En el postergado barrio La Cerámica de la zona noroeste de Rosario existe un oasis natural que es refugio y reparo para sus vecinxs: la huerta de la Feli. Allí hay más de mil variedades de plantas, muchas medicinales, que Feliza Valenzuela Ortigoza sembró antes de morir, luego de contraer covid en el 2020. Una de sus hijas continúa con la tarea de sostener la huerta, junto a un grupo de mujeres que son sostén y comunidad para un espacio vital en el barrio. Mientras la violencia se empecina en ganar territorio, allí mismo, la vida se reproduce cosechando esperanzas.
Fotos: Mariana Terrile
– Mami no te preocupes, yo te voy ayudar con la huerta, vamos a ir juntas, vamos a salir adelante.
Laura Ortigoza está sentada junto a la cama de su mamá en una de las habitaciones del Sanatorio Plaza. Octubre de 2020. La pandemia por covid 19 se encuentra en su pico más extremo. Feliza, a sus 81 años, parece superar lo peor del virus pero lo que no logra despejar de su cabeza es la preocupación por el estado de la huerta. ¿Cómo estarán las plantas, la tierra, las flores?, se pregunta mientras espera ansiosa el día del alta médica. A su alrededor, la situación sanitaria es crítica.
El aislamiento obligatorio impidió continuar con el trabajo diario y a destajo que Feliza lleva adelante desde hace más de 15 años en ese lugar que ella misma fundó en el corazón de barrio La Cerámica, zona noroeste de Rosario. Un pulmón verde que es refugio y reparo. Un terreno abandonado que Feliza Valenzuela Ortigoza, nacida en Goya en 1937, transformó en una de las huertas orgánicas autogestionadas y más biodiversas que existen en Rosario. En ese territorio calado por el desamparo estatal, ella supo sembrar un paraíso natural con sus propias manos.
Diciembre, 2023. Laura recuerda y recupera instantes de vida con su mamá. El calor sofocante se siente un poco menos entre el verde tupido que rodea la mesa donde Laura junto a otras mujeres comparte jugo fresco para aguantar el clima. En la Huerta de la Feli el aire perfumado que traen las más de mil plantas que la habitan se respira bastante más liviano, aunque la mosquitada pique tanto como el sol de las dos de la tarde.
Pasaron tres años del aquel 2020 colapsado por la pandemia y el mundo parece haber recuperado su antigua y caótica normalidad. Pero las marcas de aquellos largos meses de encierro, soledad y cuidados extremos, quedan por siempre en los cuerpos que todavía padecen las secuelas y en las familias atravesadas por el duelo, la ausencia del ser querido, la despedida que nunca pudo ser.
En la huerta se la extraña a Feli, el alma de este enorme espacio donde todo es de color verde. Murió el 10 de octubre de ese año, luego de haber superado la etapa más difícil del covid. Pero un inoportuno virus intrahospitalario impidió el regreso a su casa, a su tierra, a sus plantas. “A la tarde de un día levanto fiebre. Ella pudo revertir el covid, pero la agarró débil”, cuenta Laura con impotencia ante la sorpresiva muerte de su madre.
“A la tarde de un día levanto fiebre. Ella pudo revertir el covid, pero la agarró débil”
La promesa que ella y su hermana Roxana le hicieron a Feliza cuando estaba internada se cumplió a rajatabla. “Con la pandemia nos encerramos todos y acá no venía nadie. La huerta se transformó en un monte, se secó casi todo”, recuerda Laura. El duelo familiar se fue haciendo en ese trajín cotidiano que significó recuperar el espacio, revitalizar los cultivos y sembrar vida en una tierra donde el corazón de Feliza Valenzuela Ortigoza sigue latiendo entre amapolas, ortigas, romeros, aloes veras y una incontable variedad de hierbas que sanan y alivian dolores tan físicos como emocionales.
