¿Qué implica pensar la seguridad en clave feminista? El cuidado socializado y el rol de las mujeres en la construcción de un barrio más seguro y más justo. El trabajo no reconocido. Las vidas y muertes invisibilizadas que siempre son jóvenes y la disputa en los territorios marcados por los puntos rojos de la violencia.
Dalmiro juega con la cámara del celular. Toma dos fotos. Le dice a su profe que no quiere que termine el día y aprovecha a escuchar la lluvia y observar las megatorres de Capital Federal. Es octubre, 2019, y está participando junto a otros pibes presos de todo el país, de un Encuentro Nacional de Escritura en Cárceles al que viajó junto a un grupo de talleristas del ex Irar, el instituto para menores que se ubica en Rosario. Tiene 17 años pero parece de menos. Si hay algo que lo caracteriza es su mirada “dulce, curiosa”, dicen, o esa curiosidad de su mirada que lo lleva a querer descubrirlo todo o, acaso, todo lo que pueda congelar a través de una foto.
Pero hay veces que también esa mirada se nubla. “Zule yo te quiero mucho fue lo primero que me dijo. Después me preguntó qué necesitaba para ser escritor. Lápiz y papel, le contesté. “Esta foto la tenía enmarcada , Zule”, me dijeron ayer al darme la noticia. Es del día en que nos conocimos”.
La que escribe en sus redes es la escritora feminista Zuleika Esnal. Es que tres años después de esa foto en la que Dalmiro la abraza, su nombre aparece en la sección policiales del diario La Capital. La nota relata la dinámica de su crimen y no mucho más. “Una ráfaga 9 milímetros acabó con la vida de un pibe de 20 años” dice el titular. El relato describe el hecho y el lugar: uno de los tantos barrios populares de una ciudad que se desangra en sus márgenes y mucho más allá de las avenidas patrulladas por las fuerzas federales. Una ciudad que registra cada día una nueva balacera y multiplica sus “puntos rojos” en un mapa que se define según estadísticas: en el Departamento Rosario se registraron entre enero y noviembre de 2021, 223 homicidios. El 84,8% ocurrió en la ciudad cabecera, Rosario. En general, los crímenes se registran en buena parte de la traza urbana que está por fuera del cuadrante definido por las avenidas Ovidio Lagos y Pellegrini. Allí, donde los puntos rojos del mapa definen los territorios y su “grado de peligrosidad” para los informes anuales que realiza el Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe.
“No supimos que hacer cuando nos enteramos de la noticia, le escribimos a los compañeros, a quienes lo conocieron. Y contactamos a un familiar para pasarle fotos de Dalmiro, muchas fotos de él tenemos, disfrazado, detrás de la cámara, con Zuleika, en Plaza de Mayo, en un bar, en la Lavarden con sus compañeros, con los acompañantes, con talleristas. Fotos de un mundo amoroso que intentamos construir con los pibes que trabajamos”, cuenta la fotógrafa Amalia Di Santo, una de sus docentes, una de las talleristas que lo acompañó a Buenos Aires en aquel 2019.
“Estigmatizado y con hambre”. Así creció Dalmiro como crecen un montón de pibes “en un mundo que se cruza de vereda al verlos pasar. Y murió del mismo modo”, dice Zuleika quien trataba, en lo posible, mantener un contacto con el chico. “Vos sabías que esto podía pasar” le dijo alguien alguna vez, tal vez suponiendo ese destino tan fatal que un mundo tan poco amoroso le depara a los pibes como Dalmiro. “Qué carajo me importa,” responde ahora Zuleika. “¿Qué me quieren decir? ¿Qué me quede en mi casa? ¿Que no intente? ¿Que no me meta en el corazón a estos pibes porque lo más probable es que no lleguen a los 21?”.
Jimena Pietrodarchi es psicóloga y también fue parte del equipo que en el marco del Programa de extensión universitaria de la Universidad Nacional de Rosario, coordinó el espacio de “talleres de expresión múltiple” en el que participaba Dalmiro. El día en que la noticia de su muerte apareció en los medios, Jimena y sus compañeras tuvieron el impulso de refugiarse en los recuerdos y en aquellos momentos vividos junto a los pibes del ex Irar. Recuerda, entonces, las palabras de Dalmiro y sus sueños compartidos en un taller de radio.
