El Potrero de las 4 villas es un club en formación. Una cancha de fútbol y un comedor escondidos en una cortada del barrio Itatí que nacieron de la resistencia vecinal y sueñan con jugar la liga rosarina. Un lugar donde chicos y chicas de tres a doce años practican fútbol, meriendan y le escapan a la calle desde el juego, mientras los más grandes guapean para que todos los vecinos tengan un plato de comida en sus casas.
Los reflectores apuntan a la cancha con distintas intensidades. Un rato después, Salvador Acosta explicará que los más luminosos los pusieron esta semana porque los anteriores se quemaron. En invierno, donde el sol trabaja menos, los focos del Potrero de las 4 villas se exigen más. Pero ahora observa el partido sentado en un banco al costado de la cancha, con una gaseosa al lado que va sirviendo en vasos de plástico a los chicos que, cada tanto, salen sedientos y acalorados, pese a que el frío de la noche de julio se hace sentir.
Adentro de la canchita las cosas transitan al ritmo atemporal de la infancia, desconectado de lo que sucede más allá de los postes de madera que delimitan el campo de juego. Solo responden a una voz, la del profe Martín, que va dando indicaciones para que los equipos no se desordenen demasiado en una cancha que parece quedar grande. De a ratos, el partido se vuelve frenético: salvo los arqueros, todos corren atrás de la pelota.
Algunos se lucen. Uno de los chiquitos da zancadas más largas que el resto y saca a relucir su gambeta para pasar a uno, a dos a tres. La pelota pica de forma irregular y va dejando un halo de tierra y pasto seco en su andar. Adentro del área, el chiquito da un puntinazo que la arquera no llega a agarrar. El festejo también forma parte del juego: su equipo corre a abrazarlo, mientras el goleador se acerca a la esquina y junta sus dedos formando un corazón, imitando el festejo que Ángel Di María le dedica a su pareja en cada gol. En las barriadas de Rosario, los goles vienen con sello local.
En los equipos hay chicos y chicas mezclados. Los tamaños, las contexturas, las velocidades, el dominio de la pelota; todo se mezcla en ese terreno con dos arcos. Luego del entrenamiento compartirán unas gaseosas entre todos y se llevarán algo a sus casas. A veces es un paquete de masitas para merendar, otras veces son fideos, arroz o mercaderías para darles a sus padres. La única regla del lugar es respetarse y divertirse. El objetivo: que los chicos tengan un lugar seguro donde jugar y un plato de comida en sus casas.
Para llegar al Potrero de las 4 villas hay que conocer el barrio. Y en el barrio, todos conocen el Potrero de las 4 villas. La dirección oficial del lugar es Santiago 4499, en barrio Itatí, al sudoeste de la ciudad de Rosario. Pero en realidad, para encontrar la cancha hay que seguir unos metros más y meterse en una cortada por Pueyrredón. Ahí, casi escondido entre el cemento de las casas del barrio, a metros nomás de las vías del tren, con un tejido que limita su perímetro a medias, los vecinos custodian ese cacho de tierra con dos arcos que en el lugar es sagrado. Lo que se dice un verdadero potrero.
El Potrero de las 4 villas es un club en construcción, resume Salvador. “Por ahora no podemos jugar en la liga rosarina porque nos falta reunir algunas condiciones, pero la idea es poder armar un club infantil”, detalla. En los papeles, se trata de una Asociación Civil con personería jurídica. Pero en los hechos, el espacio no distingue de rótulos y cumple el rol con el que fue pensado: los lunes y miércoles dan clases de futbol infantil mixto, con una merienda a todos los chicos que asisten, mientras que los martes y jueves, directamente se arma la olla popular para repartir comida a las familias que lo necesiten.
La fisonomía del lugar no es compleja: una cancha de fútbol al lado de un comedor barrial. Esos dos espacios, que funcionan en tándem, componen el Potrero de las 4 villas. “Hoy estamos entregando comida a unas 60 familias, que son algo así como 200 personas. Lo hacemos cuando podemos, porque la ayuda que tenemos del Estado es muy poca. Sí nos ayudan muchas organizaciones, por suerte. Entonces damos lo que conseguimos: o comida, o merienda, pero siempre los martes y jueves repartimos”, cuenta Salvador, fundador y referente del espacio.
