¿Es parte de la normalidad que, en lo que va del año cinco personas hayan muerto en comisarías de la provincia de Buenos Aires en casos que las fuerzas de seguridad definen como “suicidios”? ¿Y que hayan sido 25 las muertes en celdas provinciales durante todo 2021? La muerte de Daiana Abregú en la comisaría de Laprida, un pueblo del centro bonaerense que apenas supera los 10.000 habitantes, enciende –una vez más- todas las alarmas sociales.
Por Claudia Rafael en Agencia APE / Foto: Anred
Una joven mujer de 25 años, con un hijo de 9, con un nuevo proyecto vital, fue llevada a un calabozo de una comisaría clausurada judicialmente y sin habilitación para alojar a personas detenidas. Nueve horas más tarde, fue –casualmente- hallada sin vida, ahorcada supuestamente con su propia campera amarrada a los barrotes de una ventanita que no llegaba al metro y medio de altura.
El fiscal José Ignacio Calonje –de Violencia Institucional y Delitos Carcelarios de Azul- dijo a APe que “está desafectado en la causa un solo efectivo que es quien estaba cuidando el calabozo”. Y que “no se puede descartar ninguna de las dos hipótesis: un homicidio o un suicidio”. Escueto, de una brevedad que implica no decir nada, el fiscal sólo agrega que “tenemos todos los libros de la comisaría, las cámaras del hospital y monitoreo de la historia clínica y científica. Hoy voy a poder pedir todas las pericias”.
De todas esas muertes inexplicables, sólo unas pocas asoman del ostracismo en que ocurren. En escasas ocasiones se sale a la calle para reclamar que nadie puede morir suicidado dentro de un calabozo de escasas dimensiones y sin que ninguno de los policías del lugar se percate de que algo extraño está ocurriendo.
Claramente durante los días siniestros del terrorismo de Estado, un lugar de detención –particularmente algunos, como por ejemplo, la vieja cárcel de Caseros- era una suerte de laboratorio humano en el que se jugaba con las medicaciones, los dolores, las emociones hasta llevar al suicidio. En tiempos de institucionalidad el suicidio, la instigación al suicidio y el homicidio disfrazado de suicidio tienen otras características.
Las estadísticas de la Comisión por la Memoria dan cuenta de 225 muertes en comisarías desde 2012 y hasta diciembre de 2021. De ese número, el 35,82 por ciento fue caracterizado como “suicidios”; el 34,22 por ciento, por “causa desconocida”; el 10,16 por ciento, por incendio; el 14,97 por ciento por deficiente atención médica y el 4,27 por ciento, por agresión física.
Dicho de otra manera, un ser humano bajo custodia del Estado se puede suicidar en un calabozo a uno, dos o 5 metros de un oficial de policía sin que se dé cuenta. Puede morir bajo una causa desconocida sin que nadie acierte a definir el motivo porque, después de todo, se suele considerar como un sobrante social a una persona en esas circunstancias. Se puede fallecer en un incendio (causal de la que hay vastísimas historias: desde la masacre de Quilmes, el 20 de octubre de 2004; la masacre de Pergamino, el 2 de marzo de 2017 a la masacre de Esteban Echeverría, el 15 de noviembre de 2018). Se puede fallecer porque alguien reclame a gritos asistencia médica y nadie, absolutamente nadie, escuche su clamor. O se puede morir entre las cuatro reducidas paredes de un calabozo porque –como también suele ocurrir frecuentemente en las cárceles- se hace convivir a detenidos ya enfrentados entre sí previamente, en la vida cotidiana de las calles.
Las historias de los “suicidios” en comisarías encuentran vidas olvidadas mucho más allá de las fronteras bonaerenses. Como Guillermo Coco Garrido, que murió en enero de 2011 en el calabozo de la comisaría de El Bolsón. Tenía 24 años y lo acababan de detener tras un choque. Como Damián Sepúlveda, en Madariaga, el 13 de enero de 2013. En la primera autopsia se habló lisa y llanamente de suicidio. En la segunda autopsia, se evidenciaban entre 30 y 60 golpes en todo el cuerpo. Dos años después, en Godoy Cruz, Leonardo Rodríguez apareció muerto en un calabozo. El Observatorio de la Violencia de Estado de la provincia de Mendoza advirtió que la policía «intenta dejar firme la versión del suicidio, poniendo en duda las lesiones compatibles con tortura que la propia familia verificó en el cuerpo del joven, a quien además intentan desacreditar sugiriendo que tenía una alta concentración de alcohol en sangre». El 9 de noviembre de 2017, en la comisaría de Azara (al sur de Misiones), Facundo Sequeira, un joven deportista del pueblo, de tan sólo 18 años, apareció ahorcado una hora después de su detención. Nadie creyó en el pueblo esa tesitura. En abril de 2020, a días de declarada la pandemia, Florencia Magalí Morales, de 39 años, apareció ahorcada en la celda de una comisaría de San Luis. La primera autopsia cerró convenientemente en la tesitura del suicidio. La segunda autopsia reveló que el cordón utilizado no le pertenecía y nadie explicaba cómo había llegado a la celda y demostró, además, que “al cuerpo le faltan músculos, una arteria, el hueso hioides estaba sin fracturas”.
Daiana Abregú tenía 25 años. Un hijo de escasos 9. Un proyecto vital. Una contravención absolutamente menor la llevó a los brazos del Estado que, supuestamente, debía ampararla.
En nombre de la seguridad Daiana fue privada de la vida. En nombre de la seguridad, a un niño de apenas 9 años, le marcaron definitivamente la historia cuando sus afectos debieron contarle que su mamá ya no regresaría a casa. En nombre de la seguridad, las instituciones suelen truncar historias. Por no cuidar, por instigar, por promover o por dibujar la razón de una muerte.