Los clubes de barrio aparecen como uno de los pocos espacios de esparcimiento seguros que quedan en muchos barrios de la ciudad. Pero los directivos advierten que ese escudo protector comienza a resquebrajarse. A las dificultades económicas para seguir sosteniendo los espacios se le suman los miedos y precauciones para que el club siga siendo ese lugar de contención de infancias y juventudes. Una hora más en el club es una hora menos en la calle, pero la disputa se torna cada vez más desigual.
Fotos: FB Club Defensores Unidos
En invierno el Club Defensores Unidos de Rosario se activa con la noche. Cuando todavía quedan algunos rayos de sol los más chiquitos, que recién salen de la escuela, llegan y empiezan a corretear por las canchas terrosas del club emplazado en el corazón de barrio Ludueña. Pero en esta época del año el entrenamiento de verdad arranca entrada la noche. Como una suerte de estímulo que se activa más con los reflectores que cuelgan bordeando el perímetro del campo de juego que con el sol abatido del final del día.
–Acá los chicos se van después de las 8 de la noche y la primera a eso de las 10.30. Ha pasado de robos de bicicleta en la zona, o pibes que les sacan los bolsos. Pero nunca algo así…
El que habla es Adalberto Conti, involucrado en la institución desde toda la vida, presidente del club desde hace un año y medio. Habla con todo el peso de su cuerpo apoyado sobre su rodilla izquierda; el pie hace equilibrio sobre los troncos que sirven de asientos para los padres que se acercan a ver las prácticas. De fondo un grupo de chicos que debe tener entre 8 y 10 años ensayan una pelota parada; la jugada no termina en gol pero el técnico felicita los movimientos. La escena está inundada del olor que largan unos 80 pollos que se cocinan desde hace un rato al calor de las brasas y que ya fueron vendidos a 1.500 pesos cada uno en el bufet que está a pocos metros. En Defensores Unidos todo está a pocos metros: el bufet, la cancha chica, la cancha grande, los vestuarios, el camping que está por hacerse. Hace un rato largo que es de noche.
–Creo que fui uno de los primeros que me enteré y ahí empecé a llamar a los técnicos de primera, de comisión directiva, y nadie sabía nada. Y entonces me llegué hasta el lugar y me dijeron que ya estaba…
Cuesta hablar de la muerte y más cuando se siente cercana. Adalberto habla de la muerte de Esteban dejando las frases en suspenso, buscando que se cumpla aquello de que lo que no se nombra no pasó.
Esteban Cuenca tenía 30 años cuando el sábado 6 de agosto murió de un disparo en el pecho y uno en la ingle. Jugaba en la primera de Defensores Unidos y era un activo colaborador del club. Ese día estaba junto a sus amigos cocinando empanadas para vender porque necesitaban 180 mil pesos para costear el viaje a un torneo de fútbol en Derqui, provincia de Buenos Aires. “Los pibes de Ludueña”, como se denominaba el grupo, estaban reunidos en una casa de Velez Sarsfield y Magallanes cuando vieron correr a una persona y al rato tres motos que sacaron armas y abrieron fuego en el lugar. En la balacera fueron heridas cinco personas, entre ellas un nene de 9 años y una nena de 12 a la que una bala atravesó el empeine. Esteban, “Chuchu” para los amigos, falleció en el acto.
La hipótesis brindada por el fiscal Adrián Spelta es que en una plaza de la zona un menor de edad vendía drogas y que las personas armadas en moto, pertenecientes a una banda contraria, fueron a buscarlo al lugar para matarlo. En la fuga el joven pasó corriendo frente a la casa donde se encontraban esa tarde Esteban y los amigos, que terminaron recibiendo los disparos. Los vecinos dicen que se escucharon decenas y decenas de balazos. La policía arribó al lugar minutos después y se encontró con un clima denso en el barrio. Una mezcla de hartazgo y bronca por ver una escena repetida y la muerte de un pibe comprometido con las instituciones del lugar. Los vecinos se lo hicieron saber a los policías que intentaron llevar calma disparando perdigonazos al aire. Los videos que quedaron registrados son estremecedores: gritos, disparos y las luces azules de los patrulleros de fondo.
