Militante, influencer y trava, Laly Krupp hace de su identidad una revolución de las ciencias naturales y desafía la cartografía tradicional en la cual se inscriben los géneros.
Fotos: Fede Fernandez Peralta
Patrimonio rosarino de la travestidad, hacedora de un legado mariflor, Laly testimonia con su piel la guerra non sancta de las ciencias naturales: soy una travesti biológica, dice aguijoneando el sentido práctico de la identidad. Y es algo más que un mero devenir, suena más bien a morisqueta anti terf, a perspicaz ardid frente a los manuales anatómicos del género, a sentencia de faraónica togada, a carta magna de una antigua Nación. “Es la única vida que conocí”, me explica mientras ceba mates y desandamos la tarde como cotorras en primavera.
¿Es una identidad política?, le pregunto. “Totalmente sí, yo me considero y me autodefino travesti. Ni mujer trans, ni mujer. Travesti”, contesta y reafirma el carácter combativo de una palabra que crece entre la muchedumbre maricona. Hace algunos años, no demasiados, el travestismo, además de ser punido por los códigos de faltas, era también razon de injuria. Igual que nombrarse puto. Basta con haber ido al colegio en la década del 90’ para saber de qué se trata. “En la escuela primaria no la pasé muy bien, incluso tuve una situación de abuso y violencia en cuarto grado”.
Yo me considero y me autodefino travesti. Ni mujer trans, ni mujer. Travesti”
La solución: un cambio de escuela y la certeza de saber que el desamparo tiene sabor a crueldad entre las crianzas disidentes. “Yo nunca especifiqué lo que me había pasado, pero armé todo un escándalo porque hubo golpes. Hoy creo que respondí más que nada a la violencia que a la intención del manoseo”, confiesa. En la secundaria, no obstante, Laly pudo ser. Contra todo pronóstico de bullying, el Liceo Avellaneda se transformó en refugio frente a la realidad lisérgica para una adolescente que desafió los esquemas del sistema educativo, aunque la currícula de biología no supiera de su existencia.
¿Cómo enclaustrar entonces a una identidad mutante, fronteriza, nacida en un barrio y urbanizada a fuerza de taconeo y cachetada?
Laly se crió en Villa Manuelita, en el seno de una familia de clase media trabajadora junto a tres hermanes. Mamá Carmen formaba parte del grupo de mujeres que se organizaban en torno al Parque del Mercado, papá jugaba a las bochas y la solidaridad entre las familias era moneda corriente. “Yo fui la más chica durante 13 años, hasta que llegó mi hermanito, mi rey, mi adoración» evoca con ternura. También fue en este contexto donde descubrió el sigilo del amor travesti, con un vecino, tras los muros que resguardan la heterosexualidad del varón amante.
Pero aunque los recuerdos son buenos, y la patria de la infancia tiene sus propios colores, el filo de sus caderas evoca las luces del centro mientras narra los días signados por el aleteo colibrí. “Tuve el privilegio de que no me echaran”, remarca con énfasis. ¿El amor como prerrogativa? Tal vez sí, en un mundo acostumbrado a las molduras humanas como condición para el afecto. Por eso Laly supo desde pendeja que tenía que pararse de manos si quería sobrevivir. Y así salió a la calle con 17 años para ejercer el trabajo sexual. Y así también conoció a las travas.
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“Cuando nadie te ve los prejuicios desaparecen”, dice Laly. Tiene entre sus manos un pequeño cofre, lo abre y me cuenta sobre el drama del amor para las travestis. Habla sobre el rosario de estigmas, argumenta contra el libreto primitivo que las ubica en la marginalidad de las historias de amor, arenga furiosa contra los malos augurios en las que fueron criadas la mayoría de las chicas, y versa sobre los mandatos culturales. “Crecí pensando que tenía que ser el juguete sexual de cualquier tipo de hombre”, admite.