En el lugar ayuda mucha gente del barrio, pero el comedor lo sostiene principalmente la familia Acosta. Entre todos gestionan recursos, cocinan, se encargan de asistir a los vecinos que llegan con sus tuppers y a los chicos que se acercan a la canchita. “Por suerte nuestra familia es grande”, bromea Salvador mientras observa a Marianela y Sofía, dos de sus hijas presentes en el lugar. Al equipo se le suman otros cuatro hijos que colaboran de manera más intermitente. Algunos de los nietos, forman parte del paisaje de chicos que corretea por el lugar.
Sofía es la encargada de preparar la comida. Cuenta que a eso de las 6 de la tarde, los vecinos ya van formando fila en el comedor para llevarse algunas porciones de comida. Para tener todo listo a esa hora comienzan a pelar verduras y picar cebollas pasadas la una de la tarde. Inmediatamente después del almuerzo que preparan para su familia se pone en marcha la cena para los vecinos que forman parte de la comunidad del potrero.
“Generalmente hacemos guiso, que es lo más económico y también lo que más rinde”, cuenta Sofía. “Preparamos una olla grande, de las que vienen más altas, y la hacemos siempre llena. Siempre repartimos todo”, añade.
El lugar recibe un subsidio del Municipio que ronda los 26 mil pesos y que se va íntegramente en la cuota que pagan al Banco de Alimentos de Rosario (BAR) todos los meses. De allí obtienen gran parte de la mercadería con la que cocinan. Pero para tomar dimensión de los montos, Salvador pone un ejemplo preciso: un cajón de pollos, que puede alcanzar para una comida, hoy está rondando los 12 mil pesos. “Está todo caro y nada alcanza”, lamenta.
Pero la necesidad los llevó a gestionar por otros lados. Hoy en día el potrero también recibe ayuda de distintas organizaciones y fundaciones de la ciudad. Una de ella es la Asociación Médica de Rosario (AMR). “Nos han ayudado a hacer el piso, nos donaron ladrillos, y hace poco nos donaron un aire acondicionado para el salón del comedor. Nos viene bien porque es frío calor”, cuenta. La Sociedad de Beneficencia del Hospital Provincial y la Fundación Sí son otras de las organizaciones que ayudan a sostener el lugar.
“Hoy estamos entregando comida a unas 60 familias, que son algo así como 200 personas. Lo hacemos cuando podemos, porque la ayuda que tenemos del Estado es muy poca. Sí nos ayudan muchas organizaciones, por suerte. Entonces damos lo que conseguimos: o comida, o merienda, pero siempre los martes y jueves repartimos”,
Al igual que los futbolistas, o los hinchas más pasionales, Salvador Acosta habla de sentido de pertenencia con el potrero. Y lo hace con argumentos: tiene 59 años y desde hace 40 vive en el barrio; puntualmente, en una casa que está al lado de la cancha de fútbol. Dice, por si los números no bastaran para ejemplificar, que lleva una vida vinculada al potrero.
Pero lo que hoy conocemos como el Potrero de las 4 villas se comenzó a gestar hace poco más de diez años atrás: “Fue cuando intervino el ‘Hábitat’ en el barrio. Era un programa municipal que estuvo bueno porque abrieron calles y se mejoraron algunas cosas, pero querían sacar la canchita para hacer un playón y casas. Entones nosotros nos juntamos con un par de vecinos y desde ahí empezamos a gestionar para que la canchita se quede”.
Y la idea prendió. Ya no solo para mantener un espacio donde jugar al fútbol, sino para empezar a trabajar por el barrio. Allí comenzaron a gestionar los papeles para gestar en el lugar un club y que los chicos tengan un lugar de referencia en el barrio. A la par se fue formando el comedor, para asistir a las familias que más lo necesitan. Un primer acto de resistencia, terminó despertando el entusiasmo por mejorar el entorno de la comunidad.
“Acá siempre se jugó al futbol. Grandes, chicos, toda gente de la zona. Después empezamos a organizar torneos para juntar plata y le pudimos comprar luces, los postes y la fuimos marcando. Hoy la idea que tenemos es formar un club infantil”, relata Salvador. Para eso, necesitan mejorar parte de su infraestructura, por cuestiones de seguridad. Una de ellas es cercar la cancha con tejido, que hoy no lo tienen. “Ya estuvimos hablando con la Municipalidad y nos dijeron que nos iban a ayudar. Con eso quizás podamos entrar a jugar en la liga”, remarca.
Martín tiene 37 años, es profesor de Educación Física, y nació en el barrio. Dice que de chiquito se pasaba las tardes jugando en el potrero. “Se armaban tremendos partidos”, recuerda. Hoy se encarga de acompañar a los más chiquitos, los que nacieron en su mismo barrio, a dar sus primeros pasos en la práctica deportiva.
