En esta crónica nos proponemos tomar el pulso del Mercado de Productores de Rosario. ¿Qué sucede en este templo frutihortícola? ¿Quiénes intervienen en la cadena? ¿Cómo se organiza el trabajo? Las historias de vida se funden en la vorágine de este rincón del barrio San Francisquito en el que circulan miles de personas por día.
Fotos y video: Paula Peña
– El día que me muera quiero que me den una vuelta al mercado en el cajón. Y después que me lleven para el cementerio- dirá Claudio.
Adentro del Mercado de Productores de Rosario, en calle 27 de Febrero 3699, funciona como una pequeña ciudad; el movimiento es total. Una muchacha anota en una libreta el pedido mientras dos personas le van preguntando los precios. El ruido de la madera de los cajones que llevan y traen. Un murmullo producto de la suma de todos los sonidos. Algunos gritos compiten con el ruido de los motores de los camiones que vienen a buscar las frutas y verduras. Un pibe pasa arrastrando un carro lleno de cajones.
El puesto de Claudio Cantero está a la derecha de la entrada principal, avanzando por la penúltima calle. Los productos exhibidos están prolijamente acomodados en bandejas plásticas: radicheta lavada y cortada, rúcula, champiñones, papas (noisettes y rejilla), portobello, provenzal, ensaladas (Nutritiva, Especial, Mixta), sopas, brotes de soja y de alfalfa. En la mesita donde está el cuaderno y la caja registradora hay una imagen del Gauchito Antonio Gil: ´Te prometo que cumpliré mi promesa y te brindaré mi agradecimiento´.
“Con él”, aclara ella rápidamente. “Hay que hablar con él”. Él es su padre. Él aparece a medio metro entre los cajones. Él tiene cuarenta y nueve años y recorre estas mismas calles del mercado desde los ocho. Por eso para el día que se muera pide una vuelta manzana al mercado. “Uno piensa de esa manera, se crió acá. A veces me topo con hombres de sesenta años y me dicen ´sí, te conozco de cuando eras chiquito así´”.
– Dejalo ahí y anotaseló-. Mientras le da una indicación a la hija y pareciera repasar las tareas pendientes con la mirada, se dispone para charlar. Las primeras palabras que suelta son las que usa cuando toma un pedido: “Dígame, maestro”.
Claudio hace un relato condensado de las acciones, una síntesis de vida a través de las tareas desarrolladas en el mercado. Los núcleos narrativos dan cuerpo a su afirmación de que ´se hizo trabajando´: “A los 8 venía a changuear solo, fui acomodando, cargando cajones, también trabajé en puesto, después trabajé para el mercado cobrando peaje (cuando entrás con vehículo te cobran entrada), cuando cambió de presidente y pusieron gente nueva pasé a trabajar como changarín, cargando cajones y descargando, hasta que pude ponerme algo mío”.
El predio del mercado es municipal y está dado en favor de dos cooperativas de quinteros que tienen origen en el viejo mercado del Abasto: CHOFRUT Limitada (Cooperativa de Horticultores y Fruticultores) y CAPA (Cooperativa Argentina de Productores Agrarios). Entre esas dos cooperativas conformaron una sociedad, Mercado de Productores Rosario (MPR), cuya actividad es administrar el predio. Gustavo Suleta es empleado de esa sociedad y su función es administrar el mercado. Explica que la relación con los puesteros es similar a una concesión. “Es lo más parecido a un consorcio porque se les otorga el uso del espacio durante un tiempo determinado bajo el cumplimiento de determinada condición. En contraprestación se cobran gastos centrales”. El monto que pagan los operadores –así se denomina a quienes trabajan en los puestos- varía según la zona, la utilidad y los metros cuadrados. Los lugares estratégicos que son más vistosos o de mayor circulación -a los que internamente se refieren como San Martín y Córdoba en alusión al cruce de peatonales- lógicamente son más caros. Ningún espacio paga menos de veinte mil pesos mensuales. Claudio Cantero calcula mentalmente antes de decir que él paga casi veinticinco mil pesos por mes.
