Sobreviviente de la última dictadura militar, testigo en juicios de lesa humanidad, militante política y social. Élida Deheza pasó casi siete años detenida en la cárcel de Devoto tras estar en el Servicio de Informaciones de Rosario, el mayor centro clandestino que operó en el centro de la ciudad. En Pérez supo dejar huellas profundas de cambio social junto a sus compañeros que aún continúan desaparecidos. La escritura que salva y la memoria que no olvida ni perdona.
Foto portada: Graciela Borda
La última vez que Élida Deheza vio con vida a Alicia Tierra fue en el Servicio de Informaciones de la Jefatura de policía de Rosario, el centro clandestino ubicado en pleno centro de la ciudad y por el que se estima pasaron cerca de 2000 detenidos-desaparecidos durante la ultima dictadura cívico militar. Alicia era su amiga, su compañera de militancia, casi una hermana.
Ese día -o esa noche-, con la venda en los ojos, se cruzaron en medio del horror.
-Hay una apuesta que yo te gané. Va a ser nena y se va a llamar Lucía,- le alcanzó a decir Alicia.
Cuarenta y seis años después, Élida recordará aquella frase luminosa y luego, un grito desesperado de Alicia pidiendo auxilio ante un inminente “traslado” que allí dentro equivalía a una sentencia de muerte.
Cuando las dos militaban en la Juventud Peronista se habían jurado una promesa: la que primero tuviese una hija le pondría de nombre Lucía, por la canción de Serrat. Alicia Tierra fue asesinada cursando un embarazo de 4 meses. Su pareja era Alberto Tion, a quien torturaron hasta matarlo en una de las camillas donde José Lo Fiego y Agustín Feced desplegaban toda su crueldad.
El Equipo Argentino de Antropología Forense restituyó los restos de Alicia Tierra, sepultados en una fosa común, en el año 2013. La mañana en que la enterraron en el cementerio de Pérez, la ciudad que las vio luchar por un mundo más justo y soberano, Élida estuvo presente: “ahí pude advertir lo reparador que es que una mamá pueda tener la urna de su hija a la que tanto buscó. No importa cuantos huesos te entreguen, es tu hija y hoy podés ir a un cementerio a hablarle y decirle cuánto la extrañas. La mamá de Alicia pudo restituir sus restos y al poquito tiempo murió porque ese era su motivo, vivió para buscarla”.
En el cementerio, Élida leyó la carta que escribió para su amiga, la que entre banderas y flores regresaba al pueblo donde sembró amor y compromiso social: “quiero contarte Alicia, que guardo para mí la alegría de esos años en los que compartimos la militancia, en la amistad que atravesaba esa militancia, en las canciones, en esas largas noches preparando volantes, las tardes en la plaza San Martín, en esos encuentros donde todos éramos uno solo, el Tatín preparando sus discursos y la admiración que teníamos por él, en nuestras ganas de aprender y lo rápido que nos cansábamos de estudiar, las hermosas tardes en el barrio y entonces pienso en la abuela Gladys del barrio terraplén que todas las noches le pide a la virgen de Itatí por el regreso de los compañeros; y por estos días pienso en la hermosa mujer que eras Alicia. Seguimos luchando Alicia, soñando por los mismos sueños que soñamos juntas. Volviste, desde la historia profunda al amor de tu pueblo, a tu familia, a nosotros, trayéndonos la esperanza de que encontremos a los que aún buscamos”.
Élida Deheza tiene 68 años y una hija que lleva el nombre de aquella promesa, Lucía. Tiene una vida marcada por el encierro y los dolores con los que aprendió a convivir. Tiene recuerdos y lagunas en una memoria que no olvida ni perdona. Tiene amigos desaparecidos y un mandato: encontrar sus restos. Tiene un presente militante en su tierra amada de Pérez dónde transcurrió su infancia entre las calles de tierra de Villa América y un pasado en la Isla Grande de Tierra del Fuego, el lugar que la abrazó durante veinticinco años luego de salir de la cárcel de Villa Devoto donde permaneció detenida desde 1977 hasta 1983. Tiene moretones marcados en el alma y trapitos blancos sobre su piel dolida. Y tiene a la poesía como un arma cargada de presente, el refugio que la salva de esos dolores, recuerdos y lagunas que habitan su cuerpo.
