En la ciudad de Santa Fe funciona desde hace seis años La Casita de Luján, un espacio que acompaña a personas en situación de calle y con consumo problemático. ¿Qué pasa con la salud mental de quienes tienen que dormir cada noche con una almohada de cemento y una frazada de bolsas de plástico? ¿Se puede hablar de salud mental cuando tu cama es una vereda aunque llueva o haga el asfixiante calor santafesino? ¿Qué queda mental y afectivamente en un cuerpo que es apenas visible para quienes caminan las calles, y que es violentado sistemáticamente por la policía?. «De consumos problemáticos nadie habla. La única rama que conocemos es el prohibicionismo, y sabemos que eso no sirve» sostienen las coordinadoras.
En el centro-norte de la ciudad de Santa Fe, Jardín Mayoraz se caracteriza por sus calles diagonales dispuestas como una flor de cemento entre las avenidas Aristóbulo del Valle y Facundo Zuviría. También hay vías de un tren que ya no pasa y terrenos ferroviarios donde a veces se levanta un árbol viejo o una casilla. En ese barrio-laberinto, la Casita de Luján llama la atención desde lejos: las paredes pintadas con colores bien vivos, un grupo de pibes parados en una esquina, gente que entra y que sale, el olor a guiso al mediodía.
Hace seis años que esta casa de fachada con dibujos hechos a mano y olor a comida casera cada mediodía, es el hogar, el refugio, de las personas que expulsamos como sociedad a dormir en la calle. Porque la calle no es una situación, es una consecuencia. La calle no es un lugar para vivir.
¿Qué pasa con la salud mental de quienes tienen que dormir cada noche con una almohada de cemento y una frazada de bolsas de plástico? ¿Se puede hablar de salud mental cuando tu cama es una vereda aunque llueva o haga el asfixiante calor santafesino? ¿Qué queda mental y afectivamente en un cuerpo que es apenas visible para quienes caminan las calles, y que es violentado sistemáticamente por la policía? ¿Cómo se sostienen las tripas hechas de hambre?
Gabriela Campins cuenta que comenzó su experiencia en la Casita de Luján como usuaria. Hace seis años, un grupo se reunía todos los lunes en la parroquia Nuestra Señora de Luján, también ubicada en el barrio Mayoraz. Eran personas que tenían problemas asociados al consumo y se encontraban para hablar y contar sus experiencias. Era un espacio para contar los propios sentires, un lugar de escucha, donde la palabra circulaba con respeto y sin interrupciones. “Algo similar a lo que hoy sé que es una terapia clásica”, dice la entrevistada. Años después, ella es la responsable de la Casita y del espacio de consumos de la misma.
«La Casita surgió porque nos dimos cuenta de que no servía juntarnos sólo una vez a la semana. Acompañar los procesos de consumos problemáticos necesita de un cuerpo a cuerpo y de una compañía que no alcanza con un encuadre de una hora por semana», explica Gabriela.
Ese anhelo de un espacio propio se convirtió en una asociación civil que trabaja con personas en situación de calle y con problemas asociados al consumo de sustancias. Son quince las personas que trabajan en la Casita, entre ellas trabajadoras sociales, psicólogas sociales, piscólogas, facilitadoras y facilitadores de la convivencia y nocheros. “Es difícil pensar en una salud mental sana cuando tenés que dormir en el piso, donde te agarra la lluvia, donde tenés que sobrevivir a que la policía no te violente o te mate, donde tenés que cuidar que el mismo compañero no robe las zapatillas. Hay que ver cuántos salen sanos de esa situación”, se pregunta Gabriela.
Su compañera Luciana Hourcade, que es psicóloga social y también trabajadora del espacio, explícita que el acompañamiento implica tener en cuenta la situación de cada persona. Y también hacer frente a los mitos asociados a la salud mental, como que ir al psicólogo “es cosa de locos”. Luciana agrega: “Tratamos de abarcar la necesidad que tiene cada persona que atraviesa el dispositivo, de posicionarnos de una manera un poco menos excluyente, respecto a los sistemas de salud. No le cerramos la puerta a nadie, si una persona solicita un acompañamiento la recibimos, se hace la entrevista y vemos si podemos acompañar o no. La idea es poder diseñar algo específico para acompañarla”.
Después de tantos años de calle, muchos empiezan a generar algunos padecimientos específicos
Pero no es lo mismo que venga un pibe con una situación de consumo grave a que venga una con una situación de consumo y de calle. «Ahí hay una subjetividad mucho más arrasada y es más complejo pensar ese acompañamiento. Después de tantos años de calle, muchos empiezan a generar algunos padecimientos específicos», continúa la trabajadora.