Probablemente Claudio no tenga contabilizadas las horas que trabaja por día. La lógica no es marcar tarjeta si no arrancar temprano y trabajar hasta el corte. “Los lunes y jueves arranco a las tres de la mañana y estoy hasta la una de la tarde. Martes, miércoles y viernes arranco a las cinco”. La diferencia en los horarios tiene que ver por un lado con los días en que los puesteros reciben la fruta y la verdura y también con el horario de apertura del mercado. Los lunes y jueves abre sus puertas a las seis de la mañana. “Esperamos a la gente con las cosas ya acomodadas para que vengan y vean cómo está todo”, cuenta Claudio, para quien la frase ´dar las cosas servidas en bandeja´ se vuelve literal. Y es que lo que ofrece son verduras ya peladas y cortadas, sopas y ensaladas preparadas. “Nuestros productos se venden porque la gente no quiere cortar, no quiere hacer nada”, explica Claudio mientras responde el precio de la rúcula a una potencial clienta.
«En verano hay más colores; el invierno es menos colorido. También hay días como lunes y jueves que son más fuertes; martes o miércoles son días más tristes»
– Es aquello que está allá, tres sojas y dos sopas, anotalo, Danilo ponele-. Claudio tiene dos hijas que trabajan con él. La más chica se encarga de pelar y cortar las verduras; la más grande arma y envasa. Dice que él ya está grande y que el día que no esté serán ellas las que “van a tener que agarrar la punta del negocio”. Una palabra elige para condensar lo que aprendió en el mercado: subsistir. Explica que hay días que trabajan más que otros. Separa lo que es el verano y el invierno. Dice que el mercado tiene altas y bajas, pero la base está: “tres cebollas, una zanahoria, una cabeza de ajo, un poquito de papa te llevás a tu casa para hacer la comida”. Cuenta que en el mercado lo conocen todos. “Algunos me siguen diciendo Claudito y ya tengo cincuenta años”. Dice que otros muchachos después de un tiempo también terminaron poniendo su puestito. “Aprendemos lo que es y ya quedamos. Nos tenemos que quedar acá porque sabemos lo que es el rubro”.
Gustavo Suleta explica lo que Claudio llama altas y bajas. Dice que el otoño-invierno y la primavera-verano son dos momentos claramente distintos no sólo por el clima sino por la oferta de artículos. Hace una relación con los colores y los estados de ánimo. “Cuando se dice que los mercados están mejor es porque tienen más colores en cuanto a la variedad de verduras y frutas. En verano hay más colores; el invierno es menos colorido. También hay días como lunes y jueves que son más fuertes; martes o miércoles son días más tristes”. Esos colores se traducen en cantidad de gente circulando. Sin contar a la gente que trabaja en el mercado, entre clientes, camioneros y remitentes nunca son menos de quinientas personas por día. Un día fuerte de verano esa cantidad trepa a mil quinientas personas que sumando a quienes trabajan cotidianamente da un total de cuatro mil cuerpos circulando.
El legado familiar
Rodeado de naranjas y mandarinas, cuando es consultado para hablar unos minutos dice que a él esas cosas mucho no le gustan. Señala a quien considera como el indicado porque “siempre sale en la televisión”. “El de gorrito”, apunta. El de gorrito hablará con naturalidad, con fluidez, como si estuviese acostumbrado a dar entrevistas, con palabras que salen de a chorros en forma de catarata. Mientras eso suceda, mientras hable el de gorrito, unos metros al costado se leerá en un cartel: ´Prohibido uso de gorras con visera´.
Héctor Mariani, hincha de Boca, se chicanea con otros puesteros; el folklore futbolero adentro del mercado se hace a los gritos para que se escuche en el puesto de enfrente. “Yo los vuelvo locos a los de River. Y ellos vienen hasta acá a decirme ´suerte para hoy´, como para que perdamos. El fulbo es lindo mientras sea sano”.
Es 1972 y Héctor tiene siete años. Le gusta ir al mercado al que su papá lo llevó algunas veces. De hecho llora cuando no lo lleva. Pero el mercado funciona de mañana y es el momento en que Héctor va a la escuela. Las tardes le quedan libres y las pasa trabajando en el campo con su papá y su tío continuando el oficio que inició su abuelo. Cuando termine la escuela tendrá liberadas las mañanas que transcurrirán sembrando en la quinta familiar. Esos días la tarea en la quinta le impedirá estar en el mercado porque los horarios también coinciden. Será su papá el encargado de la venta, pero ese rol un día se invertirá. Cuando Héctor cumpla dieciocho va a escuchar una frase en clave de indicación paterna, de legado familiar:
– No voy más, vas vos. Me quedo yo en el campo-.