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Enero de 1977. En un operativo comandado por un grupo de tareas del Ejército, Élida es secuestrada en la pensión donde vivía en Rosario y trasladada al Comando del II Cuerpo del Ejército. Enseguida la llevan al Pozo, así se lo conocía al Servicio de Informaciones, el mayor centro clandestino que operó en la ciudad. “Me dijeron que me detenían porque era subversiva”, recuerda Élida y una frase que grabó en su memoria: “Te vas a morir”. Lo que sigue en su relato es la historia atroz que se multiplica por treinta mil. Golpes, torturas, picanas, tormentos y en el caso de las mujeres, un especial ensañamiento que gracias al testimonio y la denuncia de algunas sobrevivientes y el trabajo comprometido de abogadas querellantes y fiscales con perspectiva de género, comenzó a ser considerado como un delito autónomo de lesa humanidad: la violencia sexual.
Élida pudo, frente a un Tribunal, dar cuenta muchos años después lo que esto significó en su vida. Fue el 30 de noviembre de 2010 en el marco del juicio por la causa Díaz Bessone: “El relato era cronológico, día por día del horror del SI y aunque creí que iba a controlar las emociones porque ese era el lugar de la denuncia, no de los sentimientos, no sucedió como lo pensé. Fue tan duro, tan difícil para mí decir lo que había guardado tanto tiempo, sentí tanta impotencia, rabia. Nos han lastimado hasta el límite. Un compañero me preguntó porque no había contado antes todo el horror vivido, por qué no se los dije. Será que todo tiene un tiempo, porque no es fácil, porque duele. Pero ya está. Y como la palabra libera, a mí me libera de andar con esta mochila por la vida. Al menos una parte alivianó su carga. La otra, la de las ausencias, ésa, sigue intacta y me acompañará siempre”, escribirá Élida luego de su declaración.
En ese juicio fueron condenados a prisión perpetua el ex jefe del II Cuerpo del Ejército Ramón Díaz Bessone y el ex comisario José Rubén Lo Fiego. Los ex policías Mario Marcote, Ramón Vergara y Carlos Scorteccini fueron sentenciados a cumplir 25, 12 y 10 años de prisión, respectivamente. Algo de todo lo que significa lograr justicia comenzaba a sentirse luego de tantos años de impunidad. Reparación, dirá Élida. “¿Cómo se les dice a los jueces lo que se siente al rozar una mano compañera y que eso es como una ráfaga de luz detrás de la oscuridad de la venda? ¿Cómo se les cuenta que en el SI uno creía que no podía más y podía, que uno quería morir y vivía, porque uno se aferra a la vida desesperadamente? ¿Cómo se les cuenta que los sentidos están exigidos al máximo, en estado de vigilia permanente? Que el pudor es un reflejo aún en medio de la tortura. ¿Cómo se les dice que al cuerpo de uno lo violentan y el cerebro se paraliza de espanto? ¿Cómo se dice todo eso en una audiencia?”
Élida recordó, denunció, revivió el dolor, narró el horror. Pudo hacerlo en poco más de una hora. “Nos aprendimos sus nombres, los espiamos debajo de las vendas, oímos, nos juntamos para recordar, resistimos, reímos, soñamos. Todo a pesar de ellos. Guardamos la memoria celosamente para cuando llegue el día”. A la salida del Tribunal, a Élida la esperaría el amor de su familia y los abrazos eternos y silenciosos, “que pueden más que mil palabras”.