Y ejemplifica: «Hay gente que tiene más de 40 años y que tiene mucho más de 20 años de estar en la calle. Están totalmente arrasados, algunos no pueden hablar, presentan excitación psicomotriz, no pueden generar adherencia al acompañamiento, conectar con la mirada del otro. Su situación de consumo se va agravando y la calle también acompaña eso».
La adherencia al acompañamiento es poder sostener determinados encuadres acordados previamente, asistir a los espacios de escucha regularmente y en caso de ser necesario alguna cuestión más específica como un tratamiento psicofarmacológico . Pero en la calle no hay horarios ni rutinas. Si hace frío, hay que tomar para pasar la noche. Si hay que quedarse despierto para que no te roben o no te abusen, hay que drogarse. Esas son las historias que llegan a la casita.
Luciana aporta al contexto: «Estás todo el tiempo a la defensiva, durante muchos años y de manera prolongada. Y eso genera una cierta rigidez, ciertas formas de ver la vida y la realidad. Hablar de salud mental no es algo heredado. Estamos dentro de un sistema patologizante, que todo el tiempo nos presenta cosas para consumir o estereotipos que cumplir, formas de ser y estar en la vida. Y si esas exigencias generan padecimiento y este se rigidiza, lo pasamos muy mal».
El acompañamiento también incluye un seguimiento articulado con los profesionales del centro de salud. Muchos de los que vienen nunca acudieron a un médico/a. Dentro de la institución trabajamos de manera interdisciplinaria, entre los espacios de escucha con la psicóloga, los espacios de orientación con la trabajadora social, los espacios de convivencia con los facilitadores. Y siempre ronda la pregunta: ¿qué le espera al pibe fuera de la institución?
Desde la Casita de Luján se reparten todos los días 150 viandas para gente en situación de calle y para las familias que hay en los barrios, en las villas más precarizadas de la zona. A las dos de la tarde acá funciona una escuela. Tenemos también un taller de fanzine, donde la mayoría expresa sus sentimientos, cómo se sienten. Lo entendemos como una herramienta terapéutica.
También hay un taller artístico, uno textil, de carpintería, de panadería y de cerámica pero las entrevistadas aclaran que no son obligatorios. Los talleres funcionan fuera del espacio de nocturnidad, por la importancia de descentralizar la actividad cotidiana, derivandolas al Centro de Día ubicado en calle 25 de Mayo 3243. No hay salud mental que aguante si el pibe come acá, hace todo acá, se baña acá, duerme acá.
A los pibes les hace bien levantarse y decir “hoy me tengo que ir, tengo que estar en la otra casa, y si no voy tengo que hacerme cargo de la vianda o de la ducha de la gente que viene para bañarse y que está en situación de calle”.
La clave, para las entrevistadas, es tener eso que se llama «proyecto de vida»: levantarte todos los días y tener con qué. «De consumos problemáticos nadie habla. La única rama que conocemos es el prohibicionismo, y sabemos que eso no sirve. Acá trabajamos sobre tres áreas: trabajo, salud y educación», sostienen.
De usuaria a coordinadora: la decisión y el acompañamiento
Gabriela tiene 37 años y afirma, casi como una presentación: «Llegué al dispositivo como usuaria y hoy, siete años después, soy la coordinadora del dispositivo. Sería un golazo que haya un montón de Gabrielas y un montón de personas que puedan salir adelante». Pero aclara que no es fácil: «Yo tuve la fortuna de tener una familia que nunca me dio vuelta la cara, nunca pasé hambre de chica, siempre dormí abajo de un techo. La salud mental es un privilegio, eso lo tengo claro».
«De consumos problemáticos nadie habla. La única rama que conocemos es el prohibicionismo, y sabemos que eso no sirve. Acá trabajamos sobre tres áreas: trabajo, salud y educación»
La coordinadora es de Villa del Parque, una barriada del oeste de la capital provincial. Cuenta que los narcos del barrio asesinaron a su hermano y que a ella le dieron dos tiros y una puñalada. «Que no me vengan a hablar de todos los abandonos que hace el Estado», dice, con la mirada fija.
Consumió durante 20 años, desde que era adolescente. Más de una vez quiso dejar. «Un día fui al centro de salud de Villa del Parque porque no quería consumir más. Encaré a la médica generalista y le dije ‘no quiero drogarme más, ¿qué puedo hacer?’. Y me dijo ‘Voy a llamar a alguien que sabe’. Me citaron al jueves siguiente y yo con mi problema de consumo, que me drogaba las 24 horas, fui ese día y no había nadie. Después me drogué cinco años más. En esos cinco años me podrían haber matado. Fue en esos cinco años que me dieron una puñalada y dos tiros», relata.
