Rubén Pereyra fue asesinado por la policía en la oscuridad del barrio Las Flores. Buscaba comida para su familia. Sobrevivió a la más cruda pobreza hasta que un disparo, sin autor para la investigación judicial, le arrancó el sueño de festejar el cumpleaños de su hija.
Por Martín Stoianovich
Rubén alzó a Aldana, “La Muchi”, su beba de un año y once meses. La apretó entre sus brazos y la hamacó. La besó y le dijo que la quería. Abrazó a María, su compañera, y le dijo que las amaba, que cuidara a la nena, que eran lo mejor que le había pasado en la vida y que todo lo que él hacía, lo hacía por ellas.
– ¿Qué te pasa loco, te estás despidiendo? – le respondió María.
Él dijo que no, que simplemente tenía ganas de abrazarlas.
Minutos más tarde Rubén cayó muerto por las balas policiales que en sus destellos de fuego cortaban de forma intermitente la atípica oscuridad que aquella noche del 19 de diciembre de 2001 había invadido al barrio Las Flores.
Podría parecer inverosímil el relato de María y llamar la atención que una persona se despida de sus amores minutos antes de ser asesinado. Porque Rubén no esperaba la muerte. Pero en los barrios periféricos de las grandes ciudades no existen los guiones ficticios. Es la cara más palpable de la realidad la que construye estos relatos. “La policía mata a los chicos. Pasaron 15 años, en el barrio mataron cualquier cantidad de chicos y muchos en manos de la policía”, dice hoy María. En aquel 2001, que para los familiares de Rubén Pereyra nunca será lejano, ser asesinado por la policía estaba en las posibilidades de cualquier joven. Más en un contexto de represión como el que se había desatado ese día, y más aún si se andaba buscando las formas de paliar el hambre, buscando algún bolso de comida cuando comida era lo que se mezquinaba.
Rubén, que tenía 20 años, quería festejar el cumpleaños número dos de su hija que llegaría el 14 de enero del 2002. “Era lo que más deseaba”, recuerda María y cuenta por qué: “El primer añito no se lo pudimos festejar, pero la llevamos a comer a un bar frente al Parque Independencia. Ella no entendía nada. Él se subió a casi todos los juegos con Aldana porque como era su cumpleaños le regalaron los boletos”. Para los dos años, Rubén quería festejarlo con sus familiares, tener una torta y ese primer par de velitas encendidas como los ojos de María hoy, cuando recuerda y cuenta.
– Te festejo los dos años y después hasta los quince no hay más cumpleaños – bromeaba Rubén con su beba.
“Ella era todo para él”, dice María. A veces, Rubén trabajaba en changas en casas de vecinos del barrio, pero cada día salía a cirujear en el carro con su caballo al que llamaba Pitu. Aldana tenía apenas tres meses y Rubén ya la subía al carro para que la conociera la gente del barrio. “La llenaban de regalos y él quedaba chocho”, cuenta María en un relato de puño y letra que plasmó en un cuaderno con fotos y memorias sobre su compañero al cual había conocido de niño, en el mismo barrio Las Flores.
Rubén nació el 28 de enero de 1981. Era hijo de Zulema y Ramón, con quien conformaba familia junto a siete hermanos. La llegada prematura de los mellizos María Alejandra y Mario Alejandro se cruzó con la temprana muerte del padre de la familia. Uno de los mellizos tuvo problemas de salud y Zulema no pudo mantener su trabajo como empleada doméstica. Rubén era muy pequeño y aún así tuvo que ponerse al frente de la familia con los hermanos más grandes. Dejó la escuela en pleno tercer grado y se dedicó a trabajar en su carro a caballo.
Para ese entonces Rubén ya conocía a María. Eran vecinos desde los seis años y mantenían una suerte de parentesco a través de sus hermanos, que eran pareja.
– Ya te voy a ver en el carro con Rubencito – bromeaba Felipe, un viejo vecino que disfrutaba de jugar con el destino y anticiparle a María lo que después se concretaría.
“Yo me enojaba cuando me cargaba”, recuerda ella y dice que cuando se juntó con Rubén y salían a andar en el carro, le pedía que fuera por donde no anduviera el vecino.
– Al final nunca te pude ver en el carro – decía Felipe tiempo después entre picardías que con el tiempo hicieron de esa relación una fuerte amistad.
Fue entrada la adolescencia que Rubén y María se pusieron de novios. Tenían entre 13 y 14 años pero las cosas iban en serio. El pibe encontró en ella una confidente, un refugio para compartir los miedos a fin de poder superarlos.
– Quiero cambiar pero no sé cómo – confió Rubén un buen día en el que sintió que podía lograrlo.