¿Qué te gustaría ser cuando seas grande? era la pregunta que los invitaba a imaginar un futuro, uno posible. Porque los pibes que crecen “estigmatizados y con hambre”, y tantas veces marcados por el Estado punitivo, sueñan, más allá de cualquier dinámica delictiva que los envuelva, a veces con escribir, a veces con ser futbolistas, a veces con salir a bailar, a veces con sacar fotos o a veces, simplemente con “llegar a grande”, como respondió Dalmiro aquel día en que lo invitaron a soñar.
***
Son las 4 de la mañana de un sábado de septiembre y la fiesta a la que fue Rocío con su hermana y su cuñado acaba de terminar. Están en un pasillo de Barrio Tablada a punto de volver a casa pero una nueva ráfaga de tiros, de las muchas que suceden en Rosario, impacta en su pecho. Rocío llega sin vida al hospital. Tiene 20 años y un hijo de un año y medio.
“Rocío estuvo sin querer en el lugar equivocado”, dice Miriam intentando encontrar respuestas a un crimen que “la partió al medio”. Es que Rocío era la hija de una de sus compañeras del Frente de Organizaciones en Lucha de Rosario. A pocos meses de su asesinato, todavía no logra procesar el dolor. Ella militaba en los espacios de niñez que tiene la organización. “Tenía la ternura y la frescura de la juventud”, cuenta Miriam cuando busca algunos recuerdos o tan solo palabras para describir un nuevo crimen que esta vez, les tocó bien de cerca. Por eso repite:
-Rocío solo fue a divertirse a una fiesta.
Hace tres años que Miriam Gamarra decidió sumarse a la FOL. Aquí encontró un espacio donde participar y comprometerse con las problemáticas cotidianas. Integra la Comisión de Géneros y Disidencias junto a otras 13 compañeras y tienen presencia en 32 barrios de Rosario. Claro, no dan a basto: “trabajamos como podemos dando talleres de feminismo, contra las violencias machistas. Tratamos de acompañar a las mujeres y tejemos redes dentro del barrio para buscar acompañamiento jurídico, psicológico. Articulamos con muchas áreas del Estado pero vemos que todavía falta mucha capacitación en género, sobre todo cuando hay mujeres que tienen que acercarse a una comisaría a hacer una denuncia y terminan siendo revictimizadas. Yo siempre les aconsejo que vayan a la Comisaría de la Mujer”.
Miriam describe una foto de la realidad: las múltiples violencias que atraviesan los barrios, y que también se extienden al centro y las redes feministas que se construyen sosteniendo, en los territorios profundos de una ciudad desigual, el cuidado colectivo. Redes que implican trabajo no reconocido, no registrado, no visibilizado. “Los barrios están todos complicados. En algunos, como por ejemplo lo vemos en Tío Rolo, se nota una alta tasa de violencia, sobre todo de género. Y vemos que hay políticas de Estado que son buenas pero que en la implementación se notan las deficiencias. Por ejemplo, el programa Mi Pieza es importante porque hay un enorme problema de hacinamiento y habitacional pero hay compañeras que no pueden acceder porque tienen que estar en el Renabap y nosotros vemos que muchas no figuran en esos Barrios Populares y a las que sí están, muchas veces les piden certificados que no logran presentar”.
A las dificultades diarias y a las desigualdades históricas visibles en las barriadas, se sumó la pandemia que ensanchó aún más la gran brecha que marca la línea de la pobreza y la marginalidad. Durante la etapa de aislamiento más estricto y con un Estado respondiendo en situación de emergencia, fueron las organizaciones sociales las que estuvieron casi las 24 horas en que dura un día, inventando estrategias para la subsistencia. El testimonio de Miriam es uno entre tantos: “vimos mucha violencia durante la época del confinamiento y muchas veces no encontrábamos plazas hoteleras para alojar alguna compañera que tenía alguna situación de emergencia. Y la policía fue muy persecutoria, no nos dejaba circular”.
La pandemia agravó la situación social y profundizó una crisis que estalló en las familias sin trabajo y en los cuerpos de lxs más jóvenes. En los barrios, las propuestas de vida retrocedieron ante una violencia callejera cada vez más letal y entramados delictivos que insisten en trazar un destino binario: “la tumba o la cárcel”.
En la medida de lo posible, tratamos de que lxs jóvenes puedan insertarse en el mundo laboral, con emprendimientos productivos, son jóvenes que están excluidos porque no tienen experiencia o secundario completo. Yo lo que veo es que falta contención.
