Por Carlos Del Frade
(APe).- Barrio Ludueña es el profundo y lejano noroeste rosarino. Allí, desde hace medio siglo, el sacerdote Edgardo Montaldo viene inventando escuelas, comedores y esperanzas. Pero en el último cuarto de siglo comenzó a darse cuenta del poder destructivo del negocio paraestatal del narcotráfico.
Cuando todavía no habían terminado los años ochenta, cuando comenzaba a multiplicarse la desocupación y empezaba a construirse el agujero negro de la ausencia de trabajo en el barrio, Montaldo advirtió a todo aquel que quisiera escucharlo que las pibas y los pibes empezaban a matarse por encontrar un lugarcito en la cadena de comercialización de la droga. Lo premiaron y reconocieron varias veces al cura Montaldo desde las administraciones provinciales y municipales pero nunca lo escucharon.
El viernes al mediodía, en los noticieros de los canales rosarinos, un charco de sangre se mostraba a la entrada de un kiosko de drogas. La macabra demostración de una vida robada muy antes de tiempo. Era en barrio Ludueña.
Los detalles de la información se fueron conociendo a medida que avanzaba la jornada.
Rolando Mansilla tenía doce años. Trabajaba de soldadito. Cuidaba el kiosko. Estaba en el techo con un arma, un colchón y un brasero. Lo remataron con dos balazos.
Había llegado del Chaco para encontrar una mejor forma de vivir en la llamada Barcelona argentina, en la ciudad de Rosario.
Dicen las crónicas periodísticas que “vivía en la casa de una tía materna y sus últimas 12 horas de vida las pasó sobre el techo de una construcción precaria en la que funcionaba un quiosco de drogas allanado infinidad de veces. Una de esas ocasiones fue en abril de 2014, cuando el secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, supervisó un operativo de Prefectura Naval durante el primer desembarco de las tropas federales en Rosario”, apuntan los diarios.
-Nosotros no miramos más películas de acción en la tele. Nos asomamos a la ventana y vemos cómo dos por tres pasan y tirotean la puerta del búnker. ¿Si quisieron robar el búnker? No señor. Estos vinieron a matar. Era ese pibito o el que fuera. Todos sabemos que un muerto en un búnker lo saca de funcionamiento, al menos por un tiempo. Estos tipos vinieron a matar – dijo uno de los vecinos de la cuadra, Magallanes al 300 bis.
Una vez más la sensibilidad del periodista Leonardo Graciarena es necesaria para describir la escena: “Murió aferrado a una botella con nafta, una improvisada bomba molotov que no alcanzó a usar para defenderse. Los vecinos dicen que sus matadores llegaron en una moto e hicieron un par de disparos que obraron de llamador para el pequeño vigía. Cuando el nene asomó la cabeza le dispararon. «El pibito alcanzó a disparar una vez y ese tiro pegó en el auto de un vecino», relató una doña. Dicen que dentro del quiosco, un chico de 10 años vendía y alcanzó a huir por el techo”, sostiene la información.
El kiosko de drogas es de alguien apodado “El Diente”. «Cuando se fueron los de Prefectura (hace un año) uno de los vecinos soldó el portón para que no pudieran entrar más y se dejaran de vender. Pero lo que hicieron (los transas) fue meter un perro Rottweiler al que tenían cagado de hambre y le dábamos de comer los vecinos, y metieron pibitos de otros lados para que cuidaran y vendieran. Les daban 300 ó 400 pesos por estar todo el día. Los hacían trepar por el techo y atendían por debajo del portón soldado. El que quería comprar pasaba la plata por debajo del portón y de adentro le daban la droga. El otro pibito estaba en el techo con un arma por las dudas», explicó un vecino.
Los vendedores de drogas fueron trayendo chicos pobres de otros barrios para explotarlos hasta dos días seguidos.
-Total, pobres es lo que sobra en esta zona – dijo una señora.
En una de las ventanas del bunker había una estatuilla de yeso de San La Muerte descabezada, apuntan las noticias.
Mercedes, hermana de Rolando, le dijo a los medios que «da bronca porque era muy pibito. Pero se vivía escapando. Estaba todo el día en la calle y a la casa volvía de madrugada. Mi papá lo habló mucho para que no dejara la escuela y para que no anduviera en la calle, pero él no le hizo caso», sostuvo.
Rolando Mansilla tenía doce años. Debía estar en séptimo grado, soñando con la proximidad de la secundaria y las aventuras de la adolescencia. Lo mataron de dos balazos porque trabajaba de soldadito. Fue en barrio Ludueña, zona noroeste de Rosario, la cuna de la bandera.