La privatización del espacio público es una derrota de los sectores populares. Más si lo que se pierde es un «espacio verde», parte de uno de los pulmones de la ciudad. Pero la instalación de un McDonald´s —ícono del capital—, en el Parque Independencia —ícono de Rosario— pesa mucho más. ¿Por qué? ¿Qué perdemos cómo comunidad ante esta avanzada? En definitiva: ¿Qué ciudad queremos tener?; ¿Qué vida queremos vivir?
Fotos: Fernando Der Meguerditchian
La independencia que le da nombre al parque será, de ahora en adelante, menos independiente. Y la bandera argentina, que alza Belgrano mientras monta su caballo hacia el río, quizás no le gane en altura a la “m” amarilla, brillante sobre un fondo rojo, que identifica a la hamburguesería y que, junto con Coca-Cola, es la marca más distintiva del imperialismo norteamericano.
Parece una broma de mal gusto. Una maldición del destino del siglo XXI. Una horrenda apuesta política. Una atrocidad estética. La triste decisión de un grupo de estúpidos o de sinvergüenzas. En verdad no parece. Lo es. Ya comenzaron los trabajos para instalar un McDonald’s en el Parque Independencia. ¡Un McDonald’s, sí! Esa maldita sucursal del envenenamiento de la vida, donde se fabrica comida mecanizada y se trabaja mecánicamente para servirla; esa cueva de brillo falso donde hasta el mínimo detalle es igual a sí mismo en todas sus dependencias; ese exceso de monotonía existencial en el que se le paga poco al que trabaja y se le cobra mucho al que consume.
¡Un McDonald’s en el Independencia! El ejecutivo municipal, finalmente, consiguió lo que quería. Sin someter el proyecto a debate público ni a tratamiento por parte del Concejo.
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—¡No puedo creer lo que me estás diciendo; me estás contando una muy mala noticia, yo no estaba enterada! —se lamenta mi amiga Victoria cuando le digo de qué se trata la obra que están llevando a cabo del otro lado de los chapones. Escuchamos el ruido de las máquinas que sacuden la vieja madera de los árboles altos y flacos, aún de pie, que están en la zona de Oroño y Dante Alighieri, la calle que divide el hipódromo de la ex Sociedad Rural, y nos alejamos para charlar con más tranquilidad.
Apenas pasaron unos minutos de las dos de la tarde de este lunes soleado y, como ninguno tiene hambre, solo nos detenemos para fumar o tomar café. Nos cruzamos de casualidad. Somos amigos hace algunos años y nos une cierto sentimentalismo existencial.
—Más allá del McDonald’s en sí —piensa Victoria—, estamos en una época donde pareciera que todo puede mezclarse, que todo da lo mismo, y no. No da todo lo mismo, y no todo puede mezclarse. Si existen los shoppings, es para que haya un McDonald’s, y que en el parque haya un bello bar, que lo hay, o que haya carritos.
(La idea de la mezcla, a Victoria, la de vueltas en la cabeza; pero al rato, como el tema nos amarga, divagamos frívolamente y finalmente nos callamos. Dejamos atrás el Rosedal y llegamos al Laguito).
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La irrupción de este gigante multinacional es una de las tantas derrotas con las que los rosarinos y las rosarinas nos acostumbramos a vivir. Si pensamos en los muertos que deja el narcotráfico, en los golpes que día a día nos emboca la inflación, en el permanente derrumbe del patrimonio arquitectónico y en el aire tóxico que se respira cuando se queman los humedales, un McDonald’s en el Independencia puede resultar apenas una cuestión gestual. Es cierto. Y esa es su gravedad. Va a ser difícil sobreponerse de los grandes problemas si no podemos, siquiera, ser distintos en lo meramente gestual.
Los gestos, como sabemos, crean un orden, dan forma y contenido a nuestra sociedad.
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—La posibilidad de comerte una hamburguesa con papa fritas ya está. De hecho, uno piensa en un carrito y piensa en los del Parque Independencia… —dice Victoria y repasa con la mirada la hilera de puestos de Panchos y Hamburguesas que se suceden por la calle Morcillo (la que nace en Oroño, pasa por el lago y llega hasta el Palomar).
Vemos los nombres de algunos de ellos: Charly Junior; El Sueño; El carrito del viejo Juan; El Rosedal. Son todos nombres familiares, algo sentimentales. Nombres simples. Reales. A los carritos van los laburantes y sus familias. Y están atendidos por chicas jóvenes que, sin perder el profesionalismo, pueden reírse de tus chistes o, si el ritmo del trabajo lo permite, charlar de la vida con vos. En McDonald’s a los empleados le ponen uniforme hasta en su hablar. Y las mesas, se sabe, están diseñadas para que uno quiera irse rápido. Todo esté diseñado con tal fin. El acto de comer, que siempre es una posibilidad para compartir una charla y, en definitiva, la vida, se reduce a la ingesta de un producto alimenticio. Peor: a un mero acto de consumo. ¿Para qué sirve juntarse a comer sino es para perder el tiempo y hablar?