“La violencia está atravesando todos los espacios sociales”, dice Miriam y describe cuáles son algunos de los talleres que sostienen desde la FOL para tratar de esquivarla y proyectar otras formas de cuidado en el barrio. Entonces cuenta de los emprendimientos productivos enfocados para mujeres que son madres adolescentes. “Buscamos que puedan independizarse económicamente. Muchas se han animado a salir de sus casas pero no tienen para darle de comer a sus hijos. En la medida de lo posible, tratamos de que lxs jóvenes puedan insertarse en el mundo laboral, con emprendimientos productivos, son jóvenes que están excluidos porque no tienen experiencia o secundario completo. Yo lo que veo es que falta contención. Antes había más espacios recreativos para adolescentes, como un club, pero hoy ya casi no hay nada. Y en la organización intentamos que sientan que no todo está perdido”.
***
Mili sonríe. Tiene puesta la camiseta de sus amores: la aurinegra del club infantil Oriental de la zona sur de Rosario donde juega como defensora en la liga rosarina. La foto aparece en la portada de los medios digitales de todo el país. Es 17 de julio y un nuevo asesinato se registra en otro barrio rosarino: la zona es el sudoeste de la ciudad, Ayacucho al 6400. A plena luz del día un disparo da de lleno en la cara de La Negrita que muere en el acto. Milagros Cáceres tenía 22 años y además de jugar a la pelota, militaba en Casa Pueblo, una de las organizaciones barriales que el Movimiento Evita tiene en barrio Saladillo.
Ese día, las redes sociales se convirtieron en un obituario. O simplemente en ese muro virtual que le pone nombres e historias a las cifras de homicidios que registra el Observatorio de Seguridad Pública que depende del Ministerio de Seguridad provincial. “Las pibas del aurinegro te vamos a extrañar y a recordar siempre”, escribió una de sus compañeras de equipo.
– La Negra se extraña una banda.
Dice María Britos que no saben cómo van a pasar este fin de año. Ella es la coordinadora de Casa Pueblo y toda su vida vivió en el barrio. Decidió sumarse al espacio después de padecer situaciones de mucha violencia machista. Allí la conoció a Mili, la Negra o la Negrita que participaba del roperito aunque María recuerda que “siempre estaba para lo que la necesites. Era una luz, muy buena compañera”.
La experiencia de vida de María le permite hacer una lectura certera de la realidad del barrio. Es Saladillo pero podría ser cualquier otro: “yo tengo el teléfono a full de lunes a lunes. Acá trabajamos en varios espacios y talleres, con jóvenes que tienen consumo problemático, hay acompañantes territoriales y tenemos tres espacios de panificación de la Utep y Santa Fe Más, carpintería, una huerta, fútbol femenino, zumba, peluquería, apoyo escolar, copa de leche”.
María enumera: en la lista están los talleres de la organización, los espacios vinculados a la generación de trabajo y aquellos orientados a la contención y el acompañamiento. Nada demasiado distinto de lo que hacen otras organizaciones sumergidas en los territorios.
La redes de cuidado colectivo en los barrios están sostenidas, en su mayoría, con el cuero de las mujeres, las vecinas, las promotoras territoriales y de género. Las que prenden la olla para preparar las raciones de comida y las que, como Maria, tienen el teléfono encendido las 24 horas ante cualquier emergencia. Es que casi siempre la hay: “Gracias a la organización, el barrio mejoró un poco. Hay jóvenes que están excluídos de todo y tienen problemas de adicción y sabemos que no es fácil, que pueden volver a caer y tratamos de acompañarlos. Ahora hay una chica que sufre adicciones, tiene dos hijas adolescentes y sufría violencia de género y no tenía modo de irse de su casa. Ahora me enteré que se fue a vivir lejos del barrio, es más difícil acompañarla pero voy a ir a visitarla para ver como está”.
Gracias a la organización, el barrio mejoró un poco. Hay jóvenes que están excluídos de todo y tienen problemas de adicción y sabemos que no es fácil, que pueden volver a caer y tratamos de acompañarlos
Le pregunto a María cómo hace, de qué manera sostiene todo ese trabajo tan invisible y tan vital para el barrio. Responde con una palabra: militancia. “En mi vida sufrí muchas violencias y hoy siento que puedo hablar desde la experiencia, dar un consejo, me nace acompañar a las chicas”. Desde marzo, en Casa Pueblo hay una huerta feminista que de a poco se va expandiendo. Está integrada por todas vecinas del barrio, en su gran mayoría jóvenes, que además de plantines ya cosechan verduras de estación en una parte del predio que la Huerta municipal de Tablada les donó. “Las chicas están entusiasmadas porque vamos a participar en la feria de 27 de febrero, hacen suculentas y cactus para vender y poder comprar semillas”.