Y prosigue: «Cuando empecé mi recuperación buscaba un lugar para internarme y no conocía, porque no tenía obra social y porque cuando conseguí un lugar me salía 100.000 pesos. Yo no le podía hacer eso a mi familia, que venían de la pérdida de un hijo, que vivía en una casa que se llovía por todos lados. Pero me aferré a mi madre, que me dijo ‘Gabi ya me mataron a un hijo, si te matan a vos me tiro del Puente Colgante».
Gabriela habla con claridad, con fuerza, por momentos se le quiebra apenas la voz pero continúa: «Yo no quería consumir, porque nadie goza con esa situación. Los pibes que consumen están re tristes. Si el consumo se agrava, no podés estar sin eso porque es re adictivo y te encanta. Pero, tomando conciencia, nadie quiere estar en esa situación».
Pero salir no es fácil. Depende de una decisión y de contar con el apoyo necesario. «Yo tuve muchísimas recaídas, que como dicen sirven como parte del proceso. Dejar de consumir es una decisión muy personal. Yo puedo contar lo de mi vieja pero muchas veces no la escuché. Me ha rogado muchas veces que no me vaya o que no me drogue. Y hasta que no fue mi tiempo y puse mucha voluntad, no pude», dice Gabriela.
Y se acuerda de una recaída que le mostró no sólo que no estaba sola, sino que ella también era digna de amor y de ternura. Certezas necesarias para salir a flote.
«Llevaba un mes sin consumir y una noche me fui de mi casa. Eran las 8 de la noche. Cuando me rescaté cantaba el gallo. No quería volver a mi casa porque había defraudado a mi familia y a mí misma. De vuelta andaba sucia, toda dañada. Y se hicieron las dos, se hicieron las tres, se hicieron las cuatro. Cuando se hicieron las cinco apareció un compañero de este espacio que me estaba acompañando y me dijo: ‘Gabita no te escondas, yo te quiero más que ayer’. ¿Sabés lo que es que una persona te diga eso? Muchos pibes no tienen quién se lo diga. No tienen nada».
Gabriela dice que nunca va a dejar de marcar la importancia de «tener un cuerpo al lado». Y explica: «Yo puse voluntad pero hubo muchas personas que me ayudaron. Yo necesité un cuerpo al lado, un oído al lado, necesité abrazos y una persona que me escuche. Y que yo también pueda aprender a escuchar. Sola no hubiera podido. Nadie puede solo».
Cuatro años después, va a la psicóloga regularmente, aunque «no es barato para ninguno de nosotros, porque estamos muy precarizados». Y afirma: «Pero además de la psicóloga aprendí a encontrar otros vínculos y a alejarme de un montón de cosas».
«Llevaba un mes sin consumir y una noche me fui de mi casa. Eran las 8 de la noche. Cuando me rescaté cantaba el gallo. No quería volver a mi casa porque había defraudado a mi familia y a mí misma. De vuelta andaba sucia, toda dañada. Y se hicieron las dos, se hicieron las tres, se hicieron las cuatro. Cuando se hicieron las cinco apareció un compañero de este espacio que me estaba acompañando y me dijo: ‘Gabita no te escondas, yo te quiero más que ayer’. ¿Sabés lo que es que una persona te diga eso? Muchos pibes no tienen quién se lo diga. No tienen nada».
La necesidad de una política integral
Carlos Fernández (nombre ficticio para preservar la identidad de la persona) es acompañado por la Casita de Luján desde hace cuatro o cinco años. Es un pibe que no tiene vínculos que no sean de la calle o del consumo. No tiene familia ni referentes afectivos. En el momento en que tenía que recibir un abrazo, recibió golpes. El consumo le llegó antes que la escuela. No sabe escribir, no sabe leer, no sabe su edad. Y lo único que tiene es la Casita de Luján.
«Su consumo de alcohol se fue agravando cada vez más. Hicimos muchos intentos de que adhiera a un esquema de acompañamiento y no lo puede sostener. No lo podemos contener acá porque se va, porque este no es un lugar de puertas cerradas, no creemos en la lógica del encierro», dice Luciana.
La trabajadora reflexiona: «Atrás de esta historia hay muchos profesionales que le dieron vuelta la espalda, muchos lugares del Estado que no se hicieron cargo. E historias como la de Carlos hay muchas más. Hay una población que está totalmente desprotegida. Y a esos chicos los viene a buscar la ambulancia con tres policías y los llevan atados, los violentan, los dopan. No creemos que esa sea la salida».
