El ingreso de Argentina en los BRICS ha suscitado opiniones variadas: desde un optimismo marcado por la asociación con potencias energéticas, pasando por una reivindicación de la tradición de no alineamiento, hasta planteos hiperideologizados de candidatos presidenciales que proponen, sin más, revertir la medida. ¿Qué significa para nuestro país formar parte de esta asociación que plantea, lejos de lo que piensan los nostálgicos de la Guerra Fría, una idea alternativa de entender las relaciones internacionales?
El sistema internacional tiene varias características específicas que conforman su naturaleza. Es anárquico, es dinámico, y muchas veces es definido por el comportamiento de las potencias que moldean los principales debates y compiten por determinados factores de poder. La Segunda Guerra Mundial concluyó en 1945 con la derrota de las potencias del Eje, y los grandes vencedores, Estados Unidos (EEUU) y la Unión Soviética (URSS), inauguraron en aquel momento el denominado orden bipolar. Dos polos, dos sistemas económicos, dos esferas de influencia y dos alianzas militares que pugnaban por la hegemonía global. En este lado del mundo, además del poder estatal preponderante con sede en Washington, se definieron las instituciones que conformarían la arquitectura financiera de la orilla capitalista del mundo: el orden de Bretton Woods conformado por el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el patrón dólar, por el cual la moneda estadounidense se convertiría en la divisa de intercambio y en el parámetro para fijar los tipos de cambio de las otras monedas.
La caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS dieron lugar a un sistema unipolar, en el cual Estados Unidos ratificó este orden y lo extendió hacia todo el globo; incluso en aquellos países que eran parte de la esfera comunista hasta no mucho tiempo atrás. Es cierto que algunos espacios siguieron siendo ejemplo de una mayor dispersión del poder, como por ejemplo la conformación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) conformado por Estados Unidos, la Federación de Rusia, Francia, el Reino Unido y la República Popular China. Pero de nada vale la capacidad de veto de estos países cuando, durante la década del 90’, EEUU demostró que podía intervenir militar, económica y políticamente en cualquier lugar del mundo sin pedirle permiso a nadie.
Aquí vale una digresión con respecto, nuevamente, al sistema internacional. A veces, hay hitos, acontecimientos que marcan el fin de una era y el inicio de otra. La paz luego de una guerra, la caída de una potencia. El simbolismo marcado por estos hechos empuja a pensar que se necesita un acontecimiento de enorme relevancia para pensar en un cambio global.
Lo inédito del fin de la unipolaridad, es que no hay un consenso sobre el hecho que lo marcó. Algunos dicen que fue el atentado a las Torres Gemelas, en septiembre del 2001. Sin embargo, hubo algo que indicó que el mundo necesitaba otro tipo de instituciones que permitan su ordenamiento: la crisis financiera de 2008, marcada por la quiebra de la empresa de servicios financieros estadounidense Lehman Brothers. Fue por este sacudón de las entrañas propias del capitalismo financiero, originado por la crisis especulativa de las hipotecas ‘subprime’, que el temblor se sintió en otras latitudes. El núcleo del poder del dinero se resfrió y los estornudos se escucharon por todo el mundo.
Fue a partir de allí que salieron a la luz dos planteos: el primero es que el capitalismo financiero que tiene su centro de poder en las bolsas de las potencias occidentales del G7, y particularmente en Estados Unidos, no es viable para la construcción de un orden económico global sustentable. La segunda, es que las instituciones existentes para regular a estos actores no son eficientes para hacerlo.
El notable crecimiento económico de China, la impresionante proyección global del Brasil de los gobiernos del PT, la gran recuperación económica de la Rusia post soviética y la silenciosa pero potente y multidimensional expansión de India, dieron como resultado que estos países, llamados “emergentes”, tomaran conciencia de que tenían algo para decir sobre cómo debía ordenarse el mundo. Fue allí que, en 2009, surgió el BRIC como una asociación económica primero y política después, y que colocó sobre la mesa la idea de un mundo multipolar que tenía que ver más con la realidad que la primacía unilateral de Estados Unidos secundada por sus aliados europeos más Japón.
El camino recorrido
El BRIC, devenido BRICS luego de 2010 con la incorporación de Sudáfrica, fue el corolario político de otro organismo que, en 1999 y como respuesta a la crisis económica del sudeste asiático ocurrida dos años antes, había sido conformado con la idea de darle voz y responsabilidad a otros actores que podrían intervenir para intentar evitar estos descalabros del capitalismo global: el G20. No obstante, con su cariz excesivamente económico, este foro no tuvo la potencia política que adquirió en la primera década del siglo XXI, y el BRICS fue una respuesta a ese vacío de poder político que se había generado.