María dice que el recuerdo de Mili está siempre presente. Su vitalidad, su sonrisa era parte cotidiana de la vida en la organización. Por su crimen fue detenido un chico de 16 años que ahora está alojado en el ex Irar, la misma cárcel que transitó Dalmiro casi con la misma edad.
Cuando se habla de violencia urbana hay que dar vuelta el discurso y hablar de las fuerzas policiales como una de las posibles instituciones que regula esto. Porque la policía se opaca, se mantiene al margen.
“¿Cómo son nombradas esas muertes, y por ende, esas vidas”?, se pregunta la psicóloga Jime Pietrodarchi. Muertes y vidas invisibilizadas de chicas y chicos que a veces son los que tiran los tiros y otras tantas los reciben, como si el destino “tumba o cárcel” fuese tan difícil de sortear cuando el barrio se disputa entre las organizaciones sociales con sus pocos recursos, una presencia del Estado a veces tardía o precarizada o insuficiente, y entramados delictivos vinculados, en su gran mayoría, al negocio ilegal del narcotráfico con la participación siempre opaca de la policía.
“Cuando se habla de violencia urbana hay que dar vuelta el discurso y hablar de las fuerzas policiales como una de las posibles instituciones que regula esto. Porque la policía se opaca, se mantiene al margen. Y sabemos que es la que regula los niveles de tranquilidad o intranquilidad y la venta de droga ilegal aunque no tengamos como demostrarlo. Pero a la par que es una de las instituciones más desprestigiadas, siempre se pide más presencia en las calles”, analiza con contundencia la licenciada en Ciencia Política e integrante de Pegues, Luciana Ginga. También apunta a lo que no se dice, de lo que casi no se habla excepto cuando un allanamiento irrumpe, cada tanto, en las oficinas de Puerto Norte: “Es imposible hacer un análisis de la economía ilegal si no tenemos en cuenta las vinculaciones, los ríos subterráneos que conectan con las economías legales. Hay todo un sector inmobiliario, gastronómico, de consumo de alta gama que no lo pagan los sectores de clase media sino aquellos que tienen ese excedente de dinero para hacer uso de ese consumo. La economía ilegal es el aceite que hace funcionar los engranajes de la economía legal.”
A la par que todo ese flujo de dinero y consumo circula por las zonas de mayor poder adquisitivo en el centro de Rosario, en los barrios la muerte o la cárcel siempre recae sobre los mismos cuerpos. “Recuerdo que uno de los chicos en el taller que participaba nos dijo “¿de qué futuro hablan? Para nosotros hay dos posibilidades: “o la tumba o la cárcel”. Por eso, creo que uno de nuestros desafíos es poder inscribir estas muertes dentro de otra línea. Que no quede en un número más dentro de la lista de homicidios”. Y por consecuencia, también sus vidas, dirá Jimena: “la historia singular de estos chicos, sus trayectorias, sus experiencias vitales, sus potencias, sus deseos y también sus temores”.
***
Barrio Moreno es decir Mono, Jere y Patom. Es recordar aquel 1 de enero de 2012, la placita del barrio y esa ráfaga de tiros que terminó con la vida de tres chicos que formaban parte del entonces Movimiento 26 de Junio. El “ajuste de cuentas” era la etiqueta más escuchada para justificar ciertos crímenes y así, invisibilizar el oscuro entramado de violencia, narcotráfico y complicidad policial que empezaba a crecer por lo bajo. Una etiqueta que años después llevaría a naturalizar cifras de homicidios que en las barriadas se cuentan por día en los medios de Rosario. En ese momento, el trabajo organizacional y la construcción de una justicia popular permitió poner en debate público lo que venía azotando a los barrios de una ciudad que, a la par, explosionaba en el centro con el boom inmobiliario.