“Él aspiraba poxiran y tomaba pastillas. Un día lo habló un montón y decidió internarse en un centro de rehabilitación. Un lunes nos fuimos con su madre a un centro en Coronel Domínguez y ahí se quedó por un año”, cuenta María. Rubén, que sólo podía recibir visitas de su mamá, hermanos y de María, pasó el tiempo trabajando en una huerta y elaborando productos de panificación. Cuando volvió al barrio se abocó a su trabajo en el carro, y a la limpieza y el cuidado de jardines del barrio.
Entrado el año 2000 nació Aldana y Rubén comenzó a afrontar la paternidad. María recuerda cuando bautizaron a la nena: “Fue todo muy lindo, una experiencia inolvidable. Él estaba muy nervioso porque no sabía qué le iba a preguntar el sacerdote”. Rubén estaba contento porque a fines del enero siguiente cumpliría sus 21 años y decía que a partir de entonces no iba a estar obligado a obedecer a su madre. Su historia, es la de un chico que desde muy temprano vivió como adulto. Algo común en las barriadas populares, donde el andar de los pibes en este mundo muchas veces se resume en el arrebato de sus infancias. Y, otras veces, en el arrebato de sus vidas.
Los labios fríos de Rubén
Las Flores fue escenario de la represión en diciembre de 2001. Cuando los medios masivos todavía no hablaban de estallido social, en los barrios como este ya se palpitaba la tensión. El testimonio de los vecinos deja ver la complejidad de aquel momento. “En el barrio desde el 16 de diciembre se empezaron a anotar vecinos para recibir cajas de mercaderías en la plaza Itatí”, recuerda María y brinda un detalle que da cuenta de un fenómeno desgarrador que podría describirse como la re-exclusión de los excluidos. “Nosotros teníamos solo un bebé y las cajas eran para los que tenían de tres hijos para arriba. Entonces fuimos tres días seguidos y no nos quisieron anotar para la caja”, cuenta.
El Comisario Daniel Alberto Pool, que más tarde volvería a aparecer en la historia de Rubén Pereyra, fue quien dio la negativa a que la familia pudiera anotarse en la espera de un bolsón de comida. Había que alimentar a una beba de poco menos de dos años, y las cosas no estaban fáciles. Pero el comisario dijo siempre que no “porque la caja era una ayuda para familias numerosas”.
Las entregas de comida por parte del gobierno eran escuetas, no saldaban ni por lejos las necesidades de las familias a las que la pobreza se les había instalado en sus hogares en forma de dolor de estómago y desesperación. Tres negativas seguidas a Rubén y otras familias en su situación: 16, 17 y 18 de diciembre. Para el día 19 Las Flores ya era un reflejo más de todo lo que acontecía en el país. “Ese día a la mañana se empezaron a armar los saqueos. El dueño de un supermercado dejó que la gente entrara para que no le rompieran el lugar”, dice María. En ese episodio estuvo Rubén junto a su hermana. Se llevaron leche, yogur, pañales y cigarrillos para un hermano de Rubén que ya hacía unos días estaba detenido en la Comisaría 19.
“El barrio era una locura, empezaron a reprimir con gases lacrimógenos y balas de goma desde el 19 al mediodía, después se calmó hasta que decretaron el Estado de Sitio”, recuerda María. En la misma línea lo relató un tiempo después el informe de la Comisión Investigadora No Gubernamental: “Vecinos de Las Flores y otros barrios aledaños se congregaron espontáneamente en distintas esquina del barrio, con el propósito de reclamar bolsones de comida en comercios de la zona. Simultáneamente, comenzaron a llegar al barrio varios vehículos y personal de diferentes reparticiones de fuerzas de seguridad: Comando Radioeléctrico, Seccional 21º, Cuerpo Guardia de Infantería y Gendarmería Nacional”. Incluso hubo testigos que dijeron haber visto a policías circular en vehículos particulares sin patente, y que por la tarde, mientras se repartía alimentos en la Parroquia Itatí, los vecinos que estaban en la cola fueron reprimidos con balas de goma.
Según contaron los vecinos, la policía había asegurado que se entregaría comida en el hipemercado Libertad, ubicado sobre Bulevar Oroño en el cruce con la Avenida Battle y Ordoñez. Como consecuencia, un centenar de personas se acumuló en el lugar. Pero la certeza de la policía pasó a rumor y al cabo de unos minutos se transformó en mentira. Los vecinos no saben si fue un engaño, una emboscada o qué. Lo concreto es que terminaron enfurecidos y a la vez rodeados por un cordón policial. Fue la antesala de la represión. La policía fue preparando el escenario. Sabía que se estaba desdibujando la calma de las personas que en vano habían hecho horas de filas para anotarse y recibir una ayuda alimentaria, y que eso alcanzaría para justificar cualquier tipo de ofensiva.