Unos días después los amigos y familiares hicieron un abrazo solidario frente al Defensores Unidos. Como suele ocurrir con muchas víctimas, Los pibes de Ludueña enfrentaron un doble estigma: el dolor por la pérdida de un amigo y la necesidad de tener que salir a aclarar que ellos eran gente de bien, laburantes, que no estaban haciendo nada malo.
–En un momento vienen tres motos lento por la calle y cuando se quedan en frente de nosotros yo veo que uno saca un arma de la cintura y lo único que digo es que se tiren al piso. Yo intenté cubrirme la cabeza con la rueda de la moto, con las manos. Fue cuestión de un segundo ver la cantidad de tiros que nos tiraron, de confusión nomás, porque no era para nosotros. Ellos venían buscando a alguien porque no puede ser que tiren a matar. Además no le hacíamos mal a nadie, la gente que estaba adentro era toda trabajadora. Estábamos vendiendo empanadas para ir a jugar al fútbol, hermano– comentó uno de los jóvenes al móvil de Canal 5.
Adalberto recuerda a Esteban como uno de los pibes que se crío de chiquito en el club y que hizo todo el recorrido que hacen los chicos que se crían en un club: baby, inferiores, primera división. Toda esa contención brindada por la institución del barrio Chuchu la devolvía participando para que el club crezca. “Fijate que hoy estamos haciendo una pollada y a los pollos los iba a repartir él”, dice Adalberto señalando a un hombre que espera sentado en el caño de su bicicleta que terminen de trozar el pollo para llevárselo a su casa.
Al club asisten alrededor de 300 chicos y chicas que realizan fútbol masculino y femenino en sus diversas categorías de la Liga Rosarina. En inferiores el club juega en la C y está primero para ascender; en primera están en la B, en el pelotón de los de arriba de la tabla con el mismo equipo que el año pasado estuvo a punto de descender, peleando hasta la última fecha mano a mano con Argentino de Rosario. “Mandamos a un grande a la B, no a cualquiera”, dice Adalberto al que ni el reciente logro deportivo le saca la congoja de su cara.
Por estos días estaba previsto renovar la pintura de todo el club. Ya estaban los tarros de pintura comprados: blanco, rojo y amarillo que marcan la identidad de la institución. Pero el asesinato de Esteban retrasó los planes. Adalberto señala una pared con pintada de blanco que parece fresca y que mira hacia el medio de la cancha principal. Ahí van a hacer un mural en homenaje a Chuchu, esperan poder inaugurarlo el próximo partido de local donde también harán un minuto de silencio y entregarán unas camisetas con nombre de Esteban a la madre, a la pareja y a su hija. También está previsto hacer una suerte de “camping” en el pulmón verde que queda entre las tres canchas del predio. El camping Esteban Cuenca.
A pocos metros de donde se proyecta el mural hay un boquete. Adalberto menciona como uno de los avances de su gestión el cercamiento del club con un tapial que delimita el perímetro. Se hizo hace poquito, pero también hace poquito se lo rompieron.
–No sabemos si quieren venir a robar a acá, o si roban en otro lado y vienen a esconderse al club. El año pasado encontramos una moto robada que nos dejaron ahí tirada. Llamamos a la policía y no vino. Estuvo todo un día acá y tuvimos que llamar dos veces para que vengan a verla. Después supimos que se la habían robado a un vecino que vino a agradecer.
Finalizado julio el departamento Rosario registraba 163 homicidios, una de las cifras más alta de los últimos años, llegando a triplicar la media nacional. En el mismo período del año pasado las muertes violentas habían sido 128, mientras que en 2020 el guarismo llegaba a 117. Pero los números en la ciudad son una foto que queda vieja rápido: en 18 días de agosto se registraron 20 asesinatos. Ludueña y Empalme Graneros aparecen entre los barrios que más asesinatos registran. Y agosto perfila a posicionarse como uno de los meses más violentos de los últimos años.