En diciembre de 2020 enREDando visitó a las mujeres que integran el Movimiento Territorios Saludables que se conformó luego del Triple Crimen. Un año después, la vuelta a Moreno post pandemia permite reconocer las distintas estrategias de subsistencia que tejieron durante todo este tiempo, el protagonismo cada vez más fortalecido de las vecinas y el crecimiento que se proyecta en la nueva cooperativa de reciclado de botellas de plástico que busca, además de generar trabajo, producir valor agregado.
El cuidado colectivo en el barrio es transversal: lo sostienen las mujeres pero también los jóvenes. Así se lo propone el Movimiento y con ese objetivo trabajan en cada espacio: la Oficina de Empoderamiento Comunitario -que crearon tras la disolución del CAJ durante la gestión macrista-, la Central de Cuidados, la Colonia de Vacaciones y el espacio de Juventudes.
Corría el año 2012 y en barrio Moreno quemaban las balas y el dolor por la muertes de los pibes. Dicen las vecinas que lxs niñxs crecían juntando vainas tiradas y pintando banderas de jóvenes asesinados. Algo había que hacer, y algo pasó: las mujeres del barrio comenzaron a organizarse reconociendo la urgencia del protagonismo territorial. Crear una colonia de verano fue la clave para generar un espacio donde los pibxs pudieran hacer lo que suelen hacer lxs pibxs a esa edad: jugar.
Pero lxs pibxs crecen: “comenzaban siendo niñxs y a los 16 y 17 años la Colonia ya no los contenía. Y nos preguntábamos qué hacer. Entonces creamos el espacio de Juventudes y el Reúne donde participan chicos de distintos barrios. Y desde hace dos años, algunos ya están coordinando la colonia de vacaciones”, cuenta Natalia que vive en Moreno y es una de las referentas del espacio para jóvenes de Territorios Saludables. “Nuestra historia no empieza o termina cuando entras o salís de la colonia, ni en términos de etapa de vida ni en términos geográficos. Los emergentes nos van marcando los pasos”, dice Jéssica Venturi, abogada de la organización.
Romina, su hermana, aporta: “por eso hablamos de construir comunidad. El protagonismo territorial es nuestra bandera, lo saludable es lo integral y es la vida, o incluso la muerte muchas veces y el derecho a decidir cómo queremos vivir. Acá sabemos que lo primero que nos cuida es el territorio”. Y entre todas cuentan un ejemplo que permite dimensionar la importancia de crear un espacio para jóvenes: “este año uno de los pibes que estaba en una situación complicada vino y nos dijo que él podría estar “cagándose a tiros” en otro lado pero qué había decidido, ese día venir a este espacio donde se siente parte. Esto es lo que nos da las ganas de seguir”.
Seguir aunque tantas veces cueste: claro, es que no siempre los pibes eligen, o pueden elegir, quedarse en la organización. Y a veces, entonces, esos pibes se pierden, esas vidas se pierden. Por tantos motivos, tantas circunstancias. Lucas tenía 27 años. Un balazo acabó con su vida en febrero de este 2021 cuando estaba junto a su hermano en la puerta de su casa, a metros de la sede de Territorios Saludables. Recuerdan que iba y venía, que a veces participaba de algún evento como fue, por ejemplo, el festejo por los 10 años de la Colonia de verano donde Lucas andaba ofreciendo torta asada. “Es terrible como se naturaliza la muerte joven que no ocurre en el centro. El dolor se queda en el barrio donde nos conocemos e intentamos ayudarnos”, decían a los medios en aquel momento las mujeres de barrio Moreno.
Más allá del “centro” las muertes jóvenes, como ellas dicen, se naturalizan. Luciana Ginga lo marca con claridad: “Los crímenes con los que desayunamos todos los días en Rosario y que vemos en los diarios son moneda corriente, esa naturalización es una aceptación. Hay que poder poner otras caras para poder lograr sensibilidad política, publica, porque el racismo legitima la violencia, la muerte, el balazo de la policía. Eso hay que poder romper, y agrietar y poder mostrar el impacto que tiene una muerte hacia un pibe pobre, varón, excluido que incluso pudo haber robado. Hay que refuncionalizar la estrategia”.