Entre todos los hermanos -nueve hijos tuvo Feliza- limpiaron el lugar que incluso, había sido ocupado por otras personas. Después, Roxana y Laura junto a un grupo de vecinas se hicieron cargo de rescatar la huerta. De volver a habitarla; reverdecer las flores, plantar nuevas semillas. De cuidar los brotes y cosechar la siembra. De recuperar un predio que además es amparo para muchas mujeres y mamás que se acercan a buscar alguna hierba medicinal, un plantín, algo de alimento sano o simplemente un abrazo que repare un tantito el dolor ante la violencia y la indiferencia que golpea hondo en los sectores populares.
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Laura, que no entendía ni de cultivos ni de semillas, fue aprendiendo en el hacer. Roxana en cambio conocía muy de cerca cada rincón de esa huerta porque fue la que más acompañó y aprendió del saber ancestral y correntino de su madre, pero su función social dentro de la gestión municipal le restaba tiempo para abocarse de lleno al trabajo en la tierra. Su rol, sin embargo, fue clave: gracias a su insistencia y tenacidad lograron que la Municipalidad, en marzo de 2021, les cediera en comodato el terreno donde se encuentra el predio en la calle Molina y Cafulcurá, pegado al centro de salud, un sector postergado de la zona noroeste rosarina.
Pero seis meses después de la muerte de Feliza, el covid volvía a estar presente en la familia Ortigoza.
-Yo le decía, Roxana cuidate. Pero ella iba a todos lados, no tenía miedo. Nos decía que no iba a pasar nada. Mi cuñado me avisa un día que estaba con fiebre y que le había dado positivo de covid. Cuando llegó a internarse ya fue tarde,- lamenta su hermana.
Roxana falleció en julio de 2021, época en la que se registró la «segunda ola» de contagios en todo el país. En Rosario se trató del mes en que más muertes se contabilizaron desde el inicio del año. Roxana era una militante barrial y feminista que también plantó brotes en La Cerámica, el barrio donde crecieron los Ortigoza. Su nombre es semilla y referencia para la Red de Mujeres Zona Norte, la que junto a su mamá se ocupó de crear y fortalecer. Pero el virus no dio tregua y tantísimas familias perdieron a más de un ser querido en tiempos donde el duelo colectivo se contaba por día en el mundo entero.
En una bellísima semblanza sobre Feliza Valenzuela Ortigoza que publicó Rosario/12 el 6 de diciembre de 2020 -escrita por la fotógrafa y comunicadora Mariana Terrile- Roxana recordaba a su madre y de cómo las dos fueron creando huertas allí donde había un basural. “Al principio teníamos una huerta, después dos y luego tres. Nos comenzaron a ayudar desde el municipio, algún ingeniero nos ayudaba con herramientas a cambio nosotros le limpiábamos las vías y le hacíamos una huerta. Ya en los años 1999 a 2001 teníamos 80 mujeres trabajando en las huertas y hacíamos intervenciones. Allí comienza un trabajo más articulado con el estado, las escuelas, los programas de empleo. Las mujeres empiezan a sostener hogares frente a maridos que pierden empleos, se empiezan a conocer casos como el de las mujeres de barrio las Flores que trabajaban Telares y en el Norte, las de barrio La Cerámica, con Felisa a la cabeza, que trabajaban las Huertas».
En el 2001, plena crisis social, política y económica, había siete huertas funcionando en todo Rosario que Feliza se encargaba de coordinar y cuidar. “Tenían como objetivo darle lugar a la necesidad y los programas de empleo pero también, el impacto que se lograba con las huertas era extraordinario, porque se limpiaba un basural, obtenías tu alimento, las mujeres comenzaban a estar –en una de las crisis más agudas que atravesó el país–, integradas, contenidas pudiendo producir alimentos para sus hijxs”, señala Mariana Terrile en su crónica. Feliza fue pionera en todo lo que implicó el crecimiento y la promoción de la agricultura urbana en la ciudad, a la que le dedicó su vida trabajando junto al ingeniero agrónomo Antonio Lattuca. Lo hacía a pulmón, desde abajo, amasando la tierra que tanto sabía cuidar con el mismo amor con el que acariciaba las hojas de melisas. Lo hacía sin pedir ni esperar nada a cambio. Dice Laura: “eran las 8 de la mañana y mi mamá ya estaba acá trabajando. Todo lo hacía porque amaba esta tarea. Acá no había nada, era todo campo. Ni siquiera estaba el centro de salud (Cic La Cerámica) y Feli empezó a traer semillas de distintos lados. Mi mamá sabía mucho, tenía libros. Todo lo que sus manos sembraban, crecía”.
