Walter Campos fue asesinado con un disparo en la cabeza por un tirador experto de la Tropa de Operaciones Especiales. Una vida corta atravesada por la pobreza y un crimen brutal signado por la impunidad.
Por Martín Stoianovich
Un día de cosecha de algodón alcanzaba para lo justo. El producto total se pesaba en bolsas, y de su valor se descontaba el valor diario del hospedaje. Del resto salía el dinero para comprar algo de comida, en el almacén del mismo dueño del campo y del hospedaje. Durante la década del noventa, la familia Campos fue nómade. Vivían viajando por la región chaqueña y viviendo del día a día. Walter rondaba los primeros años de la adolescencia. Cuando no trabajaba en las cosechas lo hacía como lustra zapatos en las ciudades, o limpiando vidrios y autos junto a sus hermanos. No había tiempo ni posibilidades para ir a la escuela. Aprendió a escribir su nombre a los quince años, cuando su hermana Sara, siendo cinco años menor, lo sentó en la mesa y se lo dibujó letra por letra con la paciencia de una maestra. Es un recuerdo que ella intenta conservar en su memoria. Le hace un lugar a los momentos lindos que, como pudieron, alcanzaron a vivir hasta que Walter fue asesinado –a los 16 años- por un policía en las represiones de las jornadas agitadas de aquel diciembre del 2001.
Los Campos llegaron a Rosario a mediado de los noventa, prácticamente por error. Dice Sara que el destino era Chaco pero se equivocaron de tren. La máquina se rompió, los días pasaron sin nueva salida y Rosario fue tomando forma de hogar. Aunque el hogar era la calle. Por lo menos hasta que la monja María Jordán se acercó a ese cúmulo de personas que vivía en la estación. “Nos invitó a su barrio, nos dijo que estaban construyendo”, cuenta Sara. Describe el recuerdo de llegar al barrio Empalme Graneros, de ver un gran basural y pocas viviendas y escuchar a la monja decirles que se consiguieran el material para “hacerse la casa”.
Gregoria Luna, madre de la familia, había trabajado durante décadas en la calle, viajando en trenes cargueros y durmiendo en las estaciones que había entre los campos a los que iba a cosechar. Instalarse en Rosario – entre esperanzas y pocas posibilidades – implicaba nuevos hábitos. Como pagarle a la monja por ese pedazo de tierra que aseguraba como propiedad. Gregoria sacaba algo de una pensión de cien pesos que cobraba. Walter todavía no sabía escribir su nombre con demasiada habilidad, pero había logrado percibir el engaño a su madre. “Usted es una ladrona, le saca la plata a mi mamá”, le dijo el pibito a la monja antes de recibir un sopapo como respuesta. “Estaba rojo de vergüenza”, recuerda Sara.
“Yo conocí monjitas buenas y monjitas malas”, dice. María Jordán se instaló en Rosario en 1995 como parte de la Misión Franciscana “María Madre de la Esperanza”. Con el acompañamiento de la Iglesia Católica emprendió su propia conquista de las tierras del noroeste rosarino: prometió derechos a decenas de familias paraguayas y tobas que vivían allí hacía muchos años. Pero nunca cumplió. Se apropió de las tierras y luego, en 2013, intentó desalojar a las familias acusándolas de usurpadoras.
Entre idas y vueltas los Campos pudieron instalarse en una casa precaria de Empalme Graneros, donde por lo menos tenían un espacio para criar gallos y gallinas. Cuando Sara elije una anécdota de su hermano mayor se ríe y avisa que “a los protectores de los animales no le va a gustar”. “Se escuchaban los gritos de una gallina y mi mamá se fue al patio con un palo pensando que el perro había agarrado alguna, pero era Walter”, dice Sara. El pibe la estaba desplumando en vida “para hacerla gallo fino”. Le gustaba hacer pelear a los gallos, y si no había uno tenía que ingeniárselas para inventarlo. Cuando no armaba sus riñas caseras, Walter pasaba el rato con los pibes de la comunidad Qom jugando a la pelota o trepándose a los árboles. También le gustaba agarrarle las pinturas a Sara y pintarse las zapatillas de lona con distintos colores.