Por eso atesora la historia con Damián, un árbitro de fútbol que desafió los imperativos heternormales del barrio, se la encaró en un fiesta de casamiento con la complicidad de todos sus amigos, y le propuso matrimonio al menos cuatro veces. “Era el típico macho heterosexual cojedor. Fue una gran sorpresa haber estado en pareja con una trava mucho tiempo”, dice entre risas. Estuvieron juntos casi 7 años. Fueron visibles y se animaron a construir un camino alternativo a la morfología señalada.
“Hay que entender lo que significaba esta historia de amor en ese entorno”, subraya. En el barrio todos eran amigos de todos y las familias se conocían formando un gran entramado de relaciones socioculturales. ¿Por qué debería ser distinta esta historia de amor? ¿Qué la hacía diferente a la de cualquier otra piba? ¿Qué tipo de pretensión darwiniana sirve de excusa para condenar al exilio de las cuatro paredes a una persona por su identidad de género?
Hoy Laly lleva en su piel el retrato del portaligas azul que los unió jugando en medio de la tradición casamentera. Y el vértigo de un beso en público que selló la alianza pero abrió la compuerta de las interpelaciones. “Damián nunca puso en duda lo que sentía por mí, pero una gran pregunta que se hacía era qué soy, ¿soy puto?”. Se comprometieron un 31 de diciembre, el día de su cumpleaños, pero Laly nunca quiso la roca y el altar. “No me veía casada, hace poco tomamos un café y me dijo que se enojó muchísimo”.
Sin embargo, nada le impide hablar de su relación con el árbitro en un tono idílico. “Me marcó mucho esa historia. Fue al único hombre que amé” revela. ¿Te gustaría volver a enamorarte?, le pregunto indiscreta. “Me encantaría. Pero a veces parezco un poco intimidante, no tienen los huevos suficientes como para venir a encararme”. Nos reímos. Pero me aclara que la percepción es real, y que por eso también empezó terapia. ¿Será que las violencias fueron tantas que nos construimos muros cada vez más altos?
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La escena es más o menos así: una mesa larga con 6 o 7 chicas hablando de política, tomando mate y fumando. En las paredes, posters de Néstor y Cristina. En el aire, la efervescencia de un tiempo que invita a participar, incluso a las travestis y trans aún cuando la Ley de Identidad de Género todavía es un anhelo. En un pasillo, dos trolos esperan a que el reloj dé las 6 de la tarde para sumarse a la charla. Primero debe finalizar la reunión de Comunidad Trans, organización nacida al calor de la década kirchnerista tras la aprobación del matrimonio igualitario.
Todas son caras conocidas de la militancia rosarina. Y aunque no lo saben, están escribiendo una de las páginas más potentes de la historia LGTBIQ+. Aquellos años estuvieron marcados por los escraches a la comisarías rosarinas para denunciar la violencia institucional, por las actividades de visibilización en el espacio público y por la legítima obstinación de querer vivir mejor. Entre esos rostros, por supuesto, está el de Laureana López Krupp, nuestra laly, aún sin rastas pero con el mismo porte de hoy.
¡Bueno, terminó la reunión, ahora si pueden pasar los putos!, dice una voz estridente que resuena en las habitaciones de la casona del Movimiento Evita. Las discusiones eran interminables. Se tejían estrategias, se hacían alianzas, se hablaba del contexto nacional y por sobre todas las cosas se edificaba conciencia política para un sector que había quedado relegado al activismo de las ONG’s. Desde el retorno de la democracia, los grupos de la diversidad sexual sufrían la apatía generalizada del sistema político argentino, con la excepción de algunas expresiones progresistas o de la izquierda.
No obstante, Laly confiesa que no se identifica como peronista aunque siempre participó en espacios afines al movimiento nacional y popular. Pero no desdeña la política, la abraza, sabe que la organización y la lucha sirven para cambiar algunas cosas, aunque no siempre se llega a tiempo. “No soy partidaria”, remarca, y aclara que “es algo que lo tengo hablado con mis hermanas” en referencia a las actuales integrantes de Comunidad Travesti – Trans, la continuidad de aquella experiencia iniciática que sobrevivió al tiempo y ya se anota entre las organizaciones históricas de la ciudad.
