Texto: María Cruz Ciarniello / Fotos: Mariana Terrile
La mañana del miércoles 12 de julio amanece con lluvia. El cielo tapado de nubes cargadas anticipa una tormenta que será constante. Pero además sopla viento y hace frío. En el barrio, la hostilidad del clima se siente en las calles. No hay casi nadie. Casi, porque frente a las puertas de un centro comunitario un pequeño grupo de vecinos espera algo de mercadería para parar la olla o una copa de leche caliente en un día de invierno lluvioso.
Las zanjas al costado del asfalto irregular empiezan a acumular agua y algo de basura. El punto en el mapa se ubica hacia el lado noroeste de Rosario y la referencia es la avenida Génova al 2500, esquina Cabal, allí donde acaba de ser colocado un cartel dando la bienvenida a la Comunidad Qadhuoqté, que en lengua qom significa “base o cimiento”. En dirección al arroyo Ludueña, desde una distancia de 400 metros se distinguen las luces de un patrullero estacionado justo donde se ubica el Centro Cultural que lleva el nombre de la comunidad. Son cuatro cuadras desde la avenida hacia adentro, hacia el corazón del barrio.
La esquina es característica por su frente pintado de azul y el mural de flores y palabras escritas en lengua qom. Loquiaxac, Aquitaxac, Qanashenguet. «Lucha, Esperanza, Resistencia». Más arriba, los colores de la Wiphala y las letras FM junto al número 94.5 indican que allí se encuentra la única radio indígena que existe en Rosario, la radio de la comunidad Qadhuoqté.
A solo unos veinte o treinta metros, los escombros de una casa precaria son los rastros que dejó la pueblada. En la memoria, las imágenes todavía están frescas: vecinos derribando a martillazos algunos puntos de venta de droga al menudeo. La desesperación de una familia pidiendo justicia. La frase que retumba: «No queremos otro Maxi en el barrio». La policía dispersando con postas de goma. El estallido vecinal televisado por todos los medios del país. Coberturas que apelan a la espectacularización de la violencia y otras intentando narrar la complejidad.
Pero lo que para la prensa es información que quedará opacada con el correr de las semanas, para el barrio y su gente será la herida que nunca cure aunque el tiempo transcurra, a veces bajo el sol que alumbra la vida en comunidad y otras tantas, bajo una tormenta que lo deja a la intemperie.
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–¿En quién confiar?. No confiamos en nadie, ni en la policía ni en la justicia. Pasó algo y pareciera que no pasó nada.
Oscar Talero es un hombre de palabras que se pronuncian con pausa. Habla calmo, siempre, en cualquier situación incluso hasta en aquellas tan tristes que le tocó atravesar: la pérdida de un hijo; la ausencia de un sobrino al que mataron a golpes. Dolores que lleva en su mirada, en sus modos de decir. Tal vez por eso haya perdido la confianza. Tal vez porque ya no tenga en qué o en quién confiar. Tal vez por lo mismo es que se aferre tanto a la esperanza.
Nacido en el Paraje el Colchón de la provincia de Chaco hace cincuenta y cinco años atrás, Talero contará, mirando la lluvia desde el ventanal de la radio, que el centro cultural ya cuenta con diecinueve años de historia en el barrio que todo Rosario conoce como Los Pumitas. Pero Oscar aclarará con énfasis que no son ni una oenegé, ni una cooperativa, ni una asociación.
– Somos Pueblo Originario y esa es nuestra mirada: no confrontar, sumar y ayudar.
Una comunidad indígena que lucha por no perder su cultura, su lengua y, sobre todo, su derecho a la posesión dominial de la tierra. Oscar Talero migró de su Chaco natal en 1988 y trabajó como albañil en diferentes lugares de Rosario y Buenos Aires, hasta que se asentó en esta comunidad donde lentamente comenzó a formarse como militante indígena. No fue de un día para el otro. Empezó a sumarse a las asambleas de vecinos, a leer y memorizar las leyes indígenas. A conocer los derechos establecidos en la letra de la Constitución Nacional. Aprendió, sobre todo, a escuchar las voces sabias de los ancianos qom que forzosamente tuvieron que dejar su vida en el monte para sobrevivir en los márgenes de una ciudad.
–Siempre pensamos como podemos superarnos, esa es nuestra lucha. Y lo principal es poder revertir la situación de muchos jóvenes que han dejado la escuela.
Son muchos los que años que la familia Talero lleva en “Los Pumitas”. Aquí Oscar construyó una trinchera. La radio, que obtuvo su licencia en el 2012 y se inauguró en el 2018, tiene su estudio en el primer piso y es una de las más de cien emisoras que integran el Foro Argentino de Radios Comunitaria (FARCO); abajo está el salón donde se prepara la copa de leche para 200 personas tres veces a la semana, y un cartel pequeño escrito con letras blancas que anuncia la presencia del CAEBA 103, un centro de especialización y educación para adultos que depende del Estado provincial.
Hace dos años inauguraron la escuela secundaria para los jóvenes que no pueden terminar sus estudios porque a las dificultades personales, dice Oscar, se le sumarán las casi quince cuadra de distancia que a las diez de la noche tienen que atravesar para llegar hasta sus casas desde el Complejo Educativo Rosa Ziparovich. Todo esto, además de los distintos talleres de oficio, tiene vida dentro del Centro Cultural Qadhuoqté que se levanta sobre la esquina de Cabal y el pasaje San José.
–Siempre pensamos como podemos superarnos, esa es nuestra lucha. Y lo principal es poder revertir la situación de muchos jóvenes que han dejado la escuela.
En Santa Fe hay treinta y seis escuelas interculturales bilingües y ocho de ellas están en Rosario pero los números casi no se conocen. Por eso, cada vez que hablará de su comunidad Oscar Talero lo hará pensando a futuro: proyectos en articulación con el centro de salud, con la escuela pública, con la Universidad, con otras organizaciones sociales. Es que su cabeza piensa donde sus pies pisan.
