Mocovíes, qom, charrúas, collas. En los barrios de Rosario habitan distintas comunidades originarias. La preservación de la cultura, el reconocimiento de su historia y el flagelo de la droga que golpea a la población más joven son algunas de sus preocupaciones. ¿Cómo hacer para que la lengua materna de los pueblos indígenas no desaparezca?
Fotos: Jorgelina Tomasin
Por las venas de Graciela Báez corre sangre mocoví pero casi no recuerda palabra de su lengua materna. Solo una: la’, que en castellano podría traducirse como buenos días. En su boca esta expresión suena arenosa y profunda. Pero es solo una palabra. “Aprendí solo el saludo, una ya está grande y le cuesta”, se lamenta. Graciela no quiere que el mocoví, como otras voces ancestrales, se apague para siempre en su familia. Por eso cuando sus nietos guaraníes llegan de la Escuela Bilingüe Nº 1.333 Nueva Esperanza ella les pide que le canten en lengua originaria. “Cantame un poquito Nacho, cantame lo que te enseña el profe”, le dice a su nieto de cuatro años. Para Graciela, esas melodías son un flechazo directo a su infancia y a sonidos que habitan en su memoria. Quizás porque el idioma, como escribió el poeta maya Jorge Miguel Cocom Pech, es la casa del alma.
Barrio qom, Rouillón al 4300. De un lado de la avenida, el amplio descampado donde los fines de semana hasta el mediodía funciona la populosa Feria del Tanque. Del otro lado de la avenida, la Escuela Secundaria N° 518 Carlos Fuentealba. Casi en la esquina, un cartel azul cuenta la historia de la avenida Aborígenes Argentinos, que se remonta al feroz año 2001, cuando a partir de una iniciativa de alumnos de la Escuela N° 1.333 se eligieron nombres en voz toba para nueve calles y pasajes del barrio. En 2022 se incorporaron señaléticas bilingües en qom y en español, para favorecer la transmisión de las lenguas originarias y visibilizar “la riqueza de su legado cultural”.
Graciela Báez nació en Colonia Aborigen (Chaco) y vive desde hace 40 años en esta barriada del sudoeste rosarino, donde es cacique de una comunidad mocoví que integran unas 80 familias. Junto a otras mujeres está a cargo de un centro comunitario sobre el pasaje Ni’Imshe al 4300, que en lengua toba significa guazuncho. En ese salón, donde funciona una olla popular para a unas 300 personas, el año pasado abrieron un espacio para que los chicos puedan aprender la lengua originaria de sus abuelos. “Yo perdí la lengua porque mi papá nunca me quiso enseñar, él sufrió mucho, lo maltrataban por hablarla”, cuenta la mujer. Perder la lengua es una imagen física atroz. Sus hermanos más grandes solían ir a la casa de su abuelo y gracias a esas visitas aprendieron el mocoví que hoy le enseñan a los chicos de la comunidad. “Uno de nuestros pedidos pasa por la educación, porque se enseña qom pero la nuestra, la mocoví, todavía no está en la escuela, por eso me gustaría que también seamos parte”.
“Yo perdí la lengua porque mi papá nunca me quiso enseñar, él sufrió mucho, lo maltrataban por hablarla”
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Cada 21 de febrero se celebra a nivel mundial el Día de la Lengua Materna. “Las sociedades multilingües y multiculturales existen a través de sus lenguas, que transmiten y preservan los conocimientos y las culturas tradicionales de manera sostenible”, dice la Unesco. El lema de este año fue “educación multilingüe: un pilar del aprendizaje intergeneracional”. Según el organismo internacional, en promedio una lengua se extingue cada dos semanas, “llevándose con su desaparición todo un patrimonio cultural e intelectual”. Naciones Unidas advierte que al menos el 43 por ciento de las 6 mil lenguas que se hablan en el mundo están en agonía. En el sitio web de la Municipalidad de Rosario se estima que unas 6500 personas de la ciudad pertenecen a comunidades originarias, aunque los datos pertenecen al Censo de Pueblos Originarios de 2014, hace una década atrás.
“Los pueblos originarios sostenemos una lucha constante por la reivindicación de nuestra lengua”, dice Daniel Naporichi, integrante de la comunidad qom de Rouillón al 4400. Y recuerda que las comunidades reclaman además que la wiphala sea incorporada en los actos públicos, en sesiones del Concejo y en los eventos oficiales, como una bandera de ceremonia más junto a la insignia nacional y a la bandera provincial.
