Foto: Fer Der Meguerditchian
Yo aprendí a desconfiar de las cábalas cuando tenía algo así como 10 o 12 años. Veníamos haciendo una temporada espectacular con mis amigos de las infantiles de Unión de Sastre cuando los del pueblo vecino nos arruinaron el campeonato. De ese día me acuerdo tres cosas: el calor que hacía, la tormenta que se vino después, y el baile fenomenal que nos comimos.
El equipo no anduvo bien. Y mientras nuestros rivales tocaban de acá para allá y nosotros la veíamos pasar, yo pensaba qué había pasado si había cumplido con mi ritual a rajatabla, ese que respondió durante todo el torneo. Si yo había almorzado los sanguchitos de jamón y queso caliente que me preparaba mi viejo todos los sábados; si yo había lustrado mis Puma Borussia con betún Cobra negro que ponía arriba del lavarropas, en el patio de casa; si yo me había santiguado tres veces con la mano derecha antes de entrar a la cancha; si me metí a jugar el partido con los cordones desatados, dando cuatro saltitos con el pie derecho, esquivando la línea de cal, por supuesto.
¿Por qué, entonces, nos estábamos comiendo semejante baile?
Creo que el partido terminó 1 a 0, pero seguro debimos haber perdido por más. Con el pitazo final del árbitro, tirado en el suelo de cansancio, masticando bronca, intentaba procesar la derrota pero no podía. No me reprochaba tanto mi lamentable papel adentro de la cancha, como la posibilidad de haber incumplido con todo el repertorio que rodeaba a los partidos de fútbol hasta ese entonces. ¿Había hecho todo bien? ¿Había usado el mismo trapito para limpiar los botines primero por la puntera de cuero y después por la lengüeta? ¿Qué pudo haber fallado? ¿Me había llevado mi pulserita roja contra la mala suerte?
Me prometí al instante que nunca más. Hasta ahí llegaba. Las cábalas me habían funcionado tan bien que las preguntas que me venían a la mente eclipsaban a las que en verdad tenía que hacerme: ¿había dejado todo dentro del campo de juego? ¿Había dado los pases correctos en los momentos indicados? Ese tiro libre del final, ¿estuvo bien pateado o convenía hacer la jugada preparada que ensayamos durante la semana?
Sin darme cuenta, mi cabeza fue procesando que ese listado de repertorios ridículos terminó teniendo un lugar más importante en un hipotético resultado, que el esfuerzo que uno podía dedicarle al objetivo final. Lo que había comenzado como un pequeño estímulo para redoblar las energías en la cancha se había impuesto por completo y en mi pensamiento los resultados ya no dependían de lo bien que juegue el equipo, sino de cumplirle al destino con toda esa parafernalia.
A contramano de lo que me gustaría, ese partido fue el puntapié inicial de una vida de escepticismo. Porque, ¿a quién no le gustaría encomendarse a lo que sea que garantice un camino allanado? Pero para mí no había vuelta atrás.
O al menos eso creía.
Desde antes que empiece el Mundial no dejo de pensar en mi abuelo. Él no era un tipo demasiado futbolero, pero amaba los mundiales. Seguía la liga argentina como la sigue quien mira el noticiero, ojeando algún que otro resumen. Por ahí aparecía un partido de fondo cuando el fútbol era televisado, no más que eso. Pero con el Mundial era otra cosa. Se miraba todo lo que su vida de jubilado le permitía. O sea, todo.
Una vez, de chico, le pregunté de qué hincha era. Su respuesta fue contundente: de Argentina, dijo. Yo tenía claro que todos éramos hinchas de Argentina e insistí. Así como yo era hincha de Independiente y la mayoría de mis amigos de Boca, le exigía a mi abuelo que incline la balanza para algún equipo. Pero en vez de responderme, el viejo trajo a la mesa una pila de diarios y revistas que repasaban hazañas y campeonatos del seleccionado nacional. El Gráfico, Goles, Clarín, La Capital. Y mi atención se dispersaba, y la respuesta quedaba flotando en el aire.
Las semanas previas al partido con Arabia me cayó la ficha de que este iba a ser el primer Mundial que no iba a ver mi abuelo. O una forma más egoísta de decirlo: iba a ser el primer Mundial sin mi abuelo, que tenía dos años cuando Argentina fue subcampeona de Uruguay en 1930. Me acordaba de lo que había disfrutado los últimos, pese a que los resultados no fueron los mejores, y no dejaba de pensar en lo que podría haber disfrutado este, que en la previa nos tenía como uno de los favoritos, después de ganar la Copa América en el Maracaná.
Pero en los cuartos de final con Holanda, especialmente, me acordé de mi abuelo. Y sobre todo cuando nos metieron el empate en el minuto 128 de partido, complicándonos un trámite que venía fácil, auspiciando un panorama completamente negro. Me lo imaginé sereno, con una sonrisa picarona, largando un “qué lástima”, o un “qué poquito que faltaba”. Bastante lejos de la calentura al borde de las lágrimas que manejaba yo en ese momento.
En el 2014 la semifinal con Holanda la miramos juntos en casa. Con mis viejos, mis abuelos, y un par de amigos que vinieron, seguramente por cábala. Ese partido fue sufrir y gritarle al televisor. Mi abuelo lo vivió tranquilo. Lo miraba sentado en una reposera al lado de la mesa, frente al tele, con vista privilegiada. En los penales me puse a su lado, agachado en el suelo. Y mientras yo gritaba desaforado las atajadas de Chiquito Romero, mi abuelo sonreía, otra vez, tranquilo. Y cuando ganamos nos estrechamos en un abrazo que fue más mío que suyo porque, otra vez, los festejos eufóricos no eran lo suyo. Aunque la procesión va por dentro y no tengo dudas de la felicidad que lo invadía.
Por eso, cuando el árbitro español Mateu Lahoz señaló la mitad de la cancha anunciando que el pase a las semifinales se definiría a penales, nuevamente contra el mismo rival, sabía que eso que me había prometido unos veinte años atrás no iba a ser posible de sostener.
Y fui en busca del abuelo. O mejor dicho de una foto de mi abuelo. O mejor dicho, de una de las fotos más lindas de mi abuelo, sacada con un celular, a la pasada, en la plaza del pueblo, por una vecina. En la imagen se lo ve de espaldas, abrigado, con una boina que protegía la cabeza, descansando un rato en uno de sus paseos diarios junto a Melba, su fiel amiga canina de muchos años. La perra tiene puesta una camiseta de la selección con la 10 en la espalda, que le había comprado mi abuelo y que sacaba a relucir todos los inviernos, pero que brillaba más en los inviernos mundialistas.
La que pasó en esos penales es historia conocida.
Ahora es domingo casi al mediodía y mis amigos preparan la picada para ver la final. Del otro lado está Francia que es el último campeón y viene bastante bien. Pero estoy tranquilo, porque nosotros tenemos al mejor del mundo, vos lo decías. Y por las dudas, si el partido se llega a complicar, si por las dudas vamos ganando y nos llegan a empatar otra vez sobre el final, como pasó en cuartos; si por las dudas el partido se alarga y vamos nuevamente a los penales, yo estoy tranquilo. Sé que todavía nos queda una salida más, un lugarcito más al que recurrir, alguien a quien encomendarnos.
Pero dejémoslo ahí.
Mejor ni pensarlo
Por cábala.