–Tenemos veintisiete alumnos en el secundario y dieciseis en el Caeba. Y ahora estamos a la espera de la concreción de un proyecto en articulación con la Secretaría de Integración Socio Urbana (SISU) para construir un SUM y el mejoramiento de la canchita. Es fundamental que esto se pueda ejecutar.
Luz, agua, urbanización. Educación, salud. Tierra, techo, trabajo. Los reclamos se reiteran porque el problema en los barrios es de fondo. “Queremos que nuestro posicionamiento como pueblo indígena sea parte de una política cultural”, propone Oscar. En el Centro Cultural Qadhuoqté el oficio y la cultura ocupan un lugar fundamental: allí se dictan cursos de peluquería, electricidad, costura, operador de radio. Allí se logró editar algunos números de una revista, “Miradas abiertas”, que reivindicaba la lengua y la identidad qom. Allí la comunicación popular es un eje transversal.
–Lo que buscamos es que los chicos tengan un trabajo digno, con todo lo que corresponde.
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El verde del pasto
(Poesía barrial de Los Pumitas)
y el rojo de la sangre.
El blanco del agua,
azul celeste el cielo.
El negro de la oscuridad
y la luz que falta.
El barrio se apaga
aburrido y triste.
El naranja de las casas
no revocadas.
La comida casera,
la torta frita y el guiso.
Empanadas, asado y moló
harina con verduras.
En la feria, todos los olores
Comida, ropa, herramientas
mercadería, electrodomésticos.
Suena la cumbia chaqueña
y el gallo a la mañana.
El gato corre por los techos,
el sonido lo delata.
El tren que se descarrila
y hasta la tierra vibra.
Sonido mal agüero,
como llanto.
Domingo a la mañana
el parlante de la monja
suena al lado de la almohada
De día los chicos corren,
el barrio tiene más entrada.
Si pasa algo a la noche
te enterás al otro día.
Viernes, sábado y domingo
los pibes buscan
qué consumir,
se pierden.
En verano,
hay movimiento hasta tarde.
En invierno,
a las 6 todos se guardan.
Dicen zona roja,
antes no entraba el transporte
porque las calles
eran de barro.
En el año 2019 la FM Qadhuoqté fue uno de los espacios donde la Asociación Civil Nodo Tau coordinó talleres de comunicación popular junto a vecinxs del barrio. De ese taller nació un texto colectivo, una «poesía barrial» inspirada bajo la consigna ¿cómo contar nuestro barrio? a través de los sentidos: olores, imágenes, sonidos. Entre esas vecinas estaba Estela, una joven madre de la comunidad que se sumó hace seis años al centro cultural, colaborando primero en las tareas del comedor para más tarde, transformarse en una de las coordinadoras de la radio junto a Silvana Talero, la hija de Oscar.
“Acá viví toda mi vida, pero soy mamá y se te pasan un montón de cosas por la cabeza. ¿Por qué voy a tener que irme? Tenía miedo pero ahora estoy más tranquila. Es un orgullo estar acá”.
Hace cinco años atrás y en ese mismo taller, Estela apenas se animaba a tomar el micrófono. La timidez por momentos le ganaba a sus ganas de hablar y contar su barrio a través del aire de la radio. Pero ahora sí: se la ve desenvuelta, decidida y orgullosa de su propio crecimiento. “Hago un poco de todo, acá tenemos programa jueves, viernes y sábado” cuenta. Vive junto a sus hijos en los Pumitas pero varias veces pensó en mudarse, sobre todo, después de los hechos que en marzo marcarían un quiebre en la comunidad.
–Acá viví toda mi vida, pero soy mamá y se te pasan un montón de cosas por la cabeza. ¿Por qué voy a tener que irme? Tenía miedo pero ahora estoy más tranquila. Es un orgullo estar acá.
En la comunidad Qadhuaqté tienen un sueño: poder construir un Club Social y Deportivo para que chicos qom puedan jugar al fútbol. Un semillero que tenga como sede “la canchita”, el corazón de Los Pumitas, el lugar donde la vida, y a veces la muerte, acontece a su alrededor.
–¿Cuántos futbolistas de pueblos originarios están jugando en primera división?– pregunta Oscar a quien una enfermedad le impidió, cuando era un niño, alcanzar su deseo de llegar a probarse en Boca y transformarse en el jugador de primera que tanto soñó.
Se hace silencio y enseguida, aferrado a la esperanza, Oscar dirá:
–Es un sueño que tenemos. Pero sin recursos no podemos hacer nada. Por ahora es un proyecto que esperamos algún día poder concretar. Es nuestra ilusión.
***
Miércoles 26 de julio. El sol salió con toda su luz y no se distingue ni una sola nube en el cielo. El barrio recuperó movimiento. Por sus calles y pasillos hay vecinos acarreando carros; llevando a sus hijos a la escuela, yendo al dispensario, levantando ladrillos en sus propias casas.
La canchita del barrio en el que habitan alrededor de doscientas familias originarias, es el punto que convoca al encuentro. A festivales por el día del niño o a la celebración por el último día de libertad de los pueblos originarios. El predio se levanta entre las calles Cabal y Otonne a la altura del 1400 bis y tiene durante los días templados, a las mamás compartiendo el mate mientras sus hijos pelotean en los arcos o juegan con las bolitas.
Es el lugar del techito de treinta y seis metros cuadrados que junto al centro cultural Qadhuoqté construyó Matéricos Periféricos, un colectivo militante de arquitectos de la Universidad Nacional de Rosario, que es la única sombra cuando el verano sofoca, el único refugio cuando cae la lluvia y el amparo necesario cuando se siente el hambre. Ahí, entre sus vigas de hormigón, la Corriente Clasista y Combativa (CCC) cocina y reparte 400 raciones de comida para las familias del barrio.
Al reparo de la sombra, dos mujeres revuelven la salsa de las dos grandes ollas en las que se cocinará el guiso. El humo que desprende la leña en el fuego va impregnando el aire fresco pero agradable de un mediodía invernal en Los Pumitas. Sobre un tablón, la masa de lo que serán las futuras tortas asadas empieza a tomar forma en las manos de otras vecinas que tendrán la misión de prepararlas. Son tres, entre ellas la mamá de Máximo.
