Tres docentes de escuelas de barrio reflexionan sobre el contexto y el presente. Las desigualdades profundas y estructurales frente a la opulencia de una ciudad plagada de contrastes. El dolor ante la muerte de un alumnx y la construcción cotidiana de la esperanza. La ternura como acción política.
Hablar de ternura en estos tiempos de ferocidades, no es ninguna ingenuidad. Es un concepto profundamente político.
(Fernando Ulloa)
Foto principal: Amsafé Rosario
En su brazo izquierdo Laura Daoulatli lleva tatuado el nombre del barrio al que concurre a trabajar todos los días desde hace treinta tres años: Las Flores Sur. Cuando lo sitúa en el mapa hace una aclaración: “es la zona que está después de la Circunvalación, pegado al Saladillo”. Esa distinción marca el territorio; es el límite que establece, por ejemplo, hasta dónde ingresa solo una de todas las líneas de colectivo que hay en Rosario, la 140, la que a veces tiene una demora de hasta 50 minutos.
El barrio es uno de los extremos, en este caso hacia el sur, más postergados que tiene la ciudad y la Circunvalación funciona como una línea divisoria que profundiza aun más esa postergación. Laura, que es docente de música y licenciada en Pedagogía Social, transcurre gran parte de su día en Las Flores Sur; allí se ubica la escuela donde hoy se desempeña como bibliotecaria y la que le permite hacer lo que más le apasiona: recorrer el territorio que tiene estampado en la piel.
Conoce sus calles tanto como las líneas de su mano. En su relato aparece el amor y la potencia política de ese barrio y los recuerdos de épocas grises y complejas que lo afectaron: los saqueos del año 89, el neoliberalismo de los 90, la crisis del 2001. La vieja disputa entre Monos y Garompas y aquella balacera en la que quedó atrapada bajo el fuego de 15 tiros, hace siete años atrás. “Esto no empezó ahora” dice pero no duda en asegurar que el avance del narcomenudeo, en el barrio, “ha hecho estragos”. A eso le suma el impacto que provocó la pandemia a comienzos del 2020. “Fue devastadora. Recrudeció la grieta, la falta de trabajo, el desempleo, el hambre, la injusticia social. La falta de conectividad”. Y así como enumera casi sin parar algunas consecuencias post pandémicas, se pregunta y responde desde la impotencia: “¿Cómo está el Estado en el barrio? Desde la ausencia, así es como está”.
Román Gonzalez tiene 36 años, es licenciado en periodismo y docente de la escuela secundaria 569 “Carlos Fuentealba” del barrio Santa Lucía. Lo que al comienzo pensó como un lugar de trabajo temporario, se transformó luego en un espacio de pertenencia y compromiso con la docencia de la cual asegura haberse enamorado. Román elige una y otra vez dar clases en el “Santa” a pesar de un contexto social cada vez más complejo. “El que está en la escuela sabe en qué contexto trabaja y elegimos todos los días estar acá, aunque sepamos que la situación se pueda volver cada vez más tensa. Trabajamos con un compromiso y sin él, sin el grupo humano, no lo podríamos sostener. Las escuelas vehiculizan el hacer por el otro.”.
El barrio Santa Lucía está ubicado en el extremo oeste de la ciudad y su nombre suele estar asociado, por lo general, a crónicas policiales que dan cuenta de una antigua disputa de territorio por parte de bandas dedicadas al narcomenudeo. Pero más allá de esa violencia que a veces disminuye y otras se acentúa a medida que fluctúan las políticas inclusivas del Estado, en el Santa pasan otras cosas. De eso intentan ocuparse los docentes de la escuela Carlos Fuentealba que produjeron hace dos años atrás una serie documental para mostrar las tantas formas de solidaridad que hay en el territorio y las redes de contención que emergieron apenas comenzó la pandemia: la confección de bolsones, la articulación con otras instituciones del barrio, el fortalecimiento de la copa de leche, los dispositivos que se configuraron para acompañar a las familias aisladas.