***
Son las tres de la tarde de un lunes de diciembre. En Presidente Quintana e Italia se ubica Territorios Saludables. Apenas se ingresa al predio -que hoy cuenta con un portón instalado por las familias que allí viven- se vé el mural con la cara de los pibes asesinados en el triple crimen: la misma imagen que es bandera y remera de un reclamo de justicia emblemático en Rosario. A un costado, un grupo de mujeres toman mate y más allá, en la puerta de la sede de la Oficina de Empoderamiento Barrial, Rosana, Natalia, Romina, Julieta y Jéssica reciben a enREDando. Subimos al primer piso recientemente construido. La sede -de a poco- se va ampliando y nada es casual: esa construcción es fruto de la intervención de las vecinas en las decisiones políticas por el mejoramiento del barrio. Del mismo modo lograron la apertura de la calle Quintana cuando no se dejaron amedrentar: tomaron la palabra y participaron activamente de la mesa de gestión del Promeba, el programa a nivel nacional que articula con el Estado provincial y municipal.
“Laburar para transformar las condiciones que habían hecho posible que sucediera lo que sucedió en el barrio en el 2012”, dice con contundencia Jéssica. Abrir algunos pasillos fue la clave. Mejorar el club, ampliar la organización. Sin la decisión política del Estado en todos sus niveles hubiera sido difícil porque son y seguirán siendo las políticas públicas con enfoque de derechos las que posibiliten construir territorios más justos. Pero sin la participación de las vecinas, imposible. Ellas impusieron qué mejoras precisaban porque son las que habitan Moreno día y noche. Son las mujeres que lo cuidan, lo entienden, lo viven y también lo sufren. Dice Natalia: “Había una esquina donde antes no te podías parar, solo el que vendía. Cuando abren los pasillos, esto fue tremendo. Recuerdo que una vez llegué llorando a mi casa, de un invierno a un verano veía a los pibes y a las pibas y no podía creer en el estado en que estaban, totalmente perdidos. Hoy algunos están acá, otros están bien…y hay algunos que ya no están”.
Para Rosana, levantar la voz en las mesas de gestión fue fundamental. “Ahí aprendimos que podemos discutirle a un funcionario qué es lo mejor para nuestro barrio. Ellos nos tenían que escuchar. Había que abrir ese pasillo y no otro, llevó tiempo pero aprendimos a tomar la palabra”.
Luciana Ginga dice que un camino posible -frente a un panorama complejo y violento- es pensar la seguridad en clave feminista. ¿Qué significa? En los testimonios de las mujeres de las organizaciones se ensaya una respuesta. “Las vecinas son las referentas territoriales que están las 24 horas del día, y están ante cualquier problema y urgencia. Alomejor no sabemos cómo resolverlo, pero sí sabemos que nos vamos a juntar y la respuesta la vamos a construir colectivamente” suma Romina.
Con otras palabras, Miriam y María cuentan lo mismo: seguridad es construir una huerta para mujeres jóvenes en Saladillo o un espacio productivo de costura para madres adolescentes en la Fol. Es luchar por el mejoramiento del hábitat, del barrio, como lo hacen en Moreno y en tantos otros. Es el cuidado integral y colectivo que tan expuesto quedó con la pandemia: garantizar y reorganizar la mercadería en los comedores, acompañar a una familia aislada por Covid, generar espacios de encuentros y talleres para jóvenes, buscarle la vuelta para que los chicos no pierdan la continuidad escolar ante la falta de internet, sostener una colonia de verano en burbujas, tener abierto el teléfono todo el día para contener a un pibe o piba con consumo problemático, asistir a una vecina violentada por su pareja, reclamarle al Estado el agua potable y políticas de urbanización y articular con las diferentes reparticiones públicas ante cualquier emergencia.
Nosotras pensamos la seguridad no desde un lugar punitivista, sino que creemos que se construye seguridad de otro modo. Cuando las vecinas tienen referencia de un espacio, eso les da seguridad. La presencia de las fuerzas federales o la policía no implica un cambio para mejor en la vida cotidiana de las personas en los barrios.
“El mejoramiento infraestructural de ambientes públicos y situaciones barriales, como estrategias para alcanzar ciertas condiciones seguras de circulación y de vivencia para las mujeres, desbloquea el destino de encierro en sus hogares (que muchas de ellas tienen como único horizonte) y constituye una práctica política colectiva”, analiza Ginga en su tesis doctoral “La prevención del delito como dispositivo de prevención en Rosario 1995-2016”
“Nosotras pensamos la seguridad no desde un lugar punitivista, sino que creemos que se construye seguridad de otro modo. Cuando las vecinas tienen referencia de un espacio, eso les da seguridad. La presencia de las fuerzas federales o la policía no implica un cambio para mejor en la vida cotidiana de las personas en los barrios. Para nosotras, la clave es que el Estado reconozca la importancia que tiene el laburo y el trabajo que se hace en las organizaciones”, dice Jéssica Venturi. “La presencia no puede ser policial claramente, entonces es el reconocimiento de quienes viven físicamente en el territorio, y lo viven en su propia historia de vida”, agrega Romina.
