El asesinato de Claudio Lepratti se ejecutó con el manual del gatillo fácil: pruebas plantadas, versiones inventadas, encubrimientos e impunidades. Superando los límites de los barrios, hoy está presente en su legado como militante social.
Por Martín Stoianovich
Milton despertó en su casa del barrio Ludueña y al rato se puso a pensar en qué iba a hacer de su día. Sin muchas alternativas, pidió prestada una bicicleta y enfiló al centro comunitario Mensajeros de Jesús, una comunidad eclesial de base ubicada en el barrio Villa Banana. Era cosa de todas las semanas eso de llegar y cocinar con las doñas de la comunidad, comer y pasar así unos buenos ratos. Cuando Milton agarró la bicicleta, encaró por calle Solís para la zona oeste de la ciudad y percibió entonces pequeñas revueltas de vecinos del barrio que se acumulaban en la calle pidiendo comida. El clima tenso que ofrecía la policía apostada en distintos puntos del barrio lista para reprimir, sirvió para que Milton acelerara su andar. Cuando paró en la estación de servicio de la intersección de Córdoba y Camilo Aldao a inflar la bici, escuchó a un motociclista hablar con el playero. Contaba de distintos saqueos a supermercados y represiones en varias zonas de la ciudad. Rosario ardía, y no solo por el calor que invadía las calles aquel 19 de diciembre de 2001.
En Mensajeros de Jesús, Milton cocinó con Sara, Alicia, Mariana, Laura, la Negra y otras mujeres. Pasaron un rato largo hasta que cayendo el sol se despidieron. Milton agarró la bici y se volvió a Ludueña. Cuando llegó a su casa se encontró con un guiso preparado por su madre. Un plato que ayudaría a recuperar energías pero no a calmar el calor. Rondaban las nueve de la noche cuando Milton se sentó en la mesa y se preparó para comer.
A la misma hora, pero a más de trescientos kilómetros de distancia, en Colonia Los Ceibos, provincia de Entre Ríos, sonó el teléfono en la casa de los Lepratti. Atendió Oslvado, uno de los hijos de Dalis y Orlando. Su hermana Celeste y su mamá lo miraban expectantes, esperando que diera alguna señal sobre el motivo de la llamada. Los gestos de Osvaldo, que mantenía el silencio cruzado con pocas palabras, adelantaron algo. Celeste y Dalis pensaron en Camilo, el más chico, que estaba viviendo en la localidad de Oro Verde. Los saqueos televisados ocurridos la noche anterior en la vecina ciudad de Concepción del Uruguay habían abonado al tenso ambiente que se vivía en el país.
– ¡Lo mataron a Pocho! – gritó Andrea, prendida de la ventana de la casa de Milton que daba al comedor, justo cuando el chico se aprontaba para la primer cucharada de guiso.
– Se murió Claudio – apenas alcanzó a decir Osvaldo cuando colgó el teléfono.
Pocho es Claudio y Claudio es Pocho. De apellido Lepratti. Entrerriano, estudiante de filosofía, seminarista, militante social, trabajador de lo que fuera necesario. En ese entonces, para Milton era Pocho. Para sus hermanos Osvaldo, Celeste, Camilo, Laura y Martín, su mamá Dalis y su papá Osvaldo, todavía era simplemente Claudio. También le decían Chicho, o Chaio, apodo que quedó de lo que alcanzaban a balbucear sus hermanos menores cuando de chicos querían nombrarlo.
“Nos agarró mucha bronca, teníamos ganas de salir a romper todo”, dice hoy Milton. Se habían conocido en 1997. “Yo estaba jugando en el patio de mi casa, entre los pasillos, y lo veo pasar en una bicicleta sin frenos, con los pelos al aire y una campera rompe vientos roja y azul”. Le llamaba la atención la presencia de ese tipo, que de a poco se había vuelto cotidiana en el barrio. Al tiempo, un pibe del barrio lo invitó a sumarse a las reuniones de La Vagancia, uno de los grupos de jóvenes que Pocho integraba en el barrio. “Fue un domingo a la noche, en un salón de la escuela del Padre Montaldo. Entré y estaban los pibes discutiendo, y el Pocho, el mismo tipo que veía en bicicleta, estaba cocinando”, dice Milton.