“A mi viejo no le gustaba venir al mercado, no quería saber nada”. Así Héctor empezó a encargarse él sólo de las tareas que implica la comercialización. Seis meses antes se había recibido de Técnico Electromecánico, algo que según dice, era furor en esa época. Le gustaba lo que había estudiado pero más le gustaba el ritmo del mercado. “Esto me gustaba de alma, no me iba a ir adentro de la fábrica, estudié porque mi viejo me rompía pero a mí no me sacaba de la quinta”. Dice que de los veintiuno que se recibieron en la promoción 83, tres o cuatro quedaron bien acomodados en un trabajo y los demás se dispersaron por otros rubros: “uno vende ropa, el otro vende libros, el otro hace cualquier cosa”.
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El Viejo Mercado del Abasto, que estaba ubicado en lo que hoy es la Plaza Libertad entre las calles Mitre, Sarmiento, Pasco e Ituzaingó, fue habilitado al público en 1918. Hacia ahí enfilaba diariamente el padre de Héctor Mariani con su carro tirado por tres caballos, llevando las verduras envueltas en líos de bolsa cuando todavía no se usaban los cajones. El panorama urbanístico de la ciudad fue cambiando y esa zona se fue poblando. A partir de ese momento empezaron largos debates que terminaron con el traslado del mercado hacia su ubicación actual en el barrio San Francisquito sobre el Bulevar 27 de Febrero entre Castellanos y San Nicolás. Desde este rincón de la zona suroeste de Rosario y bajo la atenta mirada de la Virgen de la Guardia, patrona de Génova, el Mercado de Productores abastece a la región desde 1967.
En el proyecto del Nuevo Mercado realizado por el estudio de Ermete De Lorenzi en 1935, ´se aborda la gran escala, la inserción y accesibilidad urbana, además de la representación del nuevo perfil del municipio´, según detalla una investigación del Laboratorio de Historia Urbana del CURDIUR (Centro Universitario Rosario de Investigaciones Urbanas y Regionales). La obra tiene 222 metros de frente y la nave central, destinada inicialmente a vendedores mayoristas, es la única parte realizada del proyecto. Esa nave pone en evidencia, siguiendo la publicación dirigida por Ana María Rigotti, ´el predominio de la indagación tecnológica en el diseño de sus grandes pórticos de hormigón´.
Los días en que la raya de tormenta se veía en el horizonte, el padre salía de su casa a las diez de la noche y dormía arriba del camión
Bajo el techo curvo de veinte metros de alto, la superficie del mercado se subdivide en pisos y puestos. La diferencia es a nivel organizativo pero no es algo que perciba quien simplemente va a comprar. El puesto tiene una estructura de material o de rejas; el piso no tiene una delimitación física y es lo que en otros mercados se conoce como playa libre de quinteros: un espacio destinado a la mercadería fresca que traen lxs quinterxs de Soldini, Arroyo Seco, Alvear, Pérez, Pueblo Esther, Villa Gobernador Gálvez. El piso de Héctor Mariani está en el corredor central del mercado. Justamente a dos kilómetros de Villa Gobernador Gálvez tenía su quinta la familia Mariani. “Mi viejo traía un camioncito de verduras todos los días. Cuatrocientos bultitos, trescientos cincuenta”. Los bultitos de los que habla Héctor eran de espinaca, acelga, lechuga, batata y un largo etcétera. El papá y el tío de Héctor “ya tenían su edad” cuando vieron que la quinta no daba resultado. “En ese momento mi viejo tenía sesenta y pico y el trabajo en la quinta es muy forzado: había que hacer la mercadería, sacarla del campo, llevarla a la pileta, lavarla, cargarla en el camión”. Héctor tiene 56 años y sostuvo la quinta hasta los 25: una vida repartida entre la quinta y el mercado.
Mariani tiene muy presente la imagen de cuando empezó; entrecierra los ojos para afinar la mirada y sacar esa foto con la playa de quinteros rebalsada. Se ve a él llegando a la una de la mañana para conseguir lugar, entrar el camión y descargar. “Yo no dormía. La mayor parte de mi juventud me la pasé viniendo al mercado”. Héctor es de Alvear y tenía más de media hora de viaje. Si llegaba un poco más tarde descargaba a las cinco de la mañana y la venta empezaba a las cuatro. Por eso salía de su casa pasada la medianoche, aunque hiciera frío, lloviera o cayera piedra. “Sólo yo sé todo lo que pasé. Y mi papá”. En la secuencia que relata Héctor no hay adjetivos, son todas acciones. Cuando llovía y su papá se quedaba en el barro con el camión Internacional, lo sacaba un vecino con el tractor. Pero como a la noche no podía contar con esa ayuda, los días en que la raya de tormenta se veía en el horizonte, el padre salía de su casa a las diez de la noche y dormía arriba del camión.