Y cuestiona que la relación entre la institución y la Dirección de Salud Mental de la provincia sea por «contactos personales». En la práctica: «Yo le tengo que hablar a una amiga o ella a una amiga que trabaja ahí para que nos den pelota. No hay una política pública para trabajar de manera ordenada entre las instituciones y el Estado en lo que tiene que ver con salud mental», denuncia.
La Casita cuenta con un convenio con la Agencia de Prevención del Consumo de Drogas y Tratamiento Integral de las Adicciones (Aprecod). Con la Dirección de Salud Mental, hoy el diálogo pasa por la necesidad de contar con políticas más integrales y con más presupuesto.
Luciana puntualiza: «No basta el presupuesto para la cantidad de personas que viven dentro del dispositivo, que son casi 20, sumadas a las que acompañamos como centro de día. Y lo que pasa cuando vas a un centro de salud y necesitás turno para psicología, psiquiatría o alguna especialidad que acompañe situaciones concretas, te dan una cita de acá a tres meses. Los pibes no tienen ese tiempo».
Y enfatiza: «Acá el límite es la vida o la muerte y todo lo que conlleva estar en la calle. Lo que se necesita es una política pública de verdad, que no solamente inyecte dos pesos con cincuenta en las instituciones, sino que acompañe, que ponga equipos interdisciplinarios a disposición».
El objetivo de la Casita de Luján es trabajar con consumos problemáticos y personas en situación de calle, «pero cuando los pibes empiezan a desnudar su historia, va mucho más allá». «Nuestro laburo es entonces acompañar la reinserción a un contexto que los expulsó. El pibe se brota y te mandan a la policía y les decís que no te manden a la policía, porque muchas veces ese brote también tiene que ver con la policía, con la violencia sufrida por parte de ella»
¿Qué significa entonces hablar de salud mental? Mientras se arma la comida del mediodía y las duchas del día, Gabriela y Luciana recorren la casa y muestran las 20 camas dispuestas para la noche, se detienen en los murales que los pibes hicieron en el patio, se hacen chistes al pasar con los jóvenes que paran ahí. «La salud mental no tiene que ver sólo con el consumo, no es solamente lo deteriorado que estés. Es todo, es el vínculo que tenés, dónde dormís y quién te espera, quién te escucha».
«Acá el límite es la vida o la muerte y todo lo que conlleva estar en la calle. Lo que se necesita es una política pública de verdad, que no solamente inyecte dos pesos con cincuenta en las instituciones, sino que acompañe, que ponga equipos interdisciplinarios a disposición».
«La salud mental es la igualdad de derechos, la igualdad de oportunidades, la igualdad de todo, de condiciones que son básicas, porque figuran en nuestra constitución. ¿Quién puede tener una salud mental fuerte si vive en la calle?», se pregunta Gabriela. «Se están muriendo los pibes, y siempre es una cuestión postergada. Se necesitan muchas más casitas de Luján porque no sirve que acá duerman 15 pibes todas las noches si en la plaza tengo 20 más», señala. Ella marca el crecimiento del narcomenudeo porque también creció la demanda, en una coyuntura donde muchas veces no hay para comer pero si hay mucha incertidumbre para tragar. Pero agrega, a su vez, que el narco no es algo que sólo esté en los barrios: «Los que manejan el narcotráfico llevan traje y corbata».
«La salud mental no tiene que ver sólo con el consumo, no es solamente lo deteriorado que estés. Es todo, es el vínculo que tenés, dónde dormís y quién te espera, quién te escucha».
Luciana agrega: «El pedido es que se tengan en cuenta y en consideración a estas instituciones: generando una política pública de la que todos seamos parte, que los sueldos no estén precarizados, que los trabajadores estén contenidos y que seamos tenidos en cuenta. Cuando llamamos a los hospitales generales para una internación nos dicen que no hay camas, pero es porque no los quieren tomar».
Si bien la Casita nació de una parroquia, lleva el nombre de una virgen y cuenta con varias imágenes católicas, no hay que ser creyente para ser parte de ella. De hecho, sus integrantes fueron forjando sus propios posicionamiento, como adherir a la Marcha de la Gorra o a la legalización del aborto.
Más allá de la Iglesia, Gabriela resalta que para salir adelante es necesario creer en algo. Y ella cree en los milagros. «El milagro que en este momento mientras yo estoy hablando con vos hay 20 pibes que están haciendo una revista y hace una semana atrás estaban en la calle», dice con una sonrisa.
Y finaliza: «Podemos pensar por un momento que la igualdad de la que hablamos no es una utopía. Porque si no, ¿para qué vivimos? Yo no me quiero morir y que no haya un cambio, por lo menos».