Detrás de los menores de edad víctimas de homicidios en lo que va del año en Rosario, se esconden pequeñas historias similares. Docentes hablan del dolor que implica la pérdida de un alumno y analizan cómo funciona la escuela como institución.
Por Martín Stoianovich
A días de concluir la primera mitad del año las muertes por causas violentas en Rosario ya superan las cien y el pronóstico es sencillo: de seguir con esta línea para fin de año se volverá a superar los doscientos homicidios como en los años anteriores. Por el momento, de este total se desprenden datos alarmantes. Como mínimo se dieron 37 asesinatos con víctimas que van desde los 18 a los 25 años, y ocho con víctimas menores de edad. De esta última cifra llama la atención el detalle de que todos los niños pertenecían a barriadas populares. Un aspecto no menor que aparece como denominador en común en las historias de aquellas pequeñas llamitas que se apagan antes de tiempo.
De los menores de edad víctimas mortales de distintos sucesos recientes surgen las historias individuales. Pero, a su vez, cada pequeña historia se une con las demás y aparecen entonces los interrogantes que transforman a hechos puntuales en el resultado concreto de una compleja problemática social. Por qué un pibe expone su vida a los peligros latentes de la sociedad. Cuál es la falla que a nivel estatal lleva al desamparo a los más pequeños, convirtiéndolos en materia descartable para los negocios que manejan los más grandes, que viven en casas más grandes, con sueldos grandes y grandes expectativas de vida. Por qué un pibe no está en la escuela o jugando, haciendo uso de su condición de niño, en el momento en que una o varias balas terminan con su vida.
“No es casual que los pibes que mueren sean los que están totalmente abandonados por el Estado. Pero no solamente ellos, porque vienen de una familia desarmada de la cual el Estado no se hace cargo, y emparcha mientras tanto se nos van muriendo los pibes de las peores maneras”, afirma Claudia Rivas, docente e integrante de la comisión directiva de Amsafe Rosario. La escuela aparece en este escenario como la única institución estatal firme que en los barrios marginados intenta mantenerse de pie excediendo el rol docente para vincularlo además a un trabajo social necesario con cada alumno. Rivas menciona las condiciones laborales de los docentes, las condiciones edilicias de las escuelas y el constante contexto de vulnerabilidad de derechos en el cual sobreviven las familias de los sectores populares, como principales factores a la hora de pensar en lo que a mediano o largo plazo desemboca en la peor de las consecuencias. Refiriéndose al día a día de los menores que transitan la edad escolar, Rivas sostiene: “Conociendo sus realidades, se sabe que se está jugando con su vida y su muerte. No sabemos si mañana el alumno va a volver”.
Mientras tanto, la crónica policial en Rosario continúa enumerando chicos y chicas que no volvieron a la escuela o que incluso nunca fueron.
– 11 de enero. Cerca de las cinco de la mañana, Mario Brest, de 15 años, salió de la casa de su abuela en el barrio Santa Lucía, donde la ciudad comienza a convertirse en descampados. Momentos después, otro joven, señalado como parte de una “pandilla”, le dio tres disparos en el pecho que le ocasionaron la muerte camino al hospital
– 18 de enero. Corrían horas de la madrugada cuando en una esquina del barrio Empalme Graneros, Marcelo Biscoglio, de 15 años, intercedió en una pelea en la que participaba un allegado de 18 años. Una puñalada en su cuello lo dejó sin vida a los pocos minutos. Días antes había sido baleado en otro episodio.
– 20 de febrero. Más de 48 horas estuvo desaparecida Milagros Sánchez, de 14 años. Su cadáver envuelto en bolsas de cemento fue hallado en inmediaciones del canal Ibarlucea, en la zona de Nuevo Alberdi, apuntándose el caso como uno de los tantos femicidios ocurridos en lo que va del año.
– 8 de marzo. Corrían las primeras horas de un domingo al desatarse una discusión familiar en un asentamiento de Villa Banana. Las consecuencias fueron mortales para Brian Herrera, de 15 años, luego de recibir una puñalada en el pecho por parte de su hermanastro.
– 15 de marzo. Marilin Fernández, de 15 años, salía de un cumpleaños en la madrugada de aquel domingo en el barrio 7 de septiembre. Al quedar en medio de una balacera a metros de su casa, la chica recibió un disparo en la cabeza que terminó con su vida.
– 27 de mayo. Cerca de las diez de la noche, Maximiliano Zamudio de 16 años se encontraba en la puerta de su casa. Murió luego de que un cabo de la Prefectura vestido de civil se acercara con su auto, se dirigiera al chico con algunas pocas palabras para luego acertarle tres disparos mortales. La versión policial habló de un tiroteo en intento de robo, mientras que familiares y vecinos aseguran que se trata de un caso de gatillo fácil con la víctima desarmada.