Qué culpa tiene el tomate
En el mercado hay 260 puestos formales más 40 espacios de la playa de quinterxs. En total, son 300 unidades gestionadas por 120 operadores: 80 puesterxs y 40 quinterxs. Cada unidad es operada por una empresa bajo una forma asociativa o unipersonal. Las empresas más grandes operan varios puestos. El administrador del Mercado, Gustavo Suleta, explica que el rubro “tiene un altísimo componente de empresa familiar” y que hay casos en los que una unidad es operada por tres generaciones de una misma familia. Cerca de mil personas trabajan fijo todos los días entre dueñxs y peones (empleadxs fijos de los puestos). A ese número hay que agregar los changarines libres, unas 500 personas que cargan y descargan la mercadería, y los rubros empleados por el mercado que suman otras 35 personas entre administración, limpieza, mantenimiento y seguridad.
Cuando tenía siete años Héctor no podía imaginar que cincuenta años después madrugaría todos los días para llegar temprano y armar su puesto. Lunes y jueves llega a las tres de la mañana y la venta arranca a las seis. Martes, miércoles y viernes viene a las cinco y la venta arranca a las siete. “Vengo temprano para armar el puesto, esto no es chiquito y te lleva tiempo. Tengo tres chicos laburando pero siempre hay que corregir algo que no me gusta cómo está armado”.
El arreglo que Mariani tiene con el productor de la quinta implica que si salieron quinientos cajones de tomate, él se compromete a llevarse los quinientos cajones. “Yo le respeto que si hay mucho le saco mucho aunque no se vende y él me respeta cuando hay poco del artículo para que lo traiga yo”. Gustavo Suleta se refiere a lo que implica para quienes trabajan en los puestos “jugársela con la mercadería perecedera que con las horas se deteriora, se pudre y se tira”. Dice que es mucho el riesgo para tan poco tiempo y que entonces tienen que resolver muchas cosas de la forma más rápida posible. “Nadie entiende que una mercadería tiene un valor cuando empieza el mercado y otro cuando cierra”. Su explicación al respecto es oferta y demanda. “El mercado frutihortícola es lo más transparente que hay: hay mucho de un artículo, vale poco; hay poco de ese artículo, vale mucho”. Suleta no niega que pueda haber algo de especulación pero dice que en términos generales los productores corren detrás de la oferta y la demanda.
Mariani da el ejemplo de la lechuga que en verano “se pasa o se va en semillas” a los tres o cuatro días. Explica que con el tomate pasa lo mismo: “Cuando se pone rojo rojo después no lo quiere más nadie”, dice. Un problema histórico de los mercados es el residuo orgánico: aquella fruta y verdura que generalmente se tira cuando ya no luce resplandeciente y pierde su valor comercial. “A la gente le gusta el tomate redondo, rojo, brillante, la manzana que brilla”, describe Suleta, mientras aclara que gran parte de esa mercadería sirve desde el punto de vista nutricional porque no perdió el sabor ni los nutrientes. Desde hace ocho años encontraron la solución a partir de la articulación con el BAR (Banco de Alimentos Rosario). Suleta cuenta que los bancos de alimentos nacieron en Estados Unidos y que desde el punto de vista de la logística resuelven la ecuación al hacer llegar esa mercadería a los lugares que la necesitan. Al principio el BAR iba un día por semana al mercado, después empezó a ir dos días y después tres. Actualmente tiene un espacio al que va diariamente a buscar el alimento sobrante para distribuirlo en miles de instituciones. Suleta pide poner énfasis en que esa mercadería recuperada es mucha pero el énfasis viene con los números que se leen en un cartel colgado en una reja del mercado: Recuperación mensual de junio: 11.821 kilos. Total de frutas y verduras recuperadas: 403.031 kilos.