Los tribunales de justicia tardaron demasiados años en comenzar a otorgar un sentido reparatorio a las víctimas a través de sus fallos. La primera sentencia que consideró a la violencia sexual como un delito de lesa humanidad fue en el año 2010 contra el represor Gregorio Molina por los delitos cometidos en el CCD La Cueva. El fallo del Tribunal Oral Federal de Mar del Plata marcó un precedente fundamental en Argentina. En Rosario, recién llegó el 14 de mayo de 2020, con la condena por los delitos de violación para José Lo Fiego y Mario Marcote. “Las violaciones fueron una forma de disciplinamiento que sufrieron la mayoría de las mujeres que pasaron por el SI. A pesar que solo dos casos llegaron a juicio, numerosos relatos dan cuenta de la frecuencia con la que sucedían”, decía a enREDando una de las abogadas querellantes, Gabriela Durruty.
“Los juicios son muy duros. Siempre hemos preservado a la familia directa de los detalles del horror y cuando la familia escucha parece que estuviera sucediendo. En un juicio tenés que hablar de tu experiencia personal y cuando fui a declarar estaba mi familia y mi hija que nunca había escuchado los detalles, y fue muy difícil para ella procesar lo que le había pasado a su mamá. Pero lo juicios son aleccionadores y sanadores. Es una reparación personal y también histórica porque parecía que necesitábamos demostrar en Tribunales que decíamos la verdad porque fue tan tremendo lo que hicieron que costaba creerlo. Los juicios vinieron a poner una palabra de verdad sobre lo que nosotras decíamos: que fue genocidio, que fue terrorismo de Estado”, dirá Élida trece años después de dar testimonio por primera vez de los abusos y las violaciones sistemáticas padecidas durante el cautiverio. “Estábamos preparadas para resistir muchas cosas, pero la violación es un quiebre emocional, fue planificado y se sostuvo de esa manera. Nosotras teníamos un castigo adicional por ser mujeres, habíamos roto el mandato de la cultura religiosa y patriarcal. Fue muy duro porque estaba mi hija conociendo todas las cicatrices que tiene su mamá”.
Es una reparación personal y también histórica porque parecía que necesitábamos demostrar en Tribunales que decíamos la verdad porque fue tan tremendo lo que hicieron que costaba creerlo. Los juicios vinieron a poner una palabra de verdad sobre lo que nosotras decíamos: que fue genocidio, que fue terrorismo de Estado
En noviembre de 2019, en el hall central del Museo de la Memoria se presentó la muestra fotográfica “Ser mujeres en la ESMA”. Tenía un sentido: destacar el valor de las compañeras que se sobrepusieron al silencio para denunciar las atrocidades de los delitos cometidos durante el genocidio. Era la ESMA, pero podría haber sido cualquier otro centro clandestino de detención donde los crímenes y las vejaciones se cometían con la misma sistematicidad. Allí estuvo Élida, también, para dar testimonio junto a otras mujeres. “La palabra sana y cuando pudimos volver a hacer circular las palabras obtuvimos algunas respuestas. En ese proceso de crecimiento interno que fuimos teniendo, nos fuimos sanando en las heridas. La violación de nuestros cuerpos fueron moretones internos que nadie ve. En lo personal he ido sanando después de muchísimos años”, aportó ese día. Moretones que la memoria conserva como cicatrices imborrables de la historia.
A Élida todos la llaman “La Negra”. Así se la conoce en Pérez y en la populosa barriada de Cabín 9 donde supo dejar profundas huellas junto a sus compañeros de militancia.
Catorce personas desaparecidas tiene esta ciudad ubicada hacia el lado sur de Rosario, entre ellas Raúl García, maestro y militante de la educación popular, fundador de la escuela primaria y un referente vocacional para Élida. “Con los vecinos del barrio construimos dos escuelas y el centro asistencial que no había y que hoy es un pequeño hospital. Amábamos profundamente la vida”. Dos escuelas de Pérez fueron bautizadas con los nombres de los militantes desaparecidos Juan Carlos Gauseño y Raúl Héctor García. No es casual. Para Élida “hay una memoria en el cuerpo social que no hay medio de comunicación que pueda borrar. La gente no se olvida y ese proceso que hicieron en Cabín 9 donde la gente eligió el nombre habla también de las huellas que han dejado los compañeros”, dirá horas después de participar de una actividad en el barrio donde orgullosamente militaba en los años 70 de la mano de la JP. Es que es marzo, y marzo es un mes de memoria y cicatrices. “Un mes difícil porque todo está a flor de piel”, dice.
