En Davos, Javier Milie mintió sobre los alcances de la Ley de Identidad de Género en la niñez y adolescencia. En cambio, omitió hablar sobre las cirugías no consentidas a las personas intersexuales en Argentina. “Hemos denunciado a estas prácticas como tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes”, aseguran las organizaciones sociales.
Cuando Ale escuchó al presidente hablar de mutilaciones en la infancia, supo que no se refería a su historia ni a su cuerpo. También entendió que ocultaba deliberadamente una práctica reservada para las corporalidades que no encajan en el modelo médico – hegemónico: “Lo que sí ocurre, y sigue siendo una grave violación de derechos humanos, es la mutilación genital de personas intersexuales en hospitales públicos y privados, procedimientos financiados por el Ministerio de Salud de la Nación Argentina”, asegura.
En efecto, en nuestro país aún se realizan operaciones “sin el consentimiento libre, pleno e informado de la persona”, dice Ale López Bemsch, integrante de Argentina Intersex, una organización que lucha por la erradicación de este tipo de intervenciones durante la infancia. Por recomendación médica, lxs bebés intersex generalmente son llevados a cirugía durante los primeros días de vida bajo la consigna de adaptar su genitalidad a las características sexuales promedio categorizadas en femenino y masculino.
“Las personas como yo, que pasamos por estas intervenciones médicas experimentamos mucho sufrimiento y las consecuencias de estas prácticas son irreversibles y van desde dolor crónico, pérdida de sensibilidad, fístulas, infecciones recurrentes, problemas de salud mental y traumas profundos que nos afectan a lo largo de la vida”, agrega. El principal problema, explica, es el “enfoque médico predominante” responsable de patologizar la existencia de las personas intersexuales.
En los manuales de medicina, la intersexualidad fue descripta como un ‘trastorno’ o una ‘deformidad’, y durante muchos años se utilizó la palabra hermafrodita para referirse a esta forma de la diversidad corporal. Ale entiende que esos términos sirvieron para justificar “intervenciones médicas innecesarias” , configurando una violanción sistemática de los derechos de las niñeces y adolescencias: “Muchas organizaciones intersexuales y de derechos humanos hemos denunciado a estas practicas como tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes”.
Además, dentro del propio movimiento LGTBIQ+ las personas intersex siguen estando ciertamente invisibilizadas y se desconoce cuáles son las demandas específicas pese a la incorporación de la i en el acrónimo. “Al preguntar a la gente si sabe qué es la intersexualidad, la mayoría no tiene una respuesta clara. Sin embargo, si se les pregunta sobre el término ‘hermafrodita’, suelen afirmar que lo conocen. Aquí es donde surge una de las mayores confusiones: no existen personas con dos sexos, es decir, con pene y vagina al mismo tiempo”, aclara.
Para combatir la desinformación, desde la organización fundada por Ale López Bemsch explican que “la intersexualidad engloba a una gama de variaciones innatas de las características sexuales”, pero que no se trata de una orientación sexual, identidad de género, o un tercer sexo. En algunos casos los rasgos son visibles al nacer a través de la observación de los genitales externos, mientras que otras veces se manifiesta en la pubertad o en la edad adulta: “La intersexualidad no es en sí misma un problema de salud, ni una enfermedad o una patología”, sentencian.
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El 26 de octubre de 1996, en la ciudad de Bostón, Estados Unidos, se realizó la primera manifestación pública de personas intersexuales, en alianza con organizaciones de travestis y trans. Fue frente a la Conferencia Anual de la Sociedad Estadounidense de Pediatría en la que denunciaron la realización de cirugías genitales infantiles no consentidas. Según relata un artículo publicado en el períodico The New York Times de 1997, los médicos desestimaron la protesta calificándola como “una minoría ruidosa”.
La acción dio origen al Día por la Visibilidad y la No Discriminación de las Personas Intersex con el objetivo de defender el derecho a la integridad corporal, la autonomía física y la autodeterminación. Sin embargo, recién en 1999 algunos países comenzaron a prohibir este tipo de cirugías y en 2015 el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU elaboró un informe donde insta a los Estados a eliminar las intervenciones genitales tempranas.
