La causa Guerrieri IV investiga por primera vez las detenciones ilegales de al menos tres personas en el predio “Ceferino Namuncurá” de Funes, perteneciente a la congregación salesiana de la Iglesia Católica. La historia de un sacerdote tercermundista, un librero militante de la juventud peronista, y un abogado defensor de los derechos humanos se cruzan en esta casa donde permanecieron atados, encapuchados y torturados. El caso aporta pruebas claves respecto al rol de la Iglesia en la región durante la última dictadura militar.
Foto de portada: Edu Bodiño
Lo que recuerda es una frenada fuerte y brusca. No sabe si había un auto o eran dos, pero el ruido del caucho contra el asfalto quedó impregnado en la memoria de Lucas desde sus cinco años. El resto de la escena transcurre como una película que se va reconstruyendo todo el tiempo: una caída en bici, su mochila tirada en el suelo, su padre con la cabeza tapada subido a un auto, su llanto, el desconcierto de quedar solo en la calle, el auxilio de una mujer desconocida que lo acerca a su casa, la contención de los vecinos hasta que su madre llegara del trabajo.
Eso lo recuerda como hechos. Con los años, le iría agregando el contexto.
Entonces, el relato de Lucas iría llenando huecos para saber que la tarde del 18 de abril de 1978 su padre, Santiago Mac Guire, fue a retirarlo de la Escuela Nº 88 “Juana Manso”, donde todavía asistía a preescolar, y que llegando a su casa de San Martín y La Paz, en el macrocentro rosarino, fueron interceptados por un grupo de tareas que se lo llevaron, dejándolo a él sentado en el cordón de la vereda. Su madre al día siguiente preguntaría a los vecinos y comercios de la cuadra si alguien había visto algo, buscando algún dato para encontrar a su esposo. Pero a esa altura ya había corrido mucho plomo y mucha sangre. Nadie le dijo nada.
Lucas después sabrá que para ese momento su padre ya era buscado, por eso andaba disfrazado cuando salía a la calle. También que su padre era cura. Ya no, pero de que su padre había sido padre.
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Santiago Mac Guire fue un cura villero antes que se convirtiera en un movimiento dentro de la Iglesia Católica. A principios de los sesenta ser cura y mudarse a predicar a los barrios estaba más ligado a una idea de rebeldía que no era bien vista en las cúpulas eclesiásticas. Fueron muchos los que siguieron ese camino y que luego conformarían el movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, una corriente comprometida con los sectores populares y excluidos de la sociedad.
En su adolescencia se ordenó como sacerdote en Capitán Bermúdez, donde estudió filosofía y teología, pero su militancia estuvo en los márgenes. Principalmente en la zona del Mangrullo, un asentamiento muy pobre ahí donde el arroyo Saladillo desemboca su furia marrón en el Paraná. Allí montó una red de agua clandestina para abastecer a los vecinos, algo que no hizo mucha gracia a la intendencia. Pero también levantó una capilla, un dispensario y una escuela a la que bautizó en homenaje a la virgen de Itatí, a quien se le reza si se quieren bendiciones para el agua. Luego el barrio fue trasladado hacia la zona de Las Flores Sur, que los vecinos lo recuerdan como un desalojo violento; no querían abandonar la zona del río. Algunas de las acciones comenzadas por Mac Guire tuvieron su continuidad en este nuevo lugar por el esfuerzo de los vecinos, militantes barriales y los docentes, en el caso de la escuela, donde hoy rememoran al sacerdote con una biblioteca a su nombre.
Al laburo barrial se fueron sumando jóvenes que buscaban dar una mano y al cura lo deslumbró una maestra recién recibida, sin trabajo, con nombre bíblico y de origen irlandés como él: María Magdalena Carey. Santiago dejó los hábitos, se casaron y tuvieron cuatro hijos. De a poco la figura de Mac Guire empezaba a hacer ruido en la Iglesia y eso terminó de confirmarse en el 71, durante la dictadura de Alejandro Lanusse, cuando es encarcelado junto a otros curas tercermundistas: Juan Carlos Arroyo, José María Ferrari y Néstor García, que habían sido corridos de sus parroquias por el arzobispo Guillermo Bolatti. Santiago, que había renunciado a su cargo pero no al sacerdocio, fue reemplazado por Eugenio Zitelli. Dos nombres que se repetirán en esta historia.