Su hija Roxana, la hermana mayor de Laura, seguía sus pasos. Preocupada y ocupada por la situación social, su trabajo era crear redes, comunidad. Y estar junto a Feliza, cultivando la solidaridad en un mundo demasiado ingrato: “El hecho de hablar de feminismo y violencia hacia las mujeres ella lo enseñó desde siempre. Que haya estado invisibilizada su obra también tiene que ver con ser mujer y no pedir, solo dar. ¿Sabes cuántas Felisas hay? Cuántas mujeres que no son reconocidas. Para qué sirve un reconocimiento en el Concejo Municipal, si en vida no te dan para una manguera… Hay una instancia que ella nos forjó, en la que decía ‘todo tiene que suceder sin ir a decir lo que hiciste’, contaba Roxana en su charla con Mariana, antes de enfermar y morir de covid.
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Sobre un fondo celeste con flores anaranjadas resplandece la imagen de Feliza. El mural de la artista La China del Río aparece apenas se traspasa la reja de entrada. El ingreso a la huerta es tan luminoso como el rostro sonriente de la Feli. Alrededor, la vida florece de diversas maneras y se expande hacia el fondo, hacia adentro, hacia los costados. Laura empieza a enumerar: lechuga, zapallitos, amapolas, guayabo, romero, menta, laurel, choclo, papa, acelga, verdeo, puerro, zuccinis, mansalva, salvia, diente de león, cola de caballo, lavanda, entre tantas otras flores, hierbas y verduras que va teniendo la huerta según las estaciones del año. Recorrerla es sumergirse en un oasis en medio de un territorio en el que el sonido de las balaceras, por momentos, se torna cotidiano. Es que la Cerámica no está ajeno a las disputas asociadas a la violencia urbana que impacta sobre todo, en los barrios populares. Por sus calles, donde coexisten pintadas con los colores de Newell´s y Rosario Central, a veces también predomina el miedo y abruma el dolor ante la muerte injusta.
Fue el 13 de mayo de este año cuando un tiroteo, luego de una serie de amenazas que se habían viralizado por mensaje de texto, terminó con la vida de dos niños del barrio mientras circulaban en bicicleta por las calles Medrano y Coliqueo. Máximo y Maite tenían solo 14 y 15 años. Eran amigovios, compinches, compañeros y vecinos. Tres días antes habían asesinado a Benjamín de 15 años y uno de los amigos que tenía Maxi y horas después a un hombre de 36 años que estaba en la vereda con unos amigos. La seguidilla de crímenes dejó a la Cerámica prácticamente desolada, partida al medio.
¿Cómo se atraviesa la pérdida inenarrable de un hijo/a?. Hay mamás que, entre tanto dolor, luchan por encontrar algo de justicia. Aprenden de leyes, expedientes judiciales y sobre cómo lidiar con un aparato judicial esquivo, clasista, burocrático. Hacerlo en soledad es casi imposible. Por eso algunas encuentran en los colectivos de familiares algo más que contención y abrazos: son espacios donde la escucha colectiva y la experiencia compartida se vuelve vital. En general, todas son madres o hermanas. Por ejemplo Nadia, la mamá de Máximo Lujan, se sumó hace unos meses a la cooperativa de mujeres Pariendo Justicia.