Fabiola Carcar, investigadora del Programa Estudios y Relaciones del Trabajo de la FLACSO Argentina destaca la importancia del trabajo que se realiza en el marco de una red de organización comunitaria porque, dice la investigadora, “construye una racionalidad diferente a la neoliberal, formas de subjetivación alternativas (Laval y Dardot, 2010) a las impuestas por el modelo dominante. El reconocimiento individual del trabajo debe ir de la mano, entonces, de diferentes formas de reconocimiento colectivo y de fortalecimiento de las organizaciones, que son quienes los hacen posibles. Las experiencias de gestión comunitaria en la organización del trabajo de cuidado, situadas territorialmente, aún no encuentran su correlato en la institucionalidad laboral y tampoco se ven reflejadas en las políticas públicas. Reconozcamos de una vez por todas que quienes hacen estas tareas eligen todos los días jugarse por su barrio, y tienen la vocación, los conocimientos, las habilidades y las actitudes necesarias para llevarlos adelante.”
“El territorio te cuida” se escucha en Moreno, y quienes cuidan ese territorio son en su mayoría mujeres aunque intenten que también sean los jóvenes. “Las mamás traen a sus hijxs a la colonia pero también participan de otros espacios, o coordinan algún grupo donde no están sus hijos. Intentamos sacar los cuidados de la esfera de lo privado, y en primer lugar socializarlos. En la colonia también hay varones coordinando”. Ese cuidado no es azarozo. Se construye cada día con organización popular.
Reconocer el lugar político, el valor de todo ese trabajo no siempre retribuido por el Estado es un reclamo que realizan las organizaciones barriales a nivel nacional. Una iniciativa que se presentó en el Congreso es el proyecto de Ley Ramona. “Exigimos políticas públicas que lo reconozcan. El Estado tiene la obligación de fortalecer estas experiencias que de algún modo colaboran en esta otra idea de transformar los modos de vincularnos. Podemos conseguir recursos para comprar insumos o herramientas. Pero hay alguien detrás de esa olla, hay alguien acompañando y ese trabajo no se reconoce”, dicen en Territorios Saludables.
Pero lo barrial o lo comunitario también puede construir una noción de “seguridad” basada en el miedo y en el desprecio hacia la vida de un “otro” al que solo se lo concibe como una amenaza. Así lo entiende el Pegues que desde hace tiempo investiga de qué manera el neoliberalismo puede transformar una idea de “comunidad” en una tecnología de gobierno. Luciana Ginga suma un ejemplo para graficar: nos sitúa en barrio Azcuénaga y en su pacto de silencio vecinal para encubrir el linchamiento -asesinato- del joven David Moreira. “Lo barrial me parece necesario siempre y cuando no se resignifique desde el miedo, y ahí emerja lo peor de las intervenciones que seres humanos pueden hacer para “protegerse”, ejemplo: una comunidad que les molesta ver pibes tomando cerveza en la vereda, que les molesta los vendedores ambulantes. Entonces la “comunidad” generalmente en contexto de gobierno neoliberal es una tecnología social a partir de la cual el neoliberalismo construye “seguridad”. Entonces hay que poder repensar y ver efectivamente cómo se construye ese poder desde abajo, construir seguridad desde lo diferente y lograr que esa comunidad sea efectivamente un lugar de contención para quiénes son y no son parte de ese barrio”.
Tal vez, la experiencia, no sin dolor, que han sabido construir las mujeres de villa Moreno sea un ejemplo de lo que dice Luciana; tal vez lo sea ese espacio que reúne juventudes de otros barrios; tal vez lo sea la apertura de calles -con políticas públicas -que permitió desenfocar los límites que marcaban hasta donde llegar; tal vez lo sea la colonia y ahora la cooperativa. Tal vez lo sea el mural con la cara de Jere, Mono y Patom y esa construcción de justicia que parió Moreno. Tal vez lo sean las experiencias de cuidado colectivo que protagonizan tantas otras organizaciones barriales que hacen pie, como pueden, en medio de un mapa estallado de violencia y “puntos rojos”.