En Santa Fe, mujeres del barrio Jesuitas se organizan y trabajan para garantizar el comedor y la copa de leche en el distrito más grande y más empobrecido de la ciudad. Pertenecen a Nuestramérica (UTEP), una de las decenas de organizaciones que hoy reclaman que el Concejo Municipal declare la emergencia alimentaria. Por mes preparan 15 mil raciones de alimentos.
Parece que en cualquier momento se larga a llover. Verónica González mira el cielo blanco por la ventana. Se seca la transpiración con una toalla de mano que le cuelga sobre el hombro. Afuera un pibe lleva arena en una carretilla. Más allá, los yuyos altos del descampado. Y más allá, la casa donde el pibe lleva la arena. El aire húmedo y caliente promete agua, pero nada. Verónica mira sus manos y sigue cortando el pollo frío y húmedo. Deja cada trocito en un táper blanco. A su alrededor, Alicia Miranda, Verónica Miranda, Elena Ramírez y Olga Zuban hacen la misma tarea. Son las dos y media de la tarde.
Un rato después encenderán el fuego. El aire húmedo y caliente empieza a oler a cebollas y a pimientos, a vapor de guiso. Dos grandes ollas sobre los quemadores, dos garrafas de diez y una pequeña piecita con paredes de cerámica. Más allá, tres piecitas más, donde se planifica construir un baño para varones y otro con accesibilidad para personas con discapacidad. Pero la obra está frenada por la falta de recursos.
Sobre la mesa hay papas y zapallos cortados, pollos (para hoy hay diez) y cajitas de puré de tomate ya abiertas. Ellas mezclan una parte del tomate con pimentón y descansan por un momento. Son casi las tres de la tarde, se sientan unos minutos y miran hacia afuera, hacia los yuyos, los tártagos, el barrio.
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El barrio Jesuitas está en el corazón del distrito Noroeste: el más extenso, el más poblado y el más empobrecido de la ciudad de Santa Fe. Muy cerca de la avenida de Circunvalación, antes de llegar al Mercado de Productores y Abastecedores de Santa Fe yendo desde el sur, se levantan 140 viviendas construidas con fondos nacionales y otras 20 hechas por el Movimiento Los Sin Techo. En el barrio hay 230 familias: 70 de ellas aún viven en ranchos.
En Jesuitas el asfalto queda lejos, pero la organización de las vecinas y vecinos se nota enseguida. Un gran mural donde se lee “24 de marzo, Memoria, Verdad y Justicia. Nuestramérica UTEP”, con letras rojas sobre una pared blanqueada, da la bienvenida al barrio.
En siete esquinas hay microbasurales. La mugre se acumula hasta que, con Graciela Miranda al frente, se organiza el reclamo frente a la sede del distrito municipal. Graciela es una de las primeras vecinas del barrio y una referencia para quienes viven allí. Sólo después de la movilización, la Municipalidad manda una retroexcavadora para juntar los desechos.
La barriada es relativamente nueva: en 2019 se empezaron a entregar las primeras casas, destinadas a familias que vivían en condiciones precarias y con riesgo de inundarse. Fueron los mismos vecinos los que eligieron el nombre. “Le pusimos así porque acá estaban los jesuitas”, explican.
En la segunda mitad del siglo XIX, los religiosos de la Compañía de Jesús instalaron en esa zona un establecimiento agropecuario en el marco de lo que fueron las Estancias Jesuíticas, distribuidas en diversos puntos de América. Los sacerdotes tenían un matadero, un tambo, vacas, ovejas y diversos cultivos. La estancia también era usada como casa de descanso y para la realización de ejercicios espirituales.
Ya en este siglo, la estancia estaba abandonada y las tierras pertenecían a la Iglesia Inmaculada, que donó los lotes a la Municipalidad. De aquella historia de una granja modelo a orillas del río Salado organizada por los jesuitas sólo queda una pequeña torre. Y el nombre del barrio.
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El comedor de Nuestramérica en el barrio Jesuitas funciona desde hace cuatro años. “Todo empezó por el club”, dicen las mujeres que lo sostienen, sentadas en ronda. “El club” es el Club Jesuitas, donde sus hijos juegan al fútbol. Cuenta con equipos de fútbol masculino, femenino y mixto y es parte de la Liga Infantil de los Barrios, que en Santa Fe nuclea a los clubes de los barrios populares en un torneo que se disputa año a año, desde 2013.