Si bien Héctor continuó el legado familiar, no quiere que sus hijas sigan esa herencia. Dice que el mercado es una pasión pero no le parece un lugar apropiado para ellas. Dice no tener mucho más cartucho y calcula que le queda un año más trabajando de madrugada y tomando frío. Si lo sigue haciendo es porque se siente bien, con salud y con ganas. “El verano es lindo porque venís en musculosa, te levantás temprano, después hacés una siestita. Yo camino todo el día y soy de dormir poco, mi estilo es así”. Mariani no sabe si Ansaldi va a querer hablar pero piensa que es el indicado. La referencia que da para encontrar el puesto es pasar los carteles por la otra calle y buscar la mercadería con plástico negro. “Decile que te mandé yo, mi nombre es Héctor Mariani”, dice mientras se cambia el barbijo para la foto.
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En la entrada un camión espera para hacer el ingreso. El guardia de seguridad tiene gorra, barbijo, corbata y el alcohol de spray en la mano derecha. Más afuera, sobre la vereda, un carro con bolsas de papa apiladas. Unos metros más acá, un hombre que sale busca el equilibrio necesario para cargar cuatro bolsas de cebolla en el asiento de la moto. El estacionamiento del mercado está lleno de autos, motos y camiones. Detrás del camión que ya avanza, una traffic y una camioneta. El tráfico es continúo, fluido, constante. Dos mujeres se van llevando al hombro seis maples de huevos cada una.
– Hace apenas cuarenta y cinco años que estoy acá adentro-, dice Ansaldi, con el fondo del plástico negro en su mercadería que anticipó Mariani. “Quince años tenía. Recuerdos de la mejor época que tuvimos cuando había un montón de gente caminando y teníamos compradores de muchos puntos del país”. La explicación del fenómeno excede el tono nostálgico de ese pasado que fue mejor. Ansaldi dice que a medida que se fueron agrandando las zonas de producción en el país, “la gente no caminó más”. Refiere que en aquel pasado venía al mercado gente del sur de Argentina y que después se fue concentrando ciudad por ciudad. “Argentina está produciendo un montón de mercadería, lo único que falta es que la gente aprenda a consumirla”, agrega en clave pedagógica.
El piso de Ansaldi está sobre la calle del mercado que pertenece a las quintas del periurbano de Rosario. Tiene una pata en la producción de su quinta en Villa Gobernador Gálvez y la otra pata en la comercialización. Lo que ofrecen durante el año son las verduras de la zona que se producen por estación. Por eso dice que lo que se necesita es conocimiento a base de educación y de cultura. “La gente tiene que consumir en época de estación. En pleno invierno si queremos comer un zapallito o un pimiento que viene de Salta, tiene un costo adicional porque tiene un trasporte largo. Hay que suplantarlo con otras comidas”. Para eso dice que hay revistas, programas e información disponible. Pero también propone el método más práctico: preguntarle al verdulero cuál es la mercadería barata del día. “Siempre hay algo barato para ofrecerle al pueblo. Los antojos dejémoslos para cuando el bolsillo responda”.
El bolsillo disminuido del que habla Ansaldi es algo que impacta directamente en las ventas. Pero además del factor económico menciona “ciertas inclemencias climáticas que a veces no favorecen”. Para graficarlo, cuenta que hay días que cosechan cien cajones de un artículo y al otro día sólo veinte o la semana siguiente ninguno porque el período de siembra se demoró. “Hoy cualquier verdura de hoja que está dentro del mercado son entre sesenta y setenta días de cultivo que tiene en el campo para después traerlo al mercado. Ni hablemos de los coles que pasan hasta ciento cuarenta días”.
En cada charla se escuchan en algún momento las palabras oferta y demanda. Claudio dice que la variabilidad en los precios se da de un día para el otro, que si llueve mucho en la zona de donde viene la papa no se puede cosechar, que se aumenta cuando hay faltante y que cuando hay mucho se baja. Mariani aporta algunos números del día: un cajón de tomate de veinte kilos vale entre mil y mil doscientos pesos; una jaula de lechuga de entre seis y siete kilos vale quinientos pesos; una jaula de repollo con doce unidades cuesta quinientos pesos. Menciona las verduras que sí están caras, como el choclo o el zapallito, porque están fuera de estación. “En la época en que empecé a venir al mercado en invierno no comíamos ni un zapallito. Cambió todo, se empezaron a hacer invernáculos, encontraron la manera de sembrar en lugares como Corrientes o el norte para repartirlo en toda la Argentina”.