Alrededor merodean los perros callejeros que olfatean la escena. Hacia el lado sur de la canchita, un puñado de niños juega en la placita donde solo hay una hamaca y un subibaja tan oxidado como el tobogán. Un patrullero de las fuerzas federales circula monitoreando la zona y el trío de gendarmes conversa en la posta que la Gendarmería, en un extremo de la cancha, ocupa desde hace cuatro meses después de aquel cinco de marzo. El parlante acompaña el ritual de la cocina: suena la cumbia de la K’onga, Universo Paralelo.
Antonia Gerez es la vocera de la CCC y la referente indígena que integró, como senadora suplente, la lista del Frente Amplio por la Soberanía junto al dirigente Eduardo Del Monte en las ultimas PASO. Ella cree en la política como herramienta para transformar realidades injustas: la de su pueblo, con más de 500 años de derechos vulnerados, la de su barrio tan postergado y ahora, además, la de su propia familia. Dice que se sumó a la CCC por dos motivos: «para que no haya más muerte y para que no haya más injusticia».
Antonia organiza, observa. Es la encargada de la cocina, la tarea que alterna con su compañera Sandra Romero, y es la tía de Máximo.
Parada debajo del techo expresa lo que no muchos se animan a contar. Pero Antonia lo hace aún sabiendo las posibles consecuencias. Es que su dolor es más fuerte que cualquier amenaza y por eso, el pasado 3 de junio subió al escenario en el acto por el Ni Una Menos y frente a una multitud agarró el micrófono y reclamó justicia por su sobrino y por los pibes asesinados por la violencia narco en Rosario. La rabia sale de su garganta, a veces con voz fuerte y grave y otras, con un tono bajo y quebrado.
Antonia migró de Chaco en el año 1994. Un año después se integró a la Corriente Clasista y Combativa. En los Pumitas vive toda su familia, una de las más históricas de la comunidad. Tiene 47 años y nueve nietos. Esta es su tierra, la que tanto conoce, la que tanto sufre. “Acá convivimos y sufrimos. Acá me sacaron a mi sobrino, y acá sigo luchando como lo hacía él, porque Máximo llevaba la bandera de la organización con orgullo”.
Esa organización es la que le permite sostenerse todos los días. “Se trata de ayudar a los compañeros para que tengan algo en sus casas”. La ayuda se traduce de muchas maneras, la fundamental es la comida. Pero lo cierto es que las cocineras hacen malabares para que la mercadería alcance. “Cuando te quedas sin insumos no sabes de donde sacar. Ayer hice dos ollas y quedó gente sin poder retirar. Acá hay familias muy numerosas y no damos a basto. Lo más caro es la bolsa de verdura y en una semana comprás y a la otra ya te aumentó de precio”, suma Sandra.
Acá me sacaron a mi sobrino, y acá sigo luchando como lo hacía él, porque Máximo llevaba la bandera de la organización con orgullo”.
Durante la pandemia el comedor “Defensores” de la CCC no cerró, redoblaron los esfuerzos siendo conscientes del riesgo. Ahí estaba Antonia, con su cuerpo pequeño, con asma y diabetes, cocinando en medio de la emergencia.
Después, la violencia creciente y el avance de una economía ilegal que caló hondo en el barrio impactaría en el corazón de su familia cuando en marzo de este año asesinen a su sobrino de once años en un tiroteo narco.
–¿Cómo se sigue?
Dice Antonia:
–Luchando. Este es mi barrio, y de acá no me voy a ir. Yo no les voy a dar el gusto.
Cuando le hablan de «zona roja», Antonia recuerda otros tiempos. Hace quince años atrás uno de sus hijos, rapero de la comunidad, organizó en la canchita un partido de fútbol entre criollos y qom para limar asperezas y broncas entre los pibes. «Estaban todos unidos», rememora Antonia. Suich MC es el nombre artístico de uno de los primos que tenía Máximo. Sus letras, su música, hablan de su tierra, de la lengua qom, de los sueños y la vitalidad de su gente; también de los tiros y la policía. «Mucho antes de que el barrio esté así en mis canciones decía ‘ojalá el día de mañana no escuche el triste silbido de una bala que se lleve un amigo’, y sucedió» cuenta Suich en una entrevista con Enfant Terrible.
Lo cierto es que en Los Pumitas después del dolor lo que habita es el olvido.
Dice Antonia:
–Cuando se pacificó el barrio ya no vino más nadie. Nos prometieron cosas que nunca cumplieron. Acá te podés estar muriendo que no entra la ambulancia si no es con un patrullero. Solo la zona de la cancha tiene luz, después es todo oscuridad.
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A unos pocos pasos de donde la CCC prepara el guiso, se encuentra el mural que recuerda a uno de sus militantes más pequeños, Máximo Gerez. Allí se ve a un pibito sonriente que posa con su camiseta blanca con franjas azules, pisando la felicidad debajo de su botín derecho. El número 11 lo lleva clavado en su pecho. «Siempre en nuestros corazones» dice la frase que acompaña la imagen; una réplica artística, realizada por El Guiye de «Arte x Libertad», de la foto que circuló en todos los medios apenas se conoció la trágica noticia.
Máximo creció durante sus once años bajo el refugio de una vida en comunidad. Jugaba a la pelota en el Club Los Pumas, el lugar donde fue velado por su familia, sus amigos, por todo el barrio. El entierro fue en el Cementerio La Piedad adónde sus compañeritos de equipo lo lloran cuando lo visitan los días sábados. También marchaba, como cuenta su tía, con la bandera de la CCC.
El club donde Maxi pasaba sus tardes practicando al fútbol tiene su ingreso sobre el final de Virginio Ottone, a poco más de cien metros del lugar donde lo mataron aquella noche de calor mientras compraba gaseosas junto a sus primos en el kiosco de la calle Cabal 1300 bis. Máximo quedó en la línea de tiro de una balacera ejecutada con fines de venganza. Esos “ajustes de cuentas” entre bandas que se disputan el negocio del menudeo en las villas o periferias rosarinas. Muchas veces las víctimas, según las investigaciones que lleva adelante el Ministerio Público Fiscal, tienen o tuvieron algún tipo de vinculación con la economía delictiva; casi siempre de manera precaria, extorsiva y ocupando eslabones menores. «Casi siete de cada diez muertes se dieron en principio en el marco de organizaciones criminales y/o economías ilegales y menos del 10% en conflictos interpersonales» señala el último informe mensual (julio 2023) del Observatorio de Seguridad Pública de la provincia de Santa Fe que registró, durante los primeros siete meses del año (de enero a julio), 165 homicidios en el Departamento Rosario.