“Fue inesperado e inexplicable. Ahí cambió todo para siempre. En la familia hubo un antes y un después”, cuenta Celeste, quien hoy vive en la misma ciudad en la que mataron a su hermano. Luego de varios años de docencia y militancia social emprendida en el camino que le deparó el asesinato de Pocho –ese después del que ella habla- logró una banca en el Concejo Municipal como integrante del Frente Social y Popular. En un principio fueron Orlando y Laura los integrantes de la familia que tomaron la posta en un reclamo por justicia que ya se volvió histórico. Celeste llegó a Rosario un tiempo después y fue instalándose en la ciudad en forma paralela al crecimiento de la imagen de su hermano como referencia de la militancia barrial. El crimen de Pocho significó una herida profunda a las clases populares. Fue un asesinato atravesado por un fuerte mensaje político.
Dejaron de tirar (después de matar)
Llegado el 2001 ya hacía diez años que Pocho vivía en Ludueña. Pero para entonces trabajaba en el barrio Las Flores, en la cocina de la escuela 756 José Serrano. Más de 16 kilómetros de asfalto por la Avenida Circunvalación conforman el camino que rodea a la ciudad y que Pocho hacía cada día de trabajo. Ese 19 de diciembre nada impidió que llegara pedaleando a la escuela: ni las movilizaciones de vecinos de distintos barrios, ni la amenaza de represión en cada foco de manifestación popular. Las Flores era uno de esos escenarios. Los vecinos se acumulaban en supermercados a la espera de algo de comida y como respuesta la policía circulaba amenazante desde sus patrulleros.
El ataque policial en Las Flores ese día fue constante. A pocas cuadras de la escuela, sobre Circunvalación, vecinos del barrio cortaban el tránsito. Los gases lacrimógenos y los estruendos de disparos antitumultos de la policía ambientaban la tensión. El clima también alcanzaba el interior de la Escuela, donde los trabajadores de la cocina preparaban la comida que iba a ser entregada a los vecinos esa tarde noche.
El asesinato fue relatado una infinita cantidad de veces. Ante la continuidad de la represión, aquella tarde Pocho pasó más tiempo en el techo de la escuela que en la cocina. Poco antes de las seis de la tarde llegaron al establecimiento las hermanas Cappelano. Claudia, la portera y Graciela, ayudante de cocina. Cuando se enteraron que Pocho estaba en el techo fueron a su encuentro, junto con un profesor de matemáticas. Atravesaron el patio y subieron a la parte del techo que da a la Circunvalación y desde allí observaron el panorama represivo que ofrecía el sur de la ciudad. Pocho gritaba y puteaba a los policías. “Hijos de mil putas”, les dijo varias veces, agregándole bronca y barrio a la frase que luego inmortalizaría León Gieco en “El ángel de la bicicleta”. “Hijos de mil putas, dejen de tirar que hay pibes comiendo”.
Fue entonces cuando frente a la escuela, por el pasaje paralelo a Circunvalación, se detuvo el móvil número 2.270 del Comando Radioeléctrico de la localidad de Arroyo Seco, que no por casualidad merodeaba la zona. Del coche se bajaron el conductor, Marcelo Arrúa, su acompañante Rubén Pérez, y de atrás el oficial Esteban Velázquez. Los insultos y gritos contra la policía siguieron hasta que un disparo de munición de plomo ingresó por la garganta de Pocho.
Sobre el hecho se tejieron varias versiones. Lo concreto es que Pocho quedó tendido en el techo de la escuela, desangrándose. Que la policía no quiso llamar a la ambulancia y que al no haber respuesta ante la emergencia, sus compañeros lo subieron al asiento trasero del auto de la pareja de la cocinera y lo llevaron a la guardia del Hospital Roque Sáenz Peña. De ahí lo trasladaron al Hospital Rosario, pero murió en el camino. Apenas pasaban las siete de la tarde. Pocho tenía 35 años.
Cuando sus compañeros fueron a pedir ayuda a la comisaría del barrio, vieron el mismo móvil policial del cual descendieron los tres policías que inmediatamente las hermanas Cappelano señalarían como responsables del crimen. Estaban ahí adentro quienes desde el principio negaron haber disparado y dijeron que Pocho se había cortado con un vidrio. Ese sería el primer capítulo de una serie de irregularidades que intentaron encubrir el asesinato o, cuanto menos, llenarlo de dudas y preguntas con respuestas difíciles de encontrar en un poder judicial que, sobre los crímenes de diciembre de 2001, no se caracterizó por la profundidad, celeridad y certezas de las investigaciones.