Los cambios en el sistema internacional se dan, muchas veces, por debajo de la superficie. De forma sigilosa, con señales muy sutiles que casi siempre se pueden leer con claridad en el diario que sale el día lunes. En el 2010, Rusia era un socio económico de Europa, mientras que China era la fábrica del mundo y hacía negocios muy fructíferos con toda la Unión Europea y los países de América Latina. Brasil era la quinta economía del mundo y la India se caracterizaba por ser una potencia exportadora de servicios y bienes genéricos. Mucho de eso quedó atrás. La pandemia en 2020 trastocó las relaciones internacionales y aceleró varias tendencias que se observaban con anterioridad. Ya con el triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2016 se podía percibir que algo había cambiado. El magnate republicano arrancó una guerra comercial con China que inauguró esta especie de Guerra Fría 2.0 que tiene a Beijing y Washington disputando porciones del poder global, siendo la cuestión de Taiwán el asunto más espinoso que da lugar a un latente conflicto entre ambos. Rusia, con la anexión de la península de Crimea en 2014 y con la invasión al territorio de Ucrania en 2022, terminó de firmar su divorcio con Europa y fue colocada en la vereda de enfrente de Occidente, no como un “desafío” sino como una “amenaza”. Brasil, con el estancamiento económico post-2013, el golpe parlamentario en 2016 y la desgracia de los 4 años de Bolsonaro, retrocedió en todos los aspectos que podemos imaginar, salvo en el de los papelones mundiales. India, con su ya mencionada silenciosa expansión, sobre todo en términos tecnológicos y militares, es quizás el que menos disrupciones ha tenido al interior y en cuanto a las alianzas internacionales: rival de China por conflictos fronterizos pero socio en los BRICS; socio de Estados Unidos en términos de seguridad, pero criticado por su política contra las minorías musulmanas. India no condena a Rusia por invadir a Ucrania y le sigue comprando petróleo mientras Biden recibe con todos los honores a su Primer Ministro, el nacionalista hindú Narendra Modi. Todo esto relativiza que el BRICS sea una alianza “anti occidental”. Sudáfrica e India no son enemigos de Estados Unidos ni de Europa. Ni siquiera son de esos socios desconfiados. Es por estas razones que hay que ser cuidadosos con caracterizar a este bloque como un enemigo de Occidente.
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La invitación a Argentina
En la última Cumbre de los BRICS llevada a cabo en Johannesburgo, Sudáfrica, se oficializó la invitación del bloque para sumar a Argentina, Arabia Saudita, Irán, Egipto, Etiopía y los Emiratos Árabes Unidos. El criterio no es económico: nuestro país está en una grave crisis financiera, y otros países tienen más potencial en este aspecto que algunos de los invitados como por ejemplo Nigeria en el caso de los africanos, y México en el caso de los latinoamericanos. Es por esto que las razones de la invitación son políticas.
Antes de la Cumbre, se debatía sobre la idea de la ampliación. China y Rusia pugnaban por agrandar el bloque. Su enemistad con EEUU implica que una ampliación de los BRICS les genera dividendos políticos y les permite mostrar amplitud en un bloque que plantea un orden alternativo al que defiende Occidente. Brasil, India y Sudáfrica tenían algunas reservas más. Una razón puede radicar en que estos países no están sentados en las estructuras más importantes del poder mundiales, como el Consejo de Seguridad de la ONU. Su potencialidad como jugadores globales se relaciona directamente por pertenecer al grupo selecto de los BRICS, y la amplitud difumina esa exclusividad. En el caso de Sudáfrica, su interés pasaba por sumar a más países de África. Sin embargo, los criterios políticos primaron. Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos son potencias petroleras y son socios de Estados Unidos. Irán comparte la primera característica pero no la última, debido a que conforma el denominado “eje del mal”, como caracterizan los norteamericanos a las amenazas a la paz internacional. Egipto y Etiopía son países con una potencia demográfica nada desdeñable y parecen ser la moneda de cambio que utilizó el gobierno de Cyril Ramaphosa. En cuanto a Argentina, el principal promotor de su inclusión fue Lula da Silva.
El Presidente brasileño busca, desde que asumió el 1 de enero de 2023, volver a la arena global luego del aislamiento que significó el gobierno de Bolsonaro, cuyo único socio fue Washington y duró hasta que Trump se fue de la Casa Blanca. Brasil sabe que para volver a la mesa de los grandes necesita ser el líder indiscutido de Sudamérica, y para ser el líder regional debe tenderle una mano a su socio más cercano en términos políticos e ideológicos. Por esa misma razón, Lula le dijo esta semana a Sergio Massa que gane las elecciones como sea. Sabe que tanto Patricia Bullrich como Javier Milei, son portadores de un discurso radicalizado que solamente suma incertidumbre a las relaciones con los socios extranjeros. Lo que plantea Milei sobre enfrascar los vínculos externos con EEUU e Israel, es sencillamente imposible. No es viable desacoplar la relación comercial y económica que Argentina tiene con China porque “no hacemos tratos con comunistas”. En este sentido, Lula sabe que Brasil logrará potencialidad global si se muestra como el hermano mayor de América del Sur. Y para ello, es necesario agarrar la mano de su principal y más estratégico aliado, que es la República Argentina.