Con el golpe del 76 Mac Guire sabía que corría riesgo. Unos meses antes una patota irrumpió en la casa donde vivía junto a su familia, pero de casualidad no estaban allí. Por eso tomaron la decisión de exiliarse en Paraguay. Sin embargo en el exterior la familia no corrió mejor suerte. Por una cuestión de seguridad María Magdalena regresó al país con sus hijos y Santiago pasó a la clandestinidad. De regreso en Argentina intentó retomar su vida familiar hasta que fue secuestrado una tarde de abril, cuando volvía de buscar a su hijo Lucas del colegio. Llevaba un peluquín y el bigote teñido para que no lo reconozcan.
“A partir del secuestro mi vieja se movió muchísimo para encontrarlo. Y uno de los lugares a los que apuntó es la Iglesia, porque en ese momento ya se sabía que bancaban todo lo que fuera antirrevolucionario. Logró que la atienda el monseñor Bolatti, pero negó la participación y se comprometió a hablar con las fuerzas seguridad”, cuenta Lucas Mac Guire, a 45 años del hecho. Días después Luciano Jáuregui, comandante del II Cuerpo del Ejército que tenía sede en Rosario, irrumpió en su casa. Lucas tiene el recuerdo de estar encerrado en su habitación junto a sus hermanos y soldados del ejército, mientras el oficial mayor interrogaba a su madre en la cocina. “Lo que querían era ver si podían sacar algún dato, pero mi madre negó todo. Los oficiales le decían que si estaba desaparecido era porque seguro lo habían matado sus propios compañeros subversivos”, relata.
Los familiares no supieron nada de él durante unos 15 días, hasta que en principios de mayo un llamado les notificó de su aparición en el Batallón de Comunicaciones 121. Con el tiempo sabrán que esas dos semanas Santiago Mac Guire estuvo detenido ilegalmente en la casa “Ceferino Namuncurá”, un seminario que pertenecía a la congregación salesiana y que funcionó temporalmente como centro clandestino de detención. En el lugar compartió cautiverio con Roberto Pistacchia, que fue liberado por una confusión de los militares, y con Eduardo Garat, quien falleció en una de las sesiones de tortura. En esos días fueron golpeados mientras permanecían atados; no tenían comida ni agua. Santiago pudo identificar el lugar por dos datos: el ruido de aviones, que daban la pauta de estar cerca de un aeropuerto; y la lengua larga de los oficiales que lo trasladaban.
“Cuando los soldados lo llevan al batallón para ‘blanquearlo’ le comentan que viene del Ceferino Namuncurá que es donde siempre hubo un seminario de la Iglesia y de los salesianos. Para abril del 78, que es cuando mi viejo cae, los principales centros clandestinos como la Quinta de Funes ya estaban desarmados a partir de lo que había sido la Operación México. Todos habían sido trasladados dentro del mismo circuito a La Calamita (Granadero Baigorria) o la Escuela Magnasco (Rosario)”, explica Lucas. Al año siguiente el terreno fue vendido a la fuerza aérea.
Mac Guire fue llevado al Batallón atado de manos y mal vestido; venía de dos semanas casi sin comer y había perdido 20 kilos. Mientras le tomaban los datos para hacer su ingreso y se esforzaba por mantenerse en pie reconoció una voz que le hablaba muy suelta de cuerpo, completamente ajena al contexto.
—Santiago, ¿cómo está?
A tres metros el capellán Eugenio Zitelli tomaba café y fumaba cigarrillos con Adolfo Kusidonchi, director de la cárcel de Coronda. “El más cruel de la historia”, declararía Mac Guire años más tarde ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), después de un periplo carcelario que incluyó estadías en Coronda, La Plata, Caseros y Rawson donde finalmente fue liberado días antes del retorno de la democracia en el 83. En 2012, Zitelli sería procesado como partícipe necesario de secuestros y torturas, aunque moriría impune; Kusidonchi, en tanto, fue condenado a 22 años de prisión en 2018 por “tormento agravado por tratarse de perseguidos políticos”.
La vida de Santiago pos dictadura siguió vinculada a la militancia desde el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Falleció en 2001 sin llegar a declarar en el juicio por su secuestro que transcurre en estos momentos. En su testimonio ante la Conadep, aún resuena la respuesta que le dio a Zitelli en aquel encuentro.
