Son hijos e hijas del exilio. Nacieron o crecieron en otro país a causa del Terrorismo de Estado impuesto en nuestro país. Debieron forzadamente partir de Argentina pero también debieron despedirse de su país de origen cuando sus familias pudieron regresar. ¿Qué relato propio construyen lxs hijxs? ¿Cuándo termina el exilio? ¿Existe el desexilio?. ¿Qué memorias conservan sus propias historias de vida?
“El exilio es indeble”.
“El exilio no caduca”.
“El exilio es una mierda”.
“El exilio es como una quemadura que nunca se va”.
¿Cuándo termina el exilio?
¿Existe el desexilio?
Violeta Burkat dirá que su identidad es “argenmex”. Un poco mexicana, otro poco argentina. Nació en el DF en abril de 1977 pero cuando tenía seis años vino a la Argentina dejando atrás parte de su primera infancia en su país de origen. Para su papá y su mamá -militantes de la juventud peronista en la zona oeste del gran Buenos Aires- el regreso significó el fin del exilio; del viaje obligado que debieron emprender en 1976 escapando de la dictadura genocida. Para ella apenas comenzaba.
Llegaron al país en febrero de 1983, meses antes de la restauración de la democracia. Violeta iniciaría primer grado en Argentina. En México se crio, junto a sus dos hermanxs que también nacieron allí, en una guardería donde casi todos los niños y niñas eran hijos de exiliados políticos que arribaban de distintos países. Vivió en comunidad, en una casa junto a otras personas que atravesaban la misma experiencia de sobrevivencia. “Formamos una red que en el exilio es una mezcla de familia y comunidad”.
Ya en Buenos Aires, en su etapa escolar, Violeta recuerda los silencios. No hablar demasiado, no explicar tanto. El exilio negado ante la mirada extraña o el dedo acusador. “Recuerdo que me decían que era hija de subversivos o al contrario, pesaba ese manto de sospecha sobre quienes se fueron, por haberse salvado”. De a poco aprendió la letra del himno nacional argentino porque el suyo era el de México. Aprendió quién era Carlitos Balá y de a poco, también, fue borrando su acento mexicano para evitar risas o preguntas incómodas de sus compañeros de clase. De a poco aprendió a cantar el feliz cumpleaños aunque en su casa, todavía, sigan entonando Las Mañanitas en cada festejo familiar.
De adulta, Violeta empezó a sentir la necesidad de construir un relato propio sobre la experiencia del exilio. No bastaba solo con escuchar o repetir lo que habían padecido sus padres como perseguidos políticos y víctimas del genocidio argentino. Era su historia la que debía poner en palabras o, mejor dicho, era su propia identidad la que necesitaba poder reconstruir. Así fue como decidió producir, para su tesis de grado de la licenciatura de Comunicación Social, un documental que llamó Argenmex. “Cada 24 de marzo me preguntaba sobre el exilio. Sentía que algo teníamos que decir”, dice. El audiovisual reconstruye coralmente historias personales de hijxs de exiliados en México. Todo circula alrededor de una cena: tacos, guacamole, cerveza y vino; risas, silencios, recuerdos, anécdotas. Tres horas de charla y 50 minutos de video. Una experiencia tan propia como colectiva. Una chispa encendida, dirá Violeta años después.
En ese momento comprendió que esa sensación de sentirse “sapo de otro pozo” durante gran parte de su infancia no le pertenecía solo a ella. Había un código, una vivencia, una experiencia en común más allá del idioma o la tierra del exilio con un montón de otrxs hijxs. Había toda una generación creciendo con ese mismo sentimiento dual, “con esos silencios, con esos miedos, con esa falta de entendimiento, con eso que una amiga llama la “soledad ideológica”.
Hoy Violeta conserva fotos, adornos mexicanos, recetas de comidas, una manta tejida por su abuela, dialectos, costumbres. El amor por su país natal y el amor por su país cuya nacionalidad decidió adoptar cuando el entonces gobierno de Néstor Kirchner lo habilitó por decreto en el 2004. Violeta encontró una tierra que la abrigó a los seis años y la que no quiere dejar porque también es la suya, porque lo cierto es que ella nunca eligió “ser extranjera”. Y sobretodo- encontró una palabra que resume su identidad o que al menos intenta explicarla: Violeta es argenmex.