Un manto de dudas
La claridad y rapidez de la denuncia de los trabajadores y autoridades de la escuela obligaron a que, una semana después del hecho, el juez de Instrucción Osvaldo Barbero ordenara la detención de los policías Velázquez y Pérez, quienes por entonces tenían 26 y 39 años. La primera versión de estos agentes se basó en lugar común del relato policial: dispararon respondiendo a una previa agresión. Dijeron que antes de descender del patrullero fueron atacados con piedras y disparos desde el techo de la escuela, por lo cual gatillaron para dispersar a quienes se asomaban desde lo alto de la escuela. Incluso mostraron como prueba dos impactos de bala que tenía el móvil. Por esas suposiciones a Pocho le armaron una causa por resistencia a la autoridad.
El juez consideró que hubo contradicciones evidentes en esas primeras declaraciones y ordenó la prisión preventiva que fue confirmada el 18 de enero de 2002 por la Cámara de Apelaciones en lo Penal de Rosario. Además, los testigos del hecho apuntaron directamente sobre Velázquez como autor del disparo que mató a Pocho. Ese fue el paso previo para que finalmente en abril de 2002 se dictara el procesamiento por homicidio simple para Velázquez, y para Pérez por ser partícipe primario. Fue el único de los siete homicidios policiales de aquellos días en la ciudad de Rosario que tuvo procesamiento a los pocos meses del hecho.
Finalmente, el 5 de agosto de 2004 Velázquez fue condenado a 14 años de prisión como autor material del asesinato. En esos años que duró la investigación y el juicio, se consolidó un relato de los hechos que al menos pudo poner nombre y apellido al autor del disparo mortal. Según las conclusiones del juez, el móvil policial detuvo la marcha, descendieron los policías y Velázquez disparó su Ithaca con munición de plomo apuntando a Pocho, a unos diez metros de distancia. Incluso se descartó la hipótesis policial que suponía la agresión con arma de fuego: las pericias constataron que los dos impactos de bala en el móvil tenían dirección horizontal y ascendente. Es decir que no salieron del techo, lo que hace suponer que fue una prueba plantada. Otro lugar común de las versiones policiales.
“Resulta necesario considerar que, aunque hubieran recibido agresiones por medio de piedras y demás objetos contundentes, tal situación no justificaría desde ningún punto de vista que se disparara sobre un grupo de personas que estaban sobre un techo. No se ejerció desde ningún punto de vista el derecho a la defensa”, dice la resolución de la causa. “La intención de Velázquez fue la de matar, ello se infiere que efectuar un disparo con una escopeta a corta distancia necesariamente debía tener el conocimiento de lo letal de dicho disparo”, continúa la sentencia del juez, quien remarcó como atenuante a la condena la corta edad del policía y su falta de antecedentes. Asimismo, como agravante consideró “la falta de controles inhibitorios que lo llevaron a responder con disparos un mero insulto”.
Nueve años, cuatro meses y seis días después de la condena, Velázquez quedó en libertad condicional por buena conducta. Hasta que en diciembre de 2015 culminó su condena, se dedicó a vender hamburguesas y menú chatarra en el carrito de una plaza de Arroyo Seco, se afianzó como puntero del PRO en dicha localidad y habló con medios nacionales para intentar limpiar su imagen. “De adelante hacia atrás, levemente de derecha a izquierda, ligeramente descendente”, dice Velázquez entre ademanes en una entrevista al diario Clarín. Se refiere a la trayectoria de la bala que mató a Pocho, según la descripción de una de las pericias que figuran en el expediente. Asegura, así, que el disparo provino desde el puente de Circunvalación y no desde abajo, donde él, insiste, lo único que hizo fue repeler con un disparo de bala de goma a las personas que estaban en el techo.
“Velázquez es un pobre tipo. No deja de ser un asesino, pero es un muñeco. Si lo hubiera conocido a Pocho, no hubiera tenido los huevos suficientes para dispararle. Pensó que tenía poder y era inimputable. Ahora se sabe que vive en Arroyo Seco y que es un pobre tipo”, dice Milton, quien en su relato mezcla calma y bronca cuando habla de Pocho a partir de su asesinato. Fueron ellos, los pibes y las pibas de Ludueña, junto a los compañeros de trabajo y los familiares que comenzaron a acercarse después de aquel diciembre, quienes hicieron de Claudio, Chicho o Chaio al Pocho Lepratti multiplicado en canciones, murales y militancia barrial.