A media mañana el sonido ambiente se parece al de una cancha de básquet: se escuchan gritos, los golpes entre los cajones suenan como pelotas contra el piso, la madera remite al parquet de las canchas cubiertas, la reverberación del techo curvo es similar al de los estadios cerrados. En esta cancha frutihortícola los que corren son los chagarines que llevan y traen a gran velocidad gambeteando los obstáculos del camino, cobrando entre diez y treinta pesos por bulto trasladado.
Una constante en el mercado es que empiezan a trabajar siendo muy jóvenes. Jorge Alberto Ramírez, que no supera por mucho los cincuenta años, llegó hace treinta y cinco cuando un amigo lo llamó para trabajar y acá se quedó. El espacio físico del puesto de ´Productos Alba´ se divide en distintos sectores en cada uno de los cuales hay una persona a cargo. Jorge es el responsable de su sector en el que trabajan entre 18 y 20 personas.
– La vida en el mercado es una vida diferente al resto. Es un lugar donde no hay manuales; los manuales somos nosotros-. Jorge se refiere a la ausencia de “un programa de computadora que diga el precio del tomate”. Explica que eso depende de la calidad y de la cantidad. Su trabajo se relaciona exclusivamente con la venta. Cuando él está descansando hay otra gente descargando la mercadería y acomodando el puesto.
Un día fuerte de verano esa cantidad trepa a mil quinientas personas que sumando a quienes trabajan cotidianamente da un total de cuatro mil cuerpos circulando
– El trabajo me gusta porque lo he hecho toda la vida. A los trabajos los llegás a querer porque los aprendés a hacer si te gusta el trato con la gente-, dice Jorge.
Leandro viene al mercado entre dos y tres veces por semana. Generalmente llega a las siete de la mañana y se toma su tiempo para elegir lo que va a llevar para vender en la verdulería que puso hace cuatro años cuando él tenía veintisiete. Suele llevarle de tres a cuatro horas mirar los precios, elegir, comprar y esperar que algún changarín que esté libre le cargue la mercadería en el flete. Dice que para cubrir todos esos gastos (carga y descarga, traslado, impuestos y servicios) debe marcarle a algunos productos el ochenta por ciento con respecto al precio al que él lo compra. “Hay veces que tirás un cajón entero. A otras cosas le marcás muy poco porque hay mucha competencia de verdulerías”. También intenta justificar el hecho de tener a dos personas trabajando sin estar anotadas. “Son amigos que me dan una ayuda. No me gusta pero la realidad es esa. Si una docena de acelga la pagás 250 y le ganás el cincuenta por ciento, ¿cuántas acelgas tenés que vender para pagar el sueldo de un empleado? No te dan los números”.
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Cruzando el mediodía la temperatura llega a los nueve grados, en una jornada que amaneció con menos cuatro de sensación térmica en este mercado que siempre madruga y amanece más temprano. El puesto 225 parece poder espantar hasta al mismísimo Conde Drácula con las ristras de ajos trenzados que cuelgan hacia abajo vistiendo las rejas del local con formato de jaula. A unos metros, una pila de hinojos viajan en una carretilla envueltos en una manta.
Tal como fuera publicado en enREDando, en diciembre de 2019 salió favorable un fallo judicial -presentado por el abogado ambientalista Enrique Zárate con el acompañamiento de la ONG Taller Ecologista- por el cual se establece la obligación del SENASA para controlar los niveles de agrotóxicos en frutas y verduras en los mercados de concentración de Santa Fe y de Rosario. Gustavo Suleta, desde la Administración del MPR, afirma que tanto la Municipalidad como la Provincia hacen dichos controles. “Viene la ASSAL (Agencia Santafesina de Seguridad Alimentaria) y el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria) a hacer tomas de muestras y seguimiento con el productor del que tomaron la muestra”. Afirma que si bien el Mercado no tiene el poder de policía para esos controles, han participado organizando cursos y capacitaciones al respecto. “Creo que es un servicio que hay que darnos. En general los productores son responsables y ni hablar de la producción agroecológica que si bien es incipiente toma cada vez más fuerza. Hay cuestiones que tenemos que respetar, especialmente con la seguridad alimentaria”.