Nada de esto es nuevo para la gente del club que, sin demasiadas herramientas para brindar soluciones, optaron por hablar de frente con los chicos:
–Justo el miércoles pasado nos habíamos juntado con los directivos, coordinadores y técnicos de inferiores para decirle a los chicos lo que estaba pasando. Que nos podía llegar a tocar a cualquiera. Les pedimos que del club se vayan derecho para su casa. Porque los chicos quieren quedarse hablando del partido, de la práctica, tomando una gaseosa en la esquina. Pero eso ya no se puede hacer.
Una vieja premisa fundada en códigos no escritos hablaba de instituciones que, independientemente del nivel de violencia o crisis que atraviesa un barrio, son intocables: uno es la escuela, el otro el club. Pero en último tiempo se encendieron algunas alarmas al respecto con enfrentamientos entre bandas que se dan en inmediaciones de estos lugares, o ataques directamente dirigidos hacia las instituciones. Las balaceras contra la Escuela Nº 1.994 “Santa Isabel de Hungría” y la Escuela Técnica Nº 472 “Crisol”, ocurridas en la madrugada del 14 de noviembre del 2021, en la previa las elecciones legislativas generales, fueron un llamado de atención. En una de ella dejaron una advertencia: “O se comunican con la mafia o siguen las balaceras”.
Otro hecho que generó preocupación fueron las más de 40 vainas servidas encontradas frente a la Escuela Nº 117 “Islas Malvinas”, en la zona sur de la ciudad. Los primeros rumores en la mañana del 21 de abril de este año hablaban de una balacera, pero luego se conoció que los casquillos habían sido colocados en el suelo como forma de intimidación. Un papel blanco con una amenaza escrita lo confirmaba: “A ver si se ganan el sueldo. Así que ocúpate de tu cargo y de tus zorras. Seños eran las de antes”. En otras escuelas el contexto lleva a prevenir: la escuela Nº 1.027 “Luisa Mora Olguín” decidió construir un muro perimetral para resguardar a alumnos y docentes de las reiteradas balaceras en la zona.
Con los clubes de barrio pasa algo similar. Todavía queda en la memoria la balacera contra el club Atalaya en mayo del año pasado, cuando dos personas en moto abrieron fuego contra el lugar a las 11 de la mañana. Los disparos contra la fachada del club del barrio República de la Sexta se dieron cuando un grupo de niños se ejercitaba adentro. Afortunadamente no terminó en una tragedia. Pero el listado de clubes víctimas de este tipo de ataques es más amplio: club Echesortu, club Unión Americana, club Amistad, club Defensores de América, club Padre Montaldo, entre otros.
Jeremías Salvo es presidente del Club Sunderland, también emplazado en el barrio Ludueña. Dice que todavía no les ha tocado afrontar ningún hecho grave como puede ser una balacera, pero son consientes de que podrían pasar. Salvo preside la Red de Clubes de Rosario lo que le permite seguir de cerca las problemáticas de seguridad que atraviesan las instituciones deportivas de la ciudad. “Es un tema que nos viene generando preocupación hace años y que se viene acrecentando. No solo los robos o actos de vandalismo sino que también ya empezamos a ver el miedo en los vecinos y los chicos del club con tema horarios, de llegar caminando, de dejar de usar la bici para ir al club porque saben que se la roban”, relata.
El dirigente sostiene que hoy en día los clubes siguen siendo el único espacio seguro para los niños y niñas de muchos barrios. Pero advierte que esa suerte de escudo protector comienza a resquebrajarse. Por eso reclaman un mayor grado de articulación con las áreas de seguridad para poder aportar su mirada. En concreto: ser convocados por la Junta de Seguridad provincial y trabajar en conjunto para que los clubes sigan siendo un lugar de contención en los barrios.
