Vanina notó cambios en el comportamiento de sus hijos y descubrió que eran víctimas de abuso. Decidió realizar la denuncia pero a la dilación de la justicia y a la experiencia negativa se le suma la revictimización de los niños. La impotencia se transformó en ayuda y asesoramiento para otras víctimas. En el medio, un grupo de mujeres que no es indiferente a estas situaciones comenzó a organizarse en un pueblo donde estos temas se hablan poco o nada.
Por Ariana Moretti
— La persona es víctima en el momento exacto en que está siendo violentada, pero después hay dos caminos: te enroscás ahí y no avanzás, o dejás de ser víctima y pasás a exigir tus derechos y a pedir que se haga justicia. Cuando una exige justicia deja el papel de víctima pasiva para pasar a ser alguien que lucha en contra de eso y a ejercer un rol mucho más activo.
La que habla es Vanina. Vive en Zavalla, a unos 20 kilómetros hacia el sudoeste de Rosario. Una localidad que si bien creció en los últimos años, aún conserva una impronta pueblerina. Cuando ella habla el resto de las presentes hacemos silencio. Su gesto firme y la mirada fija en los ojos de quien escucha provocan la sensación de que va a decir algo importante, contundente, algo para atesorar. Habla con la sabiduría de alguien que pudo enfrentar sus propios miedos y prejuicios para levantar la voz y exigir justicia por la violencia ejercida sobre sus hijos. “Los derechos se exigen, no se piden por favor, es obligación que se respeten, que se cumplan. La mujer tiene derecho a sacarse la etiqueta del rosa-rococó-rosado y ser determinada”, nos dice.
Vanina fue detectando situaciones que le generaron sospechas: cambios en el comportamiento de sus hijos, en el vocabulario, entendió que algo pasaba. Hasta que esas sospechas se pudieron materializar en palabras y de ahí una procesión que comienza por dentro: “Primero lo negás, no podés creer lo que te está pasando. Sentís culpa, vergüenza, te sentís responsable por lo que pasó. Me llevó tiempo entender que no era mi culpa lo que había pasado, que yo dejé a mis hijos a cargo de una persona adulta que se supone que los tenía que cuidar mientras yo trabajaba. En este sistema la víctima es la culpable de lo que le pasa porque “algo habrá hecho”, pero nunca se piensa en que vos tenías una vida tranquila hasta que se te cruzaron unos reverendos hijos de puta”.
La historia de Vanina tiene sus particularidades, pero también funciona como un patrón de lo que les toca vivir a muchas mujeres que, después de procesar lo sucedido, deciden acudir a la vía judicial. Y si bien asegura que la denuncia “es sanadora”, reconoce que el camino no es fácil porque lo vivió —lo vive— en carne propia. “El sistema judicial no es justo”, dice con contundencia. Recuerda una escena que lo describe: en una de las audiencias, un fiscal pretendía que su hijo, la víctima, brinde detalles de lo sucedido con un vocabulario que no conoce un menor de edad. Lo único que podía decir el niño era “me hicieron mal acá”, señalando sus genitales. “Para algunos fiscales eso no alcanza a pesar de todas las pruebas médicas que corroboraban el abuso, por lo tanto, en mi caso, todavía no se pudo hacer justicia”, explica.
Su experiencia cobró un sentido fundamental: el de acompañar a otras familias que pasan por una situación similar. Está claro que nada disipa el dolor y la bronca, pero sus palabras significan un apoyo sustancial; conocer la experiencia de otrx aporta algo de claridad a la confusión de sentimientos que se desata ante lo implacable y lo injusto de la violencia.
Una vez que pudo delegar en sus abogadas y psicólogas todo lo relacionado a su causa, empezó a preguntarse qué podía hacer con lo aprendido en esos meses y cómo evitar que algo similar vuelva a ocurrir. Transformar el dolor en algo bueno para ella, para sus hijos y para quienes lxs rodean.
“Primero fui a alertar a otras familias que habían confiado a las mismas personas el cuidado de sus hijos. Fui con la denuncia, con todos los papeles y aun así no me creyeron. Frente a esas situaciones lo único que una puede hacer es contar las cosas, pero la decisión posterior debe ser del otrx, una no los puede obligar a nada porque si no termina siendo tan violenta como el abusador”, explica. Y destaca la importancia de entender que cada persona, cada familia, tiene sus tiempos: “Hay que trata de brindar herramientas, pero sin ser invasiva ni poner la responsabilidad en la víctima si no está preparada para hacerlo. Para eso es fundamental la empatía mutua que se genera cuando dos personas pasaron por situaciones de abuso o violencia”.