Con un celular y una netbook del programa nacional que desmanteló el gobierno de Mauricio Macri, el Conectar Igualdad, alcanzaron a filmar dos episodios de una hora de duración. En el primero puede verse lo que fue la “nueva normalidad” de una escuela prácticamente vacía pero abierta a pensar estrategias frente a las necesidades de sus alumnxs y sus familias. Transcurría el mes de septiembre de 2020, plena pandemia de Covid-19. El documental recupera voces e historias de vecinxs del barrio, trabajadores de la institución y maestras de la escuela como Lourdes -docente de Peluquería- que recuerda y trae a la memoria a una de sus alumnas, Jéssica Duarte, asesinada tras una balacera ese mismo mes y ese mismo año en el barrio: “el día que ella falleció el barrio estaba sin luz. Me puso muy triste, era una chica que había comenzado el curso ese año y tenía muchas ganas de salir adelante, de vivir, de hacer cosas nuevas, de poder lograr hacer algo en su vida, y tenía hijos muy chicos. Fue un momento muy triste”. El segundo episodio recoge las voces de alumnxs de quinto y primer año y egresadxs de la institución que cuentan sobre sus proyectos, sus trayectorias pedagógicas, sus sueños, su vínculo con el barrio y todo lo que los afectó la pandemia.
Dos años después, Román valoriza esos dos primeros videos que llegaron a producir. “Queríamos mostrar otro tipo de noticias del barrio porque en general siempre aparecen para contar los hechos policiales. Pero quizás hoy generar eso nos costaría muchísimo, porque volvió el miedo”, dice y comenta una problemática que no aqueja solo a Santa Lucía como es, por ejemplo, la falta de colectivos o taxis después de las siete de la tarde.
Marcelo Vazquez es maestro, militante social y un trashumante de las escuelas de los barrios. En su trayectoria laboral aparecen muchas instituciones escolares de la periferia aunque desde hace cinco años concentra su tarea educativa en la Gesta de Mayo, la escuela que está ubicada en barrio Cristalería, en el extremo norte de Rosario. “Como muchos otros barrios, el emergente de la violencia urbana lo atraviesa. Y la realidad es que sentimos una enorme soledad por parte del Estado. Hoy la escuela es una de las pocas instituciones públicas que sigue siendo un lugar de referencia para los chicos y sus familias que nos demandan respuestas que obviamente no están encontrando en otros lugares, en otras áreas del Estado”.
Cuando intenta describir el territorio, Marcelo menciona las delimitaciones que parte en tres a la zona norte de Rosario y definen visualmente hasta dónde llega el mercado con su desarrollo mega inmobiliario y hasta dónde comienza a percibirse un corrimiento del Estado en su rol social: Boulevard Rondeau, el río y las vías del Ferrocarril. El paisaje se reconfigura cuando se cruza Rondeau, hacia un lado y otro del río. Después está la vía. Y después de la vía está “la decisión política de no ocuparse, de no tener presencia en esa zona”, dirá Marcelo y sumará: “A 45 minutos de la Bolsa de Comercio, hay familias que viven sin agua. Tres veces por semana va un camión a llevarles una cuba, y eso no pasa en una zona perdida del monte. Pasa a media hora del centro de Rosario”. Sin agua, escaso alumbrado público, enormes basurales, escasa conexión de transporte, sin calles urbanizadas. Para el docente es imposible disociar la situación de violencia que hoy impacta en la ciudad sin dimensionar “la profundización de las desigualdades que vienen desde hace décadas. Yo añoro esa Rosario que era más gris pero donde había fábrica y trabajo y no torres de alta gama y estos niveles de opulencia y conflictividad”, dice.
Lo que plantea Marcelo Vazquez no es tan diferente, tal vez, al análisis que la politóloga Luciana Ginga realizaba en una nota anterior con enREDando: “Es imposible hacer un análisis de la economía ilegal si no tenemos en cuenta las vinculaciones, los ríos subterráneos que conectan con las economías legales. Hay todo un sector inmobiliario, gastronómico, de consumo de alta gama que no lo pagan los sectores de clase media sino aquellos que tienen ese excedente de dinero para hacer uso de ese consumo. La economía ilegal es el aceite que hace funcionar los engranajes de la economía legal.”