Es que por encima de las afiliaciones, hay batallas que nunca cesan. Como la necesidad de tener un trabajo registrado (¡el viejo afán de la estabilidad!), el deseo de la casa propia (con el perro y el auto si se lo prefiere) y al menos, provisoriamente, la tranquilidad de andar por la calle sin ser molestada. Hace poco, Laly contó el episodio que vivió en un colectivo con una vieja conocida del barrio convertida al evangelismo que intentó convencerla de las bondades de un “arrepentimiento” ¿WTF?
Queda en claro que ser travesti en Argentina, a pesar de todos los avances, sigue siendo una militancia de tiempo y cuerpo completo.
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La escena ballroom no es un show me dijeron las chicas algunas vez ¿Y entonces qué es? Es un acto político de resistencia, una forma de activismo donde los cuerpos disidentes se apropian del espacio público y sacuden la hetero-modorra citadina. Será por eso que Laly suele repetir que allí sus caderas encontraron un lugar. Y no es casualidad que también haya decidido nombrarse travesti biológica en este contexto, rodeada de maricas, de tortas y de no binaries. “Terminé de reivindicarme desde mi nacimiento”, explica.
En este punto, un gran útero trava hace su aparición triunfal transmutando desde su seno todas las relaciones que la comunidad LGTBI concibió desde el momento exacto de su llegada al mundo. Un gran parto colectivo que desafía las leyes de la biología y devela los lazos de sangre arcoíris que une a las desterradas del edén. En el árbol genealógico, hoy Laly es la mamá de “Casa Mostricia”, el primer espacio que surgió en la ciudad y que le otorgó también el título de «primera madre» en su tipo a nivel nacional.
Pero Laly también es hija y es hermana. “Saliendo a bailar conozco a mi madre que es Marcela Viegas”, cuenta. En aquellos años era ciertamente complicado visibilizar este tipo de vínculos dentro del colectivo: “Eras como la che pibe, o la mucamita. Pero me dí cuenta que sino hubiera sido por ella me hubiera re cagado a palos en la zona”, señala. Marcela hoy es la abuela de las mostricias y participa de las competencias que organiza el movimiento Kiki en Rosario bajo el clamor de la pibada.
Las hermanas son muchas, por supuesto, pero Laly recuerda especialmente a Fernanda “La Mendocina” que falleció antes de llegar a los 40 años. Y nombra a Michelle Vargas, la Miya, compañera de militancia y de esquina. “Hoy voy a la zona roja donde sigo teniendo mis amichas travas y encuentro a clientes con los que estuve toda una vida”. ¿Qué te acordás de esa época?, le pregunto tratando de no caer en lugares comunes: “Todo fue aprendizaje. Obviamente que hubo cosas lindas y cosas feas porque viví la última etapa de la primavera democrática donde todavía había penas para nosotras”.
Por su edad, Laly no tiene prontuario policial. “Las dos violaciones que me comí de los milicos fue cuando me llevaron a un descampado. Caí presa una sola vez, pero no hay registro en ningún lado porque no me llevaron a la jefatura”, recuerda. Sus comienzos fueron en la esquina de Valparaíso y Santa Fe, y tuvo que atravesar un largo camino marcado por las jerarquías de la calle hasta llegar a la zona de trabajo. “Nos quedabamos toda la noche, incluso el domingo, y después me iba a la escuela”, rememora.
Después me cuenta que se envolvían los calzoncillos para simular tangas, y que más de una vez el mismísimo monumento a la bandera hizo las veces de camerino público para eliminar los rastros de maquillaje. Nos reímos, porque Laly “ríe siempre a pesar de todo”, como escribió Morena García. Y mientras charlamos no dejó de preguntarme cuántas escenas más tendrá este carrete interminable que parece ser su vida, mientras boceto algunos fragmentos que a dulces penas describen la increíble hazaña de ser una travesti biológica en un mundo de géneros artificiales.
1 comentario
Interesante crónica de vida de una chica travestí ( sueño que un día estas cosas malas vividas solo queden como una anécdota amarga , y que exista igual entre todo ser humano ) abrazos a la laly desde una Trans conocida .
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