Otras no, como Maxi. La violencia extendida muestra su mayor crueldad en las zonas adonde el Estado llega de manera insuficiente, o a veces ni siquiera está. Porque el dinero de la economía ilegal podrá circular y acumularse en torres de vivienda de alta gama, barrios privados o cuevas financieras, pero a los muertos se los llora siempre en el mismo lugar, allí donde los nombres se escriben en paredes y murales que se parecen tanto a un obituario.
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Los Pumitas es un territorio relativamente chico que en el mapa cobra la forma de un trapecio irregular de calles y pasajes a medio urbanizar. Es uno de los 112 barrios populares de Rosario inscriptos en el Renabap. Tiene en su centro, un potrero, la canchita del barrio. En un radio de pocas cuadras hacen pie diversas organizaciones sociales y comedores sostenidos por los propios vecinos e integrantes del pueblo qom.
El Estado está presente como institución de solo una manera: a través del centro de salud que se abrió hace cinco años y que depende del gobierno provincial. Después, el programa Santa Fe Más, o la Dirección General de Nueva Oportunidad articulan través de la modalidad de talleres con algunas organizaciones sociales. En Juan B Justo y la Avenida Sabín, ya fuera del radio de Los Pumitas, se encuentra el Complejo Educativo Rosita Ziparovich donde funciona la escuela primaria bilingüe Cacique Taygoyé de la que Máximo era su alumno de sexto grado, y la secundaria 517 además del EEMPA 1313. La comisaría más cercana es la 20 pero la única verdad es la realidad: en la policía ya nadie confía.
En los Pumitas hay una urdimbre de organizaciones que sostiene la trama social. Un tejido que resiste aunque duela el alma. La base del sostén comunitario. Es el barrio donde -además del centro comunitario María Madre de la Esperanza que fundó la monja Jordán- hay una radio indígena, un espacio de educación primaria y secundaria, distintos comedores populares gestionados por las propias vecinas, un club de fútbol infantil, una casa para mujeres y disidencias donde acompañan situaciones de violencia de género, una cooperativa de vecinas, un grupo de rap y hasta una huerta «El Orégano», que es un pulmón verde entre zanjas estancadas y basurales a cielo abierto. Son las redes que, desde abajo y desde adentro, hacen posible la subsistencia diaria. Las que construyen otra pedagogía frente a la crueldad. Las que coexisten con esas otras que también habitan la cotidianeidad de un barrio donde la realidad es tan compleja y contradictoria como en cualquier otro lado.
Movimientos sociales, mujeres militantes, referentxs y artistas indígenas que más allá de las diferencias, se organizan para mejorar el territorio en el que viven. Ni más ni menos. Contar con servicios que son esenciales para la vida digna: agua, luz, cloacas, urbanización de pasillos. Una cancha iluminada, una plaza con juegos que no se caigan a pedazos. Políticas que prioricen la vida para que la seguridad sea comunitaria y no solo punitiva. No es tanto y al mismo tiempo es demasiado cuando el Estado aparece a cuenta gotas y solo responde ante la urgencia: después de la ocupación de un distrito, un corte de calles o la trágica muerte de un niño.
Porque mientras exista organización popular, la insistencia será tozuda. Así fue como los vecinos de Los Pumitas pudieron instalar los reflectores que iluminan la cancha. A fuerza de insistir. Insistiendo fue como también lograron, y después de muchos años, inaugurar un centro de salud ubicado al interior de la comunidad. Y así también llegaron a urbanizar dos de los pasillos que dibujan laberintos sin salida alrededor del potrero. Son los pasajes más olvidados del barrio donde no hay ni agua ni alumbrado, ni siquiera una ambulancia cuando estalla una emergencia. Donde la tierra se hace barro hasta las rodillas los días de lluvia. Donde también se pierden las vidas pobres por negligencia o ausencia de políticas públicas, como la de aquella niña que murió a causa del frío extremo, o por la violencia asociada al narcomenudeo como ocurrió con Brisa, acribillada a balazos el año pasado en un precario búnker de droga sumergido sobre el final de un pasillo. Las dos tenían algo en común: vivir a la sombra del Estado.
–Cuando murió esa niña en uno de los pasillos detrás del Club Los Pumas empezamos a juntarnos todos, incluso con vecinos que no estaban en la organización, y fuimos a pedir el asfaltado, bajo la lluvia, el frío y así lo conseguimos a fines de diciembre de 2018. Cuando vimos que llegaban las máquinas, ahí entendimos que sí se podía.
La que habla, sentada en el patio del comedor que La Poderosa tiene frente a la canchita sobre San José entre Cabal y Ottone, es María Rosa, una de las voceras de la organización villera en Rosario. Recordará aquel hecho como un antes y un después que resultó intolerable para el barrio. La muerte de una nena por desidia estatal. Recordará también la felicidad de los pibes patinando sobre el asfalto recién colocado. “Fue como verlos jugar en la nieve”, imagina porque a la nieve aún no la conoce.
María Rosa vivió sus treinta y cuatros años en Los Pumitas. Desde diciembre del año pasado, cuando el clima social comenzó a espesarse tras una serie de hechos de violencia, tomó la decisión, obligada, de dejar su hogar y mudarse con sus tres hijos.
–Yo tuve que irme porque no estaba segura en mi casa, y dejar todo atrás. Tuve que mudarme muy lejos de todo lo que quiero y fue una decisión que me costó un montón. Me duele mucho no poder estar en el barrio, pero trato siempre de venir, aviso y me esperan. Pero bueno, la vida continúa y si hay algo que aprendí es que se puede estar rota en pedazos, pero no hay nada más bonito que vivir en comunidad.