El 5 de septiembre de 2017 se formó el club para ofrecer a los niños y niñas del barrio un espacio deportivo. Más tarde, las mamás empezaron a hacer las meriendas para los domingos de partido. Fue la semilla del comedor. Aún hoy siguen haciendo las meriendas para los días en que se juega, e incluso el lugar donde funciona el comedor se comparte con el club.
Actualmente, el comedor abre tres días por semana: lunes, miércoles y viernes. Los miércoles, en lugar de las viandas, dan la copa de leche. “Siempre tuvimos mucha gente. Ahora estamos cocinando 1300 viandas por día y tenemos entre 80 y 90 familias”, dice Verónica González. Sus compañeras agregan: “Familias numerosas”. Y Verónica asiente: “Sí, numerosas”.
La gente del lugar vive sobre todo de changas, se la rebuscan a diario en el Mercado. Pero en los últimos meses falta el trabajo. Al comedor llega cada vez más gente, incluso de otros barrios cercanos como Los Troncos o San Agustín. Y el recorte del gobierno nacional hacia los espacios comunitarios que brindan alimentación se siente.
Comer sano y todos los días es un derecho que el Estado debe garantizar. En Argentina, sobre todo desde la crisis de 2001, son las organizaciones sociales las que ponen el trabajo diario para preparar viandas, almuerzos, meriendas o cenas (según la posibilidad), para hacer las compras y mantener en condiciones las cocinas comunitarias. El gobierno se limita a mandar los insumos crudos; en su mayoría “secos” (fideos, polenta, arroz), por lo que la variedad nutricional es limitada. Pero desde diciembre pasado, ya ni eso.
“Con los insumos que hay, no nos alcanza. Ahora estamos dividiendo la mercadería o haciendo menos. Y se queda gente sin comer”.
Las mujeres que cocinan para el barrio Jesuitas cuentan que hoy sostienen el espacio con una tarjeta institucional que provee el gobierno provincial y que les permite comprar al menos una parte de lo necesario para preparar las viandas. Pero con eso no llegan ni a la mitad del mes.
Verónica Miranda advierte: “Con los insumos que hay, no nos alcanza. Ahora estamos dividiendo la mercadería o haciendo menos. Y se queda gente sin comer”.
A su lado, Olga agrega: “Hay muchos chicos, mucha necesidad. La mayoría de los vecinos que vienen a buscar la comida es porque no llegan a fin de mes con la plata y necesitan bastante la comida que damos. En estos días que no tuvimos insumos, la gente nos venía a preguntar cuándo hacíamos el comedor y daba lástima decir que no hacíamos”.
Las mujeres lamentan que hoy en día usan cinco pollos, cuando en verdad deberían poner siete u ocho en la olla para la cantidad de guiso que hacen. “También faltan otras cosas. Por ahí llueve y la gente está esperando afuera bajo la lluvia. Tenemos tablones para servir la comida… Hasta un exhibidor haría falta”.
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—Mi nombre es Verónica Espinosa, soy empleada doméstica. Vivo en el barrio San Agustín, a diez cuadras del comedor. Me quedé sin trabajo hace un mes y medio y hace un mes que vengo. Nunca tuve que venir a un comedor, pero en algún momento me iba a tocar.
La mujer está sentada en una silla de plástico. Sonríe con dulzura, habla con amabilidad pero por momentos se queda en silencio. Mira el cielo blanco como buscando las palabras, o las respuestas, o el ánimo. Definitivamente hoy no va a llover.
Verónica hace la fila y medio juega con una nena que también espera la comida y que le cuenta que esa semana empezaron las clases pero que ella no pudo ir. La mujer se interesa, le pregunta por qué, la nena le responde que en su casa no hay para comprar los útiles.
Verónica dice que siente gratitud por las mujeres que están adentro, cocinando, preparando las raciones.
—¿Y si no existiera el comedor?
—Tendríamos que seguir recorriendo el barrio. Pero ahora no están dando en casi ningún lado.
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Dos de ellas revuelven las verduras con espátulas que tienen casi su altura. Otras dos traen una tercera olla llena desde la toma con agua que hay en la vereda. Mientras cocinan, van y vienen los consejos, los cálculos y los secretos sobre las cantidades. Una cosa es cocinar para una familia de cinco y otra para un barrio La que ayuda ahí es Alicia. “Yo era cocinera, aprendí de mi mamá. Una vez vi cómo se hacía y ya aprendí”, cuenta con cierto orgullo. Y así, mientras el guiso va tomando sabor, va enseñando por ejemplo cuánta harina y cuánta grasa se necesita para una tanda de tortafritas.