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“Soy re platense” dice Diego, nacido en un pueblo llamado San Biase, al sur de Italia, en 1980. Cuatro años después vendría a la Argentina, en su caso, por primera vez aunque Diego habla de un “regreso” como lo fue para su papá, su mamá y su hermana que apenas tenía un año cuando debieron exiliarse en 1977. Su papá estuvo detenido – desaparecido en el centro clandestino conocido como el Pozo de Arana y luego pasó disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Después lo obligaron a dejar el país, junto con su compañera y su pequeña hija.
Cruzaron el océano, lejos de la Argentina, y llegaron a un pueblo italiano perdido entre montañas, “detenido en el tiempo”, recuerda Diego. Allí vivían sus bisabuelos y fue el lugar que los cobijó, el lugar donde Diego nació, el que figura en su actual DNI marrón con el número 92 millones que todavía conserva porque el sí decidió no gestionar la nacionalidad argentina por opción y lo explica: “No la tramité por muchas razones. Tengo toda una vida administrativa con este documento y con muchos problemas burocráticos en el medio, por ejemplo, que el Banco no encuentre tu cuenta porque debía buscar con la palabra ex antes del número, lo mismo pasaba en la Universidad. Pero cuando Néstor Kirchner dicta el decreto estableciendo que los que nacimos en el exilio teníamos el derecho de tener la nacionalidad argentina sin dar explicaciones, a mí me dio una gran alegría, fue un momento muy movilizador. Saber que tenía el derecho, más allá si hacía o no el trámite”.
Diego aprendió a adoptar un nuevo idioma: el español. Al igual que Violeta, aprendió a borrar rastros de su acento tano aunque entienda su lengua madre a la perfección. A sentirse “platense” y echar raíces en la ciudad donde estudió en la Universidad Pública que tanto ama, donde realizó un doctorado y donde viven sus dos hijas y su compañera de vida. Lo cierto es que Diego es “re platense” y “re argentino” pero se le llenan los ojos de lágrimas cuando cuenta lo que significó volver, veinticinco años después, al pueblo perdido donde nació.
-Los olores fueron un disparador de lugares y de cosas que están latentes, como dormidas, pero están muy arraigadas. Evidentemente es algo fuerte. Fue llegar y sentir el olor del pasto, de la vegetación, fue como volver a casa.
El regreso a San Biase a los 29 años removió preguntas que Diego evitaba hacerse ¿soy argentino o italiano? ¿puedo querer Italia?. Cuando estaba en la escuela sentía que todo el tiempo era evaluado ¿hasta qué punto era argentino, cuánta argentinidad había en Diego para sus compañeros de grado? Creció con esa dualidad, esa dicotomía constante hasta que pudo -con los años- entender que su identidad es toda esa mezcla, incluyendo las contradicciones: “Mi identidad se va rearmando a medida que va pasando el tiempo. Hoy puedo construir un relato propio de lo que fue mi experiencia en el exilio cuando puedo contárselo a mi hija de 5 años”.
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Sobre el final de la charla Amanda Canteloro menciona el nombre de la perra de la que tuvo que despedirse en Madrid, en 1984: se llamaba Natacha. Ella y sus dos muñecas de peluche son los afectos que guarda en su memoria tan fresca de aquellos primeros años en España, donde Amanda nació en 1980. A las muñecas pudo guardarlas en la valija cuando vino a la Argentina y hoy son los recuerdos tangibles que todavía conserva de su infancia. “Son míos, ni siquiera se las di a mi hija”, dice entre risas. A su mascota Natacha la vio por última vez en aquella casa donde vivió hasta los cuatro años de edad.
Su mamá se llama Gloria y es una de las sobrevivientes del terrorismo de Estado que hoy guía las visitas al ex centro clandestino de detención conocido como el Pozo, en pleno centro de Rosario. Gloria estuvo detenida en la Alcaidía de Mujeres y luego en Devoto hasta que logró salir del país y llegar hasta Madrid donde conoció al papá de Amanda, también exiliado político.