María Rosa tiene una certeza: más allá del miedo o la tristeza, el barrio no se abandona. Por eso elige volver, cada vez puede, a la organización que le cambió la vida, a la tierra donde vive su mamá, a la comunidad que la vio pelear y llorar frente a la injusticia. Vuelve, aunque por dentro se sienta rota; aunque el dolor a veces la paralice y otras la impulse a seguir reclamando por todo lo que falta. Aunque solo sea por unas horas, María Rosa regresa, envuelta en protocolos de seguridad y arropada por sus compañeras, al barrio del que nunca quiso irse, Los Pumitas.
Aquí La Poderosa cuenta con dos espacios de militancia: el comedor y a cinco cuadras de distancia, sobre Martínez de Estrada, la Casa de las Mujeres y Disidencias, un gran sueño que lograron cumplir en el 2019. Entre ambos lugares hay más de sesenta vecinas sosteniendo las redes de cuidado colectivo todos los días, todas las semanas.
Durante la pandemia no cerraron, al contrario, duplicaron las raciones porque la urgencia era garantizar un plato caliente de comida a las familias que habían perdido hasta las pocas changas que tenían. “En la pandemia pusimos el cuerpo sin tener miedo a enfermarnos, pero ahora nos tocó esto” dice María Rosa y de a poco empieza a poner en palabras esa angustia con la que convive desde hace por lo menos medio año. Pero aún estado lejos nunca dejó de mirar con preocupación lo que venía pasando; lo que ya presentía unos meses antes.
Las organizaciones en el barrio coinciden en el diagnóstico: “Esto se venía venir”. El narcotráfico logró lo que la pandemia no pudo: obligar a suspender las actividades de muchos espacios claves para la socialización del barrio, entre ellos La Poderosa. “En enero tuvimos que cerrar y fue para cuidarnos. Ya le veníamos diciendo al Estado lo que estábamos viendo. El 3 de marzo nos juntamos en asamblea y habíamos tomado la decisión de reabrir el espacio. Dos días después ocurrió lo de Maxi. Fue un retroceso muy grande y tuvimos que decir que no podíamos volver, fue muy triste y doloroso. El lunes íbamos a reabrir el comedor porque había más de cincuenta familias que nos necesitaban, que todos los días esperaban el plato de comida”.
Ya le veníamos diciendo al Estado lo que estábamos viendo. El 3 de marzo nos juntamos en Asamblea y habíamos tomado la decisión de reabrir el espacio. Dos días después ocurrió lo de Maxi.
A María Rosa le tocó ver por televisión las imágenes de la pueblada. Se enteró de la muerte de Máximo, al que conocía desde bebé, cuando un mensaje de texto le llegó a la madrugada. Le tocó sufrir a la distancia el mismo dolor que estallaba a través de las noticias que difundían los medios. Y de ese duelo colectivo tuvo que resguardar a sus pequeños hijos. Lo hizo abrazándose a las redes que salvan; las de la militancia barrial, las de las compañeras de La Poderosa.
–Tenía la tristeza de no poder hacer nada, ayudar a mi gente, a mi familia. No se cuando lo voy a superar, va a ser algo que me va a doler siempre, no quiero haya ningún otro niño muerto. Desde ese día fue un después, pero así de rota sigo eligiendo la militancia y apostando a que el cambio lo hacemos las vecinxs.
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En el comedor de la Poderosa resaltan los colores amarillos y rojos. Apenas se ingresa al patio, lo primero que se destaca es una frase escrita sobre el revoque pintado que acompaña una bandera originaria enramada en un pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. “Cultura villera, militancia y dignidad”. Hay dos pequeños cuartos, en uno se cocina y en el otro se brinda apoyo escolar a los pibes del barrio. Allí dentro al que se recuerda es a Juan David Godoy, un niño de 13 años asesinado la madrugada del 29 de junio de 2019 en otro de los pasillos cercano al Club Los Pumas. Su nombre está escrito en la pared.
Desde ese día fue un después, pero así de rota sigo eligiendo la militancia y apostando a que el cambio lo hacemos las vecinxs”.
“Recibió una bala en la cabeza disparada por una persona mayor en circunstancias confusas. Lo cierto es que muy poco nos importa tanto hecho difuso, cuando sabemos que a Juan David nos lo arrebató mucho antes un Estado que ante toda la vulneración de derechos, decidió mirar para el costado. Juan David era un chico muy alegre, divertido. Le gustaba pasar tiempo con los amigos, andaban juntos todo el día. Le gustaba mucho jugar al fútbol, él era hincha de River. También tenía una pasión por los animales” dice La Poderosa.
La frase retumba. Otra vez.
–No queremos otro Juan David en el barrio,-decía su papá frente a las cámaras de la televisión.
Al comedor, ubicado en uno de los pasajes que rodean la canchita, volvieron a abrirlo en el mes de abril y luego del arribo de las fuerzas federales que en el barrio, dicen, trajo algo de calma. “Arrancamos de vuelta y acá estamos, el miedo no se nos fue pero seguimos igual porque sabemos que hay familias que nos esperan y más con esta economía que impacta en nuestros barrios” cuenta María Rosa.
En esa pequeña casa que La Poderosa adquirió en el 2017 funciona, además del espacio de educación para niños, una cooperativa de panificación; pero la cocina y la merienda es lo esencial: la preparan cuatro veces a la semana y las raciones superan entre las 120 y 200 por día que equivalen a unas 70 familias. A fin de mes, como ocurre en todos los comedores populares, la necesidad desborda y entonces las cocineras intentaran hacer magia con lo poco que tienen para evitar que un niño se quede sin comer. En total, sosteniendo esta tarea invisible, son veinte mujeres y todas vecinas del barrio.