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Seguimos caminando y nos sentamos a descansar a metros del Palomar. Por Whatsapp, de parte de la organización Nuestros Árboles, nos llega lo siguiente:
—Desde Secretaría de Ambiente dicen que se extraerán dos eucaliptus y se trasladará una palmera. […] Vecinos enviarán fotos si se sacan más, porque los operarios dijeron que iban a sacarse quince árboles.
La semana pasada, vecinos y organizaciones ambientales llevaron adelante una protesta frente a la obra. Una de las manifestantes dijo: “La palmera que hay acá es enorme, sin duda está condenada. Es un trabajo cuidadoso y ese cuidado no lo van a tener…”.
Las constructoras destierran los árboles que hay en las veredas de los terrenos donde levantan sus edificios. Para estas empresas, las multas —si es que efectivamente los multan— representan apenas un pequeño gasto; un costo de inversión; nada más. Y suelen ser los vecinos, y no la Municipalidad, quienes siguen y denuncian este modus operandi. Si el fin es la plata, hay vía libre para matar.
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—Me preocupa lo que me acabo de enterar —sigue Victoria—. Estéticamente es un desastre. En varias provincias de Argentina hay parques diseñados por el paisajista Carlos Thays, y son de una belleza… No sé, mis bisabuelos tenían fotos en el Rosedal, ¿entendés? Este parque es de las pocas cosas que me da alegría en esta ciudad, esta ciudad que no para de entristecerme.
En la caminata recibo, como si se tratara de una descarga eléctrica, mis propios recuerdos del Parque Independencia. Un verano de fin del noventa en el que íbamos con mi vieja y mis hermanas a comer a los carritos al llegar la noche; los domingos de cualquier año de mi vida yendo a ver a Ñubel con mi viejo; tardes solitarias de caminatas bajos los árboles; visitas al cementerio, noches de vino blanco en el Rosedal.
Mi abuelo, que era de Bahía Blanca, nunca olvidó la impresión que le produjo el parque la primera vez que estuvo allí:
—Me gustaba ir al Parque Independencia. La primera vez que pasé vi una cosa azul, fuerte e intensa, y dije: “¿Eso qué es?”. “Son las flores de los árboles”, me dijeron, entonces fui solo al otro día a conocer bien aquello. Me pareció hermosísimo, me subyugó la vegetación, en mi ciudad natal no había césped”.
Tras evocar esto, descreo de lo que ya es sabido y está confirmado. Van a instalar un McDonald’s en el Parque Independencia. No puedo creer que sea verdad.
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—En este parque hay una mezcolanza de cosas que son bellísimas —dice Victoria retomando en hilo de lo charlado hace un rato—. Un parque antiquísimo que solía ser de la aristocracia, de la clase alta, al que hoy van las chicas de quince años a sacarse fotos… eso me parece hermoso; eso sí me parece una conquista del pueblo hacia el espacio público. Y lo mismo puedo decirte de la cancha de Ñubel. Ahí se ven identidades que se mezclan y conviven. Al mismo Rosedal, que podría parecer “algo embelesado”, hoy va todo el mundo, y se mezcla con lo bizarro de las Aguas Danzantes, donde suenan canciones de Valeria Lynch. Eso es la cultura popular metiéndose en lugares que parecían de unos pocos.
Se hicieron las tres. Y yo ya no pienso nada ni digo nada. Hace calor y hay humedad; la sed, como siempre sucede, finalmente nos gana. En un carrito lindero al Jardín de los Niños nos sentamos a tomar una gaseosa. Prendo el grabador y le pido a Victoria que siga con sus ideas:
—Evo Morales prohibió los McDonald’s, pero en Bolivia tenés miles de locales de comida rápida. Y ahí se toma Incacola, se conserva algo de la propia identidad; los McDonald’s son todos iguales. Si vamos a mezclar, mezclemos con identidad, con diferencias. En un parque con tantas cosas diferentes metés esta mierda, que es igual en todo el mundo… bueno, lo que hacés es borrar identidades.
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Sin mucho para hacer más que vivir, pasamos el mediodía vagueando por el Parque Independencia. Pero la rutina nos vino a buscar y debemos irnos. Es una maldición moderna que la vida suceda siempre en la pausas de la vida. Nos despedimos. Una inmensa máquina excavadora sigue golpeando un viejo eucaliptus que vive sus últimos días y, amargamente, me voy con la certeza de que, en poco tiempo, el parque va a ser un lugar peor. Escucho el último audio que grabé con las reflexiones de Victoria.
—Estoy leyendo la noticia en internet. ¡Qué hipocresía inmunda! Dicen que van a hacer un Automac autosustentable, verde, como el que está en el Obelisco, siendo que este parque es uno de los pulmones de la ciudad. Lo único bueno que podamos sacar, tal vez, es que ahora vamos a tener un lugar para ir a romper cada vez que haya que ir a romper algo, como lo es el del Obelisco de Buenos Aires —cada vez que se protesta van y lo hacen mierda—. Cada vez que pase algo, haremos mierda este McDonald’s…