En un principio, la sensación presente en Vanina era que debía hacer más, nada le alcanzaba, luego comprendió que la justicia nunca le iba a alcanzar para aliviar el dolor ni para borrar lo ocurrido. “Hacé de cuenta que pasa un tsunami por tu vida, solo quedan escombros y tenés que reconstruir todo desde la nada. Después entendés que no vas a poder impedir que esto vuelva a pasar, pero sí podés colaborar y ayudar a alivianarle un poco las cosas a aquella persona que ha sido víctima. Yo encontré cierta calma en ayudar e intervenir con otrxs, calma que aún no me dio la justicia”.
Donde se conocen todos con todos
Se estima que en Zavalla viven unas 10 mil personas. Los datos del Censo realizado en mayo pasado le darán sustento a una sensación de crecimiento en los últimos años basada en algunos hechos puntuales: una migración de rosarinos en busca de calma, pero sin alejarse demasiado de la vida citadina; las facilidades para el acceso a una casa propia a partir de la construcción de nuevos barrios y la aparición de loteos; y el crecimiento de la Facultad de Agronomía, instalada hace ya unos 25 años, que derivó en la instalación de una población estudiantil que también elige el pueblo como proyecto de vida.
Pese a eso, la localidad aún conserva ciertas costumbres pueblerinas, como la mansedumbre a la hora de la siesta, o la ida a la plaza los domingos en familia. Pero también ciertos vicios, propios del conocimiento “todos con todos”; una mirada social estigmatizante y aplanadora, una especie de resignación ante las cosas que pasan porque “esto es así y siempre lo fue”. Y ante esto, toda voz individual que rompa con esa inercia, que denuncie, que se rebele frente al acostumbramiento, puede ser sancionada.
El análisis tiene su correlato en una familia que se animó a denunciar una situación de abuso y sufrió un robo en su hogar. Eso en un lugar donde todavía se puede caminar por la calle sin sufrir arrebatos, donde se puede dejar las bicicletas sin candado en la calle y encontrarlas al regresar. Por eso las organizaciones feministas de Zavalla se preguntan si en verdad es casualidad que un grupo de personas ingresara a esa casa del pueblo, durante el mediodía de un día hábil, en una zona concurrida. ¿Qué resortes siniestros se activan frente a estos hechos? ¿Cómo no pensar que este doble hostigamiento sea una especie de reprimenda porque en vez de someterse se sobrepusieron al miedo?
Así todo, no es lo mismo denunciar hoy violencia de género o abusos infantiles que hace algunos años. La valentía de quienes preceden la lucha allanó bastante el camino. Pero no deja de sorprender la resistencia y el miedo que genera aún hoy estas situaciones en comunidades pequeñas. Quizás la mayoría de las personas apoyan y realmente se identifican con el pedido de justicia, pero no son demasiadas las que se atreven a acompañar el reclamo participando de una manifestación o realizando acciones en pos de cambiar esta realidad. El miedo y la indiferencia aún campean a sus anchas en el pueblo.
Mujeres en marcha
Poco más de un año atrás, convocadas por el 8M, un grupo de mujeres, comenzamos a reunirnos en la plaza central del pueblo. Se trata de un lugar concurrido, ubicado sobre la ruta, un espacio recreativo, atractivo para las familias y las infancias, donde se realizan ferias y festivales. Un lugar que el Municipio se interesa en mantener “prolijo y cuidado”, y por eso impidió la concreción de un mural en una de las paredes de la Terminal de Ómnibus, con el que las mujeres del pueblo buscábamos conmemorar el Día Internacional de la Violencia contra la Mujer, en noviembre del año pasado. Una prolijidad que implica tanto blancura como silencio.
En aquel primer encuentro la convocatoria asombró: unas 50 mujeres que se reunieron a partir de la iniciativa de un grupo de mujeres que tuvo la predisposición para imaginarlo posible. La mayoría se enteró por redes sociales y manifestó un interés genuino: era la primera vez que se organizaba una movida por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora en Zavalla. Por primera vez las mujeres del pueblo tuvieron una opción local para encontrarse, dialogar, organizarse y manifestarse.
Con algo de timidez pero mucho entusiasmo, las presentes nos congregamos en una ronda grande en la que comenzamos a compartir experiencias personales sobre distintos tipos de violencias que atravesaron o atraviesan. Escucharnos sirvió para darnos cuenta de que ese hecho cotidiano que parece intrascendente en realidad no lo es, que esa incomodidad, vergüenza, culpa o enojo que alguna vez sentimos forma parte de la sucesión de pequeños actos violentos que el sistema patriarcal reproduce y ejerce sobre nuestros cuerpos. Una verdad ya dicha y conocida, pero que se potencia cada vez que se hace cuerpo en alguien que lo reconoce.
