La muerte de Sharon Romero, alumna de 10 años de la escuela 1.333 del barrio Toba, llevó a que docentes de la institución impulsaran un nuevo reclamo por los derechos de la niñez y la adolescencia. Mencionan que no se trata de un caso aislado e invitan a la jornada del próximo jueves a las 11.30 en Rouillón 4400.
Por Martín Stoianovich
Imagen: Pibas y pibes del fin del mundo
– Melani Navarro fue herida bala en la puerta de su casa, mientras jugaba con su prima. Tenía 5 años. Era enero de 2014. Ocurrió en Flammarion al 4900, en la zona sur de la ciudad, vecindario de casas de chapas y calles de leve asfalto sin veredas. La vida de la chiquita se fue casi tan rápido como las motos y autos que pasaron por el lugar enfrentándose a tiros.
– Dos días de octubre de 2014 agonizó una niña de 11 años en una cama del Hospital de Niños Víctor J. Vilela. Días después funcionarios municipales admitieron que se había tratado de un cuadro de hantavirus imposible de frenar.
– La bala, ahora en enero de 2017, atravesó la vivienda de un asentamiento precario alzado en la costa de Villa Gobernador Gálvez. Hirió de gravedad a Candela Maciel, de 2 años, mientras festejaba el cumpleaños número cinco de su hermano. No hubo ambulancia que pudiera ingresar por los pasillos angostos que se tejen desde el final de la ciudad para llegar a este rincón del sur santafesino. Nada pudieron hacer los médicos: la nena llegó muerta al hospital en la moto de un familiar.
– El pediatra del Centro de Salud Emaús, de la parte más castigada del barrio Fisherton, en la zona noroeste de la ciudad, intentó reanimar durante más de una hora a una chiquita que llegó sin vida a sus brazos. La pequeña se cayó en el desagüe de un lavadero en el interior de su casa. Murió por asfixia por sumersión. Fue en mayo de 2017.
La desgracia, cuando solo se la enfrenta como tal, precede a otra desgracia. Lo evitable deja de serlo si la preocupación se acaba junto con el disgusto que, éste sí inevitablemente, se calma con el tiempo. Los años transcurridos, las distancias entre cada lugar, los números que crecen y complican el registro afinado de cada nombre, de cada hecho, no son factores que impiden la relación entre sí.
Sharon Romero, de 10 años, en la noche del pasado 3 de junio ingresó al Vilela, donde minutos después confirmaron su muerte. Todavía no hay un informe de autopsia que pueda explicar la causa. No hay nada claro que pueda dar explicación a nada. Dijeron que ingresó con pocos signos vitales, luego que lo hizo sin vida, que la reanimaron pero no hubo caso, que había sido muerte súbita. Luego descartaron golpes o marcas de violencia. Después se habló de muerte por inhalación de monóxido de carbono y, hasta el momento, esa es la hipótesis más firme.
Las muertes tienen explicaciones médicas. Los cuerpos dejan de vivir, los órganos dejan de funcionar y siempre habrá algún argumento de manual que determinará la autopsia. Pero, por fuera de los manuales, hay otras causas de muertes que se traman en estas historias. Estas criaturas no mueren en cualquier lugar. Mueren en la puerta de una casa de un barrio de pasillos y zonas liberadas, de armas que gatillan y nunca aparecen. Mueren porque las balas atraviesan la chapa. Mueren en un pozo de un rancho. Mueren en casas donde no llegan los planes sanitarios para evitar que se reproduzcan las ratas, donde el frío pega tanto que cualquier forma de calmarlo es más fuerte que cualquier riesgo.
Sharon vivía en el barrio Toba. Había llegado hacía pocos meses desde otro barrio de los extremos del mapa de la ciudad, Tío Rolo. En abril pasado la habían anotado en la escuela bilingüe 1333 “Dalagaic Qitagac”. Ahora, los maestros de la escuela, con el apoyo de Amsafe Rosario, Ate Rosario, y Siprus, invitan a un simbólico “abrazo a la infancia” que tendrá lugar el jueves 15 de junio a las 11.30 en la escuela de Rouillón 4400. “En defensa de los derechos de los niños, niñas y adolescente”, dice la invitación que continúa con una serie de demandas puntuales al Estado en sus tres niveles.
Un nombre, muchos nombres
“¿Qué tiene que pasar para que un grupo de docentes se vea en una situación de desborde?”
Raquel Vera, docente de primaria de la escuela 1333, hace la pregunta y dice que en el caso de Sharon Romero había un grupo de docentes que estaba siguiendo su situación de acuerdo al protocolo de intervención que envía el Ministerio de Educación. “Pero eso se va cortando si no existe una red que permita cubrir completamente a la infancia”, agrega.
“No es un caso aislado, es un avance del corrimiento del Estado en su rol de proteger a la infancia”, suma Mónica Roberts, docente y directora de la escuela 1380, también del barrio Toba. “Es un abandono sistemático”, continúa. Roberts resalta en un punto necesario: la culpabilización de la familia de la niña, siempre el camino más fácil para la opinión pública, firme al pie del cañón en casos de este tipo. “Si hay una familia que no puede, porque no es que no quiere, dónde están las redes para que esto no suceda”, dice la docente.