Encubrimiento anunciado
Los allegados a Pocho, compañeros y familiares, no creen que el asesinato haya estado premeditado, pero tampoco creen que fue casual el disparo de la policía. Celeste y Milton coinciden en que los policías de la zona tenían marcado a Pocho, que por lo menos sabían quién era, qué hacía, en qué quilombos se metía. “No lo fueron a buscar, pero lo vieron y aprovecharon la volada”, cree Milton. La causa armada luego de que fuera asesinado, el disparo al patrullero para desviar la investigación y fortalecer la hipótesis de enfrentamiento con la supuesta legítima defensa de la policía y los actas de procedimientos adulterados, son aspectos que constituyen el manual del gatillo fácil y su encubrimiento. Un manual que solo se puede aplicar con la impunidad que garantiza la complicidad judicial y política. De ahí que se desprende el incansable pedido de los familiares de víctimas de la represión por la investigación y condena también a los responsables políticos.
El encubrimiento al accionar de la policía aquel día fue tan obvio que se tuvo que investigar y procesar a otros policías además de los vinculados directamente a la autoría material del crimen. Así, varios años después, en agosto de 2009 el juez Julio García, a cargo del Juzgado de Sentencia 5, condenó a cinco policías a dos años y ocho meses de prisión condicional e inhabilitación por el doble de tiempo de la condena, por el delito de falsedad ideológica de instrumento público y encubrimiento agravado. Los condenados fueron Arrúa y Pérez, chofer y acompañante del móvil respectivamente; Roberto de la Torre, ex jefe de la subcomisaría 20; Daniel Braza, ex jefe del Comando Radioeléctrico; y Carlos Alberto de Souza, ex guardia de la subcomisaría 20.
Sin embargo, a partir de entonces comenzó un ida y vuelta que finalmente se encaminó hacia una impunidad maquillada con tintes de justicia. En abril de 2011 la Cámara de Apelaciones absolvió a los policías y los dejó en libertad por el beneficio de la duda. En mayo de 2014 la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe anuló el fallo y en febrero de 2015 la Sala III de la Cámara Penal confirmó la condena para cuatro de los policías. El quinto, Daniel Braza, ya había muerto. De todas maneras, para ese entonces ya había pasado mucho tiempo. “Solo sirvió para decir que 14 años después la justicia ratifica la condena, pero nunca hubo una pena real y efectiva”, dice Celeste hoy. Además critica que desde un principio se haya sobreseído a José Maldonado, ex jefe de la División Judiciales y de la Unidad Regional II de la policía, señalado por “firmar y dar aval a toda la documentación falsa para dar lugar al encubrimiento”.
Habiendo tanto embrollo en las causas por la autoría material y el encubrimiento del hecho, con el paso del tiempo el pedido de procesamiento a los responsables políticos no fue perdiendo fuerzas en las calles pero sí fue perdiendo cabida en los Tribunales. En algún momento fueron llamados a declarar quienes entonces eran ministro de Gobierno, Lorenzo Domínguez, y subsecretario de Seguridad Pública, Enrique Álvarez, pero ambos expedientes fueron archivados en 2004. El principal apuntado como responsable político de la represión, el entonces gobernador de la provincia, Carlos Reutemann, nunca fue despojado de la impunidad. En agosto de 2002 fue denunciado, pero la causa se archivó en noviembre de 2003 de la mano del juez Correcional Roberto Reyes, sin apelación por el entonces fiscal Roberto Favaretto. Entonces, la estructura de la impunidad mostró su cara negativa a los familiares que exigían justicia, pero dejó su parte buena para los integrantes del poder judicial: al paso de los años Reyes fue designado como vocal de Cámara y Favaretto como juez Correcional.
Celeste asegura la relación entre la débil investigación al accionar policial con la impunidad de los mandos políticos. “Lo de la policía fue un paso para garantizar lo que más interesaba que era la impunidad de los responsables políticos”, dice. Esta serie de reveses, que además de la causa por el crimen de Pocho afectó a los otros siete homicidios ocurridos –o registrados- en la provincia, lejos estuvo de debilitar la lucha de los familiares y organizaciones sociales que acompañaron desde un principio. “La justicia la hacemos entre todos y viene de otro lugar que no conoce ningún juez que haya participado en las investigaciones de los asesinatos. Eso tiene que ver con no olvidar, que la memoria sea todos los días una tarea”, dice Celeste, quien a la lucha por justicia ya la hizo parte de su vida.