En el 2017, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) convocó a una audiencia para conocer la situación de las personas intersex en América Latina en la que escucharon los informes y testimonios de activistas que denunciaron mutilaciones, patologización y exhibición médica. “La CIDH ha tomado plena conciencia sobre la situación de las personas intersex. Es un tema que está invisibilizado. Dentro de la sigla LGTBI se diluye un poco esta situación”, señaló Francisco Eguiguren, presidente de la Comisión.
En Argentina, la organización Justicia Intersex presentó en el Congreso nacional un Proyecto de Ley de Protección Integral de las Características Sexuales que busca prohibir “la realización de cualquier procedimiento de modificación corporal no terapéutico sin el consentimiento expreso, libre e informado de la persona cuyo cuerpo está involucrado”, y establece que la violación de esos derechos podrán considerararse como “lesiones gravívisimas contempladas en los artículos 90 y 91 del código penal”.
Además, la iniciativa busca garantizar el derecho a la información de todas las personas con respecto a sus características sexuales, incluyendo su historia clínica. También prevé la creación de una comisión en el ámbito del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación para que todas las personas que fueron sometidas a cirugías durante su infancia sepan la verdad acerca de qué tipo de intervenciones les realizaron, y accedan a formas de rehabilitación y reparación adecuadas.
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Entre los 5 y los 8 años, Máxima Salazar fue sometida a una serie de prácticas médicas con el objetivo de adaptar su genitales a los de una mujer cis. Recuerda que su médico de cabecera – un hombre reconocido en la academia rosarina al que evita nombrar – utilizaba un aparato construido por el mismo que “era similar a una bicicleta, tenía dos piñones y una cadena, y con sus manos lo hacía girar y en la punta tenía un especie de tutor para generar una dilatación y que en el futuro yo pudiera generarle placer a algún hombre”.
El doctor les había dicho que tenían dos opciones: la cirugía peneana o la vaginoplastia. Todo era manejado en estricto secreto. La historia clínica oficial no dejó registrado esos procedimientos ya que en el consultorio del hospital atendía los aspectos clínicos de su salud en general, y reservaba para el consultorio particular lo vinculado a su intersexualidad. “Mucho tiempo después, mi mamá con ayuda de un abogado pudo hacer la denuncia. Pero antes de eso ella le hacía caso porque lo que decía el médico era palabra mayor”.
Máxima aguantó muchos años el dolor y la humillación de verse cada semana en la camilla de un médico que decidía sobre su cuerpo. Además, con el correr de los años las peleas entre madre e hija fueron cada vez más fuertes: “Ella me echaba constantemente de la casa por un montón de cosas, porque me quería vestir de cierta forma, tener el pelo largo, pero siempre era de la boca para afuera. Hasta que un día lo sentí diferente y me fui”. Durante algún tiempo vivió con sus tías y eso significó también el fin de la tortura médica.
“Ellas sabían sobre mis genitales, pero nunca me obligaron a nada. Lo tomaban como que era gay y punto”, dice. Con su mamá, pudo recuperar el vínculo algunos años más tarde cuando regresó para cuidarla tras enfermar gravemente: “Nunca pudimos hablar sobre el tema, pero siempre sentí que me quería pedir disculpas”. En relación al médico, supo que falleció y eso allanó el camino para recuperar la documentación reservada en la que el hombre dejó asentados los experimentos llevados adelante con su cuerpo.
Por otra parte, de sus años en la escuela Máxima no guarda los mejores recuerdos. A menudo la dejaban encerrada en el baño, la hostigaba por su apariencia y por supuesto no la incluían en los grupos ni de varones ni de mujeres: “Esperaba a que todos entraran en el salón para ir a hacer pis tranquila”. De aquella época no conserva ninguna amistad y hasta recuerda los nombres de los chicos que alentaban el bullying. “En la secundaria ya tenía otras herramientas para defenderme, aunque nunca llegué a violentarme”, asegura.
Hoy Máxima es una activa militante de la organización Comunidad Travesti Trans de Rosario, el espacio donde pudo canalizar su inquietud militante y se descubrió trava en su identidad política. Allí también pudo hacer confluir los ideales de una familia peronista con las reivindicaciones del colectivo LGTBIQ+: “Hoy estamos frente a un Estado transodiante. Tenemos que salir al poner el pecho otra vez, con tetas o sin tetas, para enfrentar a estos fascistas que amenazan nuestros derechos”, concluye.