El nombre de Sharon es, ahora, el nombre de todas las niñas y niños que mueren en las infinitas tramas de la desigualdad. Sharon es el nombre que pone sobre la tierra las cifras de Unicef, esas que dicen que en Argentina hay 5,6 millones de niños pobres. Por eso las docentes dicen: “No se trata de un solo caso, hay muchas situaciones de riesgo que las compañeras viven diariamente y no se sabe cómo abordarlas porque en algún punto se corta”.
Esa red de la que hablan y esos puntos que se cortan, hacen referencia a las fallas del Sistema de Protección de los Derechos de la Niñez, Adolescencia y Familia. Es el sistema por el cual el Estado provincial dice trabajar en pos de los derechos de la niñez y la adolescencia, con la supuesta articulación de los distintos niveles del Estado y ministerios que desde su lugar deben garantizar la puesta en práctica de las convenciones, leyes y tratados nacionales e internacionales ajustados al horizonte de pibes sin hambre, con educación, salud y todo lo básico vuelto tangible.
En el barrio Toba de Rosario -pero así en muchos otros- la falta de articulación de los ministerios, la falta de un programa de trabajo y de estrategias de intervención, la falta de recursos económicos, se refleja -además de en la propia realidad del barrio cuando se lo camina- en la palabra de estas docentes. “Las carencias que sufre una institución, las sufren otras”, dice Raquel y ejemplifica: “Si un nene tiene una infección que no le permite ir a la escuela, lo derivamos al centro de salud, que está desbordado y con turnos para dentro de un mes. Hasta que le den el turno, el alta y pueda reincorporarse, está todo ese tiempo sin escolarizarse”.
El ejemplo se palpa en la realidad que describe esta docente: alumnos con infecciones en la piel, con vías respiratorias y otras patologías no frecuentes en otros lugares. En otra oportunidad, enREDando trabajó en el mismo barrio sobre la preocupación de los vecinos por el consumo de agua no potable que sale de las canillas comunitarias que instaló Aguas Santafesinas hace un tiempo, y que dejaba consecuencias físicas en los vecinos.
Raquel, por su parte, también habla del hambre: “Hay chicos que van a la escuela con dolor de panza por no comer”. Y vuelve sobre las culpas y las responsabilidades: “El Estado busca culpabilizar individualidades: ‘el médico, la docente, que no buscan estrategias, que no trabajan’, pero te puedo asegurar que ahí no está la falla”. Sobre ese punto concluye: “Si no empezamos a ver la necesidad de recursos y financiamiento real, no vamos a salir de esto. Hace diez años que trabajo en el barrio y año tras año se vuelve a esto”.
Escuelas
“La escuela tiene un montón de deficiencias por la ausencia del Estado”, dice Raquel. Una es la superpoblación de las aulas y la permanencia de chicos en lista de esperas que se vuelven eternas. Este punto implica una problemática duplicada: por un lado los pibes que no tienen un lugar en el aula, y por otro los cursos saturados -hay de 28 a 34 alumnos por salón- que, como dice Raquel, “complican los seguimientos personalizados a cada niño”. Lo propio sucede en cuanto a la precariedad en la alimentación de los alumnos que transcurren por el comedor de la escuela. “No están bien nutridos en cuanto a lo que los chicos necesitan”, explica Raquel a quien la respalda la cifra que maneja Ate Rosario sobre el presupuesto destinado a los comedores: $ 9,43 la provincia y $ 1.61 la nación por día para cada chico.
Para hablar de otra demanda, la del Jardín de Infantes, Raquel cita un caso concreto que grafica la situación: el hermanito de Sharon forma parte de la lista de 50 niños que esperan por un lugar en el jardín que no tiene un edificio propio. Esa es la demanda, un lugar propio para albergar a las primeras edades escolares. “Cuando pedimos el Jardín, no queremos tres salitas aisladas. Queremos un edificio porque esos niños necesitan estar en la escuela y una respuesta del Estado sería el Jardín de Infantes”, dice Roberts por su parte.
“Decir que la escuela es la única institución es fuerte pero real. Sobre todo en estos barrios. No hay lugares deportivos, no hay casa de la cultura, no hay talleres, no hay espacios de contención, no hay trabajos”, dice Roberts y se ataja de antemano ante el argumento oficial que luce planes y programas: “No hay para abarcar la cantidad de niños que hay en el barrio. No alcanza con cursos de tres meses si después no hay trabajo”.
Tampoco hay, denuncian volviendo al punto anterior de la desarticulación estatal, formas de sobrellevar problemáticas que como consecuencia afectan la escolaridad de los chicos. “Pedimos apoyo de docentes integradores porque tenemos chicos con ciertas dificultades pedagógicas. Necesitamos equipos interdisciplinarios que ayuden porque hay situaciones que se nos escapan”, dice Raquel. Para mencionar las consecuencias, vuelve a dar un ejemplo: “Hay cuatro secciones de primer grado superpoblados, pero a séptimo llegan dos secciones. Uno dice que los chicos abandonan, pero es que se van quedando en el camino porque no hay posibilidad de acompañarlos”.