La antesala del disparo final
Sara Campos, que hoy tiene 26 años, relata la pobreza de aquellos años como si fuera una marca en su propia piel. Polenta todos los días. No exagera, y asegura que tiene el recuerdo del plato amarillo de cada día. “Esas cosas no se olvidan”, explica. En ese contexto, entrada la década del 2000, Walter había crecido y ya respondía al estereotipo de pibe de barrio. Para colmo la monja Jordán se la había agarrado con él. “Un policía de la Comisaría 20 le hacía el favor a la monja porque no nos quería, porque mi papá era alcohólico y la insultaba y porque mi mamá estudiaba la biblia con los Testigos de Jehová”, cuenta Sara. Entonces, dice, la monja le pedía a la policía que Walter no la pasara bien. Y en eso los agentes eran buenos: “Se lo llevaban a modo de castigo y mi hermano no decía nada. Después mi mamá iba a buscarlo a la comisaría”.
“Ya lo tenían marcado, siempre se lo llevaban, lo maltrataban, lo hacían limpiar”. Walter era uno de los tantos blancos barriales de la policía. Un objeto del abuso diario que gestaron las fuerzas de seguridad como herencia de los aparatos represivos de la historia argentina. Luego del asesinato sus familiares hablaron con los medios de comunicación y, como hoy Sara, también contaron de la persecución cotidiana que padecía Walter. Vinculaban la costumbre policial con los problemas de consumo del pibe, pero también con la presión que ejercían los policías de la Comisaría 20 para que Walter robara para ellos, en ese viejo truco policial para la recaudación de sus cajas negras. “Cuando la policía lo encontraba en la calle con la bolsita siempre lo seguía”, declaró su mamá al diario La Capital en los días en lo que Walter fue noticia.
La situación de la familia era igual a la de muchas otras de Empalme Graneros, y la situación del barrio iba de la mano con la del resto de la ciudad. Y así por todo el territorio argentino, pero sobre todo en las periferias de las grandes ciudades. Como Rosario y como este barrio puntual, donde ya el 14 de diciembre se habían gestado los primeros conflictos. Fue en el supermercado Azul, donde la policía desalojó a un grupo de vecinos que se había reunido para pedir comida. Los oficiales consideraron que era un intento de saqueo y reprimieron, dejando a un menor de edad herido por una bala de goma. Era la expresión popular del desempleo y el hambre ya insoportables, y la respuesta explícita del Estado.
En Rosario, el gobierno provincial y el municipal junto a supermercadistas y Cáritas como organismo de la Iglesia Católica, conformaban el Comité de Crisis. Organizaban en conjunto el reparto de alimentos en las zonas más castigadas por la pobreza. El 19 de diciembre, los vecinos de Empalme Graneros empezaron a hacer fila desde la madrugada en un centro comunitario ubicado en Juan José Pasó al 2900 para llenar un formulario y así poder recibir alimentos. La persona que estaba a cargo del centro comunitario aclaró a los vecinos que dicho trámite debía realizarse en lo que era la Unidad Descentralizada Número 4, con dirección en Carranza 50 bis. Así andaban los rosarinos, girando en busca de una ayuda y llamando al 103, el número de emergencia de Defensa Civil, desde donde tampoco recibían respuestas.
El delito de ser pobre
A Walter Campos lo mataron el 21 de diciembre de 2001. Ese día se iban a repartir doce mil cajas de alimentos en la ciudad, de las cuales mil doscientos tenían destino en Empalme Graneros. Por eso, desde la mañana temprano los vecinos del barrio se fueron acumulando en la esquina de Cabal y Olivé. Así pasaron las horas, la madrugada fresca se esfumó y las cuentas dejaban de cerrar: más de mil quinientas familias hacían cola en la poca sombra que ofrecía el agobiante mediodía del primer día del verano.