El antropólogo Carlos Martínez Sarasola cuenta en “Breve historia de los pueblos originarios en la Argentina” que el empobrecimiento de las zonas rurales y la industrialización de las ciudades provocaron la migración de grandes masas humanas desde el campo hacia los centros urbanizados. Y que con el paso de los años grupos de tobas se han asentado en las periferias del Gran Rosario y el Gran Buenos Aires.
Dos cuadras hacia el sur de Rouillón al 4300, la canchita del playón hierve de pibitos que corren detrás de una pelota. Un nene con la camiseta de Boca pisa la bocha y da indicaciones. Más allá otro con la de remera de la Juventus corre y reclama el pase. En el potrero del barrio qom la tarde está ideal para sentirse Messi. Detrás de uno de los arcos Susana Gauna y Nanci Abalos cuelgan una bandera con el mapa del continente americano pintado con los colores de la wiphala, la bandera de los pueblos originarios, y junto al dibujo una frase: “Aquí se respira lucha”.
Nanci lleva en brazos a Carlitos, un bebote con los pelos en punta hacia el cielo. Ella nació en una zona rural del Chaco, hasta que en busca de un futuro mejor sus padres dejaron la provincia del quebracho colorado para asentarse en Rosario. Nanci vive en barrio Industrial, en el noroeste de la ciudad. Pertenece a la comunidad qom Ralagay Yagoñi —que significa “nuevo amanecer”— y forma parte del colectivo Barrios Originarios de Rosario. “La primera demanda que tenemos es el hambre”, dice la joven. En el barrio sostienen un comedor comunitario, pero cada vez se les hace más difícil hacerlo sin insumos. El desafío cotidiano de hacer malabares para garantizar dos veces por semana la copa de leche para unos 80 chicos. “Estamos ahí, con lo justo, pero la demanda que se ve en el barrio es cada vez mayor y se están agregando más chicos”, dice Susana, también del pueblo qom. Ella vive en Ludueña y las palabras le brotan con angustia: “Las ollas de la comida están vacías. En mi barrio empecé con 15 chicos en la copa de leche y ahora tengo 46. Y no damos abasto”.
La preocupación de Nanci y Susana por defender la lengua materna también les representa un desafío. “Nosotros somos originarias pero no en todas las escuelas enseñan a hablar el idioma. Y sobre todo en la adolescencia se está perdiendo la esencia de nuestra cultura”, se lamenta Nanci. El foco en los pibes es clave: advierte que muchos de ellos sienten vergüenza a hablar en qom y hasta cierto temor a ser discriminados por los criollos con los que conviven en el barrio. Miedo a una risa burlona por el peinado o por cómo visten. O al expresar la voz de su sangre. Y mientras asiente con la cabeza Susana agrega: “Los chicos de la comunidad son más callados y se guardan la bronca. Por eso prefieren perder su lengua y adaptarse al castellano que aprender la propia y hablarla”.
“Las ollas de la comida están vacías. En mi barrio empecé con 15 chicos en la copa de leche y ahora tengo 46. Y no damos abasto”.
En el camino de sostener las organizaciones barriales ambas mujeres advierten que los pibes de la comunidad están atravesados por una problemática estremecedora: “Están aprendiendo lo que es la calle, la vida fácil. Vemos chicos de nuestra comunidad que están ahí con la bolsita de poxi-rán. Es lo más sencillo que encuentran, pero eso les está destruyendo los pulmones y se van muriendo”.
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Graciela Castro tiene el pelo largo y perlado. Sobre sus hombros lleva una wiphala. Nació en Montevideo (Uruguay) y es descendiente de charrúas. Forma parte del Comité Cultural de Pueblos Originarios de Rosario, que a fines de febrero organizó el 2° Festival de la Lengua Materna en el playón del barrio qom de Aborígenes Argentinos al 6100. “Nosotros estamos con el rescate de nuestra oralidad pero también de nuestra historia. Uruguay se dice que es un pueblo sin indios, pero su vida republicana se fundó sobre la masacre del pueblo charrúa”, dice. Se refiere a la Matanza de Salsipuedes, ocurrida el 11 de abril de 1831, cuando las fuerzas al mando del entonces presidente Fructuoso Rivera dieron inicio a una campaña de exterminio de esa comunidad sobre el actual territorio uruguayo. Según explica la descendiente de la comunidad charrúa, uno de los reclamos que mantiene su comunidad es que el Estado oriental reconozca el convenio N° 169 de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), que reconoce a los pueblos indígenas y tribales como preexistentes.