¿Qué está discutiendo el BRICS?
En este afán de pensar un mundo multipolar, donde las reglas no sean dictadas únicamente desde los centros de poder occidentales, los BRICS buscan nuevas estrategias, además de la ampliación de sus miembros. La más interesante es la idea de la desdolarización. Hay indicios de larga y de corta data que grafican este proceso. Mónica Hirst y Juan Gabriel Tokatlian apuntan que, en 1977, el dólar estadounidense alcanzó un máximo del 85 por ciento como moneda predominante en las reservas de divisas; en 2001, esta posición todavía rondaba el 73 por ciento. Pero hoy es aproximadamente del 58 por ciento. Pero también hay varias señales políticas en estos últimos meses que se vinculan con la idea de dejar de depender del billete verde. Rusia, luego de que invadió Ucrania, fue sancionada y expulsada del sistema de pagos internacionales SWIFT, ideado por Occidente. Sin embargo, le sigue vendiendo petróleo a China y a India, y con este último país ha logrado un acuerdo para comerciar en rublos y rupias para dejar de lado el dólar. China, por su parte, le ha tendido una mano a Argentina con el swap de monedas que le permite pagar importaciones e intereses de la deuda en yuanes, dejando en claro que no solo por dólares se mueve el mundo. Lo mismo ha planteado Brasil, que ha deslizado ideas que van desde la posibilidad de una moneda común para el MERCOSUR hasta comerciar en divisas alternativas a la moneda estadounidense. Allí, adquiere un papel clave la entidad financiera de los BRICS, el Nuevo Banco de Desarrollo (NBD), fundado en 2015 y presidido actualmente por Dilma Rousseff. En Sudáfrica se discutieron estrategias para que el NBD se posicione como un esquema de financiación de proyectos, tanto de infraestructura como de alivio de deuda. Una opción que no sea el Banco Mundial o el FMI. Para que esto suceda, los acuerdos mencionados anteriormente entre los socios deben converger en un sistema que les permita generar otro orden alternativo al inaugurado en 1945.
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Agrandar la caja de herramientas
Más allá de las razones por las cuales Argentina fue invitada a sumarse al bloque, no se debe caer en la trampa que plantea la derecha autóctona, que sostiene que estamos tejiendo una alianza con los culpables del atentado a la AMIA. No obstante, tampoco se debe caer en el optimismo desmedido de pensar que esta medida sacará a nuestro país de la delicada situación en la cual está. El BRICS+ (cómo se llamará el bloque luego de la incorporación de los 6 nuevos socios el 1 de enero de 2024), tiene muchos desafíos por delante. Además de otorgarle protagonismo al NBD, debe materializar otras ideas como el llamado Acuerdo de Reservas Contingentes, un fondo de 100 mil millones de dólares para países con escasez de reservas y problemas de liquidez, el cual nunca fue activado.
El BRICS es una herramienta más. Argentina tiene potencialidad en términos energéticos con las obras de infraestructura planificadas y concretadas y con el desarrollo de los yacimientos de hidrocarburos. La asociación con potencias energéticas como los países de Oriente Medio puede generar relaciones que permitan pensar en esquemas de inversión que no dependan de empresas occidentales como Chevron, tal como sucede hoy en día.
Sin embargo, la potencialidad financiera es la más tentadora. EEUU y Europa han hecho de la hipocresía una forma de relacionarse con el mundo. Buscan democratizar la gobernanza, pero siguen achicando los espacios de discusión y dejando afuera a los que plantean desafíos. Dicen querer combatir el cambio climático, pero pretenden que nuestros países, colonizados por ellos hace 500 años, tengamos la misma responsabilidad en mitigar los efectos ambientales luego de pasar centurias contaminando al mundo. Un ejemplo de esto es lo que sucedió con el carbón en Alemania, que era mala palabra y, por desairar a Rusia y no comprarle más gas ni petróleo, ahora vuelven a quemar combustibles fósiles.
Es necesario salir de la dependencia de organismos vetustos como el FMI, el cual otorgó el préstamo más grande de su historia a un gobierno que entregó la soberanía económica del país y no realizó ni un kilómetro de asfalto con esa incontable cantidad de dinero. Dinero que, de hecho, nadie sabe dónde está. Es en estos sentidos que la incorporación al BRICS puede generar alternativas para pensar estrategias de salida ante la crisis actual. Las herramientas son eso: herramientas. Pueden usarse bien o mal. Mucho dependerá del proceso electoral actual y de cómo se desarrolla la dinámica global en un mundo que está cambiando y que, como dijimos más arriba, ofrece señales que muchas veces no son fácilmente perceptibles.
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