“Hoy es imposible pensar que podemos llevar a un nene a la plaza en barrios como Ludueña, Empalme y tantos otros jaqueados por la inseguridad. Hoy es el club es el único espacio que nos da una pequeña seguridad para cada uno de nuestros hijos e hijas”, expresó Salvo y agregó: “Quienes estamos en los clubes miramos todo con miedo porque cualquier cosa que suceda dentro de la institución es nuestra responsabilidad. Vemos que las motos van y vienen, que hay balaceras a dos o tres cuadras, que tenemos chicos y chicas que empiezan a dejar de venir por estas situaciones. Y esto se profundiza en los barrios más populares”.
En este contexto muchos clubes comenzaron a instrumentar una suerte de protocolo en caso de balaceras. En algunos está más institucionalizado y en otros son directivas «de sentido común» bajadas a los chicos y que consisten en refugiarse en algún lugar cerrado cuando escuchen ruidos de disparos, para permanecer allí hasta que el peligro pase. “Tenés esa opción o la de decirle a las criaturas que no vengan más”, resume Salvo.
Uno de los primeros en fijar el protocolo fue el club Argentina 78, en la zona oeste de la ciudad. Los directivos, viendo que el conflicto entre bandas narcocriminales de la zona se profundizaba y las balaceras se daban cada vez más cerca de la institución, les dijeron a los chicos que si escuchaban disparos se resguarden en el bar del club. Eso fue a principios de abril de este año. Al día siguiente de dar las instrucciones ya debieron ponerlas en marcha.
Entre las muertes violentas que azotan la ciudad preocupa la cantidad de niños, niñas y jóvenes que son blancos de estos ataques. Según los números del Observatorio de Seguridad Pública de la provincia, desde el primero de enero al 14 de agosto se registraron 179 homicidios dolosos de los cuales 39 corresponden a personas menores de 20 años. Si se amplía un poco más el margen, son 66 los jóvenes menores de 24 años asesinados en lo que va del año. Centrando la lupa solo en la ciudad de Rosario, desde principio de año mataron a 33 jóvenes menores de 30 años y a 56 menores de 24 años.
En las últimas semanas impactó y generó una fuerte conmoción en la sociedad la muerte de Lucas Vega. Por lo joven, por lo absurda, por lo repetida y por los sueños dejados en el camino. Tenía solo 13 años y estaba pasando el rato con su hermano y dos amigos en la esquina de su casa cuando un auto blanco disparó más de 20 balazos contra los chicos, todos menores de 15 años. Lucas recibió un tiro en el pecho que le quitó la vida al instante. Su hermano recibió un disparo en la pierna derecha por el que debió ser atendido en el Hospital Eva Perón de Baigorria.
El hecho ocurrió en el barrio Emaús, un territorio de casas bajas y humildes que se contraponen con el estilo residencial de Fisherton. El lugar tiene un historial de muertes violentas que se remonta varios años atrás. Ya en 2012 los vecinos manifestaron su hartazgo por la cantidad de pibes del lugar a los que veían morir en contextos de narcocriminalidad. Y se organizaron. Y decidieron ir al búnker donde todos sabían que se vendía droga y lo tumbaron a mazazos. Fue cansancio por acumulación, pero hubo una gota que rebalsó el vaso: el asesinato de un chico de 16 años. En el lugar se encontró droga para la venta, balas y un altar a San la Muerte.
Lucas jugaba al fútbol en las inferiores de Rosario Central y quería ser futbolista. Pero ningún chico llega a un club grande de la nada, todos tienen su potrero, su club de barrio; un laboratorio de ensayos de caños y gambetas donde se despierta la desfachatez, donde los tobillos se van amoldando a las patadas de los más grandes. Lucas hizo sus primeros pasos en el club 7 de septiembre, una escuelita de fútbol a pocas cuadras de su casa que lleva el nombre del barrio donde está emplazado, que a su vez rinde homenaje al día del metalúrgico, fecha en que se conmemora el nacimiento del Fray Luis Beltrán, quien estuvo a cargo de la fabricación de artillería para el Ejército de los Andes.