“Para los libros de historia —cuenta— ya no hay más charrúas, porque en realidad se mató a todos los hombres y las que quedaron vivas fueron las mujeres, los niños y algunos ancianos que escaparon y no participaron. Las mujeres y los niños fueron llevados a pie a Montevideo y repartidos a la sociedad patricia de aquel entonces. Separaron a las madres de sus hijos, aun siendo bebés de pecho, para que no haya una comunidad. Nos dispersaron”.
Y entonces Graciela abre paso a su historia, que se remonta a varias décadas atrás, a otro siglo. No recuerda el nombre de su bisabuela, pero sí su historia: la de una mujer rescatada de un puesto donde se comerciaban indios. Ya la habían vendido y rescatado tantas veces que a esa altura estaba separada de lote, a punto de ser pasada a degüello, a no ser que alguien se la llevara. Pero esa mujer ya no iba a poder huir más. Le habían arrancado la piel de la planta de los pies para que no intente escapar corriendo. El que luego sería su bisabuelo pasó por ese puesto y preguntó por esa mujer. “Si se la quiere llevar se la regalo”, le dijeron. Para su familia ese fue el origen de quienes serían recordados como la abuela y el abuelo charrúa. “El abuelo obviamente no la tomó como esclava, sino como mujer. Hicieron un acuerdo de mutuo respeto”, aclara.
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Hasta los 21 años Irene López Choque vivió en la provincia de Salta y cuando terminó el secundario decidió cambiar de aire. Dejar Rosario de Lerma y marchar a Buenos Aires para estudiar una carrera. Pero en el viaje en el tren Belgrano conoció a un grupo de jóvenes que bajaron en Rosario y ella decidió probar suerte en esta ciudad, donde durante un tiempo estudió ingeniería en construcciones en la sede local de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN). En una pensión que compartía con estudiantes del norte y del Perú conoció a quien luego sería su esposo. “Ahora perdí un poco mi tonada, estoy grande, pero en ese entonces se me notaba mucho”, dice Irene, una mujer descendiente de collas que vive con su familia en el Fonavi de Parque Field, en el extremo norte rosarino.
Taky-Ongoy —en quechua, la enfermedad del canto— es el nombre de la comunidad colla que representa Irene. Taky-Ongoy también fue el nombre del movimiento cultural indígena peruano organizado hacia la segunda mitad del siglo XVI contra los conquistadores españoles.
“El pueblo colla hoy está reafirmando su cultura y los que no hablamos la lengua nos estamos preparando para recuperarla”, cuenta. El de Irene es un relato doliente que se remonta a su infancia en esa localidad salteña, donde su madre Estefanía le tenía prohibido hablar en quechua. Como si fuese una mala palabra, algo prohibido, algo de qué avergonzarse. Pero esa es la historia de un dolor ancestral en su familia. De un abuelo que de joven sufrió mutilaciones en los brazos y en las orejas por hablar la lengua de los cerros. En la escuela, una institución católica, ella tuvo que aprender a hablar, cantar y hasta rezar en italiano. Pero de quechua nada, que ni se le ocurra. “Igual había muchos que lo hablaban —recuerda—, pero lo hacían por detrás, a escondidas”.
Irene habla suave, como si su voz fuese del viento. Pero lo que dicen sus palabras son un grito. “Queremos que nuestros hijos aprendan nuestra lengua, que es nuestra identidad, nuestra espiritualidad, nuestra forma de ser”. Esa que le hace decir “ñaño” a sus hermanos o “guagüita” a un bebé. El de Irene es un susurro dulzón.
Con sus manos gastadas por el tiempo sostiene un recipiente donde se quema un poco de ruda, lavanda, romero y palo santo. El humo blanco se expande en un espiral calmo. En el norte argentino, para el Día de la Pachamama (1° de agosto) es común ver la nube aromática de algodón que sale de los hogares. El sahumado es para limpiar, para agradecer y también para pedir.
—Acercá tu mano, acercala. Esto es para purificar, para limpiar, para que tengas trabajo, para que no te enfermes, para que te dé bendiciones.
La lucha de Irene es la de un corazón partido por una cultura en resistencia. Contra el olvido y contra el silencio de su lengua y el de todas las sangres de los pueblos nativos. Historias de voces acalladas. Cuando se dirige a referentes de otras comunidades Irene aprieta fuerte su wiphala y les dice: “Ustedes son mis ñaños, ustedes son mis hermanos”.