Un militante con los pies en la tierra
Milton entra a la casa de Pocho, lo ve a él y a Manuel -otro compañero- colgando un cuadro en la pared. Ambos de espalda no lo ven llegar. Sorprendido saluda a Manuel y después, cuando se da vuelta, a Pocho, que se baja de una silla para recibir a su compañero.
– Ey, nabo, ¿cómo andas? – pregunta Pocho entre abrazos.
– ¿Qué hacés acá si estás muerto? – responde Milton, ya llorando, ante la extraña sonrisa de su compañero.
Es el último de los recurrentes sueños que Milton suele tener con Pocho. “Me desperté y me puse re loco”, dice y cuenta que se enojó por no haber tenido más tiempo para preguntarle otra cosa. Milton, hoy comunicador popular, encarna el legado del trabajo social que Pocho sembró por Ludueña y otros barrios de la ciudad. El lamento por no haber podido preguntarle algo más, incluso sabiendo que se trataba de un sueño, quizás muestra el dolor y el vacío que dejó ese 19 de diciembre.
– ¿Y ahora qué hacemos nosotros? – se preguntó Milton entre llantos, un día después del crimen, según relata la crónica del diario La Capital sobre el velorio de Pocho.
Era el miedo de estar solos. La pérdida de la seguridad que, dice, les daba a los pibes de Ludueña el saber que entre ellos estaba Pocho. “Desde ese momento se han hecho un montón de cosas”, cuenta respondiéndose a su propia pregunta quince años después. Los primeros cuatro meses fueron de desolación. “Los siete grupos de adolescentes que venían pensando y haciendo un montón de cosas se vinieron todos a pique, a la mierda”, dice y da cuenta así de una de las consecuencias políticas y sociales que tuvo el asesinato. Pero al paso del tiempo, los pibes y las pibas que formaban el grupo “La Vagancia”, se volvieron a juntar, incluso con la participación de algunos que con Pocho en vida se habían alejado. Entre tanto desamparo, ese fue el principio de una resistencia protagonizada por los pibes que hicieron carne el lema “Pocho Vive”, forjando el crecimiento de La Murga de Los Trapos y la inauguración, en 2004, del Bodegón Cultural Casa de Pocho, un espacio de militancia barrial levantado en la vivienda que Pocho tenía, como dice Milton, en el corazón de esa manzana de Ludueña.
– Al mediodía vino Pota, me pidió para dejar el caballo, le dije que sí, si empezaba la escuela. Me ayudó a emparchar la bicicleta, después Omar y Chupa le pusieron frenos a mi bicicleta.
– A la mañana sacamos agua de la casilla con Andrés, Miguel y Lico. Se filtraba así que esperamos para seguir a la tarde.
– Llovió hasta la tarde, se volvió a inundar mi casilla. Andrés, Miguel y Waldino me ayudaron a sacar el agua.
– Arnaldo y Chupa matearon y se fueron a cazar palomas, mientras fuimos con Monchito y Miguel por La Nota a lo de Laura. Volvimos y con Arnaldo, Omar y Chupa hicimos un guiso de arroz con palomas y papas.
Quizás un poco a contramano de las costumbres, Pocho solía anotar en una especie de agenda las actividades que había realizado. Desde 1993 y el aviso de que lo iban a despedir de la fábrica de electrodomésticos Liliana, por lo cual escribía “debería haberme cortado el pelo”, los guisos de palomas con los pibes de Ludueña en 1998, el armado de la revista La Nota y distintas inquietudes que ocupaban sus días. Una suerte de ayuda memoria que ahora es un reflejo de su vida como trabajador y militante barrial.
La agenda de Pocho es cotidianidad, el día a día en el barrio, problemas fáciles de resolver pero que son más fáciles con la ayuda de otros. De los pares. Pocho, en vida, era uno más. Ahora, a quince años de su asesinato, su nombre se diseminó por Rosario, Concepción del Uruguay y el país. A veces, pareciera que las alas que le pintaron a su imagen en bicicleta lo alejan de la tierra sin mayúsculas, a la que, como cuentan los pibes que crecieron con él, siempre perteneció.
Milton entiende esa imagen como “algo que necesita la gente para aferrarse”. Para aferrarse y seguir, dice. “Pocho no andaba por el barrio levitando, ni era un ser supremo”, cuenta y con recuerdos lo baja de nuevo a la tierra: “A mí y a otros pibes nos ha mandado patadas en el culo por molestos. Era un tipo muy correcto pero tenía sus formas”. No es negativa la imagen de santo y ángel que representa Pocho en planos sociales y culturales, pero urge la necesidad de poner sus pies en la tierra. Es que, en los tiempos que corren, se necesitan muchos Pochos y no tantos ángeles.