Dante Clavijo, su profesor desde el baby, dice que tenía condiciones para llegar a primera. Zurdo, rápido, habilidoso, enganche. Fue él quien lo llevó al club de barrio, pero también quien lo acercó a Rosario Central, donde lo recibieron con brazos abiertos. Durante la pandemia, cuando las actividades se cerraron, Lucas volvió a entrenarse en el barrio. Dice Dante que quería ponerse en forma para volver en buenas condiciones al club de Arroyito. Así como Dante recuerda sus descubrimientos como “cazatalentos” de fútbol, también recuerda a los pibes del club que la violencia les arrebató.
–Lucas no es el único. Tuvimos cuatro chicos más. Son hechos que no pasaron en el club, pero sí eran jugadores nuestros. Pibes de entre 18 y 25 años. Chicos que murieron en balaceras.
Dice que cuando se enteró de la muerte de Lucas no lo podía creer y que lo había visto el fin de semana anterior sin imaginar que iba a ser la última vez. Ese día el “Siete” jugaba de local en una nueva fecha de la Liga Rosarina y Lucas estaba acompañando a los amigos. Como presidente de la institución, Clavijo relata lo que cuesta sostener las instituciones barriales en un contexto económico complicado donde muchas familias ya no pueden si quiera abonar una cuota mínima: “Se hace muy difícil y no tenemos ayuda económica de nadie. Tenemos las cuotas y cobramos la entrada cuando jugamos. Tiramos con eso”.
Pero más que lo económico, a Dante le preocupa la deserción de los pibes, la cantidad de chicos que dejaron de ir al club en los últimos años, que desde la pandemia cuesta que los chicos vuelvan a los clubes. Ensaya una cuenta rápida: hoy tienen en el club unos 250 jugadores cuando en 2019 llegaban a 350 fácilmente.
–Hoy los chicos no están yendo e entrenar, muy poco. Y esto no ayuda nada. Hasta uno mismo tiene miedo. Antes teníamos cerca de 20 jugadores por categoría. Hoy si llegamos a 11 nos ponemos contentos. Y sabemos que pasa en todos los clubes.
En un escueto comunicado compartido en redes sociales, el club Rosario Central lamentó la muerte de Lucas y exigió el esclarecimiento del hecho. Lo propio hicieron desde las redes sociales de la Asociación del Fútbol Argentino. Fernando Komar, el coordinador de las divisiones infantiles de Central le dedicó un sentido posteo en Facebook donde reclamó que se haga justicia: “Los medios informaron el hecho como una noticia más, casi como un indicador estadístico. Tomó algo de trascendencia probablemente por la relación con un club de primera división. Pero mañana o pasado ya no se hablará más del tema y quizás nunca se conozca la identidad de las bestias desquiciadas que le arrancaron la vida a un niño que jugaba en la esquina de su casa. Esta muerte resulta tan monstruosa e injusta como la tendencia social a normalizar estos hechos aberrantes que en Rosario suceden a diario”.
Pero la pelota no era lo único que le interesaba a Lucas que también participaba del Programa Municipal de Ajedrez de Rosario, donde participó de torneos distritales como capitán del equipo entre 2017 y 2019. Claudia Abraham, una de sus maestras de la Escuela Nº 6386 “Cayetano Silva” de Fisherton, también compartió unas palabras en redes sociales que se viralizaron rápidamente y donde cuenta cómo el jovencito “de pirinchitos engominados” le pedía que postergue un ratito el recreo para terminar la jugada y así poderle dedicar un gol. “El lunes a la noche, a poquitos metros de su casa, una balacera terminó con su vida y con todos sus sueños, y yo siento que a mí también me arrancaron un pedazo de mi vida. Decime, Campeón, ¿cómo hacemos ahora para seguir sin vos?”, se pregunta la docente.
El lunes 3 de agosto los familiares, amigos, docentes y profesores de fútbol despidieron a Lucas en el cementerio El Salvador de la ciudad. El velorio se realizó en una sala de barrio Belgrano, la misma en que unas semanas después se despedirán los restos de Esteban Cuenca.