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La vida de María Rosa cambió por completo el mismo día en que por primera vez escuchó a Norita Cortiñas, a Nelly de Villa Zabaleta, a Jesi del Frente de Género de la villa 221-24. Fue en Chaco, en el 32 Encuentro Plurinacional de mujeres y disidencias. En ese viaje María Rosa pudo participar de algunos talleres y contar sin lágrimas en los ojos su propia historia, sus propios dolores. Algo, o todo, comenzó a transformarse. «Ninguna mujer vuelve igual después de un Encuentro», es uno de los lemas del movimiento feminista. Es que la militancia, las redes colectivas, el feminismo, inevitablemente transforman las vidas de tantas mujeres que se suman a integrar una organización social. «Volví a Rosario con toda la fuerza y toda la energía. Ahí encontré mi eje”.
Ahora María Rosa es una de las feministas villeras que asume un rol político fundamental: articular las asambleas barriales que la organización tiene en Rosario. Al comedor lo levantaron entre cuatro mujeres. No tenían nada. “Empezamos de cero y hoy, al ver todo lo que logramos, es una emoción y un orgullo”.
En el 2018 la hermana de María Rosa, en una marcha por el 8 de marzo, pintó con fibrón negro un deseo en sus dos manos. En una escribió “Casa de”, y en la otra “La mujer ¡Ya!. Un año después, en una de las últimas calles que tiene el barrio antes de llegar a la avenida Sorrento, inauguraron la Casa de las Mujeres y Disidencias donde funciona la cooperativa “Mujeres Creando” y concentran el trabajo de acompañamiento a vecinas que sufren violencia machista, además de contar con un dispositivo de cuidado para las niñeces y actividades recreativas y gratuitas como aerobox y zumba. Ocurre cada tanto pero a veces sucede: hay sueños que logran convertirse en realidad. No será fruto de un milagro: “es con organización y convencidas de que podemos cambiar la realidad”.
Desde julio del año pasado, La Poderosa también trabaja en un proyecto de Obra Temprana (POT) junto a la Secretaría de Integración Socio Urbana que depende del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. El objetivo es lograr que 181 casas del barrio cuenten con una instalación eléctrica segura en su interior. “Ya vamos por las 106” celebra María Rosa. El radio seleccionado es uno de los que más sufre la falta de iluminación y la precariedad de conexiones que se tornan mortales. “En esta zona la luz mejoró” dice la militante señalando el sector de la canchita. Pero Los Pumitas va mucho más allá; por eso el proyecto contempla las calles Garzón y Schweitzer; Schweitzer y Olavarría hasta el Pasaje 1, San Cayetano hasta Martinez de Estrada y Garzón, además de las calles paralelas.
–Se trata de llevar un pedacito de felicidad a las familias.
A nivel nacional, la lucha colectiva es por la sanción de un proyecto de ley que reconozca el trabajo de las cocineras comunitarias de todo el país. Es una pelea enorme que viene dando La Poderosa y que -de aprobarse- posibilitaría que aproximadamente 70 mil mujeres puedan cobrar un salario mínimo, vital y móvil, por la tarea que realizan durante jornadas que van desde las ocho hasta las diez horas.
¿Quién piensa en los menú, cómo hacemos con lo que nos falta? ¿cómo cubrimos lo que no tenemos? Somos nosotras quienes ponemos nuestra fuerza todos los días para dar lo mejor”.
“Mi mamá estuvo más de 20 años trabajando en un jardín cocinándole a los chicos y a ella la echaron, y después de eso tuvo un montón de problemas y nadie la reconoció y nadie estuvo cuando a ella se le venia el mundo abajo, sin obra social. Entonces por Nely, por mi mamá, por Ramona que murió en la pandemia, queremos que nuestras compañeras sean reconocidas con un salario, con una obra social, que puedan tener aportes. La ley es para todas las organizaciones sociales, acá en el barrio hay muchas compañeras que cocinan y dan el plato de comida y la merienda. Dicen que somos las “planeras” y la verdad estamos 24/7 pensando, nuestra cabeza no para. ¿Quién piensa en los menú, cómo hacemos con lo que nos falta? ¿cómo cubrimos lo que no tenemos? Somos nosotras quienes ponemos nuestra fuerza todos los días para dar lo mejor”.
María Rosa explica sobre la importancia de un proyecto de ley que visibiliza la triple jornada laboral de miles de mujeres que sostienen al menos 5 mil comedores registrados en Argentina. «Ahora estamos con problemas de agua y eso nos complica pero acá estamos. Nosotras sabemos lo que significa porque muchas hemos pasado por acá, esperando el plato de comida de nuestra organización», dice. Mientras tanto, en la cocina, sus compañeras preparan la merienda para los pibes del barrio.
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Lo primero que dirá Omar Sagayo es que donde antes tenían un alambrado de un metro cincuenta, ahora se levantan dos muros de contención de setenta metros de largo cada uno. La cancha de fútbol del Club Los Pumas está contenida entre esos paredones de ladrillos que delimitan con la calle Ottone de un lado y del otro, con la plaza y la canchita, el principal espacio abierto que tiene el barrio.
Es que después del asesinato de Máximo muchos chicos dejaron de asistir a las prácticas del club. Durante tres semanas Los Pumas suspendió sus actividades al igual que lo hicieron otras tantas organizaciones sociales del barrio. Fue ahí que entendieron la necesidad: había que construir un cerco para ofrecer algo de seguridad. No fue el único. En Rosario, y aunque duela, algunos clubes y algunas escuelas empezaron a amurallarse frente a balaceras que se ejecutan con el único fin de sembrar miedo.
En solo diez días levantaron entre la comisión directiva y un grupo de padres, el primer paredón de 70 metros. El segundo también se construyó en tiempo récord pero esta vez contaron con la ayuda económica del senador Marcelo Lewandowski para la compra de materiales, aclara el presidente del club.
–Gracias al muro logramos que los chicos vuelvan.
Una especie de división entre el adentro -adonde los pibes entran sin preguntar y enseguida se ponen a picar la pelota- y un afuera impredecible aunque la presencia de la Gendarmería, que tiene una posta en la puerta del club, para los vecinos sea sinónimo de seguridad. En el barrio son conscientes que esta supuesta paz durará lo que dure la estadía de las fuerzas federales. Que después, quien sabe.
