas”.
En el comedor del pabellón una niña tironea del short de su mamá y le pide que le haga upa. Afuera, en la calle, se desvanecen los últimos rayos de sol de la tarde.