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“En lo que va del año 2022, las franjas de edad que acumulan más víctimas son la que abarca entre los 15 y los 19 años y la que comprende entre los 25 y los 29 años”. Además, el 4,1 por ciento del total de víctimas en el Departamento Rosario hasta abril de 2022 tenía menos de 14 años. Más de la mitad del total de las muertes se dieron, en principio, en el marco de organizaciones criminales y/o economías ilegales. “En más de la mitad de las muertes violentas intencionales del departamento Rosario con hechos lesivos ocurridos entre enero y abril de 2022 se detectó un mandato o pacto previo en su ejecución.” Esta información se desprende del informe que elabora mensualmente el Observatorio de Seguridad Pública de la provincia de Santa Fe. Según esta misma fuente, el número de homicidios registrados en el Departamento Rosario entre enero y abril del 2022 fue de 97, cifra menor a la del año 2014 en igual período pero mayor a la del resto de los años. Además, casi ocho de cada diez de los homicidios durante ese período sucedieron en la vía pública y alrededor del 7% de las víctimas no eran las principales destinatarias del ataque.
Lo que se percibe detrás de este recorte de cifras es, por un lado, un componente de víctimas cada vez más joven y por el otro, un espacio público en los barrios cada vez más asediado por las balaceras y ataques planificados que, a veces, también se cobran víctimas colaterales. Entonces, las declaraciones de vecinxs y familiares a los medios de prensa suelen ser repetidas y tan dolorosas porque pareciera que no hubiera otra opción que la de tener que aclarar públicamente qué hacía o quién era la persona asesinada.
El homicidio en contexto narco, a su vez, opera para naturalizar -a nivel social- el historial de muertes que se concentra en las zonas más alejadas del cuadrante que delimita la avenida Pellegrini y Ovidio Lagos. Porque aunque el flujo del dinero de la economía ilegal circule por las zonas de mayor poder adquisitivo de Rosario, los muertos los siguen poniendo los barrios. No hay demasiados matices: casi todas las víctimas pertenecen a los sectores más vulnerados, casi todas son vecinas y vecinos, jóvenes de las zonas donde se acumulan los puntos rojos del mapa que elabora el Observatorio de Seguridad Pública, casi todas viven en barrios necesitados mucho más de políticas de inclusión que de una policía patrullando sus calles, en barrios donde la “disputa narcocriminal” también convive con otros modos de resolución de conflictos, o simplemente con la cotidianeidad de la vida social y la organización comunitaria, en barrios donde se enclavan escuelas que aún hoy siguen siendo “un bastión de la resistencia”, como las define Laura Daoulatli.
Pero a las estadísticas relevadas hasta el mes de abril habrá que sumarle los homicidios ocurridos durante los primeros 13 días de mayo, con un nuevo triple crimen en su registro: un papá, una mamá y una niña de seis años asesinados en un pasillo de barrio Tablada. Tras el brutal homicidio, el dolor una vez más colmó las redes sociales y los muros virtuales se transformaron en esos espacios que emergen para reponer la historia detrás de la estadística. Ambar Auri Azul Morera tenía seis años, cursaba el primer grado de la escuela María Madre Civilización del Amor ubicada en calle Uruguay al 4000, zona sur de Rosario y hasta los 3 años había concurrido al jardín Sapo Pepe de su barrio. Ellas, sus primeras maestras, la recordaron en Facebook: Hoy nos toca recibir esta triste noticia. Que en paz descanses Auri y flia. Gracias por dejarnos ser parte de tu vida, por tus abrazos cada día al llegar al jardín, por tus sonrisas, por tu amor y dulzura de cada día.
No es la primera vez que docentes despiden a sus alumnxs a través de las redes o a través de la prensa. Y no es la primera vez que las víctimas colaterales de una violencia recrudecida, son niños o niñas menores de 12 años. Habrá que remontarse al primer mes del año 2014 para recordar el crimen de Melani Navarro de solo 5 años. La niña quedó en el medio de una feroz balacera entre bandas y un disparo mortal impactó en su cabeza mientras jugaba en un asentamiento de la zona sur, la noche calurosa del 21 de enero en calle Flammarion al 4900. Pero también están aquellas otras historias tan tristes de pibes muertos, involucrados en el narcomenudeo, cuyas edades tampoco superan los 12 años. Esa edad tenía Rolando Mansilla, asesinado en el 2015 cuando custodiaba, desde el techo, un precario kiosko de droga en barrio Ludueña.