— ¿Cómo puedo andar? Muy mal— respondió Santiago— pero el Señor me asiste.
Foto: Fernando Der Meguerditchian
La confusión que permitió vivir
Roberto Pistacchia llegó a Rosario a principios de los 70 para estudiar Ingeniería, pero su interés real estaba en los libros y la librería/editorial Síntesis que atendía en pleno centro rosarino. Durante un período, en la previa del golpe, también dio clases particulares a alumnos de secundaria. Ese combo, sumado a su militancia en la Juventud Peronista, lo pusieron bajo la atención de la inteligencia militar. El 18 de abril de 1978 salió de su departamento para dirigirse a la librería, pero en la puerta del edificio lo esperaban cuatro personas de civil que lo encapucharon y lo metieron en el piso de un auto. Su destino sería Funes, pero de eso se enteraría tiempo después. Tenía 27 años y un matrimonio con un hijo.
“Estuvimos todo encapuchados. Nos sacaban al patio para tirarnos agua y nos colgaban otra vez en una habitación. Ahí conocí a Santiago Mac Guire. El otro que estaba con nosotros era Eduardo Garat. Hasta donde yo sé fuimos tres personas en ese lugar”, rememora Pistacchia en charla con enREDando. En una de esas sesiones de tortura, escuchó algo que en un futuro sería clave: “El último contacto que tuvimos con Garat fue un día que se lo llevan para torturarlo y escuchamos que los militares repetían ‘se nos fue, se nos fue’. Creo que no resistió la tortura y lo mataron ahí, no supimos más nada”.
Las torturas no menguaron después del asesinato de Garat. Roberto no sabe cuántos días pasaron. El encierro y las capuchas le cortaron la noción de tiempo. Pero sí puede describir con exactitud cómo fue su liberación: recuerda la llegada de una persona que no era habitual del lugar a partir de una voz ajena que se encuadra como militar y luego unos zamarreos para levantarlo, unos empujones para moverlo y otra vez un auto que se pone en marcha. Todo el tiempo pensó que se lo llevaban para matarlo.
Pero eso no pasó. Cuando se dio cuenta le estaban curando las heridas y golpes en una enfermería que, después se enteraría, era del Batallón 121. Esa noche pudo dormir en una cama. Al día siguiente, un gendarme apareció con dos personas que más tarde identificaría: el monseñor Bolatti y el comandante Jáuregui. Pistacchia recuerda el diálogo con detalles.
—Bueno, como le prometimos, acá está Santiago Mac Guire— dijo Jáuregui en tono de victoria.
—Este no es Mac Guire–contesto Bolatti.
Lo que siguió a eso, Pistacchia lo describe como un “revuelo de Walkie Takie” con mensajes cruzados en donde Jáuregui termina ordenando volver a Funes para traer al verdadero Mac Guire para arreglar la confusión. Pero en ese momento Bolatti intervino con una voz de mando que revela más que lo que dicen las propias palabras.
—Me imagino que a este señor queda acá—advirtió Bolatti.
Jáuregui, comandante del Segundo Cuerpo de Ejército que en 2004 sería procesado por 12 homicidios y 15 privaciones ilegítimas de la libertad seguida de amenazas y tormentos; solo se limitó a obedecer la palabra del clérigo.
La confusión de los militares significó el blanqueo de Pistacchia y el aviso a sus familiares sobre su paradero. Luego seguiría el mismo derrotero carcelario que Mac Guire hasta su liberación en el 83. Antes de eso fue sometido a un Consejo de Guerra en el edificio central del Ejército en la esquina de Moreno y Córdoba, donde hoy funciona el Museo de la Memoria de la ciudad. “Me pusieron un defensor que no sabía quién era y que me recomendaba decir a todo que sí para sacarla más barata. Me dictaron prisión perpetua porque decían que yo era enemigo de la patria”, recordó.
Foto: Fernando Der Meguerditchian
Tortura y muerte
Lo que se sabe de Eduardo Garat se sabe a partir del testimonio de sus dos compañeros de cautiverio y de la búsqueda de sus familiares. Tenía 32 años, era abogado y escribano. Su militancia política comenzó en la Facultad de Derecho en la Franja Morada donde llegó a ser dirigente a nivel nacional, pero sus diferencias con el rumbo que iba tomando la organización lo llevaron a integrar las filas de la Juventud Peronista.