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Luego de soportar un Concejo de Guerra, Élida Deheza fue trasladada como presa política a la cárcel de Villa Devoto y recuperó su libertad en la primavera de 1983, tres meses antes de que la Argentina restaurara su sistema democrático con la presidencia de Raúl Alfonsín. En Devoto, Élida se encontró con cientos de otras mujeres que estaban en su misma condición. Una comunidad que supieron construir a pesar del miedo. “Devoto fue el lugar donde comenzaba otra etapa en nuestras vidas. Ya había pasado la tortura y el centro clandestino. Había detenidas de todo el país, con distintos recorridos políticos. Solo se subsistió porque veníamos de una experiencia militante donde la solidaridad fue un valor fundamental para nosotras, nunca miramos con ajenidad lo que le pasaba al otro, y esa cultura de la solidaridad también se reprodujo en la cárcel”, dice Élida.
En la cárcel no solo se socializó la pena, también se compartió la vida con sus matices y contradicciones. “En Devoto la palabra fue susurro porque no se podía hablar pero también fue consuelo, sororidad, cuentacuentos, nostalgia, risa, obra de teatro, resistencia”. Vida y muerte: el horror, el encierro y las múltiples estrategias que tejieron las propias mujeres para resistir. Eso fue Devoto para muchas ex presas políticas que luego, en libertad, dejarían memoria de la experiencia en poesías, libros, relatos, investigaciones, entrevistas y cartas.
Solidaridad es la palabra que Élida repite más de una vez: la clave para subsistir, para sostenerse, para soportar “las requisas vejatorias, los traslados, las penas de las compañeras que tenían a sus hijos y no podían verlos, para ver a la familia a través de un vidrio, para tolerar las sanciones en los calabozos”. Y también, rememora, para robarle a la clandestinidad momentos de alegrías y risas colectivas. “Es una experiencia que te marca, el director era un demente que se subía al mesón y nos decía que de allí saldríamos locas o muertas. Y acá estamos, un poco locas, pero vivas y enteras y esa es nuestra victoria”.
´Impresas políticas´ es el libro que la editorial rosarina Capitana publicó hace un año con textos de ex presas políticas de Devoto, entre ellas, Élida Deheza. El libro es un conjunto y un conjuro de relatos y palabras que iluminan un pasado que no nos ha dejado de pasar. “Desde una práctica feminista se ponen en circulación estas voces y producciones poéticas y gráficas en las que los cuerpos hablan a través de metáforas y códigos incluidos en las hojas de los cuadernos de cárcel, en los dibujos, retratos y en las cartas como formas de producir y registrar los encierros”, señalan las editoras.
El director era un demente que se subía al mesón y nos decía que de allí saldríamos locas o muertas. Y acá estamos, un poco locas, pero vivas y enteras y esa es nuestra victoria
Élida escribe. Escribe para sanar sus cicatrices. Escribe para los y las compañeras que ya no están, escribe cuando la vida la da “vuelta como un panqueque”, cuando “no encuentra la salida”, escribe por las 30 mil ausencias, “por sus testarudas convicciones”, por los momentos de felicidad que a veces tiene y que abraza y atesora. Escribe porque la poesía salva: “Escribir me salvó de morir de pena porque a veces hay cosas que no se pueden decir”.
Cuarenta años de democracia. Año 2023. Élida regresa a Tierra del Fuego para participar de un conversatorio en la Universidad. Es marzo: el mes de las cicatrices, de los dolores que se llevan en el cuerpo. De la memoria que estalla en palabras, del valor de la verdad, de la búsqueda de justicia. “Ojalá que la palabra en nuestros testimonios sirva para darle a la verdad y a la memoria el lugar que merecen. Esta memoria que va armando fragmentos de la historia hasta que esté completa. Que sea el conjuro contra el olvido y la desmemoria. Soñando que al final del camino cada uno tendrá lo que se merece. Los nuestros, la gloria, los destructores de la vida, su justo castigo” escribirá, escogiendo las palabras precisas, Élida Deheza.