El reparto venía con retraso y los vecinos perdían el humor. Walter estaba con un amigo tomando una gaseosa en un pasillo, mientras algunos familiares formaban parte de la fila por mercadería. Quince años después, Sara cuenta que Walter se acercó a la cola a hacer un reemplazo en la espera y que entonces, junto a su amigo, tuvieron un cruce con otros chicos del barrio con quienes ya traía encima algunos problemas. Hubo insultos y gritos pero no pasó a mayores. Sin embargo el episodio bastó para que una de las señoras que organizaba el reparto, tía de uno de los chicos con quien Walter tuvo el conflicto, llamara a la policía. Si bien los días posteriores nadie se hizo cargo de estos rumores, Sara sostiene que esta mujer le dijo a la policía que Walter tenía un arma.
El asesinato de Walter tiene la particularidad de haber ocurrido en un contexto de conflicto social en donde las represiones eran diarias y televisadas. Pero más allá de ese detalle, el hecho presenta las características similares de gran cantidad de asesinatos a manos de la policía. A saber: versiones opuestas, irregularidades en la investigación, y nulo esclarecimiento del hecho.
El relato oficial es de manual: cuando llegaron policías de las comisarías 9 y 20 a la zona del conflicto, Walter y su amigo escaparon corriendo y disparando. A la persecución, que se extendió por 200 metros, se sumó la Tropa de Operaciones Especiales de la policía provincial (TOE). Cruzando el arroyo Ludueña por un camino de tierra, Walter fue abatido en ese supuesto enfrentamiento. El hecho conmocionó al barrio que, según relatan las crónicas policiales del día posterior, encontró a los vecinos en una división ideológica: habían quienes se indignaban por el asesinato y quienes apoyaban esa actitud policial.
Los días siguientes al hecho encontraron a la investigación bajo secreto de sumario y a cargo del juez de Instrucción Osvaldo Barbero. Sobre lo sucedido, entonces, no había nada claro. Sin embargo, el inspector de la Zona II de la Policía, Luis Selak, se animaba a sacar conclusiones y daba por cierta la versión de enfrentamiento. El diario La Capital publicó a los pocos días que una fuente de la investigación confirmaba “en estricto off” que Walter había sido asesinado por un tirador especial. Y así fue. El disparo que recibió el chico fue del sargento de la TOE Omar Iglesias, francotirador especializado que estaba situado estratégicamente en la zona. Cuando Walter corrió de los policías de la 9 y la 20, quedó expuesto a la mira de Iglesias, quien a más de cincuenta metros de distancia apuntó a la cabeza y gatilló.
Iglesias estuvo detenido por el hecho hasta que al poco tiempo fue sobreseído y quedó en libertad. En sus declaraciones justificó el disparo como defensa de terceros y la investigación concluyó con esta versión como cierta. El sargento dijo que no tuvo intención de matar y argumentó con especificidades técnicas una duda fundamental en la investigación: por qué tiró directamente a la cabeza y no redujo a Walter disparando a la mano en la que supuestamente llevaba el arma. “Primero, debido a la distancia y al espacio reducido que abarcaba su mano, podía llegar a fallar el disparo permitiendo que este individuo disparara el arma. Segundo por culpa de mi disparo si le pegaba, ocasionaba la contracción espontánea de su músculo haciendo que el arma se disparara por dicha contracción”, explicó Iglesias.
La bala que mató a Walter era calibre 9 milímetros, de punta troncocónica Full Metal Jaket: un proyectil pesado que impacta, destruye y se aloja sin atravesar. El Sargento explicó su disparo mortal argumentando que sus colegas estaban en riesgo y que por consiguiente debía lograr inmovilizar a Walter sin dar un margen de respuesta ni algún tipo de reflejo que ocasionara un disparo. “En caso de crisis y donde está en juego la vida de un tercero, el único lugar que asegura la inhibición de los reflejos musculares es un disparo producido en la cabeza, el cual penetraría en el hipotálamo, ocasionando el vaciamiento del mismo. De esta forma no se produce ningún espasmo o contracción muscular permitiendo que no se produzca disparo alguno por parte del agresor”, declaró Iglesias.