En sus comienzos como abogado participó de la comisión investigadora del secuestro de Ángel “Tacuarita” Brandazza, un militante social secuestrado en 1972 en Rosario. Se trata del caso más antiguo recopilado por la Conadep. “Hay registros de que ya en ese momento, por haber participado de esa comisión lo tenían fichado”, cuenta el periodista Santiago Garat, su hijo, que tenía 4 años al momento de la desaparición de su padre. “La verdad que no me quedan recuerdos suyos. Son más mezclas de cosas que a uno le van contando. Sí estoy seguro de que no me acuerdo de su voz, de su risa o de su carácter”, agrega.
Garat fue secuestrado la madrugada del 13 de abril de 1978 en la esquina de Santa Fe y España. Estaba junto a una compañera de nombre Graciela buscando un taxi para una tercera compañera que partía al exilio junto a su bebé. Pero era tarde y los taxis no pasaban, por eso deciden separarse; el plan era ir a la estación de trenes para luego llegar a Buenos Aires. En un momento Graciela escucha las frenadas de un auto en la otra esquina y ve bajar a varias personas que se llevan a Eduardo. Algo que más tarde Graciela comentaría es que Garat no gritó: sabía que eso pondría en riesgo a sus compañeras.
La familia tardaría muchos años en construir lo ocurrido con Eduardo. Después de mucha búsqueda por parte de su esposa y su madre, consiguieron un dato que lo ubicaba en el Batallón 121. Allí fueron recibidos por un militar de rango medio que les dijo que sí, que efectivamente estaba ahí, y que después del Mundial de Fútbol que se disputaba en Argentina los iban a soltar a todos. Su esposa quería que le hagan llegar una información: que seis días después de su detención había nacido su tercera hija, Julieta.
“Después hubo una comunicación más en la que esta persona confirmó que le había pasado el mensaje, pero le pidió a mi mamá que no lo llame nunca más. Luego, ya en democracia, hubo un careo en el lugar y esta persona negó todo. Era palabra contra palabra y quedó en la nada”, explica Santiago. Varios años después sonaría el teléfono en la casa de los Garat. Una persona que se presentaba como María Magdalena Carey les dice que su esposo había estado detenido con Eduardo Garat. Que tenía información para comaprtirles.
“La esposa de Santiago Mac Guire le cuenta que habían estado en Funes con él y con otra persona de apellido Pistacchia. Les dice que los llevaban a una sala de torturas y que mi papá no volvió más. También nos dijo que en una de esas sesiones le gritan a Mac Guire que firme, que no sea boludo, porque si no lo iba a hacer boleta como a Garat que no quiso firmar. Para nosotros fue como una confirmación de que lo habían matado y el fin de esa búsqueda por distintos lugares en donde siempre teníamos la misma respuesta: acá no está, acá no está, acá no está…”
El cuerpo de Eduardo Garat nunca apareció. Tampoco saben cuál es la fecha de su fallecimiento. “Son cosas que impiden hacer el duelo”, lamenta su hijo.
El juicio
En estos momentos, los Tribunales Federales de Rosario son sede del cuarto tramo de la megacausa Guerrieri donde se investiga a 17 ex miembros del Destacamento de Inteligencia 121 y de la Delegación Rosario de la Policía Federal por delitos de lesa humanidad cometidos contra 116 personas. Con más de 300 testigos se intentará reconstruir lo ocurrido en seis centros clandestinos de detención, entre los que se encuentra el Ceferino Namuncurá perteneciente a la Iglesia. Se trata del juicio más grande de la causa que ya tuvo otros tramos en 2010, 2013 y 2017.
Lucas Mac Guire y sus hermanos, Santiago Garat y sus familiares y el propio Roberto Pistacchia en persona declararán en el juicio. La reconstrucción de las historias de los detenidos en el Ceferino Namuncurá será fundamental para demostrar qué nivel de complicidad existió entre las autoridades eclesiásticas y los altos mandos militares. Para la abogada querellante, Gabriela Durruty, pruebas sobran: “Es una clara muestra de la responsabilidad como autor que tuvo la Iglesia en nuestra región y en todo el país”.