Ese mismo año el gremio de Amsafé Rosario impulsaba la campaña “Basta de matar a nuestros alumnos” frente a un creciente espiral de violencia que impactaba en las calles de los barrios. Tenían la necesidad de reconstruir la biografía escolar de niñxs y jóvenes “para que esa muerte no represente un número sino que se desnude su verdadera y brutal dimensión”. Desde Amsafé levantaban la consigna “los pibes no son peligrosos, están en peligro”, y por eso, a través de fotos y textos que aportaban docentes y compañerxs de grado, se propusieron reconstruir las historias de algunos de los chicos asesinados. “El pibe se va a laburar, a limpiar vidrios, a cuidar coches, y en el más terrible de los casos lo atrapa el narcotráfico pagándole 300 pesos por día”, decían docentes a enREDando en aquel año donde las cifras de homicidios daban cuenta de una tendencia que se complejizaría con el correr del tiempo: edades cada vez más cortas de jóvenes, en su mayoría varones, asesinados en las barriadas de Rosario.
En Cabín 9, año 2016, distintas organizaciones sociales, clubes y la comunidad educativa de la Escuela 1209 se organizaban para intentar poner freno a situaciones de violencia y tiroteos frecuentes en el barrio. En un comunicado ya alertaban al Estado, ensayando algunas posibles estrategias: “Día a día son más los niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad social que son empujados a los circuitos de delito y abuso de drogas. Paralelamente los espacios de contención social, de recreación y promoción de la cultura, la conciencia crítica, el deporte, la formación en oficios, son de más difícil sostenimiento y por lo tanto de más difícil acceso. Estamos convencidos de que es urgente terminar con la escalada de violencia, multiplicando los espacios de encuentro, apoyando a los clubes y espacios de contención social con participación de vecinos e instituciones comprometidos en construir una comunidad que pueda cuidar a sus pibes”.
En el año 2018 asesinaban a Federico Ayala, uno de los chicos que asistía al Bachillerato Popular de Tablada. Ya en ese entonces docentes del espacio educativo de gestión social denunciaban lo que, cuatro años después, estallaría en determinadas calles del barrio: “Hace años que denunciamos que Tablada es un barrio tan histórico como olvidado, donde la vida vale poco y la justicia no existe, donde las tramas de la violencia y la tranza ocupan los espacios de los que el Estado se corre, donde ese mismo Estado que no puede ofrecer un futuro con igualdad de oportunidades se expresa en el territorio en forma de fuerzas de seguridad, las cuales oscilan entre la complicidad con los circuitos delictivos y el verdugueo y maltrato a lxs pibxs”. Y recordaban quien era Fede: “como muchos jóvenes de Rosario llevaba una vida difícil, de pocas oportunidades y entornos de violencia, pero había elegido “rescatarse”, como dicen lxs pibxs cuando se reinventan un futuro. En ese camino decidió encontrarse con otrxs en el Bachi y comenzó a cursar primer año, pero la lógica perversa y violenta que atraviesa nuestros barrios populares le arrebató la vida antes de tiempo.”
En mayo de 2021 la Escuela 407 de barrio Las Flores se vió conmocionada cuando asesinaron, en la zona de Humberto Primo y Camilo Aldao, a Misael Godoy, alumno de quinto año. En una nota publicada en el Diario La Capital, una de sus profesoras decía: “No podemos comprenderlo, es terrible. Estamos todo muy conmocionados porque era un chico muy querido por todos los maestros y compañeros. Los porteros, los preceptores, la vicedirectora, la directora, están todos diciendo que lo vamos a extrañar. Era un chico muy respetuoso, nunca una respuesta de mala manera. Es la vida truncada de un pibe que era un amor, que tenia mucho potencial”. Así despedían a otro chico asesinado en Rosario. Pero arrancaba enero de este año y Víctor Emanuel Gonzalez Benitez era acribillado en Tablada. “Tenía 17 años, había transitado por intervenciones de distintas áreas estatales que no pudieron contener una vida que terminó arrebatada, como la de otros 175 menores de edad asesinados desde 2013”, escribía Martín Stoianovich, periodista de La Capital, en la crónica del diario. Seño, no llego a los 20, hace un par que lo vengo pensando, me matan antes, le había dicho Emanuel a Silvana D’Amelio, psicóloga, trabajadora de la Dirección Provincial de Niñez, Adolescencia y Familia y militante en barrio Tablada. Un presagio similar tal vez tenía Dalmiro, un chico que estuvo preso con 17 años en el ex Irar -Centro Especializado de Rehabilitación del Adolescente-. Allí mismo, en uno de los talleres, había contado a sus profes que su sueño era llegar a grande. Lo cierto es que Dalmiro tampoco pudo superar los 20 años de edad porque en diciembre del año pasado un disparo 9 milímetros acabó con su vida.