Así quedó expuesta la visión policial y judicial: quienes estaban en riesgo eran los policías, el agresor era el chico de 16 años, y la única forma de “inhibirlo” era el disparo mortal de un francotirador especializado. Vecinos y familiares de Walter aseguraron que el chico no estaba armado, que corrió por miedo como podía porque tenía problemas en los huesos, y que nunca hubo enfrentamiento. Los testigos que en el barrio dijeron que los policías de la 20, que conocían a Walter, se reían y le gritaban “corré hijo de puta”, no fueron tenidos en cuenta en la investigación. El parte oficial dijo que Walter llevaba un revólver calibre 22 largo con cinco cartuchos servidos y uno intacto. Sin embargo en las pericias no se encontró pólvora en las manos del chico. Incluso Iglesias declaró que Walter no había disparado.
Entre esas contradicciones por estos días Sara Campos sigue preguntándose por qué no hubo esclarecimiento ni una investigación acorde a la gravedad del hecho. Quince años pasaron desde que el entonces ministro de gobierno, Lorenzo Domínguez, luego de calificar el crimen como “un hecho común en el marco de un enfrentamiento”, asegurara que se investigarían “administrativa y judicialmente las irregularidades cometidas”.
Dichas irregularidades nunca fueron cuestionadas oficialmente. Sí por parte de la Comisión Investigadora No Gubernamental, que profundizó en estos aspectos de forma detallada. Criticaron que la misma TOE –fuerza involucrada directamente en el crimen- fuera la encargada de recibir testimonios, aportar testigos y producir medidas probatorias incluso a pesar de las instrucciones prevencionales dictadas por el juez de Instrucción para que esta tarea la encabezara la División Judiciales. También hubo críticas al poder judicial por demorar y omitir la realización de pruebas fundamentales, pericias sobre las armas, reconstrucción del hecho y toma de declaraciones a testigos que contradecían la versión policial. Así como también apuntaron a la falta de investigación, o cuanto menos cuestionamiento, a las contradicciones del relato policial, además de no ahondar en la otra hipótesis: a Walter lo fusilaron estando desarmado e indefenso.
“Yo no entiendo cómo puede ser que hayan tenido la cobardía de dispararle a un pibito desarmado que se estaba yendo, que estaba asustado nomás”, dice Sara por estos días. De sus 26 años, quince los pasó pidiendo justicia. Desde que la madre de la familia murió en el año 2010 es ella quien encabeza un pedido de justicia técnicamente cerrado desde el punto de vista de la autoría material del crimen. Pero, juntada con los demás familiares de las víctimas de aquellas jornadas represivas, se apunta a la responsabilidad política de los hechos. En ese proceso Sara siente una convicción: “Siempre vuelvo a contar la misma historia de principio a fin, no me canso”.
Los primeros años luego el asesinato de Walter era Gregoria quien encabezaba el reclamo de la familia. Sara prefería no ir a las marchas. Luego, sobre todo después de participar de los encuentros entre familiares, creyó en la necesidad de involucrarse. Por eso cuenta la historia de principio a fin. Lo que implica no solo el relato de los hechos que contradice al policial y pone de manifiestos las irregularidades en la investigación. Sino también los detalles de la vida de aquel pibe de 16 años que de trepar árboles, jugar a la pelota y hacer pelear a sus gallinas, pasó a ser el blanco mortal de un francotirador. El rostro de Walter, ahora, se ve en un mural del mismo Empalme Graneros que se niega a caer en el olvido. Quizás, por la propia fuerza de su historia.