Mediando la tarde, en esa parte del barrio se corría el rumor de que en la zona este de Las Flores la policía había reprimido y herido a muchas personas, y que incluso había asesinado a un trabajador de la Escuela Nº 756 José Serrano. Las noticias del día siguiente darían a conocer que se trataba del militante social Claudio “Pocho” Lepratti. Ya decretado el Estado de Sitio por el presidente Fernando de la Rúa, el barrio entró en una especie de calma o más bien en el ojo de una tormenta. La tensión, ahora, ocupaba a todo el barrio, que llegando la noche se quedó sin luz en otro extraño suceso sobre el cual los vecinos se permiten el derecho de la duda y la sospecha de intencionalidad.
Los vecinos se movilizaron hacia la entrada de la ciudad en la que Oroño se transforma en la Autopista Rosario – Buenos Aires. El objetivo era concretar una amenaza inminente: detener a los camiones de mercaderías y lograr por la fuerza lo que el Estado no había garantizado en los años previos y tampoco garantizaba en ese momento de extrema urgencia. La respuesta de la policía fue la represión.
Según los testimonios que recolectó la Comisión Investigadora, la policía estaba apostada debajo del puente y sobre la ruta. Los vecinos se acercaron para avisar que iban a parar camiones y, como respuesta, un policía al frente de aquel operativo anticipó lo que vendría: “Tenemos orden de reprimir y matar”. “Si saquean los matamos, la orden viene de arriba, los vamos a matar”, dijo otro agente.
Pasada las nueve de la noche a la casa de los Pereyra llegó la invitación de un vecino a sumarse a un numeroso grupo de personas que volvería a apostarse en la entrada de la ciudad. Rubén había dicho que tenía miedo y por esa razón desde temprano había decidido meterse a la casa. “Él me dijo que no iba a ir. Pero al rato vino, como que se despidió de su hija, la besó y le dijo que si no volvía que nunca se olvide de él. Cuando yo le dije que no vaya y que era una despedida para nosotras, dijo que iba y volvía”, relata María. Rubén se sintió confiado y resguardado junto a algunos amigos y vecinos y encaró para la ruta mientras María y Aldana se acostaban a dormir.
La investigación del asesinato de Rubén fue tan débil que no permitió que a quince años se pueda relatar con certeza qué fue lo que sucedió. Según pudo conocer María a través de un vecino que presenció el hecho, mientras la gente estaba en la ruta frenó un camión, por lo cual los vecinos creyeron que traía mercadería al Libertad. Pero sucedió lo inesperado: cuando se abalanzaron contra el vehículo se abrió la puerta y comenzó la represión. “Bajaron policías encapuchados y empezaron a reprimir. Rubén y un grupo de chicos hacía que la gente corriera, trataron de ayudar a las mujeres y quedaron atrás”, relata María. Luego de una ráfaga de disparos, Rubén cayó herido por una bala 9 milímetros que ingresó por la espalda y salió por su mano. “Un vecino lo ve que cae, lo levanta y él le dice que siga, que estaba bien, pero hace dos pasos más y cae en un zanjón. Ahí nadie pudo ir a buscarlo porque la policía seguía reprimiendo”.
Otra versión de los hechos dice que los vecinos de Las Flores detuvieron un ómnibus de larga distancia, que abrieron la baulera y que sacaron algunos bolsos. Y que esa fue la licencia para que la policía tirara a matar. Un testigo del hecho contó al diario La Capital que Rubén corría con un bolso que llevaba apoyado en la cabeza y que luego de una serie de disparos lo vio caer al suelo. Luego coincide con María: una pareja intentó socorrerlo, Rubén alcanzó a ponerse de pie y aseguró que estaba bien, que podía seguir solo, pero a los pocos metros se desplomó. El testigo Raúl Enrique Cardozo dijo ante el Juzgado de Instrucción 13 que socorrió a Rubén y junto a otra persona lo llevaron a la intersección de Flor de Nácar y Hortensia.
– Levantate, a Rubencito le pegaron un tiro – gritó una vecina en la puerta de la casa de los Pereyra.