Con buzo azul adidas y gorro de lana verde, Omar conversa, saluda, sonríe, al costado de la cancha, aún vacía, del lugar donde transcurre la mayor cantidad de horas que tiene el día. Los Pumas es su vida. «Todo lo que hay acá lo hicimos a pulmón, y ojo, a veces robando caños, no tengo vergüenza en decirlo».
En Los Pumas las actividades comienzan a partir de las seis de la tarde. Las prácticas son de lunes a jueves. El único deporte que se juega y se respira es fútbol. Pero a Los Pumas les gusta competir y les gusta ganar, dirá Omar entre risas. Por eso son uno de los cuarenta equipos que participan de la liga N.A.F.I.R. cuyas siglas significan Nueva Asociación de Futbol Infantil de Rosario, creada en 1994. Claro que el club tiene muchos más años, así como los que Omar Sagayo lleva primero como entrenador y desde hace veinticinco años a cargo de la presidencia de la Comisión Directiva.
Pero la importancia de un club infantil como Los Pumas no radicará tanto en la cantidad de partidos o trofeos ganados, aunque esa sea una de las metas que se proponga Omar Sagayo cada año. Y él lo sabe: “Esto acá saca a muchos chicos de la calle. Y se tendría que ayudar más a los clubes. Imaginate que acá los que enseñan son los padres. La Municipalidad lo único que hace es enviar un profe que está estudiando dos días a la semana porque si no, no podemos participar de la liga. Acá hay chicos que no pueden pagar la cuota mínima que tenemos, y todos los gastos corren por el club, por ejemplo, un colectivo cada 15 días nos sale 24 mil pesos”.
En total, entre mujeres y varones, son ciento veinticinco niños -hasta los doce años- que juegan en las distintas categorías. La de Máximo Gerez, el jugador número 11 de su equipo, era la 2010. Este año terminaba su paso por el club; lo haría recibiendo un trofeo y una bicicleta, el premio que reciben los chicos al finalizar su trayecto deportivo. El sueño que tenía Maxi era ese: levantar una copa y tener su primera bici. Por eso su familia todavía sigue abonando la cuota, cuentan en el club. La idea es cumplir simbólicamente su sueño a fin de este año cuando toda la comunidad de Los Pumas se encuentre en la ceremonia de cierre. “Es una fiesta donde vienen más de 600 personas, de todas las categorías. Es un esfuerzo hacerla, pero la hacemos. Y después, en enero paramos porque queremos mejorar la cancha”.
A Omar le sale decir lo que piensa. Por eso cuando se le pregunta por la presencia estatal en la zona, dispara:
–Naa, olvídate. Acá el Estado no está. Andan ahora nomás, que está la campaña.
Con algo de bronca seguirá hablando. “¿A vos te parece que puedan tener esa plaza? No es como las que están en el centro. Pero repartí un poco para cada lado. Hacé una plaza más digna. Al fondo, después de Génova, el Estado no se mete”.
Esta es la función que tenemos nosotros. Sacarlos de la calle y que después ellos sigan su futuro. Acá se forman hasta los 12 años, aunque después otros digan que se iniciaron en Central o Newell´s. Son pibes que se criaron acá, en el barrio.
¿Cómo subsiste un club sumergido en un barrio con múltiples necesidades? “Es un sacrificio enorme” dirá Oscar. A su lado está su hija que también trabaja en Los Pumas. Será ella la que cuente, al final de la charla, con el pecho inflado de orgullo que Juan Gimenez, convocado para el seleccionado nacional de la sub 17, dio sus primeros pasos en el Club Los Pumas. Que Verónica Acuña, del seleccionado nacional de fútbol femenino que acaba de participar en el Mundial, también se formó durante tres años en el club, al igual que Joan Sosa, categoría 2006, que ahora integra el equipo de Defensa y Justicia.
–Esta es la función que tenemos nosotros. Sacarlos de la calle y que después ellos sigan su futuro. Acá se forman hasta los 12 años, aunque después otros digan que se iniciaron en Central o Newell´s. Son pibes que se criaron acá, en el barrio.
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El Centro de Salud Empalme Graneros tiene solo cinco años de vida y se ubica justo al lado del enorme predio que pertenece a la congregación franciscana de la ya fallecida Hermana Jordán, donde funciona el centro comunitario María Madre de la Esperanza. Tiene su sede sobre el final de la calle Olavarría, la segunda después de Ottone y la que continúa a Cabal. Para localizarlo, lo primero es ubicarlo en el mapa de Google porque resultará difícil encontrar referencias cuando se ingresa al barrio.
En el frente hay una especie de basural a cielo abierto que se limpió, en parte, los días de campaña electoral. Pero la acumulación de residuos data de hace varias semanas. Al interior de las calles del barrio el recolector de basura llega poco y nada. “Acá no entran porque dicen que el asfalto no aguanta el peso del camión” dicen en La Poderosa. Entonces la basura se acumulará en las zanjas como la que justito se encuentra frente a las puertas del centro de salud donde se destaca el mural indígena pintado por los alumnos del CAEBA 103 del centro cultural Qadhuoqté.
El lugar es luminoso y siempre está lleno. Las consultas son constantes. Es la única institución estatal dentro de Los Pumitas. La única, subrayará su coordinadora Mónica Marin. Antes de su apertura la atención se concentraba en el gran centro de Salud Juana Azurduy ubicado sobre la avenida Génova pero para llegar hasta allí los vecinos tienen que caminar entre siete u ocho cuadras. Dice Mónica que muchas familias todavía eligen tomar el 101 y atravesar media ciudad, hasta la zona oeste, para atenderse en el centro de salud Libertad donde muchos de sus pacientes son integrantes de otra de las comunidades qom que hay en Rosario.
Para Oscar Talero, la apertura del dispensario «fue una conquista». Es que la demanda de la comunidad qom era tan genuina como urgente y aún así tuvieron que esperar diecisiete años para lograr su concreción. Distintas gestiones de gobierno, distintas licitaciones. Hasta que al fin, en ese pedacito de tierra abandonada, el dispensario de atención primaria abrió sus puertas en el 2017 para intentar garantizar el derecho a la salud a las 1600 familias -según datos del Renabap-, que viven en el barrio. Pero el centro de salud no está al margen de las múltiples problemáticas que afectan al territorio como la falta de una adecuada conexión de agua y luz, lo que varias veces obliga a cerrar sus puertas. Actualmente, la lucha es lograr que el Estado incorpore a un agente comunitario de origen qom que, asegura Talero, sería clave en el fortalecimiento de la salud integral y la atención primaria. «Pero eso es una decisión política».