Verónica González dice que aprendió de corajuda. “Estábamos con Alicia, que nos guiaba un poco en lo que teníamos que echarle”. “Al principio era difícil porque en mi casa somos cuatro. Y yo no sé hacer ni una torta frita. Pero acá sí”, agrega Verónica Miranda.
¿Y les gusta cocinar? Las mujeres responden: “Sí, ya es una costumbre”.
El día de la protesta por la falta de asistencia a los comedores ante la sede del Ministerio de Capital Humano en Buenos Aires, el conductor de televisión Luis Novaresio dijo frente a las cámaras que no creía en ese reclamo. Le generaba desconfianza, aclaró, que las ollas que habían llevado esa mañana las mujeres que cocinan en el AMBA estén “tan limpias”. A Novaresio deberían presentarle a Olga, menudita, sonriente: cinco minutos, fuerza y una esponjita de acero le bastan para dejar como nuevas las dos ollas donde acaban de cocinar 1300 platos de guiso.
El trabajo que ellas hacen empieza a las 14 y termina a las 20, porque una vez que las viandas se entregan, hay que limpiar todo. Pero este trabajo no conoce de vacaciones, ni de licencias, ni de salario. Si alguna se enferma, siguen las que pueden.
Hasta hace poco, estas mujeres recibían el Potenciar Trabajo, que tenía un monto de medio salario mínimo. Pero hoy esa política está en “revisión”.
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“El hambre es la cara más dolorosa de la crisis”, afirman las organizaciones que sostienen comedores comunitarios en la ciudad de Santa Fe. Actualmente, están reclamando ante el Concejo Municipal que se declare la emergencia alimentaria. El objetivo es que, con esa normativa, se reconozca política e institucionalmente la situación y se destinen los recursos necesarios para generar respuestas urgentes.
Con la ordenanza se propone la creación del registro de comedores comunitarios de Santa Fe. Las organizaciones advierten que este relevamiento nunca existió y que es clave contar con información real, ordenada y transparente para pensar políticas.
Los números que existen fueron relevados por las propias organizaciones por iniciativa propia: 170 comedores que le dan de comer a 50.000 santafesinos. El dato es de la época de la pandemia. Nuestramérica entrega 9.600 raciones por semana, para un total de 3.200 vecinos, en 18 comedores distribuidos en diferentes barrios.
Otro punto es la creación de la mesa de diálogo. El sentido de este espacio será realizar un seguimiento cercano de la situación, construir el relevamiento de manera conjunta y otras herramientas pertinentes y auditar el cumplimiento de la ordenanza. Además será el órgano de contralor del fondo alimentario.
Las organizaciones plantean que el gobierno municipal disponga de un fondo para fortalecer a los espacios que brindan asistencia para mejorar la cantidad y variedad de alimentos y las condiciones de asistencia mediante el equipamiento y la infraestructura del espacio. Ahora están juntando firmas.
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¿A qué huele un guiso? A hogar calentito en invierno. Son las cinco y media y el cielo blanco que no trajo lluvias ya es casi gris. En la cocina, las mujeres aguantan el calor mientras sirven el guiso en grandes fuentes que colocan cerca de las ventanas.
Afuera se escuchan voces. Señoras mayores, mamás, nenas, nenes, hombres y mujeres de todas las edades se van acercando de a poco. Llegan en bici, a pie, con los hijos, con los perros. Salen de sus casas con un táper que en verdad es el recipiente de plástico azul de la heladería Grido. Casi todos en el barrio tienen ese. Una de las mujeres que cocina comenta que el problema es que a veces, por el calor de la comida, esos táper se desfondan.
Esta tarde, algunos se acercan por primera vez. Las mujeres del comedor explican los horarios, los días, les dicen que tienen que traer un DNI para inscribirse y nada más. Verónica Miranda los anota prolijamente en un cuaderno. Lleva la cuenta, concentrada. Calcula mentalmente para cuántas raciones alcanzó hoy y cuántos están llegando.
El gobierno nacional dice que las organizaciones sociales —como Nuestramérica o el Club Jesuitas— son gerentes de la pobreza. El gobierno nacional dice que va a eliminar a esos intermediarios y decide no mandar más comida.
Pero qué pasaría con esa fila, con esas familias, con este barrio, si no existiera el trabajo de toda una tarde, la planificación, la logística. Si no existiera la organización comunitaria.
Verónica Miranda responde enseguida:
—Nos cagaríamos de hambre.