Los tres regresaron en 1984. Su papá se radicó en Buenos Aires, Gloria y Amanda en Rosario donde vive toda su familia materna. Dirá Amanda que esta ciudad es su lugar en el mundo y no duda ni por un segundo. Es que su tierra de pertenencia es Argentina -y Rosario particularmente- aunque haya tenido que tramitar dos nacionalidades: por un lado la española a los 29 años, (ya que la nacionalidad se la otorga la sangre y no el suelo) y por el otro la argentina cuando cumplió los 33. En un mes le llegará su tercer documento de identidad que vincula sus dos números anteriores. Esta inclusión en un único DNI es un logro y un largo reclamo de la agrupación Hijos e Hijas del Exilio que, en su momento, el entonces Ministro del Interior Florencio Randazzo dilató hasta que la actual gestión, a cargo de Wado De Pedro, motorizó en tiempo record. Una victoria frente a las múltiples dificultades burocráticas que deben y debieron sortear a lo largo del tiempo para lograr que su identidad sea reconocida.
“Siempre algo extrañas, siempre algo queda en la memoria. El exilio es un desarraigo total, en lugar, en personas, en colores, en olores. Es no estar, no tener”
¿Volver? Amanda dice que sí. Que regresaría a España solamente a visitar los lugares que recorrieron su papá y su mamá. Que es una necesidad hacerlo como también lo es poder conocer la historia de militancia de su viejo que falleció en 1993 y con el que tuvo muy poco contacto. Que también extraña. Que para ella, el exilio empezó en 1984 cuando por fin terminaba el de su mamá. Que recuerda el sabor de los chocolates que comía cuando era chica y que jamás volvió probar, y el olor de la Nutella untada en pan que le preparaba Gloria. Que borró, o tuvo que borrar, su acento español y que tiene flashes en su memoria: la casa, la playa, Natacha -su mascota- y el llanto de su mamá extrañando Argentina. “Siempre algo extrañas, siempre algo queda en la memoria. El exilio es un desarraigo total, en lugar, en personas, en colores, en olores. Es no estar, no tener”, dice.
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-Yo me crié con la palabra “volver”. Sabía que en Argentina estaban mis abuelos, mis primos, mis tíos. Que el tiempo que íbamos a estar en Venezuela era provisorio. Me crie con mis viejxs añorando todo: su vida, su país, sus amigos, su familia.
Verónica Yañez Pedrana tenía cuatro años cuando toda su familia tuvo que exiliarse en 1975. Primero viajó su papá, escoltado por el Ejército hasta las puertas del avión, y luego su mamá, ella y sus dos hermanxs menores. Vendieron todo lo que pudieron para costear el pasaje y partir hacia un país que desconocían por completo. Allá los recibió otra familia exiliada, esa red tan necesaria que se construye ante el desamparo. En Venezuela nació el cuarto de sus hermanos, el que Vero dice que se siente más argentino que venezolano: “El siempre cuenta que nació afuera obligadamente, que su país es Argentina”.
Aprendí el himno argentino recién a mi regreso, a los 13 años. Y hasta el día de hoy hay gente que me pregunta de dónde soy. Volver significó sentirse un poco extranjera
Vero es argentina, tiene dni argentino, vivió en el país hasta los 4 y regresó el 6 de octubre de 1984 con 13 años de edad. Pero dice que su corazón está partido al medio y aunque no sea futbolera, cada vez que juega Venezuela ella hincha por la Vinotinto. “Que no me toquen Venezuela” repite con humor y un enorme rastro de nostalgia. Es que no volvió a viajar a la tierra caribeña pero hacerlo es una deuda pendiente y por eso, su sueño es recurrente: alquilar un auto y recorrer cada una de las ciudades en las que vivió durante sus nueve años de exilio. Amigos tiene en cada lugar donde estuvo con su familia y siente que nunca pudo echar raíces en un barrio o una ciudad en particular, ni acá en Argentina ni allá en Venezuela donde, por trabajo, debían mudarse cada dos años.
Al igual que Violeta, Diego y Amanda, para Vero volver significó también “sentirse un poco sapo de otro pozo”. “Quienes regresamos a la Argentina continuamos siendo “el otro”, sobre todo en la etapa escolar. Aprendí el himno argentino recién a mi regreso, a los 13 años. Y hasta el día de hoy hay gente que me pregunta de dónde soy. Volver significó sentirse un poco extranjera e incluso tener que escuchar algún reproche como por ejemplo que te digan “jodete, para qué te fuiste”.