María se levantó, dejó a la beba durmiendo y salió para la casa de una de las hermanas de Rubén -a pocos metros de la suya – quien también acababa de recibir la noticia. De camino a la ruta se toparon con un grupo de vecinos que alzando a Rubén buscaban alguna forma de socorrerlo. Ya había pasado una hora y ninguna ambulancia había llegado al lugar. Rubén estaba inconsciente y desangrándose. Los vecinos le pidieron a María que le hiciera respiración boca a boca. “Pero era inútil, ya estaba fallecido, sus labios estaban fríos”, escribió ella en su cuaderno. A los pocos minutos, un vecino en auto se ofreció a llevar a Rubén al hospital y así fueron al Roque Sáenz Peña. Los médicos confirmaron que el chico murió a los pocos minutos de recibir el disparo.
Al día siguiente, el comisario Pool que le había negado el bolso de comida a los Pereyra, ahora le negaba a María la entrega de un certificado de pobreza para avanzar con los trámites de defunción. “Me dijo que ya nos había dicho unos días antes que nos dejáramos de pedir cosas que no nos correspondían”, relata María. Pero cuando avisó que denunciaría esta maniobra, el comisario le dio el certificado a la madre de Rubén. Cerca de las siete de la tarde la familia recibió el cuerpo, pero cuando quisieron ingresar al barrio para poder velarlo se encontraron con barreras de volquetes y autos que los vecinos habían montado a modo de protesta y protección porque en el barrio la represión continuaba. “Me bajé de la combi y avisé que era Rubén, que lo habían matado el día anterior y que nos dejaran pasar con su cuerpo”, cuenta María. Otro recuerdo la llena de impotencia: “El 21 de diciembre, cuando llevábamos el cuerpo de Rubén al cementerio, en Circunvalación y España una chata de Guardia de Infantería empezó a tirar al aire contra la gente que iba acompañándonos”. María tomó ese gesto de la policía como una burla, una agresión y, cuanto menos, una amenaza para sembrar el miedo que luego serviría para cubrir el crimen con un manto de impunidad.
La trampa
Mientras la familia Pereyra, vecinos y amigos digerían la noticia en el hospital, llegaron policías de la Comisaría 19 a consultar sobre lo sucedido. Como si no supieran de nada, escucharon los relatos.
“Al otro día, a las 7 de la mañana los veo que estaban haciendo las pericias en Hortencia y Flor de Nácar”, cuenta María y deja ver una primer y fundamental irregularidad en la investigación del hecho. Ese lugar solo entra en escena porque hasta ahí trasladaron a Rubén los vecinos que intentaron socorrerlo. Sin embargo, y a pesar de que Rubén fue asesinado sobre la ruta, la policía realizó en esa esquina de Las Flores la inspección ocular, la búsqueda de testigos, la pericia balística, el relevamiento topográfico y las vistas fotográficas del lugar.
Sobre este aspecto de la investigación, la Comisión Investigadora evaluó: “La realización de la totalidad de la investigación en un lugar distinto al del hecho no pudo deberse a un error ni a falta de información ya que en las propias declaraciones obrantes al comienzo del sumario surge claramente dónde y cómo se produjeron los hechos”. “Puede tratarse de acciones desarrolladas por personal policial para encubrir un homicidio que, de acuerdo a las declaraciones de testigos, involucra a personal de la propia policía, y en tanto las mismas podrían tener como finalidad obstaculizar la investigación de los delitos e irregularidades cometidas por la policía”, continúa el informe.
Si no fue un error, fue encubrimiento y complicidad. Eso es lo que María sigue sosteniendo quince años después. Sobre todo porque el encargado de esa investigación fue el mismo comisario Daniel Alberto Pool. En este sentido, dice que los vecinos no se animaron a declarar ante la justicia por temor a represalias por parte del comisario y su policía. Lo mismo dijeron desde la Comisión Investigadora, al afirmar que de los tres hombres y siete mujeres que testimoniaron para su informe, ninguno se animó a declarar para la causa judicial. Luego del crimen fueron detenidas varias personas, pero solo una se animó a contar a la CI que fueron “duramente golpeadas por la policía y amenazados para que no denunciaran estos hechos”.
– Acá no pasó nada, acá cayó un delincuente – dijo un policía en ese momento.
Una investigación de estas características no podía tener otro resultado: se involucró a ocho policías por el hecho, pero el juez Osvaldo Barbero los sobreseyó aduciendo que no había pruebas útiles para determinar quién mató a Rubén.
“Nosotros queremos que haya justicia, pero no creo que llegue”, dice María en lo que es una mezcla de esperanza y resignación. Habla de responsabilidades políticas y de cómo para las clases bajas se complica acceder al derecho a la justicia. En el cuaderno que escribió y decoró con fotos de Rubén, se deja ver un mensaje que resume esta historia: “A los pobres la vida nos pega siempre tan duro”.