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¿Cuánto escuchó el Estado las voces y reclamos de docentes, organizaciones barriales, gremios y vecinxs de los barrios populares durante todos estos años? ¿Cuánto avanzó la economía delictiva gracias a los entramados de complicidad policial, judicial y política y cuánto replegó el Estado su función social? ¿Qué rol sigue teniendo la escuela en este contexto? ¿Qué consecuencias provocó la pandemia? ¿Cuál sigue siendo la principal insistencia de maestrxs que continúan llorando la muerte de sus alumnxs? ¿Cuántas Rosario caben en una ciudad?
El docente Román Gonzalez señala una realidad que traza la triste continuidad. Año 2022, el escenario es Santa Lucía. “Estamos viviendo otra vez un proceso de disputa territorial con bandas que están tratando de ganar territorio, ahora ya son bandas que vienen de zona norte, por ejemplo, o bandas de Zona Cero, es decir van acaparando otros barrios y eso recrudece el panorama. Otra cuestión compleja es que están todo el tiempo intentando llevar a los pibes trabajar con ellos y nos cuesta muchísimo sostener ese discurso de poder pensar en un oficio o un trabajo por más que este el Santa Fe Más, la escuela está abierta por fuera del horario escolar, pero eso no siempre alcanza. Y muchas veces logramos que vengan a estos cursos, pero nos enteramos que 1 de cada 3 se nos va de soldadito, es muy difícil porque si no termina en la crónica policial, termina preso. Es tremendo”.
Jimena Pietrodarchi es psicóloga y fue parte del equipo que en el marco del Programa de extensión universitaria de la Universidad Nacional de Rosario, coordinó hace unos años, el espacio de “talleres de expresión múltiple” que se realizó en el ex Irar. “¿Qué te gustaría ser cuando sea grande?” era una de las preguntas que le proponían a los chicos en el marco del taller de radio, con la intención de motivarlos a imaginar un futuro posible. “Recuerdo que uno de los chicos en el taller nos dijo “¿de qué futuro hablan? Para nosotros hay dos posibilidades: “o la tumba o la cárcel”. Por eso, creo que uno de nuestros desafíos es poder inscribir estas muertes dentro de otra línea. Que no quede en un número más dentro de la lista de homicidios”. Y por consecuencia, también sus vidas, decía Jimena a enREDando cuando fue entrevistada meses atrás: “la historia singular de estos chicos, sus trayectorias, sus experiencias vitales, sus potencias, sus deseos y también sus temores”.
Sobre eso hacen hincapié los docentes de la escuela Gesta de Mayo, de la Carlos Fuentealba y de tantas otras. Marcelo Vazquez habla de una “disputa de narrativas”. Por un lado, la de la ternura, que es la que intentan sostener a diario en la escuela a través de la escucha, el acompañamiento, el trabajo pedagógico y la posibilidad de imaginar junto con lxs pibxs, un proyecto de vida, en definitiva, una “narrativa de la humanización”, define Marcelo. Y por el otro “la narrativa de la violencia narco”, con todo lo que eso implica. “Estamos en esa puja y ojalá se resuelva a nuestro favor porque si perdemos esta batalla que es tan desigual, esta disputa simbólica y cultural, vamos a ser una sociedad cada vez peor. A pesar de todo, la escuela sigue siendo hoy el lugar donde hay un reparo de la ternura para las infancias y las adolescencias. Pero lo que yo estoy viendo es dramático. Es una situación muy difícil y se están haciendo recurrentes amenazas entre alumnos que tienen algún familiar vinculado a la economía del delito, y eso empieza a aparecer al interior de la escuela ante un determinado conflicto”.
Laura acompaña y reafirma lo que sostiene Marcelo. La realidad no es tan distinta aunque trabajen en escuelas ubicadas en extremos opuestos de la ciudad. “Muchas veces cuesta que lxs chicxs puedan visualizar que merecen un futuro digno”, que puedan ser protagonistas de sus propios proyectos. Para Laura, la escuela es fundamental, “no hay manera de lograr eso si no es, además, estableciendo un vínculo con las familias. Es clave que puedan confiar en nosotros”, dice la docente que además resaltará la importancia de acompañar la trayectoria de vida de los y las alumnas una vez que finalizan su tránsito por la escuela. “Hacer territorio es también, no abandonar a los alumnos porque terminan 5to año, es poder seguir viendo que están haciendo”.