Natalia es la mamá de Maite y vive a unas cuadras de la huerta de Feli. Empezó a visitarla luego del crimen de su hija y a partir de la invitación que una tarde le hizo Mirta, la prima de Laura. “Venite”, le dijo y desde entonces acude casi todos los días a ese refugio de flores y plantas donde encuentra algo de alivio, algo de paz, algo de toda la vida que le quitaron. Dice que le “despeja la mente”. Ir, charlar con sus vecinas. Cortar yuyos, plantar semillas, regar la tierra. “No sé mucho, pero voy aprendiendo. Me hace re bien estar acá”. Natalia lleva el nombre de su hija en el pecho y una fecha grabada en la piel: la noche en que fue asesinada.
Para Pamela, 35 años, la huerta es el centro de su vida. Hace años que concurre siempre que puede y asegura que todo lo que sabe se lo enseñó Feliza. Desde cómo sembrar zapallitos o cosechar lechuga hasta cultivar el amor propio. “Ella nos decía que nos valoremos como mujer”. Cuentan que Feliza era coqueta, usaba ropa de colores vivos, se pintaba las uñas de morado para disimular rastros de tierra y tenía la piel suave, limpia, brillante, gracias a las propiedades de las plantas que ella misma sembraba en su huerta. “Ni una arruga tenía”, cuenta entre risas su hija Laura intentando disimular con picardía la enorme extrañeza -y tristeza- que la invade cada vez que nombra a su mamá.
“Mi mamá era especial. Cuando se creó el centro de salud venían los pacientes del CIC a pedir buscapina, buscar plantas medicinales. Ella se cuidaba mucho, no tengo noción de decir que haya estado internada, nunca tuvo una dolencia, una urgencia. Pero el covid la agarro muy débil porque se enfermó mi papa mucho tiempo antes”. Laura intenta, una y otra vez, encontrar respuestas ante lo irremediable. Sin Feliza, sin su hermana Roxana, su tiempo se concentra mañana y tarde en sostener la huerta. No está sola: un grupo de quince personas, en su mayoría mujeres, que concurren bajo el programa provincial Santa Fe Más -de la ex gestión de Omar Perotti- y el Nueva Oportunidad que hasta el 10 de diciembre pertenecía a la órbita municipal, la acompaña en el trabajo diario que implica el mantenimiento del espacio: “acá no hay feriados, ni vacaciones y todos los días hay cosas para hacer”, dicen. También cuentan con la asistencia de Walter, un ingeniero agrónomo que las orienta y aconseja en todo lo vinculado a la siembra de alimentos.
Laura dice que lo que producen apenas alcanza para feriar en la vereda. Después, toca esperar los tiempos de las verduras y en la Huerta de la Feli, esa espera es paciente, responsable y muy cuidada. El grupo también articula con otras instituciones del barrio y entre todos, van generando proyectos a futuro. Por ejemplo, la construcción de un sistema de riego automático que todavía está en proceso y a la espera de fondos que debe enviar la Nación, o la fabricación artesanal de un termotanque solar que hicieron con el apoyo del planetario municipal.
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-Acá vengo y me olvido del mundo.
La frase condensa el sentido que para muchas tiene la huerta: un lugar que ayuda a olvidar, aunque sea por unas horas, los problemas y las rutinas que habitan el afuera. Es como si el tiempo se detuviera, dice Mirta con los ojos chispeantes. Habla de la huerta que ahora gestiona su prima, y la cara se le llena de luz. “Siempre me gustaron las plantas pero ahora sé como cuidarlas”.
-¡Mirá lo que es ese zapallito!,- exclama Laura orgullosa de la cosecha. Con ella recorremos los caminos que se abren entre la espesura de árboles y plantas de distintos tamaños. Me enseña alguna de las especies que están en pleno crecimiento y aquellas que ya fueron cosechadas. Aprendió a reconocerlas cuando se hizo cargo del sostén de la huerta y lo hizo acompañada de sus vecinas con las que desde hace tres años comparte horas de placer y trabajo. Antes “no entraba ni loca acá”, confiesa mientras me obsequia un romero a modo de despedida. “Es una pena no haberla disfrutado antes, yo amo estar en este lugar porque acá siento que están ellas, mi mamá y mi hermana».