Hablando de la juventud
A Pocho lo velaron en la Escuela Nº 1.027 Luisa Mora de Olguín, conocida como la escuelita de Edgardo Montaldo, el cura barrial que en Ludueña lo acompañó en su recorrido cristiano. Cuentan las crónicas de aquellos días de diciembre que el velorio estaba lleno de pibes. Y que los pibes estaban llenos de llantos. Y de angustia, e incertidumbre. Que, como a Milton, le surgían preguntas desesperadas de cómo seguir.
En la misma escuela, pero en 2013, velaron a Gabriel Aguirrez. Tenía 13 años cuando una bala le perforó la espalda mientras estaba acompañando a sus amigos en un festejo futbolero. Doce años después del velorio de Pocho lo simbólico de este suceso ofrecía un panorama del barrio. Un Ludueña que, como tantos barrios periféricos de la ciudad, continuó en la desidia estatal que la militancia siempre denunció. Una desidia estatal que seguía, y sigue, marcando el destino de los pibes con balas para tirar o para recibir. Una desidia estatal que sigue convirtiendo a escuelas en salas velatorias.
“Los jóvenes de los ambientes populares inmersos en la miseria están profundamente heridos; la miseria, la falta de trabajo, (y prácticamente inexistencia de trabajo digno para ellos), la incidencia de problemas de drogadicción, embarazo precoz, y delincuencia; los llevan a debilitarse y a caer permanentemente bajo la traición de sus hambres. Es así que se requiere un acompañamiento exigente que les recuerde sus propias opciones y les anime en su concreción para desmontar la montaña de frustraciones que se les ha creado”, escribía Pocho en un trabajo realizado para un seminario de pedagogía salesiana, en el profesorado de Filosofía y Ciencias de la Educación con Orientación en Pastoral Juvenil, del Instituto Superior San Juan Bosco. Relataba, en julio de 1999, un certero panorama de la realidad de los jóvenes del nuevo milenio y de los años actuales.
En este sentido, se animaba a cuestionar distintos discursos establecidos a nivel sociedad, como aquel que supone que “los jóvenes son el futuro”. “Al sacarlos del hoy para ubicarlos en un mañana que no posee ninguna señal de seguridad para las y los jóvenes de sectores populares se les está haciendo invisibles, pierden toda posibilidad de decir algo ahora y de aportar para construir relaciones humanas en el país, en la familia, en la comunidad hoy”, describía.
Otro supuesto que intentaba derribar es el que establece que “los jóvenes no participan en política”. “Muchos personajes públicos hablan de la apatía juvenil y de su irresponsabilidad publica. Es importante considerar que más que apatía juvenil, lo que existe es antipatía juvenil a las formas tradicionales de hacer política y por ello se da esta forma de no-participación. La identidad que se quiere promover con el discurso antes citado es la de la apatía – inconsciencia juvenil”, escribía. A su vez, en forma propositiva proponía la necesidad de legitimar a los jóvenes. ¿Cómo?: “Comenzando por invitarlos a actividades donde ellos puedan ser protagonistas. A buscar en ellos propuestas de acción hacia la comunidad. Informar sobre sus expectativas, actividades y problemas, comunicar todo y en lo posible a todos”.
Pocho, como tantos otros militantes barriales, trabajó y estudió por y con los pibes y las pibas de los barrios. A quince años de su asesinato, cuando la juventud de las barriadas de Rosario tambalea entre el abandono, el olvido, la criminalización y el gatillo fácil de la policía, queda expuesta aquella consecuencia social y política del crimen de Pocho. Lo explica Milton, uno de los que en Ludueña pudo seguir: “Muchos chicos dejaron de participar por miedo, por desamparo y por impotencia”. Cuando matan a un militante social, más aún cuando interviene el brazo armado del Estado, no hay formas de negar que se trata de un crimen político. Por eso las paredes de Ludueña muestran a la cara de Pocho y la leyenda que dice que cuando la policía dispara, el que apunta es el gobierno. Ese es el motivo por el cual la impunidad en las responsabilidades políticas sigue doliendo. Y, en fin, ese también es el motivo, uno de tantos, por el cual se sigue luchando.