A los testimonios se sumarán documentos sobre la venta de los terrenos pertenecientes a los salesianos a la Fuerza Aérea, que abonan la hipótesis de que se buscaba ocultar lo ocurrido, pero también desvincular a la Iglesia de responsabilidades. Por medio de información del Registro de la Propiedad y archivos provinciales, pudieron reconstruir que una vez comenzado el proceso de legalización de Mac Guire y Pistacchia se produjo una suerte de “enroque” con un terreno que estaba lindero al Liceo Aeronáutico Militar.
“Nosotros vamos a denunciar a la Iglesia porque fue coautora. Los hechos ocurrieron en una propiedad de la Iglesia cedida para el secuestro, la tortura y los tormentos. Y un año después de lo que pasó firmaron un boleto de compraventa. Nosotros presentamos pruebas de que fue vendido a la fuerza aérea”, cuenta Lucas Mac Guire. “Para que se haya dado esa venta había algún tipo de interés. Y es que ahí se llevaban personas para torturarlas, para atormentarlas y eventualmente asesinarlas. Eso es una forma típica del terrorismo de Estado deshacerse de esos lugares haciendo ventas fraudulentas o falsas, para que no se los pueda vincular con ese centro clandestino”, añadió.
Para Durruty, la vinculación de la Iglesia con el terrorismo de Estado está presente también en otros hechos o situaciones: “Cada centro clandestino de detención contaba con una asistencia de la Iglesia, ya sea policial o militar. La figura del capellán era clave no solo porque tenían presencia en los centros clandestinos, sino que además manejaban al detalle los números de la represión, los lugres de detención, los últimos destinos de los compañeros y compañeras secuestradas”.
En la región, Eugenio Zitelli fue el capellán de la Policía de Santa Fe que comandaba Agustín Feced, entre 1964 y 1983. Varios sobrevivientes dieron cuenta de su presencia en el edificio del Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía de Rosario, donde daba misa, confesaba y hasta entrevistaba a los detenidos. Es decir que estaba al tanto de las detenciones ilegales en los centros clandestinos de detención. En 1986, pese a las denuncias que comenzaban a hacerse públicas, Zitelli fue elevado a la categoría de monseñor.
Fue procesado en el marco de la causa Feced III por asociación ilícita, privación ilegítima de la libertad y aplicación de condiciones tormentosas de detención contra 14 personas. El diputado provincial Carlos Del Frade llegó a denunciar que sus abogados eran pagados por el arzobispado rosarino. El 30 de marzo de 2018 falleció con 85 años y sin rendir cuentas ante la justicia en un proceso que lo iba a tener en el banquillo de los acusados. El caso que abrió las condenas contra miembros de la Iglesia fue el de Christian Von Wernich, ex capellán de la Policía Bonaerense, condenado en 2007 por homicidios, torturas y privaciones ilegítimas de la libertad. Tras conocerse ese fallo, la Conferencia Episcopal Argentina emitió un comunicado diciendo que si había miembros vinculados a la dictadura militar lo habían hecho “bajo su responsabilidad”.
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En la previa a las audiencias donde le tocará declarar, Lucas Mac Guire rearma en su cabeza la escena en donde los militares confunden a su padre con Roberto Pistacchia. Sostiene que ese momento es revelador: “Cuando Bolatti le habla a Jáuregui se lo hace desde un lugar de jerarca a un subalterno. Lo manda a buscar a mi padre y ningún cura manda a un jerarca militar a buscar a un prisionero. Queda claro que había un grado de jerarquía y lo vamos a sostener, como lo hicieron mi padre y mi madre mientras vivieron”.
En el juicio que transcurre, la querella llevada adelante por Durruty, sostienen la acusación por el delito de genocidio: “Nosotros decimos que lo que ocurrió en la Argentina no fue una suma de secuestros, tormentos, desapariciones forzadas u apropiación de niños, sino que fue otra cosa. Fue un delito mayor, que es el delito internacional de genocidio, y entendemos que ese es el delito que hay que elegir al momento de condenar. A veces es una lucha difícil en los tribunales federales nuestros, pero intentamos probar que ocurrió un genocidio y que el secuestro de Santiago fue parte de este plan sistemático”.
Foto: Fernando Der Meguerditchian