Vero vive en Rosario desde hace muchos años pero todavía dice que extraña. Durante mucho tiempo añoró las arepas y toda la comida venezolana hasta que al fin pudo conseguir la harina para prepararlas y aprendió la receta de las hallacas, típica comida que se cocina exclusivamente durante las fiestas de fin de año. Recuerda a sus mascotas: su perro Médano, llamado así en homenaje a los grandes médanos de Coro, la última ciudad venezolana en la que vivió, y su gato Mish. Extraña el país en el que vivió gran parte de su infancia. Dirá que tiene una patria, Argentina y una matria, Venezuela, que por su sangre corre el Caribe y que el exilio para ella, es el doble desarraigo que tuvo que atravesar en 1975 y en 1984.
Hoy conserva una caja con muchos recuerdos de su infancia: además de las fotos que le enviaban a sus abuelxs, un peine que le regaló su tío antes de partir forzadamente de Argentina y el pasaje de avión cuando decidieron regresar y despedirse definitivamente de Venezuela.
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“El exilio realmente era un tema callado, silenciado. La figura del exiliado estaba invisibilizada, como plantea Ana Longoni. No habían hablado de este tema quiénes tuvieron que irse perseguidos por la dictadura. Y menos esa segunda generación que los acompañó, sin poder de decisión. Las heridas de la última dictadura aún seguían abiertas y poco a poco siguen saliendo a la luz nuevas voces. Lo que sucedió de ahí en más con Hijas e hijos del exilio (HdEx) fue inédito. Juntarnos, debatir, intercambiar, hacer actividades en conjunto fue muy reparador, muy intenso para todxs. Nuevamente lo más importante fue relatar nuestra versión de la historia. En cada encuentro cada cual se presentaba, para darse a conocer y en ronda, todxs contábamos algo de nuestra historia. Y así cada uno podía escuchar la de los demás, pero sobre todo podía construir la propia”, describe Violeta Burkat. Ella es una de las miembras fundadoras del colectivo Hijos e Hijas del Exilio que tuvo su carta de presentación en el año 2006.
¿Cuál es nuestra identidad? ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? En muchos casos somos apátridas, extranjeros, indocumentados. Tenemos doble o triple nacionalidad, somos argentinos por opción, debimos cambiar el documento. En diferentes momentos de nuestra vida nos sentimos o decidimos ser argentinos. Otros, aún continuamos buscando un lugar de pertenencia donde construir nuestras vidas
Allí, el grupo formado por más de sesenta integrantes que viven en distintas partes del país y del extranjero, decían: “El exilio viola la integridad humana, coarta violentamente el derecho a vivir y crecer libremente en tu propia tierra. Estás forzado a irte del país, no hay elección. Esa fue la única posibilidad para nuestros padres de seguir con vida y de proteger la nuestra. Sentimos todo esto como una fractura, una ruptura innegable. Te arrancan de tu tierra y debes comenzar en otra parte. El cambio es dramático. Ese sentirse arrancado de lo propio, afecta profundamente al ser, altera su forma de vida y su propio presente. El exilio que nos tocó vivir es una violación a los Derechos Humanos. Una situación traumática y conflictiva que forma parte de nuestras vidas. Sus consecuencias han sido muchas y aún hoy persisten. Somos argentinos, pero también mexicanos, españoles, venezolanos, nicaragüenses, italianos, ecuatorianos, holandeses, brasileños, israelíes, canadienses, franceses, costarricenses, peruanos, suecos, etc. ¿Cuál es nuestra identidad? ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? En muchos casos somos apátridas, extranjeros, indocumentados. Tenemos doble o triple nacionalidad, somos argentinos por opción, debimos cambiar el documento. En diferentes momentos de nuestra vida nos sentimos o decidimos ser argentinos. Otros, aún continuamos buscando un lugar de pertenencia donde construir nuestras vidas”.
Amanda se sumó diez años después de su conformación. Fue gracias a una periodista que se interesó en la historia de vida de Gloria, su mamá, como supo de la existencia del grupo. Primero envió un mensaje por correo y al tiempo viajó a Buenos Aires a participar de una reunión. “No conocía a nadie, había como 30 personas y no sabía qué estaba haciendo ahí, pero a la media hora ya me sentía parte. No tenía que explicar nada”. Desde ese entonces, Amanda participa de cada uno de los encuentros virtuales, del libro sobre infancias en el exilio que están editando colectivamente y sueña con poder marchar por primera vez con la bandera de la agrupación el año que viene, para el 24 de marzo.