“Acá siempre se jugó al futbol. Grandes, chicos, toda gente de la zona. Después empezamos a organizar torneos para juntar plata y le pudimos comprar luces, los postes y la fuimos marcando. Hoy la idea que tenemos es formar un club infantil”
“Arrancamos hace poco más de un mes. Me llamaron los chicos del distrito sudoeste para armar una escuelita de fútbol para contención social, para que los chicos estén acá, se diviertan, aprendan y que no están en la calle”, expresa y agrega: “Nosotros usamos el fútbol como herramienta de entrenamiento, pero lo fundamental es que ellos se vengan a divertir”.
Hoy entrenan todos juntos, aunque Martín reconoce que se podría trabajar mejor dividiendo por edades y nivelarlos. Pero el grupo de chicos crece día a día y están analizando la posibilidad de sumar un nuevo turno: “Yo arranqué hace poco, pero juntamos una buena cantidad de chicos. Más allá de que sea recreativo, o de contención, es bueno ser ordenado para que a ellos les sirva”.
Al grupo de niños y niñas que utilizan la cancha, se le suma un grupo de chicos más grandes, de entre 13 y 16 años, que entrenan por su cuenta y desde hace tiempo vienen participando de torneos. La idea es que, en breve, puedan sumarse a las prácticas oficiales. “Estamos viendo si lo podemos enganchar. Ellos juegan un torneo acá por la zona y a veces se juntan a pelotear. Queremos ver si podemos hacer que trabajen con nosotros porque están en una edad complicada. Pero son buenos pibes que cuando nos ven entrenando nos dan una mano”, señala Martín.
Tiempo atrás, el propio Salvador se encargaba de organizar algunos entrenamientos. De hecho, con un equipo de fútbol femenino lograron sostener una rutina de práctica que después derivaban en amistosos y que incluso le permitieron ganar uno de los torneos que se organizaban en la ciudad. “Hay muchos clubes de barrio que están en la misma situación que nosotros. Y entonces organizábamos para encontrarnos”, recuerda el referente.
Pero Salvador, además, saca chapa de que el club, aún en formación, ya se encarga de nutrir los planteles de diversos clubes de la ciudad. Uno de los casos más emblemáticos es el de Daiana Gómez, jugadora profesional del equipo femenino de Rosario Central, que tiró sus primeras gambetas en los pastos marrones del potrero de barrio Itatí.
En una nota con el diario La Capital, la joven futbolista, que incluso llegó a jugar dos sudamericanos con la selección nacional Sub 17, recordaba sus inicios: “Empecé a jugar con mi hermano Carlitos en el potrero del barrio donde me crié. A él no le gustaba que juegue porque los amigos lo cargaban y le decían que yo jugaba mejor que él, hasta que me vio un amigo que estaba armando un equipo de chicas, ahí arranqué y no paré más”.
Salvador, además, saca chapa de que el club, aún en formación, ya se encarga de nutrir los planteles de diversos clubes de la ciudad. Uno de los casos más emblemáticos es el de Daiana Gómez, jugadora profesional del equipo femenino de Rosario Central, que tiró sus primeras gambetas en los pastos marrones del potrero de barrio Itatí.
En el futuro cercano, desde el potrero se plantean dos desafíos. Por un lado, poder sumar más profesores para poder dividir las prácticas en horarios. Si se logra el cercado de la cancha, como prevén, la intención es poder sumarse a la liga rosarina y para eso necesitarán más categorías. Por lo pronto, sostienen que jugadores no van a faltar.
“Hay un montón de chicos y chicas en el barrio. Y los que vienen están muy enganchados. Hoy hacía mucho frío y vinieron más de veinte. Y cuando se iban nos preguntaban, cuándo entrenamos de nuevo. Quieren venir y lo ideal sería que puedan venir siempre”, asegura Martín.
En tanto, Salvador sueña con poder arreglar el salón donde funciona el comedor para que, una vez acomodado, tengan un lugar para hacer actividades los días de lluvia o de mucho frío. “No queremos que los chicos se queden sin hacer cosas. Es grande esto, y puede ser más grande aún”.
Por lo pronto, el potrero que va camino a convertirse en club, ya tiene remeras y hasta su insignia oficial: un escudo gris con franjas rojas y una pelota de fútbol en el medio. Por debajo una cinta que dice “El potrero de las 4 villas” que lo atraviesa. Y a cada uno de los lados, dos palabras que lo completan: club social.