Los otros controles que sí viene coordinando el MPR tienen que ver con el marco pandémico del Covid-19. Se vuelve un desafío considerable minimizar el riesgo de los contagios en un ambiente con tanta circulación de personas, incluso de diferentes provincias. Un cartel led con letras luminosas de colores pide y exige: ´Cuidémonos entre todos, respetemos las medidas de prevención. Prohibido el ingreso y permanencia sin el barbijo, lavado de manos frecuente, respete distancia mínima de un metro y medio´. Claudio, que está contento porque ya fue vacunado, dice que en el mercado son estrictos con los controles y que los casos que hubo fueron pocos y aislados. “A cada ratito te hacen el control de fiebre. Al que entra sin barbijo lo suspenden. Acá vienen chinos, tailandeses, bolivianos, peruanos. Gente de todos lados, estás expuesto a todo”, dice.
Fin de jornada
Sergio hizo aquel día un viaje parecido al que hacen semanalmente las naranjas que inundan su puesto. Gran parte de la mercadería que recibe viene de Mocoretá, Corrientes, la misma ciudad de la que vino él cuando el calendario marcaba el cambio de siglo. Su pareja, también correntina, nació en Monte Caseros. Un día conocieron el mercado rosarino, les gustó y se quedaron. Hoy hace veinte años que trabajan en el puesto que nombraron ´Frutas Juan´ en honor a sus hijos. El color que hegemoniza el puesto tiene que ver con que se dedican exclusivamente a vender naranjas, de jugo y de ombligo. Las que no llegan de Corrientes lo hacen desde Chajarí, Entre Ríos.
Debajo de su barbijo que tiene unas naranjas estampadas, Sergio explica que los precios, que van de 400 a 600 pesos, varían en relación con el tamaño y la calidad. Dice que hay naranjas todo el año porque las traen de cámara, que próximamente va a arrancar la Valencia -que es la naranja ovalada- y después la naranja ´verano´, para él la más rica. Espera que para ese momento baje la cantidad porque actualmente hay sobreproducción, “el mercado está inundado de cítricos”, dice. Sergio paga trescientos pesos por cada cajón y setenta pesos de flete. A ese cajón le gana alrededor de cincuenta pesos porque lo vende a poco más de cuatrocientos. “Hay cajones que empatamos. La semana pasada tuve que empatar porque si no me quedaban las naranjas”.
– Los fines de semana estoy en casa y extraño, ya quiero venir al mercado. Espero que pase el fin de semana para venir a trabajar. El mercado genera eso-, dice Sergio.
Las oficinas donde funciona la administración están en la planta alta. Gustavo Suleta, que trabaja desde 2011 y representa al mercado en la Federación Nacional de Operadores de Mercados Frutihortícolas de la República Argentina (FENAOMFRA), cuenta que suele charlar con colegas de otros mercados sobre el sentimiento de pertenencia que genera este trabajo. “Esta actividad tiene un altísimo grado de pasión, no es igual a nada, no se puede explicar con facilidad. Es un mundo dentro del mundo con su propio ritmo, sus propias reglas, sus propias formas, sus normas de conducta”. Según su mirada, la relación que se siente en el mercado es diferente a la que pueden tener otros comerciantes con sus proveedores. “Tiene algo raro, hipnótico, que cuando te diste cuenta te atrapó. Es una actividad en la que hay que poner mucho el cuerpo, de madrugada, son muchas horas”.
Los ventiladores de techo siguen prendidos aunque la mayoría de los puestos están cerrados y vacíos. La postal marca el pulso de algo que entró en pausa. Son las doce cincuenta y dos y el mercado cambia completamente su color y su fisonomía. El paisaje sonoro así lo hace saber, paralelamente a cómo cambia la luz del sol que ahora está bien arriba. Una escoba apoyada sobre unas berenjenas y un perro deambulando por los callejones del mercado en busca de las sobras que aún no fueron barridas.
El detrás de escena cuando se termina la función muestra a un tipo de jean y campera roja haciendo toda la fuerza con su mano para arrastrar una carretilla donde viajan apiladas unas treinta bolsas de papa. Los changarines son los primeros en llegar y los últimos en irse. Más allá, en el puesto 188, una persona va agarrando de a uno los cajones con tomates cherry envueltos con film. Con la mano derecha tira lo que queda del cigarrillo y va apilando los veintiún cajones mientras se desnuda la estructura que los sostenía. Lo que marca el compás es el sonido de los cajones que se van apilando, tac-tac, tac-tac-tac, tac-tac, tac-tac-tac. El relojito de la puesta en escena desmontada. Los vestigios de la jornada.
– Lo que te conté es mi visión, es mi historia. Vivís un montón de cosas en el mercado. Mirá cómo me enganchaste porque siempre dije ´cuánta historia tengo acá´-, dice Claudio.