Pero el encuentro no quedó solo en eso. Muchas entendimos que se estaba gestando algo importante, muchas nos sentimos parte de algo. Allí nos reunimos las desajustadas y las extranjeras, en el sentido amplio y metafórico de la palabra y por eso fue muy potente. Con idas y vueltas, diferencias y altibajos fuimos construyendo un espacio de encuentro y militancia que fue y sigue dando sus frutos. Y que confluyó algunos domingos atrás en una marcha con el objetivo de visibilizar la violencia naturalizada y silenciada en la comunidad. Marchamos con las víctimas para decir que les creemos, que las acompañamos y para que sean los violentos y los encubridores quienes tengan que esconderse.
Para eso nos reunimos en la plaza y pintamos carteles donde dejamos escritos nuestros deseos. Mujeres de todas las edades, solas o con sus hijxs, aportando restos de pintura, fibrones, papeles, telas, tablas de cajones, improvisando formas de expresión para una necesidad, poniéndole palabras a tanto silencio y ahuyentando con el trabajo colectivo los miedos heredados.
Mujeres de todas las edades, grandes y chicas. Como una señora mayor que lamentó no poder sumarse, pero acompañó con aplausos el paso de la caravana, quizás pesando en una mejor vida para su nieta. O como Lourdes, de 13, que se sumó a la Asamblea de Mujeres y Disidencias Sexuales de Zavalla después de participar en la marcha del 8M en Rosario.
A Lourdes se la ve decidida y resolutiva, parece mucho más grande de lo que es. Cuando supo que en el pueblo se estaba gestando un grupo para pelear por los derechos de las mujeres decidió que quería ser parte de eso. Dice que la enoja mucho cuando en la escuela se pasan por alto situaciones de violencia que deberían analizarse en el marco de la ESI (Educación sexual integral), observa que la mayoría de sus docentes se niegan a hablar del tema y se hace evidente el rechazo que tienen hacia esta ley que desde hace varios años es un derecho de niñxs y adolescentes. Por eso dice que se suma: para que sus opiniones sea escuchadas y no silenciadas. Durante la marcha va acompañada de su madre. Ambas levantan un cartel con un mensaje que nos abraza y conmueve a todas: “Abuelita, vine a gritar lo que a vos te hicieron callar”.
A la marcha se fueron sumando distintos grupos de mujeres que, entre tímidas y curiosas, agarraban los silbatos que se repartían desde la organización para hacer ruido y despertar de la siesta a lxs indiferentes. Recorrimos las calles y plazas principales con carteles, cantando con el corazón atravesado en la garganta, con la sensación de que mucha gente nos acompañaba, que las 80 personas que formaban una caravana de dos cuadras marcaban un antes y un después en la vida social del pueblo. Nos cruzamos con familias que estaban disfrutando del sol y tomando mates, que nos miraban impávidas y otras que corrían la cara al grito de “Señor, señora, no sea indiferente, nos violan a las pibas en la cara de la gente”.
Ese día entonamos un grito colectivo para pedirles a lxs vecinxs que no se desentiendan de estos hechos; para decirle a las víctimas que se atrevan a denunciar; para exigir al poder político que se apliquen políticas públicas preventivas y de concientización sobre el tema. También fue una manera de decirle a los violentos que no van a contar más con la complicidad del silencio. Un grito, un deseo, una esperanza, la bronca acumulada cuando se acercan otras personas a contarnos lo que les pasa y sentimos que no alcanzan las herramientas de contención, no alcanzan los circuitos que dispone el poder judicial, no alcanza la voz pero seguiremos gritando.
Cambios
Unos días después del evento, Vanina cuenta lo que significó para su familia la marcha, casi dos años después de la situación que le tocó vivir. Nuevamente lo relata en una escena: dice que su hijo pudo contarle a sus primos mayores el por qué de la manifestación y lo que le había pasado aquella vez. Y entonces sus primos lo acompañaron a marchar. A la movilización, el niño llevó un cartel donde dibujó al abusador con una raya roja de prohibido. “Quizás ahora puedan enfrentar la experiencia de la Cámara Gessel sin que sea tan traumático como lo fue en aquel momento” dice Vanina esperanzada.
“Yo decidí no exponerlos más a esa situación porque era violentarlos otra vez. En mi caso, mi deseo siempre fue que se haga justicia en lo penal. Pero me di cuenta de que para que eso se cumpla yo tenía que forzarlos a que hablen, exponerlos y obligarlos. Por eso me paré ante la justicia, no van a abusar más de mis hijos, ni la justicia, ni yo para cumplir mis deseos. Hoy tienen herramientas que otros chicos no tienen. Y sería bueno que todos la tengan. Por eso hay que formar equipos de personas preparadas para recibir las denuncias, ayudar, contener y acompañar a las víctimas hasta que puedan hablar, no se las puede forzar porque en vez de ayudar terminás siendo un victimario más”, reflexiona.