Roman también insiste en la importancia y en la necesidad de tratar de romper con ese “destino prefijado” que pretenden instalar ciertos discursos sociales. “Hemos tenido chicos que han fallecido o han terminado presos, pero también hay algunos que van y vienen. El otro día una compañera docente me escribía para decirme: “acaba de salir de Coronda. ¿Adónde pensás que fue primero? Y me mandó la foto de Marito abrazándola, un alumno que está haciendo una trayectoria especial y que había ido a la escuela a saludarnos. En definitiva, se trata de hacer lo que se puede. No hay recetas. Lo que sí estamos viendo es cómo desde hace unos años el Estado se está replegando y cada vez más deja de asistir. La escuela contiene, y hacemos lo posible para acompañar aunque muchas veces el Ministerio nos diga que solo nos dediquemos a lo pedagógico, pero si a mitad de mañana los chicos se te empiezan a desmayar del hambre, es muy difícil sostener la situación”.
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Pedagogía de la presencia. A eso se refiere Marcelo Vazquez cuando explica el rol que para él sigue asumiendo la escuela. “Nosotros pase lo que pase siempre vamos a estar”. Pero no puede dejar de denunciar las condiciones de precarización y pésima infraestructura en la que se encuentran muchos establecimientos educativos ubicados en los barrios de la ciudad. En ese contexto, también trabajan los docentes. “Es indigno para los pibes y para los trabajadores. Hay escuelas sin gas, sin agua, faltan aulas, faltan cargos. En mi escuela tenemos dos grados juntos porque falta un salón, es decir hay dos maestras dando clases en una misma aula. Esto no puede pasar en esta provincia que es una de las mas ricas del país. Ahí está la ausencia del Estado que tiene que volcar recursos públicos para abordar el conflicto y atender la problemática”.
En marzo de este año y ante un nuevo inicio del ciclo escolar, Ate Rosario y Amsafé realizaron un relevamiento sobre el estado de las escuelas. Los números son preocupantes: sobre un total de 223 escuelas relevadas, en 55 % no funcionaba el servicio de gas, en el 41% la provisión de agua era inadecuada o nula, el 37% tenía problemas con la instalación eléctrica y el 41% contenía aulas sin ventilación cruzada. También denuncian la precariedad de los alimentos que llegan a los comedores escolares.
La pandemia, no hay duda, agravó y complejizó la situación social y económica en las barriadas rosarinas. Los docentes lo perciben y lo sienten. También reconocen un nuevo fenómeno: las migraciones que obligadamente tienen que hacer algunas familias, forzadas a abandonar su barrio debido a las amenazas, usurpaciones, balaceras. “Son migraciones producto de la violencia, yo tengo alumnxs que vienen de Tablada, zona oeste, que es el otro extremo”, dice Marcelo.
A pesar de todo, los tres coinciden en algo: “somos herejes de la esperanza aún sabiendo que es complicado. Los resortes del Estado dan respuesta a media o no dan respuesta. Pero todavía la escuela, que es una institución del Estado, sigue siendo el lugar que aloja a las infancias y las juventudes. Cuando un chico/a se abraza a las palabras es un cambio muy significativo en la vida de ese niño y esa niña, y ahí está la potencia de poder enfrentar estas adversidades. También está en la cotidianeidad y en el encuentro”.
Román destacará algunas historias que hablan de la vitalidad, de los proyectos a futuro y de la importancia de las políticas públicas cuando ponen en el centro, la vida de las juventudes de los barrios. Porque es tan cierto que en esos mismos lugares donde las disputas territoriales se dirimen con balas y la economía delictiva gana el terreno que el Estado no ocupa, también hay organización popular, lazos de solidaridad, militancia social, infancias soñando mundos, jóvenes que transitan por diferentes espacios, que van y vienen con toda la complejidad del contexto, trabajadorxs estatales precarizadxs atendiendo demandas y maestrxs intentando construir otros destinos posibles. “Desde el año pasado dos estudiantes de la escuela ingresaron a la Universidad, hubo un acompañamiento de la Secretaría de Bienestar Estudiantil, y era algo que no había pasado antes. Para nosotros fue un logro, lo vivimos como si fuera un mundial. Todos los días hay un montón de historias lindas que exceden la violencia cotidiana” aunque no siempre trasciendan como noticia.