– 12 de junio. Rolando Mansilla tenía 12 años y su trabajo consistía en custodiar un kiosco de drogas en pleno barrio Ludueña. Aquella noche se encontraba en el techo del búnker cuando un grupo de jóvenes arribó en moto, disparó al aire para alertar al niño, que al asomar su cabeza recibió el primer y fatal disparo. Días después fue destruido el lugar que ya había sido allanado por las fuerzas de seguridad en distintas ocasiones.
– 22 de junio. Joana Aquino, de 16 años, se encontraba en su casa del barrio 7 de Septiembre cuando un disparo terminó con su vida. En un primer momento se habló de accidente, pero distintas irregularidades permitieron que se esté investigando al caso como “muerte dudosa”.
Cada hecho permite desentramar aspectos similares entre cada uno de ellos. Femicidios, conflictos familiares, gatillo fácil, narcotráfico. Títulos que caben para distintos casos en los que siempre quedan en el medio los más chicos. Hechos que no son meros policiales, sino que se inscriben en la lista de las peores consecuencias que deja el rol estatal entre la ausencia y la desidia.
“Basta de matar a nuestros alumnos”
Las escuelas de los barrios periféricos de Rosario sobreviven, tal como lo describen los docentes en actividad, como la única institución del Estado que a cuesta del esfuerzo de algunos profesionales mantiene todavía una relación con las juventudes sumergidas en la conflictividad cotidiana. En esta relación entre docente y alumno se pone constantemente en riesgo un proceso escolar que puede ser interrumpido por cualquiera de los distintos factores que afecta la vida de los pibes. Así lo ve Graciela, maestra de matemática de séptimo grado en la escuela primaria Nº 114 “Justo Deheza” de barrio Tablada, quien deja ver en la sensibilidad de sus ojos el impacto que genera en su vida la realidad de sus alumnos. “No es para cualquier persona este tipo de escuela, estamos cumpliendo labor social. Es fuerte todo lo que pasa afuera”, cuenta la docente, quien además cumple su labor en el área de fortalecimiento del Centro de Actividades Infantiles, un programa del Ministerio de Educación de la Nación que brinda horas extras en las escuelas.
Para Graciela, el rol docente se extiende más allá del aula aunque reconoce que la realidad del barrio supera las posibilidades del profesional. “Tienen la muerte naturalizada”, comenta mientras habla del dolor que siente al enterarse frecuentemente que ex alumnos mueren o terminan presos. Explica que la escuela se convierte en el único ámbito de contención que los jóvenes reconocen en su barrio, aspecto que refleja el desamparo al que quedan expuestos cuando finaliza el ciclo escolar o concluye la primaria.
También alerta la deserción escolar, momento en el cual desaparece de la vida del joven aquel ámbito de contención. “Muchas veces nos preguntamos dónde están los pibes, porque el barrio es inmenso y las matrículas no son altas en ninguna de las escuelas de la zona”, reflexiona Graciela. Una estadística elaborada por la Universidad Nacional de Rosario en conjunto con Unicef, y publicada recientemente por La Capital, afirma que el 27 % de los adolescentes rosarinos “no estudia ni terminó la escuela”. En la misma nota se aclara que el informe es anterior a 2013, y se destaca que posteriormente con el plan provincial Vuelvo a Estudiar se logró la reinserción de 2.600 alumnos. Para Claudia Rivas de Amsafé, más allá de estos planes, se trata de un fenómeno que continúa vigente. “El pibe se va a laburar, a limpiar vidrios, a cuidar coches, y en el más terrible de los casos lo atrapa el narcotráfico pagándole 300 pesos por día”, dice en relación a las alternativas que aparecen por fuera del Estado cuando los pibes se ven obligados a la subsistencia.
Desde Amsafe Rosario se está elevando un trabajo en conjunto entre distintos docentes con la consigna “Basta de matar a nuestros alumnos”, donde se aborda la problemática de los jóvenes desde una visión estructural. “Comenzamos a reunirnos a fin de elaborar estrategias y acciones para que no sigan arrebatando la vida de los niños y adolescentes de las barriadas más postergadas”, dice un comunicado difundido desde el grupo. En este sentido, el principal apuntado es el Estado provincial. Sobre su respuesta, Rivas explica: “Aparecen cuando hay una situación extrema. Tendría que haber especialistas en grupos interdisciplinarios con cargos genuinos en el Ministerio de Educación. No tienen que aparecer sólo cuando hay un problema, se tiene que trabajar en la prevención”.
1 comentario
Sumemos las muertes de Rosario con las, que fueron en todo el país, ¿Esta será el país que nos merecemos.
Pobre mi Argentina y pobres nosotros que vivimos en ella.
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