La primera sensación fue esa, la de entender que a otros les pasaba lo mismo que a mí y eso ya empezó a ser totalmente sanador
Amanda dice que ya no se siente “sapo de otro pozo” como le pasó durante tantos años. “Era estar y no estar al mismo tiempo. De no sentirme totalmente parte de un grupo de amigos, de un barrio, de un trabajo. No podía expresarlo con palabras pero era un sentimiento que siempre me acompaño”. Pudo por fin, y con ayuda profesional, reconocer la punta del ovillo para desentramar su propia identidad. No lo hizo sola. Encontró en otros hijos e hijas la misma historia, la misma experiencia de vida más allá de todos los colores y de todos los grises.
Diego sintió algo parecido. En su caso, se enteró de la agrupación a través de una docente que reconoció la huella del exilio en su número de DNI. Pasó tiempo hasta que decidió participar, recién en el 2020 y pandemia mediante, en una asamblea que fue virtual. “Fue muy movilizador. Me permitió poder visualizar angustias, y encontrarme ahí, en ese colectivo. Fue como una hermandad y la liberación de no tener que justificar ni explicar nada. La primera sensación fue esa, la de entender que a otros les pasaba lo mismo que a mí y eso ya empezó a ser totalmente sanador”.
Para Diego fue reparador encontrarse en el abrazo colectivo de otros hijxs nacidos en el exilio, sin embargo, reconoce que no todxs pueden verbalizar la experiencia o participar de la agrupación y menciona la historia de su hermana: “ella casi no puede hablar del exilio, se tuvo que ir del país cuando tenía un año y volvió a los 8. Y yo recuerdo lo difícil que fue para ella tener que armar la valija para regresar a Argentina. Tuvo que repartir sus juguetes entre sus amigos, elegir qué traer y qué dejar”.
El último 24 de marzo Diego marchó por primera vez con la bandera que hoy lo identifica. Sabía -días previos- que eso iba a significar una tremenda emoción. Es su lugar de pertenencia, son sus “hermanxs”, y es su tierra, Argentina, La Plata, y también Italia. Es toda esa “mezcla” y esas “contradicciones” que lo habitan, es la emoción que le aflora a cada rato cuando habla de su propia historia. Es la bronca que carga por los proyectos truncos de sus viejos, es la herida que no cierra, la experiencia “intransferible” que para él, dice, es el exilio.
Violeta se prepara para salir a pegar afiches en la previa del 24. “El exilio es una violación a los derechos humanos”, dicen los carteles que imprimieron especialmente en el marco de una campaña de visibilización para los 46 años del golpe de Estado. Además, el colectivo de Hijos e Hijas está trabajando desde hace un año en la edición de un libro que reúnes cartas, fotos, escritos, de la infancia en el exilio. Cuenta que la convocatoria superó todas las expectativas porque recibieron más de 120 materiales de un montón de lugares. Y que el proyecto es construir un archivo -además del libro- con objetos, audios y videos, de las niñeces que nacieron y crecieron en esa otra matria, en ese otro país llamado exilio.
No hay cifras oficiales que indique el número de personas que debieron partir forzadamente de la Argentina. Sus historias han sido en gran parte invisibilizadas durante muchos años y aún más, las historias de sus hijxs. Desde el 2006, la agrupación busca recomponer esos lazos partidos y construir un relato propio. Juntarse, abrazarse, reconocerse. Tienen su bandera con la que marchan los 24 de cada año. Tienen sus reuniones y asambleas y hasta sus asados y sus comidas típicas. Tienen sus dolores, sus lenguas, sus himnos, todos los colores y toda la espesura gris de la errancia. Tienen uno, dos o tres documentos de identidad, el recuerdo de despedidas y bienvenidas y algunos pocos juguetes que todavía conservan. Violeta dirá que la tarea de reparación, que el trabajo más subjetivo “es lograr desexiliarnos, echar raíces, intentar curar un poco las heridas porque todavía hay mucha gente que la sigue pasando mal porque nunca pudo encontrar su lugar en el mundo”. Y no duda cuando asegura que el exilio es indeleble.
Contacto: http://hijasehijosdelexilio.com.ar/