“El centro de salud funciona con turnos programados, como todos los centros, pero en muchos momentos del día trabajamos tipo guardia. Somos uno de los centros que más derivaciones hace al segundo nivel por los casos de gravedad que nos llegan. Estamos siempre con la urgencia”. Mónica Marin recibe a enREDando en uno de los consultorios que tiene el dispensario. Afuera, en su mayoría serán madres las que en el hall central esperen su turno junto a sus pequeños hijos.
-Hoy está un poco tranquilo-, cuenta Mónica, pediatra y con veintiocho años de trabajo en el inmenso territorio de la zona noroeste de Rosario, Empalme Graneros. A Los Pumitas llegó hace tres años atrás y hace uno que es la coordinadora de un equipo del cual se sentirá orgullosa. El centro de salud concentra alrededor de 1500 historias clínicas y tiene actualmente trabajando, desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, a dos pediatras, cuatro generalistas, una ginecóloga, una psicóloga, una trabajadora social, además de un equipo de fonoaudiología, enfermería y dos residentes de medicina general. Pero la cantidad de casos que demandan atención son muchos, la mayoría concentrados en trabajo social donde solo hay una asistente. “Se trata desde gestionar un DNI hasta acompañar situaciones que preocupan mucho a toda la comunidad, como los abusos, el consumo problemático, la violencia de género”.
Poner el cuerpo. Desde el centro de salud el diagnóstico es de preocupación. “Tenemos un vínculo estrecho con la población. La puerta de ingreso suele ser la administración pero a veces también es la enfermería, y ahí vamos viendo cual es la necesidad, qué puede estar pasando. Vemos como ayudar, acompañamos a Tribunales; y hay días en que trabajamos en segundo nivel para abordar determinados casos y eso resiente la atención porque acá somos poquitos. La falta de profesionales en salud se siente en todos lados y Empalme no es la excepción. De todas maneras ahora tenemos 48 horas semanales de pediatría que para un efector de atención primaria es un lujo”.
Mónica Marin piensa las palabras para describir el contexto en el cual trabaja desde hace tantos años. Sabe de la complejidad y hasta del miedo lógico que algunos profesionales han tenido en los últimos meses. Después de la pueblada, así se recuerda al estallido que tuvo lugar pocas horas después del crimen de Máximo Gerez, algunos integrantes del equipo no pudieran seguir asistiendo; otros decidieron asumir esos roles y así se reordenaron en medio de una realidad atravesada por la violencia social y el avance del narcomenudeo. “Acompañamos a la familia de Máximo al velatorio y el día de la pueblada estábamos atendiendo. Fue muy traumático y quedaron compañeras en situaciones de crisis de pánico. Fue muy difícil y tuvimos que rearmarnos emocionalmente. Somos muy unidos como equipo y acá nadie se va solo, del centro de salud salimos todos juntos”.
Mónica no duda cuando define a su trabajo como parte de una elección de vida. “Es sentir que tenés que estar donde te necesitan, y acá lo que hacemos es acompañar en la promoción de la salud que es el objetivo de la atención primaria”. Durante la pandemia, la urgencia demandó otras tareas. “Fue mucha autogestión. Articulamos con el Juana Azurduy y acá todos hacíamos de todo, la atención fue interdisciplinaria. El primer fallecido por Covid lo tuvimos en la comunidad. Trabajamos como si fuésemos una guardia y hacíamos derivaciones, era tremendo. Hasta que logramos ir de a poco reordenando la atención primaria para llegar a la normalidad”.
En esa normalidad, los trabajadores del centro de salud muchas veces se encuentran desbordados aunque articulen con organizaciones barriales que trabajan tanto dentro como fuera de Los Pumitas, como por ejemplo, el dispositivo «Vientos de Libertad» del Movimiento de Trabajadores Excluidos. Es que las situaciones de consumo problemático son recurrentes, además del abordaje de casos de abusos y violencia de género. “El deterioro de la seguridad y las necesidades insatisfechas no es diferente a lo que ocurre en otros barrios. Acá tenemos que estar llamando al recolector de basura para que venga, guiar a las ambulancias para que entren al barrio. Las calles están descuidadas, el centro de salud no está referenciado”.
Han llegado mamás embarazadas de cinco meses a su primer control y eso no ocurría desde hace años. Nos encontramos con chicos que han dejado la escuela, que han estado excluidos de sus amigos, de los espacios sociales. Es un rango de edad al que sentimos que le soltamos la mano y ahora ir a rescatarlos es durísimo. Es una sociedad rota que habrá que volver a construir.
La pandemia, al mismo tiempo, dejó sus marcas en un barrio vulnerado en sus derechos más esenciales.
Dice Mónica:
–Lleva muchos años pensar una estrategia de atención primaria de la salud y durante la pandemia eso se hizo pedazos porque no había otra opción. Se rompieron todas las estructuras de acompañamiento y prevención sobre la población. Ahora han llegado mamás embarazadas de cinco meses a su primer control y eso no ocurría desde hace años. Nos encontramos con chicos que han dejado la escuela, que han estado excluidos de sus amigos, de los espacios sociales. Es un rango de edad al que sentimos que le soltamos la mano y ahora ir a rescatarlos es durísimo. Es una sociedad rota que habrá que volver a construir.
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Al mediodía y bajo el sol, por las calles de Los Pumitas camina su gente. Una adolescente saluda a Mariana, la trabajadora social del centro de salud, y aprovecha para consultarle sobre un trámite que tiene que realizar su mamá. «Así es todo el día», advierte Mónica.
A dos cuadras, Antonia recuerda a su sobrino. Los ojos le brillan. «Estamos muy tristes porque sabemos que los sábados en la cancha nos falta Maxi. Pero también sabemos que acá tenemos que sobrevivir».